Daddy

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—¿Realmente he llegado, Miquel? ¿De verdad?

—Has llegado de verdad, se acabó —dice la voz de Miquel, y está claro que Miquel llora, todo él es sacudido por sollozos, llora como una mujer.

«Yo también tengo ganas de llorar, ha sido terriblemente duro, Miquel, terriblemente duro. Estoy enfermo, Miquel, estoy enfermo».

—Todo va bien, Thomas, todo va bien; se acabó.

Y Miquel, llorando, le lleva sobre su espalda.

—Señor Quattermain, ¿me oye usted?

Quattermain no reacciona en seguida y parece que la voz le llama desde ya hace mucho tiempo, una voz desconocida que se expresa en un inglés perfecto, teñido de un delicado acento de Oxford.

—Me llamo Joachim Gortz, señor Quattermain. Tengo relaciones de negocios con su familia desde hace más de quince años.

Quattermain consigue levantar los párpados, comprueba que está acostado en una cama de hospital y que el torpor que experimenta proviene, sin duda, de alguna droga que le habrán administrado.

—¿Comprende usted lo que le digo, señor Quattermain?

Él mueve sus párpados en señal de asentimiento. El hombre que está de pie junto a su cama tiene unos cincuenta años, la tez rosada, los ojos azules, los cabellos casi grises; está notablemente bien vestido.

—Sé que sus fracturas de la mandíbula le impiden hablar —prosigue Gortz—. Créame que lamento profundamente lo que le ha sucedido. Quiero, ante todo, tranquilizarle en un punto: he podido ponerme en contacto con mis amigos de Nueva York y su familia está avisada. Ahora está bajo mi protección y, sobre todo, bajo la protección de las altas finanzas. Su vida no corre peligro.

«¿Y Thomas? ¿Qué le ha sucedido a Thomas?». Quattermain intenta en vano que sus labios se muevan, pero todo ocurre como si el presunto Joachim Gortz hubiese leído la pregunta en sus ojos:

—El niño que le acompañaba ha desaparecido, señor Quattermain. No ha sido atrapado por sus perseguidores. Por ninguno de ellos. Y no puedo decirle más. Ignoro por completo dónde puede estar.

Quattermain vuelve a cerrar los ojos. En todo su cuerpo no hay más que dolor y tortura.

—Voy a hacer que le trasladen a Alemania en cuanto su estado lo permita —dice todavía la voz de Joachim Gortz—. Así estará más seguro de los cuidados que le presten.

En el receptor telefónico que está posado sobre la mesa, al lado de Gregor Laemmle, la voz furiosa zumba desde hace ya varios minutos. Gregor Laemmle escribe o, más exactamente, recomienza por quinta vez una carta que él sabe que nunca será leída, puesto que va dirigida al Niño: «Habría hecho todo lo del mundo para salvar la vida de tu madre, a la cual, sin embargo, busqué durante tanto tiempo». Laemmle está en Lyon, en un hotel del muelle de lo que puede ser el Saône o tal vez el Ródano: el detalle parece de poca importancia, ¿quién se interesa por esas cosas?

Rompe por quinta vez su carta inacabada y se decide al fin a descolgar el auricular, cortando luego en seco las recriminaciones de Joachim Gortz: «¿De qué diablos se queja? ¡Le he devuelto vivo a su americano! Un poco deteriorado, pero vivo».

Es sacudido por la peor de las crisis que ha conocido en cuarenta y seis años de existencia. Hasta tal punto que procura no acercarse demasiado a la ventana, temiendo no poder resistir la tentación de saltar por ella. «Probablemente, además, fracasaría».

Trata de leer, pero hasta su querido Montaigne acaba cayéndosele de las manos. Y dos horas después, cuando Jurgen Hess llega, le encuentra inmóvil, con el libro cerrado sobre la mesa, las manos cruzadas sobre el abdomen y los ojos pardoamarillos perdidos en el vacío. Hess relata la tentativa fracasada, cuenta cómo sus hombres y él mismo han destrozado literalmente uno o dos kilómetros de canalización antes de descubrir que el muchacho ya no estaba allí; cómo, a partir de entonces, lanzó varios equipos en todas las direcciones; cómo uno de esos equipos acabó descubriendo el rastro de la «pequeña basura»; cómo sólo faltaron algunos metros y algunos segundos para que el niño fuese atrapado; y cómo intervinieron entonces unos tiradores experimentados, sin duda miembros de la resistencia.

—Varios de ellos, quizá todos, hablaban español.

—La guardia española del Niño —dice Gregor Laemmle.

Laemmle está sentado, Hess está de pie.

Hess toma de nuevo la palabra y explica que los españoles se escabulleron sin que él pudiera perseguirles… Ya apenas le quedaban hombres en estado de luchar. Y después, los cinco días siguientes, ha batido en vano la región, y la sigue batiendo todavía, llegando sus búsquedas hasta la frontera española. Pero sin esperanzas.

—Creo que el chiquillo la ha franqueado ya —dice Hess.

Silencio.

—Y ha venido usted a pedirme ayuda —observa al fin Gregor Laemmle.

Jurgen Hess asiente.

Nuevo silencio. La mirada amarilla de Gregor Laemmle se dirige hacia la silueta inmóvil de Soëft, que está de pie cerca de la puerta del pasillo: «Seguramente mataría a Jurgen si yo le ordenase hacerlo. ¿Pero para qué?».

Sonríe a Hess.

—¿Qué han hecho ustedes con aquella mujer, con Catherine Lamiel?

—Está en la cárcel de Fresnes.

—¿Fue ella la que les entregó a Maria Weber?

—Sí.

—¿Y por qué esa traición?

—Porque Hess había prometido un cambio: Maria Weber a cambio de la vida del hermano de la muchacha y de otros hombres.

—¿Mantuvo usted su promesa, Jurgen?

—No. Todos los hombres han sido fusilados.

—Yo quisiera que ella también muriese, Jurgen. Arrégleselas usted. Usted puede hacer que sea fusilada mañana, o enviada a uno de esos campos de la muerte de los que sus jefes han hecho una gloriosa especialidad. No me diga que no, por favor: le pido un servicio a cambio de la ayuda que usted espera de mí.

Y Gregor Laemmle piensa al mismo tiempo: «No es justo que viva esa mujer, que en resumidas cuentas permitió que Ella fuese quemada viva destruyendo todos mis planes. Y, por otra parte, lo que yo hago es pura misericordia: ¿qué existencia sería la de Catherine Lamiel si por azar sobreviviera?».

—¿Sí o no, Jurgen?

—Sí.

—¿Promete que la hará fusilar?

—Sí.

Gregor Laemmle cierra los ojos.

—Váyase ahora, mi buen Jurgen.

Espera que se aleje el ruido de los pasos de Hess, pues se siente presa de una crisis que le invade como una ola rompiente. Ya ha olvidado, o casi, a esa mujer, a la que acaba de asesinar con la mayor tranquilidad.

—Partiremos mañana por la mañana, Soëft.

Al día siguiente, Soëft y él llegan a Grenoble. Se dirigen directamente a la plaza Sainte-Claire, a casa de Barthélemy, el vendedor de legumbres.

Gregor Laemmle espera pacientemente su turno en la cola de las amas de casa. Es jueves y, por lo tanto, no hay escuela: dos de los hijos del comerciante están allí y le ayudan.

A Gregor Laemmle le llega su turno.

—Quisiera hablarle de Thomas —dice.

Y, naturalmente, el vendedor de legumbres responde que no conoce a ningún Thomas, que no comprende en absoluto de qué se trata. Gregor Laemmle le sonríe con mucha amabilidad (siente una simpatía real por el macizo mallorquín) y sugiere una conversación privada.

—En interés de sus hijos —dice.

Barthélemy y él salen de la tienda, seguidos de Soëft; deambulan por las aceras de la plaza de Sainte-Claire, en las que cae una nieve ligera que suaviza los ruidos de la ciudad.

—En su propio interés, en el de su mujer, en el de sus tres hijos y en el de su hermano, que condujo a Thomas a Annemasse para intentar hacerle cruzar la frontera. Y también en interés de sus cabras. Debo decirle que yo sería capaz de acabar con dos o trescientas personas, y algunos animales además.

—No conozco a ningún Thomas —dice el vendedor de legumbres, en su último empecinamiento.

Gregor Laemmle no sonríe siquiera ante tanta terquedad. Dice suavemente:

—Javier Coll ha muerto, así como los otros dos españoles, posiblemente mallorquines también, que se encontraban en Aix. Sólo sobrevive aún el cuarto guardaespaldas del Niño, el que suele llevar una cazadora de cuero y un fusil con visor telescópico. En el momento actual, ya ha puesto a Thomas al abrigo. Mi querido señor: unas circunstancias realmente anormales han hecho que yo disponga del poder de vida o de muerte. ¿Conoce usted a una mujer llamada Catherine Lamiel?

—No.

—Esa mujer ha sido fusilada esta mañana en la cárcel de Fresnes, en París. Era preciso que alguien se encargase de castigarla y yo me he ocupado de ello; me ha bastado con pedírselo a Jurgen Hess. De igual modo, si yo le contase el papel que interpretaron ustedes, su mujer, sus hijos, su hermano y usted mismo, en la evasión de Thomas hace algún tiempo, Hess sentiría una gran satisfacción al exterminarlos. No sin antes haberles hecho picadillo para hacerles confesar dónde se encuentran ahora Thomas y su último guardaespaldas. Hablará usted, señor, créame.

El hombre baja la cabeza. Si estuviera solo en el mundo, sin su mujer y sus hijos, se dejaría desollar vivo antes que decir una sola palabra sobre Thomas.

—Me callaré —prosigue Gregor Laemmle—. Por consiguiente, ustedes vivirán mientras esto dependa de mí. De todos modos, podría usted transmitirle un mensaje a Thomas. Dígale tres cosas. La primera: Catherine Lamiel, que traicionó a su madre, ha sido castigada como convenía. La segunda…

«He aquí la única mentira de tu vida, Gregor…».

—La segunda: el americano ha muerto. En cuanto a la tercera, me concierne a mí. Dígale a Thomas que abandono la partida, que ya no juego más, que tumbo mi rey sobre el tablero. Repítale mis propias palabras, por favor, lo más exactamente posible. Y dígale también que en los meses o en los años siguientes estaré en Fiesole, en Italia, en una villa a nombre de Golaz-Hueber, o bien en Alemania, en esa Selva Negra que tuvo el honor de verme nacer. ¿Lo recordará usted?

El mercader de legumbres no rechista.

—Fiesole, cerca de Florencia, o bien la Selva Negra, cerca de Friburgo de Brisgovia. Él me encontrará, si se toma la molestia. Puede usted volver a sus patatas, señor.

Es a Fiesole, bastante más tarde, a donde llega la carta expedida en Barcelona (pero él duda enormemente que esto pruebe la presencia del Niño en las ramblas catalanas). El mensaje es breve, consta de una sola línea y sólo con una T como firma: «Algún día iré».

Quattermain sabe muy pocas cosas del lugar en donde está: en Baviera, en Berchtesgaden (el nombre le es desconocido). Se trata de una especie de clínica en la que dispone de tres habitaciones para él solo. Si tuviese la posibilidad física de hacerlo, tendría derecho a unos paseos por el parque, plantado de alerces. Pero, por el momento, sólo se desplaza hasta la silla de ruedas, aunque la última de las veinte operaciones que ha sufrido le ha devuelto el uso casi íntegro de su pierna izquierda. Ha podido caminar, por primera vez desde hace siete meses, pero sólo el atravesar la habitación con sus muletas le ha agotado totalmente. Ha perdido casi treinta kilos. Han puesto una enfermera a su servicio: se llama Rosie Maier, es vienesa y habla correctamente el inglés, aprendido junto a su padre, hotelero, en el Ring de la capital austríaca. Él mismo, ahora, se desenvuelve bastante bien con el alemán.

Ha llegado el verano: resplandece en las ventanas que encuadran el admirable panorama de los Alpes de Baviera. Las visitas de Joachim Gortz, espaciadas al principio, y muy breves, se han hecho más frecuentes. Hace dos meses, Quattermain recibió de Zurich una llamada telefónica de Joe Sowinski. Éste no citó en ningún momento el nombre de Joachim Gortz, hablando sólo del «amigo que está junto a ti», y en el que él, David, podía tener plena confianza, «tanta como en mí mismo, David». Siguió un largo discurso que desarrollaba el tema: «Puesto que te encuentras en Alemania, ¿por qué no aprovechas la ocasión para representar ahí los intereses del Clan? Y no solamente los del Clan; hay otras muchas cosas que defender en los tiempos que corren». «Dave: nadie te pidió que fueses donde estás. Te habíamos creído muerto, y sin el amigo que tú sabes, lo estarías. Trata de ser razonable».

«Y, maldita sea, ¿qué diablos es esa historia del niño?».

Quattermain cuelga. Y pregunta a Gortz, que le mira sonriendo:

—¿Qué intereses?

—Es usted accionista mayoritario y administrador de la mayor compañía petrolera norteamericana, la Banner Oil de Nueva York.

—¿Y qué?

—¿Y si yo le dijese que Alemania necesita desesperadamente petróleo?

—Alemania está en guerra con mi país.

Gortz se echa a reír.

—Ahorrémonos las coplas patrióticas, por favor. Hablemos de finanzas.

—Olvidemos los incidentes penosos, ¿no es eso?

—Exactamente. Dentro de uno, tres o cinco años nuestros países estarán de nuevo unidos por una amistad eterna contra el único verdadero enemigo, el del Este. Su tío y su primo lo han comprendido así. Por lo tanto, hay que quemar etapas desde ahora.

—No veo la posibilidad de que yo ordene la entrega de algunos millones de toneladas de petróleo por mes para entregar aquí. Incluso saltándome olímpicamente las etapas.

—No le pedimos eso. Su compañía nos ha entregado y nos entrega todo el petróleo que razonablemente puede hacernos llegar.

—No creo nada de eso.

Silencio. Joachim le mira con curiosidad, menea la cabeza.

—Le enviaré la documentación en cuanto esté realmente en estado de leerla. Pero ahora puedo responderle en parte. Me ha preguntado usted: ¿qué intereses? Además de su parte en la Banner, es usted también accionista y administrador de uno de los tres bancos más importantes de los Estados Unidos: el Hunt Manhattan. Como varios de sus colegas americanos (y también británicos), el Hunt ha mantenido su agencia en París, incluso después de la entrada en guerra que ha seguido a Pearl Harbour. Hacemos con él los mejores negocios posibles. Y a propósito de bancos, usted conoce, al menos de nombre, el banco para los negocios internacionales cuya sede está en Suiza, en Basilea… Como es lógico, mi gobierno lo controla totalmente. Y con su cuenta y razón, desde diciembre de 1941, es decir, después del ataque japonés a Hawai, nuestros dirigentes han tomado la precaución de depositar allí cuatrocientos millones de dólares-oro, a todo riesgo. Ese oro, dicho sea de paso, proviene de los saqueos realizados en los bancos centrales de Holanda, de Bélgica, de Luxemburgo, de Austria y de Checoslovaquia…, y también de todo lo que ha podido ser colectado hasta ahora en los campos de concentración. El propio BRI fue creado hace doce años por el presidente de nuestro banco central, Hjalmar Horace Greeley Schacht; su papel consistía, precisamente, en mantener las transacciones financieras en caso de conflictos internacionales no entre naciones beligerantes, claro está. Tranquilícese, no vamos a pedirle que se siente en su consejo de administración; en este mismo momento, un banquero alemán que representa directamente a Adolf Hitler se codea muy amablemente con un americano, un británico, un francés, un italiano, etcétera. Entre financieros, la atmósfera es de lo más cordial.

Otro silencio. Quattermain ha preguntado:

—Supongamos que, para encontrar y hacer salir a ese niño de Francia, yo me haya dirigido directamente a… ¿mi propio banco? ¿Al de mi familia?

Sonrisa.

—Los financieros siempre pueden entenderse, señor Quattermain.

—¿Y Gregor Laemmle?

—Probablemente alguien habría podido convencerle de renunciar a su caza y de volver a su nido de la Selva Negra para dedicarse exclusivamente a la filosofía. Y un tal Jurgen Hess quizá ha podido ser enviado como refuerzo al frente del Este.

—¿Habría llegado usted hasta hacer matar a Laemmle?

No comment —ha respondido Gortz.

A partir de este momento, vienen unos hombres semana tras semana y mes tras mes. Traen expedientes y se llevan aquellos que Quattermain ya ha leído. Uno de ellos explica regularmente a Quattermain que tiene derecho a consultar todos los documentos que le muestren, pero no deberá tomar ninguna nota ni sustraer el menor papel. Quattermain los examina con algo más que asombro. (Pero no con incredulidad: no duda ni un segundo de la autenticidad absoluta de esta masa fenomenal de documentación). Se entera, por ejemplo, de que más de la mitad de las altas finanzas de Wall Street, en los años treinta, ha financiado ampliamente la ascensión y el mantenimiento en el poder de Adolf Hitler; «probablemente también yo, porque nunca he tratado de saber lo que el tío Peter y el primo Larry hacían con mi dinero». Lee también que, durante el verano y el otoño de 1942, el francés Pierre Pucheu ha hecho conocer a la Banca por los reglamentos internacionales de Basilea (y, por consiguiente, a unos financieros alemanes cuidadosamente elegidos) la inminencia de un desembarco angloamericano en África del Norte; y que esta información, que él había recibido de un agente de la Hunt Manhattan atinadamente situado en la Embajada de los Estados Unidos en Vichy, ha permitido una de las más fructíferas operaciones financieras de los últimos años, aunque sólo fuese por la transferencia inmediata de nueve mil millones de francos procedentes de Francia y que van a buscar refugio en los bancos argelinos.

Recorre el muy completo informe de Joe Sowinski, con el cual descubre que, desde hace casi diez años, ha triplicado su salario gracias a las decenas de millares de dólares que le proporciona cada año la IG Farben, por la vía de la BRI y sobre una cuenta de Zurich.

Tiene la revelación de la monstruosa omnipotencia de la IG Farben, cuyo estado mayor cuenta entre sus filas a Max Warburg, ciudadano alemán pero hermano de Paul Warburg, que es norteamericano y uno de los fundadores del sistema federal de reserva de los Estados Unidos.

La IG Farben, de la que dependen todos los ejércitos alemanes, puesto que es ella quien les proporciona el cien por ciento del caucho sintético, del metanol y de los aceites lubrificantes. En un noventa por ciento, se trata de colorantes y de gases tóxicos.

(Informe anejo: el nombre y el emplazamiento de las fábricas de IG Farben encargadas de la fabricación del Zyklon B, «actualmente utilizado en los campos de exterminio cuyos nombres siguen…»; y siguen unos nombres totalmente desconocidos de Quattermain, tales como Auschwitz).

La IG Farben, cuya oficina NW 7 de Berlín acoge el centro más importante de contraespionaje nazi; «esa oficina está dirigida por Max Ilgner y Herman Schmitz, que figuran igualmente en el consejo de administración de la filial americana del trust, la American IG, en compañía especialmente de Henry Ford, Paul Warburg, de la Bank of Manhattan y de Charles E. Mitchell, de la Federal Reserve Bank of New York. Usted conoce personalmente a esos tres hombres, ¿no es verdad, señor Quattermain?».

—No tomar notas, Herr Quattermain; no guardar ningún papel, bitte.

Le toca el turno a la Banner Oil. Cada día son traídos y llevados con cajas miles de documentos. Y como la mayor compañía petrolera del mundo ha vendido —por acuerdos secretos— a la industria alemana la fórmula del isooctano, aditivo a base de tetraetilo, indispensable para la gasolina de avión, «con el juego de operaciones bancarias y de endosos, el gobierno británico abona actualmente unos royalties a la industria química alemana con el fin de obtener los materiales que le permitan combatir a la aviación alemana que bombardea Londres. ¿Divertido, verdad?».

Del mismo modo, la misma Banner aprovisiona a la Alemania hitleriana de petróleo —de 50 000 a 80 000 toneladas por mes, según Joachim Gortz— desde hace más de tres años.

Asimismo procede, a través de sus filiales venezolanas y mexicanas, a enviar sus entregas, en un principio, a bordo de buques que enarbolan el pabellón de la Francia de Vichy o el de Panamá.

(Informe anejo: la «divertida peripecia de un petrolero francés inspeccionado por unos barcos de la Royal Navy… y autorizado a proseguir la ruta después de una intervención del Departamento de Estado, debidamente regañado por los senadores de su tío Peter»).

Y centenares de ejemplos más.

Todos apoyados por documentos irrefutables.

Las semanas pasan.

Quattermain ha abandonado su silla de ruedas y ahora utiliza las muletas. A veces se arriesga a dar algunos pasos ayudándose sólo con un bastón. Va hasta el parque, pero necesita veinte minutos para bajar o subir la escalera que conduce a su apartamento-prisión.

El otoño es espléndido en Baviera.

«Y usted también es muy bello», dice Rosie Maier, a quien él hace el amor desde hace ya tres meses.

Y, en efecto, contemplándose en un espejo, se ha quedado estupefacto: las últimas operaciones han hecho maravillas, y él ha recuperado su rostro. Sólo su voz se ha modificado un poco, porque los cirujanos alemanes no han podido hacer nada por su garganta lastimada y por sus cuerdas vocales heridas: su voz es un poco más baja, un poco velada, casi ronca…

«Very sexy», dice Rosie.

Quattermain lee mucho. Se ha establecido un ritual. Los contables (¿cómo llamarles de otro modo?) de Joachim Gortz aparecen, cinco días por semana, cada mañana: desembalan sus legajos, sacados de cajas de cartón, sobre una larga mesa, se inmovilizan y le miran leer, sin pronunciar nunca una palabra, colocando tal o cual documento después de la lectura, en su orden exacto de clasificación. Se van cada día a las cuatro en punto.

Quattermain todavía tiene que sufrir una última operación que le devolverá en principio el uso completo de su mano derecha, y al fin podrá escribir.

Mientras tanto, lee.

Le son presentados otros documentos, y descubre que la Banner y el Banco no son los únicos que se dedican a este extraño juego.

«Ni mi tío Peter, ni mis primos, ni yo no somos un caso único. Cuando se fusile a todos los americanos culpables de connivencia con el enemigo, Park Avenue quedará despoblada».

Se sumerge en los detalles de las extrañas actividades del vicepresidente de la Oficina de Industria de Guerra en los Estados Unidos. Este hombre parece dedicar, sobre todo, su energía a la dirección de la empresa más importante del mundo de rodamientos a bolas, la SKF, de la que él es —paralelamente a sus actividades en Washington— el director para los Estados Unidos; su codirector es un tal Von Rosen, «un primo de Goering».

Él, Quattermain, sólo tenía hasta ahora una vaga idea del asunto, pero se entera entonces de la importancia de los rodamientos a bolas en la guerra: ningún avión, ningún submarino o barco de superficie, ningún carro de asalto, ni el menor camión o vehículo, ningún tren, ningún generador, ningún sistema de ventilación o de puntería, de comunicación o de tiro pueden pasar sin ellos: «un solo avión de caza Focke-Wulf utiliza cuatro mil».

La SKF es en su origen una empresa sueca. Pero controla, en suelo americano, todo el mercado de rodamientos a bolas, gracias a sus participaciones en minas, altos hornos, fundiciones, fábricas de todas clases. Uno de los tres principales centros de la SKF está en Alemania (Schweinfurt), otro en Suecia (Göteborg) y el tercero en Filadelfia. Y el dossier SKF presentado a Quattermain trata únicamente de Filadelfia; da cifras por millones, contiene docenas de kilos de documentos y demuestra que al mismo tiempo que la USA Air Force libra la batalla del Pacífico y se dispone a intervenir en Europa, está parcialmente inmovilizada en el suelo por falta de rodamientos a bolas en cantidades suficientes. Mientras tanto, unas enormes expediciones de esas piezas esenciales son encaminadas con regularidad desde Estados Unidos hacia Suecia, España, Portugal y Suiza, y por consiguiente, en realidad, hacia Alemania.

Un sábado por la mañana, Quattermain, ayudándose únicamente con su bastón, sólo emplea siete minutos para bajar y subir los dos pisos de la escalera exterior que lleva al parque.

Hace un año, día por día, que está en la clínica.

Lee ahora el dossier de esa superpotente empresa del automóvil de Detroit, cuyo presidente fundador ha recibido de manos de Hitler, al mismo tiempo que el aviador Charles Lindbergh, la Gran Cruz del Águila alemana. Y cuyas fábricas de Francia han continuado funcionando imperturbablemente, no sólo después de la ocupación alemana, sino también después de la entrada en guerra de los Estados Unidos, en diciembre de 1941. Estas fábricas proporcionan a los ejércitos hitlerianos los camiones que necesitan, e incluso fabrican piezas sueltas para la reparación de los camiones Molotov, capturados en el frente ruso. «Si en un futuro próximo las columnas motorizadas americanas y alemanas llegasen a enfrentarse directamente en suelo europeo, señor Quattermain, su compatriota de Detroit se hallaría en la situación de haber proporcionado camiones a los dos campos: los negocios son los negocios».

—Feliz Navidad —dice Rosie esta noche, haciendo el amor con Quattermain.

Dos días antes, Quattermain ha recibido una visita excepcional: la de otro americano, que viaja oficialmente por Alemania en su calidad de presidente del Banco para liquidaciones internacionales. El hombre, evidentemente, es un banquero que ha trabajado durante dieciséis años para la Hunt Manhattan; conoce personalmente al tío Peter y al primo Larry; está muy confiado en cuanto a la salida de la guerra (aunque evite proporcionar demasiados detalles sobre su actual desarrollo); regresa de Berlín, a donde ha ido a conferenciar con las altas finanzas alemanas. Ha traído regalos, libros y discos, y hasta una cuarentena de películas. «Joachim va a hacer que le instalen una pequeña sala de cine; tiene usted que confesar que está muy bien tratado».

El dossier TTT.

Teléfonos y comunicaciones de todas clases.

«Sin duda usted conoce personalmente, señor Quattermain, al hombre que ha creado y que dirige TTT —escribe Joachim—, puesto que es usted el accionista principal».

El dossier TTT es enorme. «Una comisión de Investigación del Senado de los Estados Unidos tardaría en verlo un año o dos, y yo sólo dispongo de unas semanas», piensa Quattermain.

Sólo retiene algunos puntos esenciales. Por ejemplo, el nombre de uno de los representantes del imperio de TTT en Alemania, Walter Schellenberg, que es nada menos que el jefe del Servicio de Contraespionaje de la Gestapo.

O el hecho de que los pagos sean efectuados desde hace años a Heinrich Himmler y a su organización SS.

O también las muy considerables inversiones en Alemania.

(Dossier anejo: el detalle de esas inversiones, en toda la industria de comunicaciones —«… advertirá usted que el mantenimiento y la constante modernización de las redes telefónicas y de radio de Hitler, de su gobierno y del Alto Mando Militar alemán, el OKW, están asegurados por unos técnicos de la firma americana, formados en los Estados Unidos» [cf.: piezas 2137 a 2244…]).

«Otro interesante caso de inversiones es el de la Compañía Lorenz, controlada casi al cien por cien por TTT; la Compañía Lorenz, en agosto de 1939, algunos días antes de la entrada de las tropas alemanas en Polonia, procedió a la compra del 25% de las acciones de la Focke-Wulf AG de Bremen, que fabrica los aviones de caza Focke-Wulf de la Luftwaffe. Esta participación ha sido después aumentada, de modo que casi se puede decir que TTT es copropietaria de los aparatos de caza que combaten en los dos campos; los beneficios procedentes de las participaciones en Alemania transitan, naturalmente, por la BRI, bajo el control de ese encantador banquero americano que le ha visitado a usted; y, a propósito, he dado órdenes para que su sala de cine privada sea acondicionada lo antes posible».

—¿Convencido?

Joachim Gortz ha vuelto a Berchtesgaden, y acompaña a Quattermain en su paseo, ahora ya cotidiano; los dos hombres caminan, uno al lado del otro, por los senderos del parque, donde ha sido apartada la nieve desde las primeras semanas de 1944.

—Compruebo, con sincero placer —prosigue Gortz—, que su estado ha mejorado notablemente. Nuestros cirujanos han hecho milagros. Pronto podrá prescindir de ese bastón.

—¿Quién ha reunido esos dossiers? Han necesitado meses y, más probablemente, años de trabajo.

—¿Cuál es su opinión?

—No hay un solo Joachim Gortz, sino varios. Docenas, tal vez más.

—No tantos —dice Gortz, burlón.

—Unos hombres como usted que, quizá desde antes del comienzo de la guerra, han preparado unas embarcaciones de salvamento.

—Ha hecho usted unos progresos asombrosos en alemán, señor Quattermain. Casi podría tomársele por un alemán con acento de Viena.

Sonrisa, ante esa alusión a Rosie Maier.

—Antes de ir más lejos —dice Quattermain—, quisiera noticias del muchacho.

—No las tengo. Lo cual es tranquilizador, en cierta manera.

—No comprendo.

—Estoy seguro de lo contrario, pero me explico: si alguien persiguiese todavía al niño, y sobre todo si hubiese sido encontrado, yo lo sabría.

—¿Y Laemmle?

—Nada ha cambiado desde nuestra última entrevista: Laemmle se ha retirado de la partida.

—Aún queda ese Jurgen Hess.

—Según las últimas noticias, se batía con gran coraje contra los rusos. ¿Puedo llamarle David?

—No.

—Yo llamo a sus primos por su nombre de pila, entre ellos a Larry. Silencio. Los doscientos y pico metros que Quattermain acaba de recorrer le han agotado. Se sienta en un banco del que ha quitado la nieve, y Joachim Gortz lo hace junto a él.

—Usted ha reflexionado mucho, señor Quattermain, sobre las razones que le valoran tanto a mis ojos y a los de algunos otros. ¿Las ha encontrado usted?

—Soy un rehén.

—La explicación es un poco escasa.

—¿Cómo va el penoso incidente?

—Si habla usted de la guerra, Alemania está a punto de perderla soberbiamente. Eso podría producirse dentro de unos meses; un año o más pondrían las cosas peor.

—Su ardor patriótico me conmueve.

—Es cierto; estoy muy impresionado —dice Gortz, encendiendo un Chesterfield con sus dedos enguantados.

—Creo —dice Quattermain— que me habría hecho desaparecer en cualquier campo de concentración, o tal vez fusilado, si su país hubiese entrevisto la victoria final. Pero el penoso incidente ha ido cada vez peor, y esto me valora más cada día. Me ha utilizado usted para convencer a mi familia de que ayude un poco más a Alemania, y ahora me utiliza para preparar la posguerra y el restablecimiento de unas relaciones comerciales y financieras fructíferas. Mi supervivencia demuestra por sí sola su buena fe y su gran humanidad, y toma usted posiciones para después.

—¿Sería usted un bote o, mejor aún, una boya de salvamento?

—Exactamente. Y además, usted se justifica a sí mismo afirmando servir a los intereses superiores de su país por encima de los incidentes penosos.

—Magnífico —dice Gortz—. Después de todo, soy un gran patriota.

—Yo no le aprecio, Gortz.

—Me deja usted desolado, sinceramente. Pero llevando su razonamiento a su final lógico, debería detestar igualmente a su propia familia.

—Creo que ese punto sólo me atañe a mí mismo.

—Estoy de acuerdo. ¿Ha llegado más lejos en sus reflexiones?

—Quizá llegue usted a confiarme ese dossier, o una copia de ese dossier que han reunido usted y sus amigos.

—La idea es original.

Quattermain, con las manos juntas sobre su bastón, se decide a volver la cabeza y contemplar al financiero alemán.

—Incluso he llegado a pensar que usted me soltaría… o que facilitaría mi evasión.

A su vez, Joachim Gortz vuelve la cabeza y sus miradas se encuentran.

—¡Diablos! ¿Y por qué iba a hacer yo una cosa así?

—Creo que lo hará el día en que tenga la absoluta certeza de que su país ha perdido la guerra, y también el día en que usted sepa cuándo y cómo los hombres de Wall Street llegarán a Alemania pisando los talones de los soldados americanos, para volver a poner el país en marcha en el más breve plazo.

Silencio. Joachim Gortz le mira y se echa a reír.

—Tiene usted una imaginación muy fértil.

—Más de lo que usted se imagina —dice Quattermain—. Incluso se me ha ocurrido que sus amigos y usted podrían hacer asesinar a Hitler para acelerar la marcha de las cosas y para evitar que el penoso incidente no resulte demasiado penoso.

Y comprueba, con verdadera satisfacción, que esta vez ha llegado a lo más vivo de Gortz: el banquero cierra los ojos durante una centésima de segundo.

—La cuestión será retirada y el jurado no deberá tenerla en cuenta —prosigue Quattermain—. Si esa clase de tentativa se hace algún día, ni sus amigos ni usted se verían mezclados en ella. O, más exactamente, nadie pensaría tratarles con rigor si la tentativa fracasase. Yo sé, Gortz, que usted ha salvado mi vida, sé que lo ha hecho corriendo ciertos riesgos, y estoy persuadido de que existen en Berlín, en el entorno inmediato de Hitler, algunas personas que le colgarían en ganchos de carnicero si supiesen a qué juego juega usted.

—¿Es una amenaza? —pregunta Gortz.

Quattermain sonríe.

—Creo que voy a poder evadirme en seguida —dice—. Por lo que recuerdo, Suiza no está tan lejos de este lugar en que nos encontramos.

Joachim Gortz baja la cabeza; luego la levanta.

—Es posible, y digo solamente posible, que usted se encuentre en Suiza algún día. En tal caso, usted no intentaría vengarse de mí.

—¿Y por qué no?

—Ni siquiera lo intentará. Yo sólo soy un financiero normal y no tengo la suficiente importancia para que usted me considere un enemigo mortal. Esta guerra acabará y usted me olvidará. Yo sólo soy un peón.

—Tanta modestia le honra. Usted ha tomado parte en la búsqueda de Thomas, ¿no es verdad?

—He buscado a alguien que poseía unos códigos bancarios que me habían ordenado que encontrase. Pero esto es una vieja historia: hoy no cruzaría ni una calle para ir a buscar el dinero escondido por Thomas el Viejo. Las circunstancias han cambiado; me quemaría los dedos.

—¿Quién es Thomas el Viejo?

—Un banquero de Francfort que, hace ahora diez años, saltó por una ventana. Era el bisabuelo de ese chiquillo a quien usted llama Thomas.

—Si le sucede algo a Thomas, ni usted ni ninguno de sus amigos le sobrevivirán.

—Dudo que sea su hijo, señor Quattermain. Nunca tendrá la prueba de ello.

Una ola de rabia sacude a Quattermain, que se queda estupefacto al ver hasta qué punto su amor por Thomas es inmenso y sin retorno. Corren unos interminables segundos, durante los cuales lucha contra sí mismo con el único fin de calmarse.

—Retiro a mi vez la observación —dice Gortz.

Quattermain pregunta:

—¿Quién es el responsable de lo que ocurrió en el Var en noviembre del 42?

—Jurgen Hess y Gregor Laemmle. Ignoro cuál ha sido la parte de cada uno de ellos; sus versiones divergen.

Rosie Maier acaba de aparecer a unos doscientos metros. Trae una manta. La tarde de este domingo toca a su fin y el frío de la noche comienza a extenderse.

—Le he subestimado —dice Gortz—. Era usted mi prisionero y he aquí que ahora yo soy el suyo. Mi única excusa es que su propia familia no le tenía en muy alta estima. Pero quizás el Quattermain que ésta había conocido ya no existe hoy.

—Tal vez —dice Quattermain con su gran indiferencia—. ¿Está usted seguro de salir con bien de esto, Gortz?

—Creo que sí. He hecho y haré lo que es preciso para ello. Dios bendiga a las altas finanzas.

Rosie llega junto a ellos.

—Ya es hora de moverse —dice.

—El señor Joachim Gortz y yo hemos llegado a la misma conclusión —dice Quattermain.

—¿Miquel?

Estoy aquí, detrás de ti.

—¿Es que siempre necesitas esconderte, maldita sea? ¡Estamos solos!

—Cuanto más me esconda, menos me verán —dice Miquel, o, más exactamente, la voz de Miquel.

—¡Eres un tunante! —dice Thomas.

Pero sonríe. Miquel, algunas veces, es extrañamente desconcertante. Aparte de su manía de esconderse todo el tiempo, crees que está a millones de kilómetros, que te ha perdido, y te inquietas; pero no, está ahí, realmente silencioso, más que Pistol Peter cuando se quita las botas para acercarse al campamento de los bandidos que va a meter en la cárcel. Es un terrible tirador, el mejor del mundo, no hay problema. El doctor Nadal (también ha nacido en Mallorca, pero está en Francia desde hace más de treinta y cinco años) ha querido saber cómo tira Miquel: «—Thomas, ¿no podrías pedirle que me hiciese una demostración? —¿De tiro?—. Sí. Parece ser que la noche en que el grupo Kléber escapó de las garras de los alemanes, él solo abatió a ocho hombres, en algunos segundos y en plena oscuridad… —No sé si querrá, pero se lo pediré». Miquel ha dicho que no, sin moverse siquiera de aquella especie de habitación, en lo más alto del granero: allí no solamente duerme, sino que vigila los alrededores. Miquel entonces le ha soltado un gran discurso (al menos veinticinco palabras seguidas, ¡un auténtico milagro!): Javier Coll le ha recomendado que no se sirva nunca de su fusil para divertirse, y Javier le ha dicho también que tirar como él tira es un don de Dios y que no hay que hacer el tonto con él. Bueno. Thomas ha insistido durante semanas y Miquel ha acabado por decir que sí. Han ido los dos al bosque, con el doctor Nadal y con cuatro botellas de vino vacías. Miquel ha explicado cómo hay que colocar las botellas —en equilibrio una sobre otra, de dos en dos— y en seguida se ha alejado, tanto, que no parece tener más de un centímetro de alto; apenas se le ve. Ha disparado y entonces el doctor Nadal y Thomas han tenido tiempo de ver lo que pasa: las cuatro balas han llegado casi al mismo tiempo. Las dos primeras han pulverizado las dos botellas de abajo, y las dos siguientes las de arriba, cuando todavía están en el aire. ¡Qué cara ha puesto el doctor Nadal! Él, Thomas, se ha sentido invadido por el orgullo. El mejor tirador del mundo. Tras de lo cual, Thomas ha sacado la nuez que tenía en el bolsillo, la ha sujetado con el pulgar y el índice, a la altura de los ojos, y la nuez ha estallado sin hacerle el menor rasguño en los dedos, como si fuese una corriente de aire.

—¿Miquel?

Estoy aquí.

(«Ya está: ha cambiado de sitio, sin que se le vea ni se le oiga. Ahora está a mi izquierda»).

—¿No tienes ganas de volver a España?

¿A Mallorca? ¡Claro que sí!

—¿Qué edad tienes?

—Veintitrés años y medio.

—Eres terriblemente viejo.

Muy viejo. Soy muy viejo.

—Tu novia debe de estar esperando.

Miquel no es tonto. Comprende en seguida lo que Thomas quiere decir.

Estamos muy bien aquí, Thomas; estamos muy bien aquí.

—Hay demasiados hombres del maquis, Miquel. Un día vendrán los alemanes, enviarán unos tanques y montones de soldados, y Jurgen Hess vendrá con ellos.

Miquel responde que es posible, pero que él los verá llegar, y sólo entonces Thomas y él se irán de aquí. Por el momento nada les apremia; él no ve ningún peligro, y desde hace más de un año Thomas es sobrino del doctor Nadal, todo el mundo en la región se ha acostumbrado a ello y ya nadie desconfía (Miquel, para decir todo esto, no habla, naturalmente, demasiado tiempo, sólo cuatro o cinco palabras, y Thomas comprende lo que hay detrás de ellas).

Thomas reanuda su camino. Todavía no es invierno, pero los olores de la tierra cambian. No se está tan mal en este país donde viven desde hace más de un año; no faltan muchas cosas, excepto los libros. Ya ha leído los trescientos, en francés y en español, que están en la biblioteca; pero el doctor Nadal es enormemente amable, es casi como un tío de verdad, y su mujer también, tía Mayo (su verdadero nombre es María de los Ángeles, y también es de Mallorca); además hay otras personas interesantes, los Berthier por ejemplo (tampoco es éste su verdadero nombre, pero son judíos y se ocultan): el tío Berthier, antes profesor de matemáticas en París, le da clases —son realmente fáciles las matemáticas: Thomas ha hecho en un año el programa de cuatro cursos escolares—, mientras que su mujer quiere enseñarle el francés (¡como si no lo supiera ya!) y también historia y geografía; ¡la geografía, bueno, pero la historia…! Yo me pregunto qué interés tiene saber quién asesinó a Enrique IV. No me sorprendería que la policía estuviese todavía buscando al asesino.

—¿Crees tú, Miquel, que Jurgen Hess me busca todavía?

No sé.

—¿Qué quiere decir no sé? Tú debes de saber muy bien si sus espías andan por aquí.

Y, además, Berthier no juega mal del todo al ajedrez: en ciento veintitrés partidas, ha conseguido ganarle dos y en cinco han quedado en tablas, lo cual no está mal para un viejo de cincuenta y nueve años.

—¿Hay o no hay espías, Miquel?

—Yo no he visto a ninguno. Pero eso no prueba nada —dice la voz de Miquel en algún lado, a su derecha.

Aunque él, Thomas, haya jugado bastante mal expresamente, se diría que para animarle. Por lo demás, no sólo para ayudarle. Una vez por lo menos, si han hecho tablas es porque él no estaba demasiado concentrado. Miraba la braga de Élodie, que estaba sentada en la butaca roja, detrás de Berthier, y que fingía leer separando bien los muslos para que yo pudiese verle la braga. Forzosamente, eso te ha desconcentrado.

—¿Qué hay a nuestro alrededor, Miquel?

—¿En la ciudad? En la ciudad está el ejército alemán, más los gendarmes, más los guardias móviles, más los hombres de la Gestapo francesa, los que obedecen a Lafont y a Bonny.

—Eso es mucha gente.

—Sí, mucha gente, Thomas.

«Élodie es tremendamente bonita. Es ya mayor, tiene trece años. Pero es amable: me ha dejado ver en seguida sus pechos, quiero decir esas cositas que tiene, que no son verdaderos pechos como los de la tía Mayo (enormes éstos). Espero que crezcan un poco todavía. Ya veremos».

—¿No crees que eso es demasiada gente, Miquel?

—No —dice firmemente la voz de Miquel.

—Tengo unas ganas inmensas de moverme, Miquel. De partir.

—Tenemos que esperar, Thomas.

Pero Thomas no puede esperar tranquilamente el final de la guerra como una marmota, sin moverse, aunque le repitan que todo el mundo cree que ha pasado a España.

«El Hombre de los Ojos Amarillos sabe que no estoy en España. Lo sabe, estoy seguro. No viene a buscarme porque no quiere, eso es todo. Está claro que no mentía cuando le dijo a Barthélemy, el vendedor de legumbres, que tumbaba su rey. Ha dejado la partida, de acuerdo.

»¡Pero YO no!».

Thomas se acuclilla. Oye el ruido del agua allá abajo, pero no ve el río. Las punzadas en la cabeza le vuelven de nuevo, como cada vez que piensa en la Cosa, en el Hombre de los Ojos Amarillos. Casi se vuelve loco. Al principio, el doctor Nadal le decía que eran las consecuencias de una pulmonía doble, pero no, se equivocaba. «¡Sólo es que quiero matar al Hombre de los Ojos Amarillos, quiero verle muerto, quiero ser yo quien le mate, quiero que sufra!

»Porque es fácil decir eso de olvidar, ¡es realmente fácil! ¡Pero yo no quiero olvidar! Siento claramente que estoy a punto de cambiar, lo siento; algunos días está menos claro en mi cabeza, pienso en Élodie, en la novia de Miquel, que seguramente es muy guapa y que seguramente Miquel tiene muchas ganas de volver a ver (sobre todo cuando es el único superviviente de los cuatro, debe sentirse terriblemente solo); quiere volver a ver a su novia, pero prefiere que nos quedemos aquí; quiere esperar a causa de mí, para protegerme. Pienso en todas las cosas agradables y, dentro de mí mismo, soy menos malo y casi tengo menos ganas de matar al Hombre de los Ojos Amarillos. Si espero, será demasiado tarde: habré cambiado demasiado…

»Por otra parte, le he escrito que algún día iría a matarle. Es como si hubiese dado mi palabra».

—¿Miquel? Tengo que decirte algo.

—¿Si, Tomás?

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