Daddy

Daddy


Daddy

Página 27 de 36

«Hace algunas decenas de horas, de regreso de Italia y despidiéndome de París, estaba a punto de volver a la Schwarzwald de mi infancia con la intención de dispararme un tiro en la boca o bien de abrirme las venas en un baño caliente (reconozco no haber decidido ese detalle). El Niño ya no era más que un recuerdo, y heme aquí sumergido de nuevo en la historia de Thomas».

—Estoy atónito, Soëft.

—Bien, señor —dice Soëft.

—Yo quiero ir con usted —dice Rosie Maier, que trata de usted a Quattermain incluso en alemán.

Él intenta convencerla de que no haga nada de eso y, en vista de lo inútil de su esfuerzo, acaba derribándola de un puñetazo y encerrándola en el cuarto de baño, amordazada y atada con esparadrapo.

Quattermain ha elegido esta noche por la única razón de que es oscura. Lo es, y endemoniadamente: por las ventanas, ante las cuales ha estado esperando más de dos horas, ni siquiera distingue la primera línea de los árboles del parque, a treinta metros del edificio, ni tampoco ninguna silueta de centinela; se diría que están extrañamente ausentes esta noche.

Es la una y cuarto de la madrugada cuando comienza su evasión propiamente dicha. La velada precedente ha sido normal: ha cenado hacia las siete y media, la mujer de servicio ha venido una hora más tarde a retirar la mesilla de ruedas, ha cargado él mismo el proyector y visto por segunda vez

Las uvas de la ira, de Ford. Rosie se ha reunido con él hacia el final de la película; eran las once; media hora más tarde ha apagado las luces.

La puerta que da al parque debería estar cerrada con llave. Sólo lo está a medias, y el destornillador facilitado por Rosie le permite desmontar la única cerradura que se ha cerrado.

Nadie en la garita de la parte baja de los escalones. «Esto ni siquiera es una evasión; es un paseo…». Quattermain alcanza la primera línea de árboles cuando tropieza con un cuerpo: el soldado yace con la nuca ensangrentada. «¿Y con qué se considera que le he matado?». Continúa y, quince metros más allá, llega a un pequeño estanque que marcaba el límite de sus pasos cuando, provisto de un bastón, fingía ser incapaz de todo ejercicio prolongado. Rodea el estanque y pasa el puente de madera que cruza el arroyo, cuyo diseño siempre le había recordado a Quattermain la Serpentine del Hyde Park de Londres. «Tengo una sensación muy clara de que alguien me observa». Deja atrás una pequeña casa forestal convertida en cuerpo de guardia. Brillan allí unas luces y hay otras que iluminan la entrada central del parque, por donde van y vienen los centinelas. «Evidentemente, el itinerario que han elegido para mí no pasa por ahí…». Quattermain gira hacia la izquierda, permaneciendo a cubierto por los alerces y por la cerca que allí se alza, con sus buenos cuatro metros de altura y coronada por un friso de alambres de púas. «Sin duda no se supone que franquee eso de un salto; seguro que Joachim Gortz tiene algo mejor que ofrecerme».

Ni patrullas ni perros. Sigue el muro hasta una granja, que se levanta en la desembocadura de un bosquecillo de avellanos. El cuerpo de un soldado está tendido en el suelo. «Otra de mis víctimas —piensa Quattermain—; soy de una eficacia que me asombra a mí mismo…». Penetra en la granja: las habitaciones que se suceden están desiertas y conducen a una puerta que se abre al otro lado de la cerca del parque.

Cruza la carretera y, poco tiempo después, un vehículo militar pasa sin verle. A partir de entonces camina por un sendero.

Veinte minutos después, hacia las dos de la madrugada, tiene a la vista una pequeña aldea. El Mercedes está allí, aparcado no muy lejos de un albergue y en la cima de una carretera asfaltada. Basta con accionar el freno de mano para que se ponga en movimiento, sin el menor ruido.

Rueda.

«Había un hombre en la ventana del albergue; me ha visto partir…».

… Quattermain refrena un terrible deseo de pisar el acelerador y liberar toda la potencia del Mercedes. Y lo consigue. Primero, porque la carretera no cesa de descender, de una manera muy abrupta casi siempre, y después y sobre todo porque espera más o menos lo que acaba de producirse. A la salida de una curva, sus faros iluminan de repente una auténtica barrera de tres coches imposible de rodear.

Se detiene.

Un individuo de estatura mediana, pero muy corpulento, se destaca del grupo de seis hombres. Lleva un abrigo de cuero negro y un sombrero marrón; sus manos están enguantadas; una Lüger pende al final de su brazo, con el cañón hacia el suelo. Llega hasta la portezuela del lado de Quattermain y, con un signo de la mano izquierda, le pide que baje el cristal.

—Tiéndase en el suelo —dice en inglés—. Pronto, por favor.

Hay una gran calma en su tono y, como Quattermain le mira sin moverse, el cañón de la Lüger aparece.

—No le mataré, pero no me han prohibido que le dispare a las piernas. Tiéndase, se lo ruego.

Quattermain obedece, acostándose lo mejor que puede. Diez segundos después, estallan los disparos, una ráfaga automática toca el coche, destroza los cristales laterales y agujerea una parte de la carrocería. El silencio vuelve.

—Puede usted levantarse.

Quattermain se incorpora. La barrera se está abriendo ante él, los tiradores se apartan y suben a sus propios vehículos. Y el hombre corpulento acaba de acomodarse en el asiento trasero del Mercedes.

—Puede usted continuar, señor.

—¿Para ir adonde?

—Hay otra barrera a algunos kilómetros de aquí. Deberá usted franquearla; no se preocupe del obstáculo. Tal vez un soldado dispare, pero su arma estará cargada con cartuchos de fogueo. Por otra parte, si usted es tan buen piloto como me han dicho, el soldado no tendrá tiempo de apuntar. Desde ahora, puede rodar todo lo rápido que quiera.

Quattermain se cruza, en su retrovisor interior, con una mirada fría e impenetrable. El hombre corpulento tiene la Lüger sobre sus rodillas.

El Mercedes arranca a la primera, adquiere velocidad y, en efecto, algunos minutos después, hunde la frágil valla de madera roja y negra. Pasa tan rápido que los tres o cuatro soldados de guardia no tienen tiempo de colocarse en posición de tiro.

—Conduce usted admirablemente, señor.

Corren al lado de un lago.

—¿Quién ha matado a los dos soldados en el bosque de la clínica? ¿Usted?

Los ojos negros le miran fijamente, perfectamente impenetrables. Quattermain atraviesa como una tromba un minúsculo pueblo dormido, y acaba llegando a un primer cruce, donde un cartel indica que Salzburgo está a la derecha.

—A la izquierda, señor, por favor.

A la izquierda hay unos lagos en hilera. La carretera continúa descendiendo, pero las pendientes, tan abruptas poco antes, se suavizan ahora.

—A un kilómetro delante de nosotros hay un puesto de policía. No se detenga.

Con el contador bloqueado, Quattermain rueda como un relámpago. Apenas registra la presencia, en el lado derecho de la carretera, de un edificio iluminado, en cuya puerta dos soldados levantan el brazo en una tentativa irrisoria de detener su carrera. Quattermain pregunta:

—¿Estamos en Austria?

—Acabamos de entrar en ella.

La pregunta viene a los labios de Quattermain: ¿y ahora? Pero no la pronuncia. «Seguro que Joachim Gortz ha previsto una solución». De pronto, Quattermain reconoce la carretera sobre la cual rueda a tumba abierta: es la de Kitzbühel. Aleja los recuerdos relacionados con ella; eso fue hace siglos, de todas maneras.

—Dentro de muy poco tiempo descubrirá un camión estacionado a la derecha. Entonces se detendrá, por favor.

El camión, en realidad, es más bien una furgoneta. Se abren sus puertas traseras y un hombre baja. Sin cambiar una sola palabra, se pone al volante del Mercedes y arranca en un segundo.

Quattermain, por su parte, sube en seguida a la furgoneta, seguido por el hombre corpulento. El cambio sólo ha durado quince segundos.

El camión resulta ser un vehículo destinado al transporte de fondos. Sus únicas ventanillas son unas troneras enrejadas. Avanza a buena marcha y, dos horas y media después, atraviesa Innsbruck. En cuatro ocasiones se detiene delante de las barreras, pero cada vez los papeles mostrados por el chófer bastan para que prosiga sin inconvenientes.

—Supongo que el hombre que me ha reemplazado al volante del Mercedes ha atraído sobre él lo esencial de la persecución.

El hombre corpulento tiene unos ojos negros, de un negro azabache.

Asiente.

—¿Hacia Italia, tal vez?

Nuevo asentimiento.

—¿Y nosotros vamos a Suiza?

Asentimiento.

Los negros ojos de gerifalte no se han apartado de Quattermain en ningún momento. Salvo al paso de la tercera barrera, cuando los soldados han dado la impresión de venir a abrir las puertas de la furgoneta, que lleva el emblema del Reichbank. Un tiempo muy breve, cinco o seis segundos a lo sumo, durante los cuales el hombre corpulento se ha desplazado, con su arma ya apuntada, a la escucha de lo que pasaba fuera.

Ha vuelto la espalda a Quattermain y esto ha bastado: el rollo de alambre se encuentra ahora en el bolsillo derecho del abrigo de Quattermain y los largos dedos de éste casi han acabado el nudo corredizo.

La antevíspera, Thomas ha ido a Tulle en bicicleta. Ni siquiera ha necesitado un pretexto: el doctor Nadal le ha pedido que vaya a buscar unos medicamentos. Es cierto que no es su primera visita a la ciudad: ya ha estado allí ida y vuelta, en varias ocasiones. Pero esta vez le produce una extraña desazón, porque ha oído hablar a los

maquisards cuando vienen por la noche a que los atienda el doctor Nadal: han dicho que un día van a atacar Tulle, sin esperar a los americanos.

Tiene ganas de ver cómo es el enemigo. Una vez obtenidos los medicamentos en la farmacia, ha echado una ojeada sistemática a todos los lugares que los

maquisards atacarán un día u otro. Ha pasado por delante del Hôtel Moderne, donde tiene su sede la Gestapo; por delante de la Feldgendarmerie, en el hotel La Trémolière; por delante del cuartel del Champ de Fer (donde están esos brutos de la milicia), y por delante del hotel Dufayet, cerca de la estación, y del Hôtel Terminus, que al parecer están llenos de oficiales alemanes (es cierto), y ha subido hasta la plaza de Sovillac, hasta la escuela y la fábrica de armas de igual nombre. Allí, no le cabe duda, está lleno de alemanes.

No ha sentido ningún peligro especial.

Salvo en un momento, cuando ha pasado por delante de la terraza del café Tivoli. El

instinto de rata ha dado la alarma inmediatamente. Unos diez hombres están sentados a la mesa, bebiendo y riendo. Su mirada ha recorrido rápidamente los rostros. No ha reconocido a ninguno, pero es igual. «Sientes que hay alguien detrás de la puerta; no le has oído llegar, ni llamar ni nada, pero sabes que está allí, eso es todo». Se ha incorporado rápidamente sobre los pedales, pero en seguida ha razonado: «Sobre todo no hay que escapar como un loco, porque te harías notar». Ha girado en la primera calle, la del Pont Neuf, y allí ha tenido lugar un pequeño incidente: unos guardias móviles, con su mosquetón al hombro, le han hecho señales de que se detenga: quieren saber lo que hace y por qué no está en la escuela. Nada grave: les ha enseñado el certificado extendido por el maestro, que le dispensa de asistir a clase a causa de las paperas. Después ha llegado un verdadero gendarme. «Es el sobrino del doctor Nadal; yo le conozco», ha dicho a los dos individuos con casco y con fusil.

Thomas continúa.

Esto fue hace dos días. Casi ha olvidado su aventura…, sobre todo a causa de Élodie, a quien al fin ha podido convencer de que se quede totalmente desnuda en el granero.

Pero ahora, de pronto, lo recuerda. Vuelve a ver los rostros de los hombres sentados en el café Tivoli; su memoria los recuerda uno por uno.

Y no cabe duda: aquí hay dos de ellos. Están sentados en su maldito coche de tracción delantera, a unos ochocientos metros, en un bosquecillo apartado de la carretera. Esperan, inmóviles, fumando cigarrillo tras cigarrillo, con aire indiferente, como si estuvieran allí contemplando el paisaje. Pero situados como están, pueden vigilar perfectamente bien la carretera que va hasta la casa del doctor Nadal.

—Miquel, ¿les has visto?

—Sí.

Thomas baja sus prismáticos.

—¿Podrás deshacerte de ellos, Miquel?

—Eso no serviría de nada, Thomas.

»Miquel tiene razón; soy un idiota. Suponiendo que matase a estos dos, llegarían otros a centenares.

»Me han descubierto, me han reconocido en la terraza del Tivoli, me vigilan; habrían podido atacarme desde hace dos días. No lo han hecho porque esperan órdenes. Son unos tipos de Lafont y de Bonny, y puesto que el Hombre de los Ojos Amarillos se ha retirado de la partida, trabajan ahora para Jurgen Hess…

»Bueno, eso es: Hess llegará y reanudará su caza».

Se arrastra y, cuando está seguro de no ser visible, se incorpora.

—Creo que debemos regresar inmediatamente, Miquel. ¿Dónde estás?

—Delante de ti, puesto que te has vuelto.

—No lo he hecho expresamente, Miquel.

No entiendo.

—No he hecho expresamente que me descubran en Tulle.

Thomas se ha puesto en marcha inmediatamente. Si algo sucede, será cuestión de unos minutos.

—De verdad que no lo he hecho expresamente. Lo hice sin darme cuenta. Tal vez, dentro de mi cabeza, yo quería ser

descubierto. De todas maneras, es culpa mía: no debería haber hecho el imbécil en Tulle con mi bicicleta.

Lo siento, lo lamento.

Miquel no responde. Lo cual es irritante: ya no le ves nunca y, además, no dice nada. Thomas avanza muy de prisa. En su cabeza la cosa está muy clara: Hess va a caer como un rayo en la casa del doctor Nadal y es muy capaz de asesinar a todo el mundo, al doctor Nadal y a tía Mayo y a la criada, pero también a los Berthier. Tal vez incluso a las gentes de las granjas de los alrededores. Tal vez incluso a Élodie, a sus hermanos y hermanas y a sus padres. Hay que prevenirles.

Ahora Thomas corre, a pesar de lo accidentado del terreno, deteniéndose en ocasiones para examinar los alrededores con sus prismáticos… Quizá Hess o los otros hombres de Lafont están ya allí, esperando su regreso, y no es cosa de arrojarse como un cretino en la trampa. «Estás desconcertado, Thomas. Desde que estás en Corrèze prestas menos atención, no estás alerta. Cuando la alarma sonó en tu cabeza, delante del café Tivoli, habrías debido desconfiar en seguida. ¡Y en lugar de eso, has vuelto a casa tranquilamente sin decir nada a nadie! ¡Te detesto! Te has abandonado a la comodidad y ahí tienes el resultado».

La angustia le oprime. Imagina al doctor Nadal y a tía Mayo ya muertos, con sus cabezas cortadas como Papé y Mamé Allègre en Sanary, y todo esto por su culpa. Imagina esos horrores y, dentro de él, la maldad y el odio ascienden avasalladores, casi devoradores. Porque todo comienza a ser lo mismo; ¡se le persigue todavía y se le perseguirá siempre! ¿Acaso no acabará nunca esto? Ha esperado demasiado, se ha escondido y ha jugado únicamente a la defensa. Hay que atacar, es necesario…

¡Un movimiento! Algo se mueve delante de él. ¡Ha advertido una silueta a trescientos metros! Se aplasta en el suelo y orienta sus prismáticos. Al fin reconoce al tío Berthier, con sus cortas piernas, su vientre y su cráneo calvo; está sudando y sin aliento. Thomas se asegura de que está realmente solo, de que no se sirven del tío Berthier como de un cebo. Pero no, no hay nadie. Se deja ver, y Berthier, tan pronto le descubre, grita que le están buscando desde hace horas, a él, a Thomas; todo el mundo está muy inquieto.

Pregunta a Thomas si conoce a alguien llamado Barthélemy, un vendedor de legumbres de Grenoble. ¿Sí? Pues bien, ese Barthélemy ha telefoneado, ha avisado que se iba a largar en seguida. Ha dejado un mensaje.

—Thomas, el doctor Nadal quiere que vuelvas a casa en seguida. ¿Estás solo? ¿No está contigo tu amigo?

Thomas no se molesta en responder. Probablemente Miquel está ahí, seguro. Miquel está

siempre ahí. Aleja este pensamiento. Hay otras cosas en que pensar y que son mucho más importantes.

Le dice al tío Berthier:

—Iremos a casa lo antes posible. Pero vale más que usted y yo no vayamos juntos. ¿Quiere usted ir delante, por favor? Yo le seguiré. Y cuando llegue a la casa, entre el primero, y si todo va bien, sale usted de nuevo y me hace señas.

«¿Por qué le llama tío Berthier? Es poco respetuoso. Es un hombre amable y dulce. En cuanto alguien es amable y dulce, muere. Papé y el coronel de Aix eran también amables y dulces. Y más que ninguno, el americano… No

pienses en el americano, no pienses más en él; ¡has jurado no pensar más en él! ¡Él y la Cosa te hacen mucho daño!».

Veinte minutos después, Berthier llega a la casa del doctor Nadal (él, Thomas, está a trescientos metros y observa con sus prismáticos). Todo va bien, el camino está libre. Berthier sale de nuevo y hace señas de que no hay novedad. Thomas, de todos modos, desconfía todavía un poco y termina su observación, mirando cada repliegue del terreno. Acaba por entrar a su vez. El doctor Nadal está muy nervioso, no comprende nada: ¿cómo Barthélemy, un vendedor de legumbres de Grenoble, ha sabido dónde se encuentra Thomas, y quién es ese Barthélemy, y ante todo, en nombre de Dios, por qué Thomas desaparece así, días enteros?

—Estoy realmente desolado y le ruego que me disculpe —dice Thomas—. Es verdad que no he sido razonable. ¿Puede usted disculparme? ¿Cómo es ese mensaje?

El mensaje dice exactamente.

El imbécil rubio ha encontrado el escondite del pequeño monstruo, y Pistol Peter marcha ahora hacia la Selva Negra.

El doctor Nadal mueve la cabeza.

Thomas responde que lo comprende todo muy bien, cada palabra. El mecanismo se pone en marcha en su cabeza y gira a una gran velocidad. Pregunta si por teléfono Barthélemy tenía acento de Mallorca.

—No. ¿Por qué? —dice el doctor Nadal, sorprendido.

—No era Barthélemy, que no sabe dónde estoy. La última vez que me envió un mensaje escribió a Mallorca, y su familia de Mallorca transmitió el mensaje a otros mallorquines de Toulouse y, de mallorquín a mallorquín, lo recibió usted.

—El pequeño monstruo soy yo —explica Thomas—. Y el imbécil rubio es Jurgen Hess, el que me persiguió y estuvo a punto de atraparme hace casi dos años. Hess sabe dónde estoy. Hay que actuar en seguida; tal vez ya está en camino. Vendrá con sus soldados. Miquel y yo hemos visto a dos espías, pero probablemente hay más.

—Te irás en seguida con los

maquisards —dice el doctor Nadal—. Tú y Miquel. Hemos preparado vuestras mochilas. Y, por otra parte, ¿dónde está Miquel?

—Fuera, en alguna parte, vigila.

Thomas reflexiona rápidamente:

—No sólo me quieren a mí. Cuando yo haya partido no les dejarán tranquilos. Es preciso que ustedes se vayan también. Usted, la tía Mayo y el señor y la señora Berthier. Deben partir ahora mismo.

Thomas lee la negativa en los ojos del doctor Nadal. Y eso le llena de ira, al ver que no comprenden, o que no quieren comprender. ¿Qué es lo que creen? ¿Que Hess va a ser amable con ellos cuando haya visto que Thomas ha escapado?

—Yo soy médico; me necesitan aquí. Desde luego, no iré a la montaña —repite el doctor Nadal con una terquedad increíble.

Y el señor Berthier dice lo mismo: su mujer y él son demasiado viejos.

Thomas gritaría de rabia.

Pero no hay nada que hacer.

—¡En nombre de Dios, Thomas, por una vez has de obedecerme! Ya lo he arreglado todo: cuatro de los hombres de Kléber os esperan a Miquel y a ti. Están en la peña de la Demoiselle. ¡Márchate!

La noche ha caído y Thomas se ha deslizado fuera de la casa. Camina, llevando las dos mochilas, la de Miquel y la suya. Le invade un pesar enorme, pensando en los que deja detrás de él. ¿Por qué no han querido comprender, por qué? Está hasta tal punto sumergido en la tristeza, que salta, casi enloquecido, cuando una sombra surge repentinamente cerca de él, le quita la mochila más pesada de las manos y le aprieta el hombro en signo de amistad. Se trata de Miquel, naturalmente; Miquel, que le susurra muy suavemente al oído que

¡cuidado!, los espías no están muy lejos, cercan la casa; «no hagas el menor ruido, Thomas y sígueme…».

Van ahora el uno tras el otro y el mecanismo regaña duramente a Thomas: «Podría haber sido cualquier otro en lugar de Miquel; no le habrías oído acercarse y ahora estarías atrapado. Todo porque has perdido la concentración, porque te has ablandado. Harías mejor en pensar lo que va a pasar ahora; ¡piensa,

maldita sea!».

Piensa, y todo aparece claro y nítido en su cabeza. En primer lugar, el mensaje. «Evidentemente, es el Hombre de los Ojos Amarillos quien lo ha enviado. Nunca ha querido que Hess me aprehenda, nada ha cambiado; de una manera o de otra habrá sabido que Jurgen Hess está en camino para atraparme y ha encontrado ese medio de avisarme. De acuerdo. Queda la otra parte.

»Pistol Peter es el americano.

»Y marchará hacia la Selva Negra, al Schwarzwald. Es decir, a Alemania, no importa a qué lugar de Alemania, pero hacia la casa misma del Hombre de los Ojos Amarillos, cerca de Friburgo de Brisgovia, en donde él era profesor…, y esta casa sería fácil de encontrar, primero porque debe ser realmente una bella casa (él tiene mucho dinero) y después porque bastará con ir a la universidad y preguntar dónde vive el profesor Laemmle.

»

Pistol Peter marcha hacia la Selva Negra.

»¿Quiere decir eso que el americano todavía está vivo?

»¡TRANQUILÍZATE!».

Miquel se ha detenido de repente. Thomas hace lo mismo. Están uno y otro en el fondo de un desfiladero, algo como un barranco, y lleno de maleza. En principio, el silencio. Total. Y luego aquello viene. No a los oídos, sino a las narices: un olor de humo de cigarrillo. «Hay espías muy cerca». Thomas se acuclilla, espera, no se mueve en absoluto. Salvo dentro de su cabeza, donde aquello le vuelve medio loco, girando como un torbellino. «¡TRANQUILÍZATE!». ¡Tu corazón late tan fuerte que lo van a oír! Cálmate. Reflexiona.

«De acuerdo; eso quiere decir que el Hombre de los Ojos Amarillos ha mentido la primera vez. Quizás el americano esté vivo todavía. Admitámoslo. Y

camina hacia la Selva Negra. Dicho de otro modo, se dirige también hacia Friburgo de Brisgovia, va hacia allí (para matar al Hombre de los Ojos Amarillos, pero también para hacerle decir antes dónde está él, Thomas)… Eso es lógico, puesto que el americano me quiere. Marcha, dice el mensaje. Eso quiere decir que estaba preso en alguna parte y que ha salido de allí, se ha evadido o le han dejado ir. Y Laemmle lo habrá sabido y me lo anuncia.

»Para que yo vaya también.

»Así yo tendría dos razones para ir al Schwarzwald: matar a Laemmle y encontrar al americano.

»Está bien jugado. Es realmente un bonito golpe.

»Evidentemente, eso puede ser una trampa: el americano quizá esté realmente muerto, pero el Hombre de los Ojos Amarillos mentiría diciéndome que no lo está para atraerme así a su casa.

»Eso también sería un bonito golpe: me advertiría de la llegada de Hess y, en lugar de perseguirme y de romperse la cabeza buscándome, esperaría que yo fuese directamente a su casa.

»Es realmente listo».

Miquel, delante de él, se incorpora muy lentamente. Su mano hace un signo en la oscuridad: ¡Adelante! Echan a andar de nuevo.

Cinco metros más allá atraviesan el camino y prosiguen. El peñasco de la Demoiselle está a una hora a pie.

«Y voy a ir a su Schwarzwald, claro que voy a ir. ¡Él quiere verme y me verá, puede contar con ello!

»Iré cuando haya hecho esa otra cosa que debo hacer ahora. Ha llegado el momento.

»Eso está claro».

Delante de él, Miquel acelera el paso; «seguramente hemos pasado la línea de los espías». Miquel le hace señas para que siga adelante solo; sería peligroso caminar juntos. Miquel prefiere ser una sombra que nadie ve, y que golpea y mata cuando es preciso. Eso es lo que le gusta, ésa es su idea de las cosas, él es así.

—¿Miquel?

La furtiva silueta se inmoviliza.

—Miquel, he reflexionado. No iremos a reunirnos con los

maquisards.

Miquel espera («sin hacer preguntas, ya lo ves»).

—No vamos a ir por dos razones —dice Thomas—. La primera es que si vamos con los

maquisards, atraeremos el rayo sobre ellos; Hess acabará con todos, vendrá con una división blindada, con carros y todo, y los matará uno a uno. Estar con ellos sería como condenarles a muerte. Y, además, los

maquisards no son unos verdaderos soldados; hablan demasiado. La prueba está en que yo les he oído contar cómo iban a atacar Tulle. Esas cosas se hacen sin pregonarlas a los cuatro vientos. No tengo confianza en ellos. Y además, ya no quiero correr delante de Hess. Ahora quiero ser yo el cazador, Miquel.

Miquel se agacha y desaparece como si la tierra le hubiese tragado.

—¿Todavía estás ahí, Miquel?

Estoy aquí.

(Cambia de lugar en algunos segundos, y sin hacer ningún ruido).

—La segunda razón —dice Thomas— es el doctor Nadal, y la tía Mayo, y el señor y la señora Berthier. Hay un medio de protegerles, aunque ellos no quieran. Un solo medio. Es matar a Jurgen Hess. Creo que a los demás alemanes les importa muy poco atraparme; ahora tienen otras preocupaciones. Con los americanos que van a desembarcar y con los rusos que les matan. Suprimimos a Jurgen Hess y todo acabará para nosotros.

Ir a la siguiente página

Report Page