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«Otro interesante caso de inversiones es el de la Compañía Lorenz, controlada casi al cien por cien por TTT; la Compañía Lorenz, en agosto de 1939, algunos días antes de la entrada de las tropas alemanas en Polonia, procedió a la compra del 25% de las acciones de la Focke-Wulf AG de Bremen, que fabrica los aviones de caza Focke-Wulf de la Luftwaffe. Esta participación ha sido después aumentada, de modo que casi se puede decir que TTT es copropietaria de los aparatos de caza que combaten en los dos campos; los beneficios procedentes de las participaciones en Alemania transitan, naturalmente, por la BRI, bajo el control de ese encantador banquero americano que le ha visitado a usted; y, a propósito, he dado órdenes para que su sala de cine privada sea acondicionada lo antes posible».

—¿Convencido?

Joachim Gortz ha vuelto a Berchtesgaden, y acompaña a Quattermain en su paseo, ahora ya cotidiano; los dos hombres caminan, uno al lado del otro, por los senderos del parque, donde ha sido apartada la nieve desde las primeras semanas de 1944.

—Compruebo, con sincero placer —prosigue Gortz—, que su estado ha mejorado notablemente. Nuestros cirujanos han hecho milagros. Pronto podrá prescindir de ese bastón.

—¿Quién ha reunido esos

dossiers? Han necesitado meses y, más probablemente, años de trabajo.

—¿Cuál es su opinión?

—No hay un solo Joachim Gortz, sino varios. Docenas, tal vez más.

—No tantos —dice Gortz, burlón.

—Unos hombres como usted que, quizá desde antes del comienzo de la guerra, han preparado unas embarcaciones de salvamento.

—Ha hecho usted unos progresos asombrosos en alemán, señor Quattermain. Casi podría tomársele por un alemán con acento de Viena.

Sonrisa, ante esa alusión a Rosie Maier.

—Antes de ir más lejos —dice Quattermain—, quisiera noticias del muchacho.

—No las tengo. Lo cual es tranquilizador, en cierta manera.

—No comprendo.

—Estoy seguro de lo contrario, pero me explico: si alguien persiguiese todavía al niño, y sobre todo si hubiese sido encontrado, yo lo sabría.

—¿Y Laemmle?

—Nada ha cambiado desde nuestra última entrevista: Laemmle se ha retirado de la partida.

—Aún queda ese Jurgen Hess.

—Según las últimas noticias, se batía con gran coraje contra los rusos. ¿Puedo llamarle David?

—No.

—Yo llamo a sus primos por su nombre de pila, entre ellos a Larry. Silencio. Los doscientos y pico metros que Quattermain acaba de recorrer le han agotado. Se sienta en un banco del que ha quitado la nieve, y Joachim Gortz lo hace junto a él.

—Usted ha reflexionado mucho, señor Quattermain, sobre las razones que le valoran tanto a mis ojos y a los de algunos otros. ¿Las ha encontrado usted?

—Soy un rehén.

—La explicación es un poco escasa.

—¿Cómo va el penoso incidente?

—Si habla usted de la guerra, Alemania está a punto de perderla soberbiamente. Eso podría producirse dentro de unos meses; un año o más pondrían las cosas peor.

—Su ardor patriótico me conmueve.

—Es cierto; estoy muy impresionado —dice Gortz, encendiendo un Chesterfield con sus dedos enguantados.

—Creo —dice Quattermain— que me habría hecho desaparecer en cualquier campo de concentración, o tal vez fusilado, si su país hubiese entrevisto la victoria final. Pero el penoso incidente ha ido cada vez peor, y esto me valora más cada día. Me ha utilizado usted para convencer a mi familia de que ayude un poco más a Alemania, y ahora me utiliza para preparar la posguerra y el restablecimiento de unas relaciones comerciales y financieras fructíferas. Mi supervivencia demuestra por sí sola su buena fe y su gran humanidad, y toma usted posiciones para después.

—¿Sería usted un bote o, mejor aún, una boya de salvamento?

—Exactamente. Y además, usted se justifica a sí mismo afirmando servir a los intereses superiores de su país por encima de los incidentes penosos.

—Magnífico —dice Gortz—. Después de todo, soy un gran patriota.

—Yo no le aprecio, Gortz.

—Me deja usted desolado, sinceramente. Pero llevando su razonamiento a su final lógico, debería detestar igualmente a su propia familia.

—Creo que ese punto sólo me atañe a mí mismo.

—Estoy de acuerdo. ¿Ha llegado más lejos en sus reflexiones?

—Quizá llegue usted a confiarme ese

dossier, o una copia de ese

dossier que han reunido usted y sus amigos.

—La idea es original.

Quattermain, con las manos juntas sobre su bastón, se decide a volver la cabeza y contemplar al financiero alemán.

—Incluso he llegado a pensar que usted me soltaría… o que facilitaría mi evasión.

A su vez, Joachim Gortz vuelve la cabeza y sus miradas se encuentran.

—¡Diablos! ¿Y por qué iba a hacer yo una cosa así?

—Creo que lo hará el día en que tenga la absoluta certeza de que su país ha perdido la guerra, y también el día en que usted sepa cuándo y cómo los hombres de Wall Street llegarán a Alemania pisando los talones de los soldados americanos, para volver a poner el país en marcha en el más breve plazo.

Silencio. Joachim Gortz le mira y se echa a reír.

—Tiene usted una imaginación muy fértil.

—Más de lo que usted se imagina —dice Quattermain—. Incluso se me ha ocurrido que sus amigos y usted podrían hacer asesinar a Hitler para acelerar la marcha de las cosas y para evitar que el penoso incidente no resulte demasiado penoso.

Y comprueba, con verdadera satisfacción, que esta vez ha llegado a lo más vivo de Gortz: el banquero cierra los ojos durante una centésima de segundo.

—La cuestión será retirada y el jurado no deberá tenerla en cuenta —prosigue Quattermain—. Si esa clase de tentativa se hace algún día, ni sus amigos ni usted se verían mezclados en ella. O, más exactamente, nadie pensaría tratarles con rigor si la tentativa fracasase. Yo sé, Gortz, que usted ha salvado mi vida, sé que lo ha hecho corriendo ciertos riesgos, y estoy persuadido de que existen en Berlín, en el entorno inmediato de Hitler, algunas personas que le colgarían en ganchos de carnicero si supiesen a qué juego juega usted.

—¿Es una amenaza? —pregunta Gortz.

Quattermain sonríe.

—Creo que voy a poder evadirme en seguida —dice—. Por lo que recuerdo, Suiza no está tan lejos de este lugar en que nos encontramos.

Joachim Gortz baja la cabeza; luego la levanta.

—Es posible, y digo solamente posible, que usted se encuentre en Suiza algún día. En tal caso, usted no intentaría vengarse de mí.

—¿Y por qué no?

—Ni siquiera lo intentará. Yo sólo soy un financiero normal y no tengo la suficiente importancia para que usted me considere un enemigo mortal. Esta guerra acabará y usted me olvidará. Yo sólo soy un peón.

—Tanta modestia le honra. Usted ha tomado parte en la búsqueda de Thomas, ¿no es verdad?

—He buscado a alguien que poseía unos códigos bancarios que me habían ordenado que encontrase. Pero esto es una vieja historia: hoy no cruzaría ni una calle para ir a buscar el dinero escondido por Thomas

el Viejo. Las circunstancias han cambiado; me quemaría los dedos.

—¿Quién es Thomas

el Viejo?

—Un banquero de Francfort que, hace ahora diez años, saltó por una ventana. Era el bisabuelo de ese chiquillo a quien usted llama Thomas.

—Si le sucede algo a Thomas, ni usted ni ninguno de sus amigos le sobrevivirán.

—Dudo que sea su hijo, señor Quattermain. Nunca tendrá la prueba de ello.

Una ola de rabia sacude a Quattermain, que se queda estupefacto al ver hasta qué punto su amor por Thomas es inmenso y sin retorno. Corren unos interminables segundos, durante los cuales lucha contra sí mismo con el único fin de calmarse.

—Retiro a mi vez la observación —dice Gortz.

Quattermain pregunta:

—¿Quién es el responsable de lo que ocurrió en el Var en noviembre del 42?

—Jurgen Hess y Gregor Laemmle. Ignoro cuál ha sido la parte de cada uno de ellos; sus versiones divergen.

Rosie Maier acaba de aparecer a unos doscientos metros. Trae una manta. La tarde de este domingo toca a su fin y el frío de la noche comienza a extenderse.

—Le he subestimado —dice Gortz—. Era usted mi prisionero y he aquí que ahora yo soy el suyo. Mi única excusa es que su propia familia no le tenía en muy alta estima. Pero quizás el Quattermain que ésta había conocido ya no existe hoy.

—Tal vez —dice Quattermain con su gran indiferencia—. ¿Está usted seguro de salir con bien de esto, Gortz?

—Creo que sí. He hecho y haré lo que es preciso para ello. Dios bendiga a las altas finanzas.

Rosie llega junto a ellos.

—Ya es hora de moverse —dice.

—El señor Joachim Gortz y yo hemos llegado a la misma conclusión —dice Quattermain.

—¿Miquel?

Estoy aquí, detrás de ti.

—¿Es que siempre necesitas esconderte, maldita sea? ¡Estamos solos!

—Cuanto más me esconda, menos me verán —dice Miquel, o, más exactamente, la voz de Miquel.

—¡Eres un tunante! —dice Thomas.

Pero sonríe. Miquel, algunas veces, es extrañamente desconcertante. Aparte de su manía de esconderse todo el tiempo, crees que está a millones de kilómetros, que te ha perdido, y te inquietas; pero no, está ahí, realmente silencioso, más que Pistol Peter cuando se quita las botas para acercarse al campamento de los bandidos que va a meter en la cárcel. Es un terrible tirador, el mejor del mundo, no hay problema. El doctor Nadal (también ha nacido en Mallorca, pero está en Francia desde hace más de treinta y cinco años) ha querido saber cómo tira Miquel: «—Thomas, ¿no podrías pedirle que me hiciese una demostración? —¿De tiro?—. Sí. Parece ser que la noche en que el grupo Kléber escapó de las garras de los alemanes, él solo abatió a ocho hombres, en algunos segundos y en plena oscuridad… —No sé si querrá, pero se lo pediré». Miquel ha dicho que no, sin moverse siquiera de aquella especie de habitación, en lo más alto del granero: allí no solamente duerme, sino que vigila los alrededores. Miquel entonces le ha soltado un gran discurso (al menos veinticinco palabras seguidas, ¡un auténtico milagro!): Javier Coll le ha recomendado que no se sirva nunca de su fusil para divertirse, y Javier le ha dicho también que tirar como él tira es un don de Dios y que no hay que hacer el tonto con él. Bueno. Thomas ha insistido durante semanas y Miquel ha acabado por decir que sí. Han ido los dos al bosque, con el doctor Nadal y con cuatro botellas de vino vacías. Miquel ha explicado cómo hay que colocar las botellas —en equilibrio una sobre otra, de dos en dos— y en seguida se ha alejado, tanto, que no parece tener más de un centímetro de alto; apenas se le ve. Ha disparado y entonces el doctor Nadal y Thomas han tenido tiempo de ver lo que pasa: las cuatro balas han llegado casi al mismo tiempo. Las dos primeras han pulverizado las dos botellas de abajo, y las dos siguientes las de arriba, cuando todavía están en el aire. ¡Qué cara ha puesto el doctor Nadal! Él, Thomas, se ha sentido invadido por el orgullo. El mejor tirador del mundo. Tras de lo cual, Thomas ha sacado la nuez que tenía en el bolsillo, la ha sujetado con el pulgar y el índice, a la altura de los ojos, y la nuez ha estallado sin hacerle el menor rasguño en los dedos, como si fuese una corriente de aire.

—¿Miquel?

Estoy aquí.

(«Ya está: ha cambiado de sitio, sin que se le vea ni se le oiga. Ahora está a mi izquierda»).

—¿No tienes ganas de volver a España?

¿A Mallorca? ¡Claro que sí!

—¿Qué edad tienes?

—Veintitrés años y medio.

—Eres terriblemente viejo.

Muy viejo. Soy muy viejo.

—Tu

novia debe de estar esperando.

Miquel no es tonto. Comprende en seguida lo que Thomas quiere decir.

Estamos muy bien aquí, Thomas; estamos muy bien aquí.

—Hay demasiados hombres del

maquis, Miquel. Un día vendrán los alemanes, enviarán unos tanques y montones de soldados, y Jurgen Hess vendrá con ellos.

Miquel responde que es posible, pero que él los verá llegar, y sólo entonces Thomas y él se irán de aquí. Por el momento nada les apremia; él no ve ningún peligro, y desde hace más de un año Thomas es sobrino del doctor Nadal, todo el mundo en la región se ha acostumbrado a ello y ya nadie desconfía (Miquel, para decir todo esto, no habla, naturalmente, demasiado tiempo, sólo cuatro o cinco palabras, y Thomas comprende lo que hay detrás de ellas).

Thomas reanuda su camino. Todavía no es invierno, pero los olores de la tierra cambian. No se está tan mal en este país donde viven desde hace más de un año; no faltan muchas cosas, excepto los libros. Ya ha leído los trescientos, en francés y en español, que están en la biblioteca; pero el doctor Nadal es enormemente amable, es casi como un tío de verdad, y su mujer también, tía Mayo (su verdadero nombre es María de los Ángeles, y también es de Mallorca); además hay otras personas interesantes, los Berthier por ejemplo (tampoco es éste su verdadero nombre, pero son judíos y se ocultan): el tío Berthier, antes profesor de matemáticas en París, le da clases —son realmente fáciles las matemáticas: Thomas ha hecho en un año el programa de cuatro cursos escolares—, mientras que su mujer quiere enseñarle el francés (¡como si no lo supiera ya!) y también historia y geografía; ¡la geografía, bueno, pero la historia…! Yo me pregunto qué interés tiene saber quién asesinó a Enrique IV. No me sorprendería que la policía estuviese todavía buscando al asesino.

—¿Crees tú, Miquel, que Jurgen Hess me busca todavía?

No sé.

—¿Qué quiere decir

no sé? Tú debes de saber muy bien si sus espías andan por aquí.

Y, además, Berthier no juega mal del todo al ajedrez: en ciento veintitrés partidas, ha conseguido ganarle dos y en cinco han quedado en tablas, lo cual no está mal para un viejo de cincuenta y nueve años.

—¿Hay o no hay espías, Miquel?

—Yo no he visto a ninguno. Pero eso no prueba nada —dice la voz de Miquel en algún lado, a su derecha.

Aunque él, Thomas, haya jugado bastante mal expresamente, se diría que para animarle. Por lo demás, no sólo para ayudarle. Una vez por lo menos, si han hecho tablas es porque él no estaba demasiado concentrado. Miraba la braga de Élodie, que estaba sentada en la butaca roja, detrás de Berthier, y que fingía leer separando bien los muslos para que yo pudiese verle la braga. Forzosamente, eso te ha desconcentrado.

—¿Qué hay a nuestro alrededor, Miquel?

—¿En la ciudad? En la ciudad está el ejército alemán, más los gendarmes, más los guardias móviles, más los hombres de la Gestapo francesa, los que obedecen a Lafont y a Bonny.

—Eso es mucha gente.

—Sí, mucha gente, Thomas.

«Élodie es tremendamente bonita. Es ya mayor, tiene trece años. Pero es amable: me ha dejado ver en seguida sus pechos, quiero decir esas cositas que tiene, que no son verdaderos pechos como los de la tía Mayo (enormes éstos). Espero que crezcan un poco todavía. Ya veremos».

—¿No crees que eso es demasiada gente, Miquel?

—No —dice firmemente la voz de Miquel.

—Tengo unas ganas inmensas de moverme, Miquel. De partir.

—Tenemos que esperar, Thomas.

Pero Thomas no puede esperar tranquilamente el final de la guerra como una marmota, sin moverse, aunque le repitan que todo el mundo cree que ha pasado a España.

«El Hombre de los Ojos Amarillos

sabe que no estoy en España. Lo sabe, estoy seguro. No viene a buscarme porque no quiere, eso es todo. Está claro que no mentía cuando le dijo a Barthélemy, el vendedor de legumbres, que tumbaba su rey. Ha dejado la partida, de acuerdo.

»¡Pero YO no!».

Thomas se acuclilla. Oye el ruido del agua allá abajo, pero no ve el río. Las punzadas en la cabeza le vuelven de nuevo, como cada vez que piensa en la Cosa, en el Hombre de los Ojos Amarillos. Casi se vuelve loco. Al principio, el doctor Nadal le decía que eran las consecuencias de una pulmonía doble, pero no, se equivocaba. «¡Sólo es que quiero matar al Hombre de los Ojos Amarillos, quiero verle muerto, quiero ser yo quien le mate, quiero que sufra!

»Porque es fácil decir eso de

olvidar, ¡es realmente fácil! ¡Pero yo no quiero olvidar! Siento claramente que estoy a punto de cambiar, lo siento; algunos días está menos claro en mi cabeza, pienso en Élodie, en la

novia de Miquel, que seguramente es muy guapa y que seguramente Miquel tiene muchas ganas de volver a ver (sobre todo cuando es el único superviviente de los cuatro, debe sentirse terriblemente solo); quiere volver a ver a su

novia, pero prefiere que nos quedemos aquí; quiere esperar a causa de mí, para protegerme. Pienso en todas las cosas agradables y, dentro de mí mismo, soy menos malo y casi tengo menos ganas de matar al Hombre de los Ojos Amarillos. Si espero, será demasiado tarde: habré cambiado demasiado…

»Por otra parte, le he escrito que algún día iría a matarle. Es como si hubiese dado mi palabra».

—¿Miquel? Tengo que decirte algo.

—¿Si,

Tomás?

—Hace una semana he visto algo con mis prismáticos. Había cuatro hombres en un coche con tracción delantera. A los otros no les conocía; estaban todos de paisano, no de uniforme, pero tenían abrigos negros como la Gestapo y el papel amarillo en el parabrisas. Pero he reconocido a uno: estaba en la carretera de Sanary a Bandol con aquel muy alto que se llamaba Abel. Le he reconocido.

Silencio.

Y he aquí que capta un ruido de hojas. Es muy raro que Miquel haga ruido cuando camina entre las ramas; eso demuestra que está inquieto.

«Eso demuestra que cree la mentira que acabo de contarle».

¿Estás seguro, Tomás?

Thomas no se toma el trabajo de responderle. No es cierto que haya reconocido al manco con rostro de árabe que se encontraba en la carretera de Sanary a Bandol. Pero los cuatro hombres del coche, eso sí es verdad. Los ha visto y observado con sus prismáticos. No ha reconocido a ninguno, pero son la misma clase de hombres, la misma clase que los cazadores empleados en Sanary por el Hombre de los Ojos Amarillos. Los hombres de Lafont.

La mentira que acaba de decir no bastará, seguramente, para convencer a Miquel de que deben partir. Pero es como un primer peón que acaba de avanzar en el tablero.

La partida se reanuda.

Se incorpora y avanza hasta el borde de la fractura. Abajo corre el Corrèze, y un poco más lejos está la ciudad de Tulle.

Gregor Laemmle está en París desde hace tres días. Regresa de Italia, con su pasaporte suizo a nombre de Golaz-Hueber; ha vivido mucho tiempo en su casa de Fiesole. Ha abandonado su querida Toscana por cierto número de razones; la menor es, seguramente, lo que ocurre en el sur de la península italiana: los angloamericanos han desembarcado allí, suben hacia Roma, a donde no tardarán en llegar, sean cuales sean los méritos de la línea Gustav, que, según parecía, no podría ser nunca franqueada por nadie. Todas las informaciones y certezas que han dejado a Gregor Laemmle en el estado natural del mármol de Carrara.

Ha abandonado Italia porque, en el transcurso de los meses, sus proyectos de suicidio le han acosado de nuevo, con una virulencia cada vez más dura. Había concebido bastante confusamente la esperanza de recobrar, en ese lugar privilegiado, si no el placer de vivir —no se puede pedir demasiado—, sí al menos algo que recuerda a una paciencia resignada y sarcástica. Tendría que haberse conocido mejor. Las cosas han empeorado y la obsesión se hace cada día más oprimente.

Gregor Laemmle se reinstala en París en su antiguo piso de la calle Guynemer, sobre el jardín del Luxemburgo, que no ha sido tocado por ninguna requisa. Los tres primeros días ha hecho cosas habituales, como en otro tiempo: ha dado una vuelta por las librerías y ha estado toda una tarde hablando en la calle de Saint-André-des-Arts; apenas ha salido de Saint-Germain-des-Prés, donde ha reencontrado a un anticuario a quien había comprado algunos objetos pronto hará quince años; sin sentir el más mínimo deseo de hacerlo, solamente para convencerse de que todavía está con vida, se ha dejado seducir por un tapiz de Aubusson, pagado a un precio alucinante.

En la mañana del cuarto día, alguien llama en la calle Guynemer. Es Henri Lafont. Y el frágil equilibrio que Gregor Laemmle pensaba haber recobrado se ha trastornado.

Lafont, naturalmente, le habla del Niño.

—He llegado hasta él por casualidad —dice con voz quebrada que, decididamente, no deja de tener encanto—. Hace ahora dos días. He venido a verle al azar; no pensaba encontrarle. Pero es él; mis dos hombres son serios, ya le habían descubierto en Aix, y luego en Saint-Tropez. Está en Corrèze; tengo la dirección exacta. Ya sabe usted lo que es eso: se infiltran en la maldita Resistencia, reúnen informes, hacen investigaciones. Yo les echo una mano lo mejor que puedo; no es nada fácil. Bueno, hablo demasiado, es cierto. Son los nervios. No voy a decirle todo lo que he hecho por Alemania; tengo la impresión de que a usted le tiene completamente sin cuidado. Pero en cuanto al niño…

Lafont sonríe, con sus ojos de gato montés, de gran movilidad, y Gregor Laemmle, que le examina mientras toma un café, encuentra al señor Henri muy cambiado desde su último encuentro, ya hace meses: detrás de la seguridad y la facundia, la febrilidad se transparenta —«pero no el miedo; este hombre no tiene miedo».

—¿Y cómo está?

Lafont vacila; después sonríe de nuevo. Explica que, si ha tardado en responder, no es de ningún modo para hacer subir el precio: «tengo todo el dinero que quiero; no es eso lo que he venido a buscar aquí». Su mirada se vela. Se calla, humedece sus labios en el café reforzado con coñac que Soëft acaba de traerle, y finalmente pregunta.

—¿Todavía sigue interesándole ese crío?

«¿Para qué ha tenido que venir?», piensa Gregor Laemmle.

—Sí —dice simplemente.

Los ojos de gato montés le escrutan.

—Es usted un individuo extraño, muy poco vulgar. Es usted especial. A mí me importa todo un pimiento, pero lo que es a usted… Eso es quizá lo que nos acerca.

—Vaya usted a saber. ¿Está amenazado el Niño?

Asentimiento.

—Un mapa, Soëft.

Gregor Laemmle se inclina sobre el mapa de la Corrèze.

—Está en este rincón —indica Lafont—. Cerca de la ciudad de Tulle. En casa de un doctor que se llama Nadal y que es español, a pesar de su nombre.

—Nadal es también un apellido español.

«Creías que la historia había terminado, Gregor; lo creías de verdad. Pero no». Entonces pregunta:

—¿Y a quién más ha vendido usted esa información?

—Es usted sumamente sagaz, ¿verdad?

—¿A quién más?

A Hess, a Jurgen Hess, naturalmente. Que había sido enviado al frente ruso, pero que por desgracia ha vuelto, cargado de medallas. Ahora es

Standartenführer. En principio, debe tener un mando en una división de la SS en Burdeos, la segunda Panzer

Das Reich, pero todavía se encuentra en París.

—He hablado con él por teléfono. Nos veremos esta noche.

—¿Qué sabe él exactamente?

—Que yo sé dónde está el crío, nada más. En suma, nos hemos conocido gracias a usted.

—¿Un poco más de café?

Lafont lo rechaza, se levanta, camina hacia la puerta. Dice que va a reventar, probablemente antes de fin de año, pero eso no es grave; ha vivido diez veces más de prisa que los demás. Eso hay que pagarlo un día, y él está de acuerdo en pagarlo. No sabe por qué ha venido, una idea repentina.

Y se va.

La misma tarde, Gregor Laemmle se dirige a pie hasta el jardín de las Tullerías… desdeñando el Luxemburgo, que está demasiado próximo. Se sienta en un banco. «Lo que yo he realizado y voy a realizar resultará sin duda único en los anales de la filosofía alemana. Es verdad que no creo desde hace lunas en la filosofía, cuya vacuidad me ha parecido siempre cegadora. Soy como un marino que odiara el mar y que, sin embargo, ya no puede vivir en tierra». Unas horas más tarde, un viejo guarda friolero le ruega que salga, porque se va a cenar el jardín. Sale y deambula a lo largo de las calles, en espera de Soëft.

El cual acaba llegando, en la fría noche de un París pálido, y con los datos convenidos.

—Gracias, Soëft. Me gusta mucho este coche que ha encontrado usted; es blanco, el color del luto en el celeste imperio. Admirable.

Se acomoda en el asiento trasero y se arropa, comprobando que está realmente helado.

—En marcha, Soëft.

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