Daddy

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Daddy

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—Temo lo peor. Conmigo tenía todas las posibilidades. Con Hess no tiene ninguna. Él lo sabe y, sin embargo, ha corrido el riesgo. Es un niño. ¿Sabe usted lo que es un niño, Quattermain? Las personas mayores son ellos, Thomas y algunos más, no nosotros. Nosotros (incluso yo) no somos más que unas réplicas, unas pálidas copias, desabridas y pervertidas por lo que llamamos la educación y la razón. Thomas es puro, es implacable y frío, no tiene ni pesar ni remordimientos, sueña lo imposible porque todavía no ha aprendido que lo imposible existe. Quattermain: somos originales y creadores, revolucionarios si usted lo prefiere, en la proporción de la parte de infancia que conservamos dentro de nosotros.

—Realmente está usted completamente loco —dice Quattermain, mirando todavía el cadáver del dueño del café.

—Thomas es un niño, el Niño por excelencia, y tiene una inteligencia absolutamente excepcional. Ella lo comprendió así, sin duda lo supo desde el principio y lo hizo todo para que se convirtiese en lo que es: un monstruo, según las normas. Y cuando digo Ella, naturalmente hablo de esa mujer que fue su madre y, al parecer, la amante de usted. Lo que quizá le hace padre de Thomas. Quizá. Supongo que lleva todavía encima la carta que Ella le escribió y que le convenció de cruzar el Atlántico. Soëft se la va a quitar y yo la leeré… antes de destruirla ¡No se mueva, Quattermain! ¡No trate de tocarme y menos de matarme! ¡No lo intente!

Se establece un silencio, sólo turbado por el ruido de varios motores de automóviles en el exterior.

Gregor Laemmle prosigue suavemente:

—La única persona a la que le autorizo matarme es al propio Thomas. Espero que mantendrá la promesa que me hizo. Al matarme, me daría en cierto modo… —Una sonrisa— una prueba de amor… No espero que usted comprenda. En cuanto a usted, que cree ser su padre, y que él cree que puede serlo o, sobre todo, que tiene ganas de creerlo, todo esto sólo sería una razón para odiarle más allá de lo posible… Y hay algo peor: lo que usted habría hecho con él si por desgracia hubiese conseguido quitármelo. Usted le habría destruido, Quattermain; le habría convertido en un niño normal, sólo un poco más inteligente que el término medio: dulce, tierno, afectuoso; y esa maravillosa máquina que tiene en la cabeza sólo le habría servido para salir bien en los exámenes y para convertirse en el hombre más rico de las Américas… Se me revuelve el estómago. ¿No quiere comer su langosta?

Quattermain se levanta y camina hacia la puerta encristalada que da a la calle. Aparta la cortina: un convoy de automóviles se está organizando; el Citroën ha sido desplazado y no está a la vista.

—No voy a matarle, Quattermain. Por una razón que me parece perentoria: es muy posible que, en las horas que vienen, el bueno de Jurgen Hess atrape al Niño; tengo todas las razones para creerlo. Si esto ocurre, una de dos: o bien Thomas es atrapado vivo y yo le cambiaré por usted, ya que al parecer usted vale más…, o bien el buen Jurgen le arrancará un ojo o un brazo… o lo matará, y en ese caso usted no llegará vivo a manos de Joachim Gortz. Hacia el cual nos dirigiremos ahora, ya que no quiere usted langosta…

Thomas acaba de recorrer más de cincuenta kilómetros hacia el puente, en una bicicleta que ha robado delante de una iglesia en la que unos niños asistían al catecismo. El truco de la olla de leche colgada de su manillar ha funcionado muy bien, incluso varias veces; esos cretinos le han preguntado, incluso, si la leche era buena, si no iba a hacer mantequilla con ella; ¡qué broma más estúpida! Y, además, la ventaja de una olla de leche es que se puede comprar leche de verdad y beberla después.

«Estoy realmente triste», se dice Thomas en su bicicleta.

«Tal vez podrías pensar un poco en el americano. Sólo un poco, un minuto nada más y, después, le esconderías en un rincón, bien enterrado… como la Cosa.

»De acuerdo, sólo un minuto.

»Tú sabes muy bien que Ella no mintió en su carta. Ella no mentía nunca. Si hizo venir al americano, fue seguramente porque es tu padre. O quiso que lo fuese y viene a ser lo mismo. Ella le eligió y eso sí que no puedes cambiarlo.

»Y él está muerto. Muerto-muerto-muerto. Como Ella.

»¡Basta ya! ¡Deja de pensar en él! Estás sufriendo para nada, te debilitas y ni siquiera prestas ya atención a la carretera…».

Continúa avanzando en la noche, dándole a los pedales. Según su mapa, ya sólo faltan once kilómetros. «Ésa no es razón para desconcentrarte; al contrario, ¡ten cuidado!». Se detiene cada vez más a menudo y corre a esconderse, sea en un hoyo, sea entre los árboles y los matorrales cuando los hay. Once coches o camionetas pasan, en un sentido o en otro, más tres motos y varios ciclistas.

Y después asciende de pronto en él una impresión de peligro (el instinto de rata), y esto hace que oriente veinte veces sus prismáticos en todas las direcciones, sin lograr ver nada en la oscuridad creciente, pero con la sensación de que algo va a suceder, «quizá porque has alcanzado tu objetivo y te pones nervioso, pero también quizá porque hay realmente algo».

Esa sensación se hace tan fuerte que se detiene por completo. La carretera ascendente y descendente que ha seguido es casi recta ahora. Atraviesa un gran llano que tiene unas jorobas de vez en cuando. «Afortunadamente es de noche; si no, me verían desde lejos». Tiene unas ganas terribles de seguir y de pedalear como un loco hacia la pequeña montaña, a algunos kilómetros de aquí. Pero sería muy estúpido correr riesgos precisamente ahora.

Finalmente, se decide.

Comete un error terrible: deja la bicicleta en el suelo, dentro del hoyo, pero no demasiado bien escondida. Se dice que es sólo por un minuto, nada más. Salta el hoyo y camina entre los árboles, hasta un montículo, a cincuenta metros de la carretera… Quiere subir a él, sólo para demostrarse que se equivoca totalmente, que no hay nada inquietante en los alrededores.

Trepa a la cima de la roca más alta y comienza a observar. Lentamente (¡qué bien se ve de noche con unos prismáticos!). Primero mira en la dirección que debe seguir, según el mapa.

Nada en absoluto.

Mira a su derecha y a su izquierda. Un puente y unas granjas aisladas, cuyas ventanas están iluminadas.

Algunos coches, cuyos faros también están encendidos.

Y he aquí, justamente, uno que llega. Lo recoge en sus prismáticos: no es un coche, sino un autocar. Unos pasajeros en el interior, unos rostros de hombres y de mujeres…, nada extraordinario tampoco.

Ni el menor ruido, aparte del motor de este autocar que se acerca y que forzosamente tiene que pasar por delante del lugar en que ha abandonado su bicicleta. «No la verán, van demasiado rápidos». Y es cierto que pasan por delante de la bicicleta sin que nadie la descubra, ni el chófer ni los pasajeros. El autocar se aleja. «No hay nada, voy a bajar y a seguir». Sin embargo, continúa siguiendo al vehículo, que se acerca a la primera curva.

Y aquello sucede.

Los faros del autocar iluminan al coche negro. Thomas lo reconoce, así como al conductor: es uno de los dos hombres de paisano que esperaban en la barrera que ha franqueado unas horas antes.

Y algo peor: el coche negro avanza muy lentamente y los dos hombres que van dentro dirigen sus linternas eléctricas a los arcenes.

Thomas comprende al instante lo que está pasando: son los hombres de Jurgen Hess. Habrán visto desfilar todo el grupo de escolares en bicicleta entre los cuales iba él escondido. Ahora saben que falta uno; probablemente han interrogado a los alumnos, que le habrán dicho que sí, que iba con ellos un muchacho que no era de su escuela.

¡Y van a ver su bicicleta!

Thomas salta, baja del montículo y corre entre los árboles.

Se queda inmóvil: ¡es demasiado tarde! El pincel de los faros ilumina ya la carretera y sus cunetas; si Thomas surgiera, sin duda alguna le verían. Gritaría de rabia; «¡he cometido un error!». Realmente está rabioso consigo mismo.

Se bate en retirada, se aleja. En lugar de escalar de nuevo el montículo, lo rodea.

Se vuelve, sabiendo ya que va a ver lo que ve: el coche se detiene a la altura de la bicicleta. Uno de los hombres desciende, levanta la bici y se la enseña a su compañero. Habla en alemán: «Seguramente es él, y no debe estar lejos. Ve a avisar. Voy a intentar arrinconarle; déjame tu linterna».

Y el coche se pone de nuevo en marcha, rodando ahora a gran velocidad, mientras el hombre sigue de pie y orienta sus linternas a izquierda y derecha, y luego delante de él.

En dirección a Thomas, que sólo tiene tiempo de escabullirse detrás del montículo. Thomas no espera más: se pone en camino, yendo hacia el puente, que está a dos kilómetros, rehaciendo sus cálculos: once kilómetros en bicicleta era cosa, digamos, de una media hora. Pero ¿y a pie, a campo traviesa y dando rodeos? «¡Te está bien empleado! ¡Deberías haber tenido más cuidado! ¡Es culpa tuya!». No tiene ningún miedo; sólo está rabioso consigo mismo.

Comienza a correr. No demasiado rápido. No sirve de nada correr a toda prisa cuando se quiere ir lejos; tendrá que hacer veinte kilómetros largos. «Cálmate, no eres un conejo enloquecido».

Las cosas van todavía más de prisa de lo que había temido: veinticinco o treinta minutos después, a su izquierda, aparecen dos coches, uno de ellos con un faro móvil que barre los campos a cientos de metros.

Luego, otros tres a la derecha.

Y otros, detrás, llegan sin cesar.

Acaba de pasar, lo ha dejado ya a trescientos metros, cuando se presenta un coche y se detiene, con los faros orientados. El único recurso que le queda es sumergirse en una zanja de riego. El agua está terriblemente fría y él está sudando, después de tres kilómetros de carrera. Avanza, saca la cabeza y encuentra, a dos metros delante de él, un camino de tierra. Lo cruza un momento antes de que sea barrido por los faros de los coches. Otra zanja, muy profunda, le recibe; está llena de un agua aún más helada. Se arrastra por ella hasta que una canalización le detiene, y comprobando que la oscuridad se ha hecho de nuevo a su alrededor, sale otra vez, tiritando. Avanza por un terreno cubierto de una espesa alfombra de hojas secas y lleno de árboles; recorre unos cien metros, tal vez más.

Y se echa detrás de un tronco: justo delante de él, acaba de aparecer una línea de luz que parece salida del suelo, pero que en realidad es una batida que emerge de la cima de una pequeña colina. Avanzan a decenas; no hay medio de pasar. «De cualquier modo van a atraparme».

Mira detrás de él y, luego, a su derecha y a su izquierda…

No cabe duda: está absolutamente cercado.

¡REFLEXIONA!

¡Reflexiona, maldita sea! ¡NO LLORES!

—Tengo toda una teoría sobre la infancia —le dice Gregor Laemmle a Quattermain.

Evidentemente, no hay respuesta…, no la esperaba. El americano está sentado a su derecha, en el gran Renault Viva deportivo, de ocho plazas y cinco mil y pico centímetros cúbicos de cilindrada. Le han puesto unas esposas; ha apoyado su nuca en el reborde del asiento y ha cerrado los ojos; quizá duerme realmente.

Entran en Lyon. Una hora antes, cuando llegaron a un puesto alemán de cierta importancia, Soëft ha descendido, se ha dado a conocer, y ha vuelto a subir después de cambiar breves palabras, diciendo que tendrían la respuesta en Lyon. Soëft lleva consigo a cuatro de sus hombres: tres para vigilar al americano y uno para conducir.

Siguen el Ródano, flanqueados por delante y por detrás por cuatro coches de acompañamiento, en los cuales se encuentran los mercenarios de Henri Lafont. Hace una noche muy clara y, en esta lenta procesión a lo largo del río, Gregor Laemmle discierne algo fúnebre, no sabe muy bien qué: «La suerte del Niño se está jugando ahora».

«Hay en mí —piensa Gregor Laemmle—, a pesar de este sentido del ridículo del que me enorgullezco (no sin razón, porque es sublime), una inclinación loca al exhibicionismo. Y lo que, en resumidas cuentas, trato de hacer, es que se sienta todo lo desgraciado posible ese americano que está a mi derecha y que es el único que me comprende…, además de Soëft, ciertamente; pero Soëft tiene la importancia exacta de un cordón de cascabel».

Vuelve la cabeza y examina a Quattermain. No llegará a decir que David Quattermain es guapo, y sin embargo… Las grandes manos son soberbias, la frente es alta, la línea de la boca es perfecta; los informes le atribuían un cierto parecido con ese actor de Hollywood llamado Gary Cooper, y los informes casi nunca se equivocan. Ése ya es un motivo para irritarse. Gregor Laemmle habría preferido, evidentemente, un masticador de goma, gangoso y con una corbata abigarrada; este tranquilo grandullón (y que ha leído a Emerson y Thoreau, ¿se imaginan?), que ni siquiera está desprovisto de elegancia, le desconcierta y, a decir verdad, le exaspera. Pero le irritan todavía más esas otras semejanzas, en la línea de la frente, de la nariz, de la boca, en el perfil, en suma, que cree descubrir entre el americano y Thomas, que por consiguiente acreditarían la tesis de una filiación entre el uno y el otro. «Tengo que conceder que, por primera vez en mi vida, odio profundamente a alguien».

El Renault se detiene delante de la Kommandantur lyonesa.

—Bajemos, Soëft.

Gregor Laemmle penetra en el edificio. Soëft está bien provisto de documentos oficiales que le abren paso. Un oficial de mediana edad le indica un despacho y luego un teléfono. Descuelga el auricular.

—Sí, dígame, Jurgen.

Hess anuncia que esta vez es de verdad, que tiene al Niño, que ya sólo es una cuestión de minutos. Describe la situación, que parece, en efecto, de las más claras.

—Lo cogeremos vivo —dice.

—Gracias por tenerme informado —responde Gregor Laemmle (luchando ferozmente con su desesperación, con el único fin de mostrarse sarcástico). Esa victoriosa caza, mi buen Jurgen, entrará sin duda alguna en los anales y ocupará un lugar destacado entre las más grandes hazañas militares de todos los tiempos.

Regresa al Viva deportivo, en el frío glacial de la noche —«¿cómo será allí abajo?»—, y ocupa de nuevo su lugar, colocando calmosamente la manta sobre sus piernas.

Y sintiendo sobre él la mirada de Quattermain.

—Sigamos, Soëft. Me gustaría un chartreuse. ¿Quiere usted, Quattermain?

No hay respuesta. Gregor Laemmle sube la manta hasta su cuello y cierra los ojos. Con una nitidez que le hace temblar, imagina al Niño en la situación que Jurgen Hess acaba de describirle.

«A decir verdad, lloraría por él».

Por tercera vez, Thomas repite su maniobra: espera hasta estar seguro de haber determinado exactamente el eje de la progresión de los cazadores, para buscar el sitio. Éste debe ser llano, sin nada que obstaculice la mirada…, aparte de los troncos de los árboles, naturalmente; tiene también que contar con algunos puntos de paso, algo así como unos caminos naturales que los cazadores tendrán que tomar necesariamente en su batida. Después se arrastra, hasta que ha encontrado el hueco ideal estrecho y lleno de tierra blanda, rodeado de muchas hojas secas y podridas. Entonces cava, procurando no extender la tierra fresca que remueve, reúne y prepara las hojas, se entierra, primero las piernas y luego el vientre, y luego un brazo, y luego la cara, y luego el otro brazo.

Y esto funciona, exactamente igual que Pistol Peter cuando los sioux le buscan para arrancarle la cabellera y pasan a su lado sin conseguir verle (salvo que en el caso de Pistol Peter se trataba de arena, pero viene a ser lo mismo).

También esta vez los perseguidores pasan terriblemente cerca. Les oye hablar (en alemán y en francés), preguntarse por dónde ha podido pasar, puesto que han visto antes su silueta, desde lejos, en ese pequeño estercolero…

La batida se aleja. Thomas no se mueve todavía. Podría haber quedado alguno retrasado, o uno que se volviese y mirase detrás de él, e incluso todos ellos pueden haber fingido irse para formar un círculo alrededor de su falsa tumba. «¡Basta de darte miedo a ti mismo, estúpido!».

Un minuto.

Se mueve ahora muy suavemente, sacude la cara de izquierda a derecha para hacer que caigan las hojas secas y la tierra de sus ojos, pero esas porquerías se pegan y se ve obligado a sacar una mano para limpiarse.

Está oscuro, no se ve ninguna luz, ninguna linterna.

Sólo se oyen unos ruidos lejanos.

Thomas va emergiendo con grandes precauciones; tiene un frío tremendo: «estoy a punto de morir congelado». Se desprende poco a poco y sale del agujero; luego lo cubre de nuevo y extiende y coloca las hojas: si los cazadores volviesen y vieran la falsa tumba, forzosamente comprenderían el engaño. Aplastado contra el suelo, empapado y temblando fuertemente de frío, echa una ojeada a los alrededores. No ve gran cosa debajo de los árboles. A unos cien metros, descubre la línea de los cazadores, que se han detenido. Imposible pasar a través de ella.

Thomas identifica al jefe, un individuo alto y rubio, al que el Hombre de los Ojos Amarillos llama el buen Jurgen.

El muchacho levanta un poco más la cabeza: ahora las montañas son casi invisibles; pero él las distingue un poco, porque tiene unos ojos que ven bien de noche (en Sanary miró en un diccionario: eso se llama nictalopía, ver de noche), y Javier ni siquiera conoce esa palabra: «—Es como las lechuzas y los búhos, Javier. —Entonces eres un búho, ¿verdad? —Claro que sí, soy un búho…».

Bueno, ahora tendrá que encontrar un medio de pasar ese cerco (ya tiene un medio en la cabeza, pero no va a ser fácil aplicarlo, como se verá). Oye constantemente otros coches que llegan por la parte baja de la carretera, y por la parte alta de ésta se oye también un ruido de orugas… como si Jurgen Hess hubiese convocado a todo el ejército alemán para prenderle.

Ha comenzado a reptar, casi en el centro exacto de un gran círculo de luces. Se desliza detrás de un matorral para evitar uno de los proyectores móviles, e inmediatamente después rueda sobre sí mismo y se mete en un agujero para evitar un segundo foco. «¡Qué estúpidos son! Si mantuvieran fijas sus luces, en lugar de moverlas constantemente como unos locos, hace tiempo que me habrían atrapado. Sin embargo, es fácil: divides el terreno en cuadrados y observas los cuadrados uno por uno, y luego pasas al cuadrado siguiente. No hubiera podido evitarlo. Son unos verdaderos cretinos».

Y helo aquí, está en la cuneta, en la parte baja de la carretera, donde están aparcados la mayor parte de los coches; hay treinta por lo menos, sin contar los camiones. Evidentemente, la carretera está llena de soldados que van y vienen a la luz de los faros.

Indudablemente no es cosa de cruzar.

Avanza por la zanja, con los pies de los soldados a dos metros de él (uno de ellos habla de la pastelería que sus padres tienen en Kronach) y el agua hasta el cuello, y procurando no producir el menor chapoteo; «¡que frío tengo!». Ha recorrido ya cuarenta o cincuenta metros, se aproxima…

Cuando de repente unos ruidos le alarman. Las voces de unos conductores de perros hablando a sus animales, el breve ladrido de un perro, el entrecortado jadeo impaciente de otro. ¡Perros! El miedo se apodera de él súbitamente; ve de nuevo la sucia boca de Adolf, el maldito chucho de Sanary. Él, Thomas, siempre ha tenido miedo a los perros, no hay nada que hacer…

¡Y esto ocurre precisamente en el momento en que iba a entrar en el conducto de cemento! ¡Mierda, mierda, mierda! ¡No puede ser verdad! Se aplasta todavía un poco más, sumergiéndose hasta el mentón, que se congela inmediatamente, como si hubiese pasado sobre hielo.

«Cálmate y reflexiona, Thomas. Como en el ajedrez, cuando el otro mueve su maldita torre y descubres que te habrá vencido en seis jugadas si no encuentras una defensa. Reflexiona. ¡Concéntrate y reflexiona!».

Veinte segundos. Mueve su brazo bajo el agua y toca con los dedos el borde de la conducción circular: «Si me meto ahí adentro, quedaré arrinconado y los perros vendrán, se arrastrarán también y me comerán vivo, y ni siquiera podré luchar porque estaría encerrado en esta maldita trampa de hormigón, y sería enterrado y comido vivo».

Otros diez segundos de un pánico loco. Que casi le obligará a incorporarse, a gritar, a rendirse.

Pero esto funciona, recobra el control, hace que la calma descienda por todo su cuerpo, como Ella le ha enseñado.

Esto funciona. Ahora reflexiona, y enormemente bien; el frío mecanismo está de nuevo en marcha, casi le oye sonar. Con los ojos cerrados, reconstruye el emplazamiento de cada una de las piezas de esta partida entablada contra Hess: toda la línea de los coches y de los camiones en las dos carreteras paralelas, los soldados en guardia, los otros dando la batida con las linternas eléctricas, los proyectores móviles, Jurgen Hess a doscientos metros y él, Thomas, hundido hasta los labios en el agua helada de una zanja; él, que es la presa.

Y la canalización y, sobre todo, los perros. Seguro que ellos van a lanzar los malditos perros partiendo de su bolsa, en la cual están las provisiones facilitadas por los dos granjeros; los perros retendrán su olor en la nariz y entonces seguirán su pista, localizarán cada uno de los tres agujeros en que ha estado escondido y después, forzosamente, vendrán derechos a la zanja, olfatearán su rastro y acabarán llegando al conducto para ponerse a ladrar como locos.

Después de eso, puede ocurrir una de dos cosas. O, más bien, las dos juntas: Jurgen Hess enviará al perro más feroz a la canalización y dirá a sus soldados que partan el cemento por todas partes. Mandará a unos hombres en coche o en moto a la otra punta, a la salida, con otros perros. De este modo, yo tendría un perro mordiéndome las piernas y otro zampándome los ojos y la lengua.

Después, Hess enviará a alguien en busca del plano de la canalización y cerrará todas las salidas.

«Antes de que tú tengas tiempo de salir. No cabe la menor duda: te arrinconarán como a una rata».

Está bien.

De acuerdo.

Está muy claro.

Se quita su abrigo, lo que ocupa un minuto largo, puesto que no debe chapotear en el agua. Y durante ese tiempo, oye los ladridos de los perros, satisfechos de sí mismos; seguro que han olfateado su olor en la bolsa y han comenzado a seguir su pista.

Deja su abrigo en el conducto y, silenciosamente (hay un soldado que le da la espalda a menos de un metro y medio), abandona la prenda hecha una bola. Un metro, y después otro. Está tendido en la canalización, y es realmente horrible sentir ese hormigón a su alrededor, apretándole los hombros e impidiéndole levantar la cabeza.

Al principio, casi se las arregla, aunque, para avanzar, tiene que ir centímetro a centímetro, ya que no puede reptar, ni separar los codos, ni doblar las piernas. ¡Pero qué duro es esto! Forzosamente, con su propio cuerpo, tapona la llegada de aire fresco por detrás de él, «y tienes la sensación de que te vas a ahogar, que el cemento se estrecha, que su hueco se hace más pequeño, que el agua sube y va a invadir, hasta arriba, el conducto entero. ¡Tengo miedo!». El pánico le asalta de nuevo, mil veces más intenso que el causado por los perros; es como un relámpago eléctrico que le fulmina; se debate, grita bajo el agua en que está hundido, el abrigo se enrolla alrededor de su cara como una bestia viscosa que viene a atacarle, como un pulpo que se pega a él y le chupa la sangre; el mecanismo patina y ya no controla nada.

Uno… dos…

El reflejo ha hecho su efecto… Thomas ha comenzado a contar, uno, dos, tres, y quince, dieciséis, diecisiete, dieciocho, las cifras unas por una, como Ella le enseñó, no solamente recitándolas, sino esforzándose en visualizarlas, en verlas realmente detrás de sus párpados cerrados, de un color diferente cada vez, el 1 rojo, el 2 amarillo, el 3 azul, el 4 rosa, el 5… Y nunca dos veces el mismo color, conservando en la memoria los colores ya utilizados, y no un azul y un rojo corrientes, sino el rojo de un geranio, el azul del jarrón de lalique de la habitación de Ella, el amarillo de un girasol…

Retorno a la calma.

El frío mecanismo.

Sigue avanzando; ya está a diez o quince metros en el interior de la canalización.

El tapón está bien hundido.

Quattermain mira la villa ante la cual acaba de detenerse el gran Renault. Casi es un palacete particular, rodeado de un jardín, en los suburbios de una ciudad. «Como puede ver —le dice Gregor Laemmle—, está usted vivo todavía». La portezuela se abre y se produce un desembarco completo de todos los que iban en el coche. «Por aquí, por favor…».

Una escalinata, luego un vestíbulo. En ese vestíbulo hay unas puertas a la derecha y a la izquierda, más una en el fondo, debajo de la escalera de mármol que conduce al piso. Dos hombres con uniforme del ejército alemán montan la guardia. Suben la escalera, hacen entrar a Quattermain en una habitación confortable y vasta; un tercer soldado está sentado en una silla, frente a la cama, con la pistola ametralladora colocada sobre los muslos y un dedo en el gatillo. «Está usted en su casa, Quattermain; permanecerá aquí hasta que yo conozca la suerte del Niño. Buenas noches. Me parece que tiene una gran necesidad de descanso. Puede salir de su habitación, ir y venir. Pero en la planta baja sólo están abiertas las dos habitaciones de la derecha según se baja».

Gregor Laemmle se retira, seguido de Soëft el flemático. Quattermain, que ya no tiene puestas las esposas, se queda solo frente a ese soldado inmóvil y mudo. Pasa al cuarto de baño, que no incluye ninguna salida real, y vuelve a la habitación, cuyas dos ventanas están provistas de barrotes. Se quita los zapatos y se echa en la cama; apaga la lámpara de cabecera y sólo subsiste ya el halo rojizo de un aplique oculto en gran parte por un trozo de tela. De tal modo que el soldado que le custodia, sentado a cinco metros de él, sólo se le aparece al principio como una silueta indistinta.

Pero sus ojos se habitúan poco a poco a la penumbra; los detalles se precisan al cabo de unos minutos en los que él finge estar dormido.

Transcurre por lo menos una hora y, en la actitud del centinela, le parece discernir una especie de abandono. «Tú nunca has estado en prisión, Quattermain. Y si hubieses estado, por su cuenta y razón, los seiscientos abogados del tío Peter habrían surgido inmediatamente. Pero tu instinto te previene; para el que quiere evadirse hay dos momentos propicios: o bien en los primeros instantes, o bien al término de una preparación muy larga, que puede durar semanas o meses. Y tú no tienes tiempo de esperar».

La respiración del guardián parece haber cambiado, se ha hecho más lenta. Quattermain se desliza fuera de la cama, camina sobre sus calcetines de seda («car je suis bel et bien chaussé de soie…»), finge volver al cuarto de baño y, al no advertir ningún cambio en el aliento regular de su guardián, avanza hacia él. Cuatro metros, después dos y luego uno. De una manera natural, su mano encuentra el pesado cenicero posado sobre un velador. El movimiento es el de la volea del tenis, breve y violento. El bloque de vidrio golpea en la mandíbula, ángulo superior derecho, y tal vez en el pómulo. Quattermain retiene el cuerpo y lo acompaña suavemente hasta el suelo. Palpa la yugular y se asegura de que el hombre no está muerto… No lo está. Tiene una llave en el bolsillo izquierdo de la guerrera. Quattermain se apodera de ella y la utiliza para abrir la puerta de la escalera, que se entorna un poco.

El rellano está vacío.

Se lo esperaba. Después de las dos coincidencias —un guardián que se duerme y un cenicero en el lugar adecuado—, todo indica que Gregor Laemmle desea una evasión. «Tal vez acecha una ocasión para hacer que me maten, y ése sería el mejor de los pretextos, o quizá Thomas no ha sido detenido, al contrario de lo que su actitud me ha dado a entender, y espera que Thomas y yo tengamos una cita para capturamos juntos».

Sale al rellano y se inclina por encima del balaustre. Los dos guardianes de la planta baja conversan, en una lengua sibilante. Sólo ve sus sombras proyectadas en el enlosado.

«Tienes que ir ahí, Pistol Peter». (En este segundo, piensa en Thomas, con una ternura que ya ni siquiera le asombra).

Saca la llave de la puerta y va en busca de la alfombra de goma del cuarto de baño. Desmonta un enchufe eléctrico con ayuda de una lima de uñas; sólo le ocupa un minuto a lo sumo. Pone los hilos al descubierto, aísla la mano que sostiene la llave a través de la goma y toca los hilos. Un leve y seco chasquido y todas las luces de la casa se apagan.

Está en la escalera, en cuyo balaustre se monta, a media pendiente, en el instante en que alguien sube. Se deja caer, con sus zapatos colgados del cuello, y aterriza sin ruido en el suelo. Va muy rápido, está ya al otro lado de la puerta en ojiva bajo el tiro de los escalones. Se encuentra en una cocina, tropieza ligeramente con una mesa, tantea y acaba percibiendo la mancha más clara de una puerta vidriera: la llave está en la cerradura.

Está fuera, en el jardín. Hace un frío de lobos, pero ve lo suficiente para descubrir una tapia a su derecha. La salta y cae en un nuevo jardín, que también pasa, cortándolo directamente, no perdiendo un segundo en su embestida silenciosa, convencido de que le siguen: «Estoy metiéndome en una trampa, pero ¿en cuál?».

Se calza rápidamente; comienza a correr en cuanto anuda los cordones, a pesar del horrible dolor de su rodilla; no tiene la menor idea de la dirección que debe tomar. Los acontecimientos deciden por él: de pronto se encienden unos faros, bastante lejos, a su derecha, y su haz le capta. Precipita su zancada de antiguo corredor de los cuatrocientos metros, atraviesa la calzada, se adentra en dos calles sucesivas, se agarra a un coche, se hunde en una callejuela —«estoy haciendo exactamente lo que ellos deseaban verme hacer»—, desemboca en una avenida, corre a lo largo de los escaparates apagados y pasa al ras de un tranvía bamboleante, en un amanecer que no ha comenzado todavía. Izquierda, derecha, izquierda por las calles desiertas, y ni la menor señal de persecución tras él: «¿Me habré equivocado y mi evasión les habrá sorprendido realmente?».

Sea como sea, necesita un coche. Hay algunos alineados. Prueba las portezuelas, que están todas cerradas con llave, algo que no le sorprende.

Continúa la marcha. Una avenida. Tal vez la misma que ya había dejado. Otro tranvía se aproxima. Lo que ahora se produce le parece nimbado de una irrealidad total: levanta la mano y el vehículo se detiene; sube a él y toma asiento en un banco de madera, en el cual hay tres obreros y una mujer de rostros sombríos; pero, en el último segundo, suben a su vez dos hombres con largos abrigos de cuero; y en una nueva parada, otros tres abrigos de cuero embarcan.

Y otros dos en la parada que sigue. «No soy de la clase de los que reconocen una derrota, pero ahora…». Apoya su frente en el cristal frío y, cien metros más allá, descubre la presencia de un coche que marcha a un metro de él; a bordo del coche se encuentra Soëft el flemático.

Éste le considera desde abajo, y su chófer acomoda la marcha del Renault a la del tranvía.

Otras dos paradas más, y esta vez es Gregor Laemmle en persona el que sube, no sin ligereza, y viene a sentarse junto a él.

—¿Qué es lo que me cuentan? —dice—. Al parecer, ha hecho usted de las suyas.

El tranvía se detiene. «Vamos, venga conmigo, querido Quattermain». Es embarcado en el Renault, devuelto a la villa. El primer cadáver está en la escalinata.

—Que salvajada la suya —dice Gregor Laemmle—. Casi lo ha decapitado usted.

El segundo cuerpo está en el vestíbulo, de paisano como el primero y con la garganta idénticamente cortada.

—Pero lo más horrible viene ahora, Quattermain. ¡Esa pobre muchacha en la cocina! ¿Para qué diablos la ha apuñalado tanto? Creo que con golpearla habría bastado. Hay realmente un monstruo en usted; estoy estupefacto. Ignoraba que un multimillonario pudiese estar tan sediento de sangre.

Quattermain se niega a subir la escalera, pero le obligan a hacerlo. Vuelve a encontrar la habitación donde ha pasado una hora en total; el soldado que golpeó ha desaparecido, la cama en la que se acostó ha sido hecha de nuevo y el cuarto de baño ha sido modificado; está lleno de objetos de aseo que nunca ha visto: los de una mujer.

—Resumamos —dice Gregor Laemmle—. No contento con haber producido una carnicería en el Var, con dos asesinos marselleses a sueldo (para recuperar, según me dicen, un niño cuya madre le negaba la paternidad), no contento con esto, estrangula a alguien en la orilla derecha del Ródano, huye usted, hiere mortalmente a un policía francés de paisano que intentaba detenerlo, continúa huyendo, acosado a la vez por la policía francesa y por el ejército alemán, llegado fraternalmente como refuerzo. Ya sin otros recursos, se refugia en esta villa donde ahora estamos, le sorprenden en ella y mata usted con el mayor salvajismo a sus ocupantes…, uno de los cuales resulta ser un soldado de nuestra gloriosa Wehrmacht… De acuerdo, se trataba de un polaco más o menos enrolado a la fuerza, pero es lo mismo. No pudo hacerlo peor, querido amigo. Yo, en su lugar, habría preferido degollar a toda una ciudad francesa.

—¿Dónde está Thomas? ¿Qué le ha sucedido?

Los ojos amarillos le miran fijamente, impenetrables.

—Lo han matado —dice al fin Gregor Laemmle con una voz neutra—. Lo han ahogado como a una rata. Está muerto, Quattermain, muerto. Espero que esta noticia le haga sufrir enormemente.

Quattermain golpea, y en la siguiente décima de segundo, sus manos agarran el cuello y aprietan, tratando de triturar los cartílagos. Recibe el primer golpe, y después otros dos, y una barra de hierro le rompe la muñeca derecha. Él suelta la presa, pero intenta golpear todavía, reventar esos ojos amarillos. De nuevo la emprenden con él a golpes, dados a voleo, y esta vez es su hombro izquierdo el que estalla. Atraviesa la pieza y se derrumba sobre la silla en que estaba el guardián sentado. Quiere incorporarse, pero la barra de hierro le rompe el fémur. Cae, intenta levantarse de nuevo. A partir de entonces, los golpes se abaten sobre él con una regularidad metódica, espantosa, abominable, rompiendo sus huesos uno a uno. Duda que traten de matarle, pero lo cierto es que ya apenas piensa; se arrastra sin otro objeto que el de escapar de esta monstruosa paliza, pierde por primera vez el conocimiento, capta todavía algunas imágenes de un Gregor Laemmle desplomado, con el rostro inyectado en sangre, que se deja caer; y luego la barra de hierro le aplasta otra vez y oye claro y seco el crujido de otro de sus huesos…

Es entonces cuando se desvanece por completo, cuando se sumerge ávidamente en la inconsciencia. «Me estoy muriendo, Thomas, lo siento…».

Los perros han descubierto la pista, como estaba previsto. Partiendo de la bolsa, han conducido sucesivamente a sus amos a cada uno de los tres agujeros en los que Thomas se había enterrado, cubierto de tierra y hojas. Después han llegado a la zanja, han encontrado el primer zapato y, veinte metros más allá, el segundo; luego han continuado avanzando y lanzando pequeños ladridos estúpidos.

Así han llegado a la entrada de la canalización.

Jurgen Hess ha acudido en seguida, se ha inclinado en la entrada del conducto y ha ordenado a Thomas que salga de ahí, primero en francés y luego en alemán.

Ha gritado en el silencio, con cien hombres a su alrededor.

Thomas no ha respondido.

Hess, entonces, ha dado órdenes —sabe mandar, eso no es problema; es estúpido como un asno, pero mandar, manda—. Ha dicho que vayan inmediatamente a todas las salidas de esta puñetera canalización, y que busquen el plano de conjunto en la alcaldía vecina, o en Puentes y Calzadas, o en donde sea, ¿a qué están esperando?

Y una última orden:

—Hagan que entre un perro ahí adentro. ¡Y si se come un poco de esta pequeña basura, tanto peor!

Cuatro o cinco minutos después, arrastrado por su amo, que tira de la larga correa, el perro ya ha salido, casi ahogado, pero sosteniendo entre los colmillos el abrigo. De pronto, Jurgen Hess ha reunido a toda su gente. Ha dicho: «¡Esa pequeña basura ha entrado realmente allí dentro! ¡Comenzad todos a romper esa cochina trampa de hormigón! En cuanto a la pequeña basura podéis cortarle un brazo o una pierna, o incluso reventarle un ojo, ¡pero le quiero vivo!».

Y ha precisado que mataría al imbécil que matase a la pequeña basura.

«La pequeña basura te fastidia», ha pensado Thomas.

Que espera, con su cuerpo transformado en hielo, a que todos los soldados se hayan reunido a la entrada de la canalización. «La cosa ha funcionado». De hecho, ya no está en la canalización, está al aire libre, y se ha alejado unos doscientos metros, deslizándose luego en la zanja; para mayor seguridad, se ha metido completamente bajo el agua, reteniendo el aliento todo lo que le es posible (su recuerdo del mar es de un minuto y diecisiete segundos) y, cuando ha asomado de nuevo la nariz en el aire, ya no hay nadie. «La cosa marcha. Ellos creen que estoy todavía en la canalización. ¡Qué estúpidos son!». Entonces sale arrastrándose de esa maldita zanja, pero inmediatamente comprende que está cometiendo otro error y vuelve al agua, sumergido hasta por encima de las rodillas. Así camina casi un kilómetro, llorando de frío, sufriendo unos terribles temblores; la garganta y el pecho comienzan a dolerle tremendamente, pero continúa avanzando, porque es la única manera de engañar a los cochinos perros, que no podrán husmear su olor. Recuerda a Pistol Peter en el capítulo sexto de El sioux de los ojos claros.

Acaba subiendo por el camino de tierra. Se toma el trabajo de cruzarlo, de correr doscientos metros a campo traviesa, hasta el río, en el cual entra para despistar a los perros; nada en una corriente muy fuerte (no se sostiene en pie) y es realmente duro volver a la orilla.

Toma ahora su verdadera dirección: la de las montañas. Corre y camina alternativamente durante casi una hora. Llega un momento en que ya casi no puede respirar a causa de la enorme fatiga, pero sobre todo a causa del dolor en el pecho.

Tiene frío y calor al mismo tiempo. Y fiebre. Su vista comienza a nublarse, y en algunos momentos, sin comprender lo que ha pasado, se desploma y queda con la nariz pegada a la tierra rizada por la escarcha y en la hierba casi quebradiza. No recuerda haberse caído y le parece que está adormilado.

Ya no puede más, eso es seguro.

Tose, y cada vez que lo hace es como si le rajasen la garganta con un cuchillo: le duele terriblemente. Por fortuna, el mecanismo aguanta todavía, continúa dando sus órdenes: ve a la derecha, pasa a la izquierda, toma ese camino, no ése, el otro, no te detengas, porque, si lo haces, ya no podrías seguir, ¡NO TE DETENGAS!

Hace diez minutos por lo menos que ha dejado atrás las dos granjas, y trepa ahora hacia la montaña. Es como una máquina consciente que sólo obedece las órdenes del mecanismo, sin tratar de comprenderlas. El mecanismo le recuerda las palabras de Javier Coll, pronunciadas hace meses y meses, y se las devuelve como un gramófono: «Después del río, todo derecho, Thomas. Verás dos granjas a tu izquierda; la primera tiene dos ventanas redondas en lo alto, como unas ventanas de iglesia; la otra, que es perpendicular a la primera, tiene un palomar. No te dejes ver; continúa. Un kilómetro y medio, unos tres mil pasos más adelante y más arriba, hay un pequeño aprisco. El muro del lado oeste tiene una cruz de piedra para retener las piedras. Las puntas de la cruz son como una flor de lis».

Thomas titubea, tropieza con los árboles, sube interminablemente, con los pulmones abrasados como por un fuego y las sienes latiéndole muy fuerte. Llega al aprisco, apoya su frente ardiente sobre las piedras frías y húmedas, y a tientas, porque ya no tiene fuerzas para abrir los ojos, lo rodea. Y siente un hierro herrumbroso bajo su mano, un hierro muy rugoso, que acaricia con su palma: hay unas puntas triples en el extremo de cada brazo de la cruz: «No tomes el camino de la derecha, Thomas, aunque te parezca más fácil. Trepa a través de los árboles, hasta que encuentres un sendero. Verás una gran roca colocada en equilibrio sobre otra. ¿Sabes lo que es un boliche? Pues las dos rocas colocadas la una sobre la otra parecen un boliche».

La pendiente que hay después del aprisco es tremendamente dura. Está llena de tocones de árbol, de raíces, de una tierra muy grasienta y pegajosa, de hojas podridas. Esto resbala, progresa tres pasos y retrocede dos, cae constantemente. La mayor parte del tiempo sus ojos están cerrados —los párpados son demasiado pesados— y llora con cálidas lágrimas. No está desanimado, no, esto marcha, el mecanismo es implacable, le ordena que se levante cada vez, que dé un paso y después otro, le repite que no abandone nunca, nunca, y cuando comienza a dormirse, Ella le insulta, le trata de cobarde, de inútil, de niñita y, mejor que eso, Ella le envía unas imágenes suyas, de sus ojos en el Hispano, de su sonrisa, de su voz: «Yo sé que no abandonarás nunca, mi amor, mi vida, mein Schatz…».

No está desanimado; está al cabo de sus fuerzas, eso es todo. «Pero como nadie te ve llorar, puedes desahogarte un poco». Maldito mecanismo, «me gustaría verte en mi lugar; ¡hago lo que puedo!».

Llora, pero sube y cae de nuevo, resbala hacia atrás un metro o dos. Se duerme —sólo un minuto—, lo justo para tomar aliento, ¿qué más puedo hacer? Y si me muero, tanto peor…

¡LOS PERROS!

Al principio, cree que sueña. Pero no. Los ladridos se acercan, los malditos chuchos llegan. Seguro que Jurgen Hess ha acabado comprendiendo. Y ahora llega, está de nuevo detrás de él, estás perdido si no te mueves.

En realidad, se ha movido. Sin darse cuenta apenas, está recuperando los metros perdidos en su resbalón, la escalada comienza otra vez y el maldito mecanismo ni siquiera le felicita; sólo dice lo que debe hacer, subir bien derecho; le tiene completamente sin cuidado que esté muerto de frío y que sólo sea un chiquillo a quien persiguen con perros y fusiles.

De repente, el sendero surge bajo sus narices. Y delante de él está el boliche; se siente verdaderamente orgulloso: ha llegado justo encima, tenía que hacerlo; «he subido derecho, aunque estoy un poco enfermo».

Ahora, el desfiladero. La primera vez que Javier Coll le habló del desfiladero, Thomas no le comprendió en un primer momento. Javier le explicó que esa palabra designaba una especie de barranco, un paso estrecho entre unas rocas o unas montañas: un desfiladero en castellano.

Bueno, ahí está.

Thomas se adentra en él. Es cierto que es estrecho; casi podría tocar las dos paredes al mismo tiempo con sólo estirar los brazos. Pero no tiene fuerzas para estirar los brazos, ni para hacer otra cosa que poner una pierna detrás de la otra, y aun así titubea como si estuviera borracho, salta de una pared a otra, cae de rodillas, camina de nuevo. Algo le muerde y le araña por dentro. Es como si ya no tuviese piernas y ya casi no puede abrir los ojos.

«Al salir del desfiladero, Thomas, y a tu izquierda, verás un desprendimiento de rocas, con un pequeño sendero que trepa por él. Es allí».

Los malditos perros están muy cerca. Los hombres gritan en alemán y francés.

Ataca el desprendimiento y se cae en seguida, totalmente de narices; prosigue a cuatro patas, sube tres o cuatro metros y, cuando los haces de las linternas eléctricas le captan, ve perfectamente las luces, pero no comprende o se niega a comprender su significación.

—Atrapen a esa pequeña basura —dice en francés la voz de Jurgen Hess, realmente muy lejana, como si hablase desde la luna.

Thomas sube; ahora ya nada podrá detenerle, nada. Está dos veces a punto de caer y de herirse en las mejillas con unas piedras cortantes; pero sube, asciende como un ciego, indiferente a todo. Ya ni siquiera siente dolores. «Una vez llegado a la cima del desprendimiento, Thomas, hay un sendero que sigue la cresta. Una vez allí, ya habrás casi llegado y…».

La voz de Hess:

—Esperen antes de cogérmelo. Déjenle que se agote un poco más; ya nos ha hecho correr bastante.

Thomas oye unas ráfagas de disparos de fusil; las oye, pero es como en el cine: seguramente no son de verdad. Él sube, sin problemas; pronto estará arriba, nada ni nadie le detendrá. Sube, sobre un fondo sonoro de batalla; disparan sobre él desde todos los rincones. En cierto momento, una gran mano quiere asirle, pero él la muerde y continúa. Más arriba, en lugar de una piedra, siente bajo sus dedos una pierna. La golpea, para que se aparte de su camino… ¡Nadie le detendrá, nadie! Está terriblemente rabioso porque alguien quiere detenerle; «¡si fuese mayor, le mataría!».

Continúa debatiéndose furiosamente cuando le levantan del suelo, y golpea con los puños y los pies. «¡NO ME DETENDRÁN!».

Tranquilo, Thomas, tranquilo… Cálmate, soy Miquel…

Thomas se debate con una cólera asesina: «¡Una piedra. Cogeré una piedra y le romperé la cabeza! ¡Le mataré, aunque todavía sea pequeño!».

¡Thomas! ¡Soy Miquel! —repite sin cesar el hombre que le sostiene en brazos—. ¡Soy Miquel, Miquel, cálmate!

Y finalmente la voz, la lengua española, el timbre familiar y todo eso acaba penetrando en su conciencia. Cesa de debatirse, pero desconfía; el mecanismo le dice que desconfíe; tal vez no es el verdadero Miquel, ¡tal vez es Jurgen Hess que finge serlo! Trata de abrir los ojos, pero no puede.

—¿Quién es el jefe, Miquel? ¿Y dónde está?

—Javier, Thomas; el jefe era Javier. Y era de Sóller, en Mallorca.

«¡Oh, Dios mío! —Piensa Thomas—. ¡Es él, es Miquel el Invisible! ¡He llegado hasta él, Dios mío! ¡He llegado!».

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