Daddy

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—No creo haber visto un solo nazi durante los dieciséis últimos meses —dice Quattermain—. O al menos no los he advertido. Joe, quiero urgentemente, ¡urgentemente!, todos los informes sobre ese niño que tiene ahora doce años y pico, con ojos grises, cabellos negros, cuyo nombre es Thomas, y el apellido puede ser Lamiel, o Weber o cualquier otro. Quiero saber si ese muchacho está en Suiza, si ha entrado aquí después de noviembre de 1942; quiero saber si está en España. Contrata a todos los detectives posibles; yo pagaré lo que haga falta. La recompensa no tendrá límites: llegaré hasta el millón de dólares; o diez, no importa. Quiero que se pregunte en todos los bancos, en todos los puestos fronterizos. El niño va o iba acompañado por un español armado con un fusil de visor telescópico, un formidable tirador. ¿Cuáles son los países todavía representados ante el gobierno de Vichy? Quiero que sus servicios diplomáticos sean interrogados; quiero que se les pida que intervengan ante las autoridades alemanas en todo lo que respecta al muchacho. Si hay algo que pagar, que se pague, no importa el precio. Otra cosa: parece ser que tenemos las mejores relaciones del mundo con las altas finanzas alemanas, las que han sostenido a Hitler desde hace más de diez años y que ahora parecen querer desembarazarse de él. Quiero que esas gentes busquen a Thomas como si su propia vida dependiese de ello. Te lo digo y se lo diré a tío Peter y a Larry en cuanto tenga ocasión de hacerlo. Quiero a ese niño, y lo quiero vivo. Lo deseo más que nada en el mundo. Y será mejor que esté vivo. Porque, en caso contrario, daré, en efecto, una conferencia de prensa y diré que yo no me he evadido; que no he hecho otra cosa que dejarme transportar como un paquete desde la mejor clínica de Alemania hasta Suiza, y diré por qué he disfrutado de un notable trato de favor, y contaré todo lo que sé y todo lo que recuerdo del dossier que Joachim Gortz me ha mostrado, y mi memoria es excelente. Otra cosa, Joe: quiero todos los informes posibles de un antiguo profesor de filosofía de la Universidad de Friburgo de Brisgovia. Su nombre es Gregor Laemmle. Quiero saber, incluso, dónde está en este momento. Es un homosexual que mide alrededor de un metro sesenta y cinco de estatura, bastante corpulento, de un rubio rojizo, ojos castaños tirando a amarillos, que también va acompañado de un guardaespaldas que se llama Soëft. Soëft mide un metro ochenta, es moreno, de ojos verdes, y tiene un rostro femenino. Quiero a Laemmle vivo, Joe…, por otras razones que el niño. Joe: quiero también quinientos mil dólares en metálico antes de dos horas. Inmediatamente, Joe. Y di a tus malditos médicos y a tus malditos periodistas que se vayan a hacer gárgaras.

Quattermain se sienta, estira sus manos sobre sus muslos. Casi consigue, piensa él, dominar ese furor tan negro que siente desde hace semanas, si no meses, y que en las últimas dos o tres horas ha llegado a su paroxismo. «He cometido la mayor tontería de mi vida al no comprender desde el principio cuál podía ser el peso de David Quattermain, estrella de segunda magnitud del Clan y de las altas finanzas; pero no volveré a caer en ese error».

Sowinski ha ido hacia la puerta. Con la mano en el picaporte, pregunta:

—¿Ese niño es realmente tu hijo, Dave?

—Sí —dice Quattermain—. Realmente.

Hacia las siete de la mañana, hallándose ya en Mulhouse, Gregor Laemmle establece la comunicación telefónica con Henri Lafont, que está en París. Las noticias que recibe son excelentes: todo se ha desarrollado como estaba previsto. Risa de Lafont en el auricular.

—Mis hombres no han vuelto todavía: no tienen demasiada costumbre de jugar a las nodrizas. Pero es verdad que el niño llegó a Tulle, como usted había previsto, y le hemos acorralado como estaba mandado.

—¿Está en el tren, sí o no?

—Está en el tren, con cuatro de mis hombres para abrirle camino e impedir que le causen molestias.

Llegará a Mulhouse.

«He aquí algo que me sorprendería mucho», piensa Gregor Laemmle, sin hacer partícipe a Lafont de su conclusión. Le pregunta al francés si ha recibido los quince millones de francos. Lafont dice que sí. Gregor Laemmle le agradece todos los buenos servicios prestados, acordándose —un poco tarde— de que debería haberle hecho una pregunta más, concerniente al Tirador Invisible. Vacila y, durante algunos segundos, está a punto de llamar de nuevo al jefe de la Gestapo francesa; finalmente, se abstiene. Sale a la calle y sube en el Rolls-Royce.

—¿Cuánto dinero nos queda, Soëft, de todos esos cuartos que nos dio Heydrich hace cuatro años?

—Unos setenta millones de francos —dice Soëft.

«¿Tanto? ¿Qué diablos voy a hacer con ellos?».

—En primer lugar, Soëft, me buscará usted un lugar en donde podamos hacer un desayuno aceptable. Después me procurará usted una lista de todas las asociaciones, cualquiera que sea el fin a que se dediquen. ¿Dónde? ¿Cómo podría saberlo? Pruebe en el ayuntamiento; es del siglo dieciséis.

Mientras toma el chocolate, piensa: mi JAQUE AL REY ha debido producirle la más ardiente y pura de las cóleras. Desde luego, adivinará que ése era el final buscado, pero su cólera no será por eso menos considerable. Vendrá. Entre otras razones, a causa de Pistol Peter, que es como decir el americano. Yo le había comunicado la muerte de Quattermain y ahora le anuncio su supervivencia. Vendrá. Para saber.

«Y vendrá para matarme. Evidentemente, ése será el motivo esencial. Aparecerá en la gran avenida, entre los abetos negros, y levantará el brazo como hizo en Grenoble cuando se trataba de asesinar a una manzana… Esta vez, la manzana seré yo. ¿Me matará en seguida o me hará sufrir mucho antes de hacerlo? Estoy perplejo; esta incertidumbre es lacerante…».

Soëft regresa con una lista que tiene lo menos diecisiete folios. Hay de todo, desde organizaciones de caridad hasta grupos de jugadores de bolos. Laemmle elige tres —exclusivamente de pescadores de caña—, «porque aunque nunca he pescado, siempre he tenido cierta idea de cómo son los pescadores de caña. Son necesariamente personas tranquilas. Me parece poco plausible que pueda pensar en carnicerías alguien capaz de permanecer ocho o diez horas en una silla plegable, delante de un estanque, con la única intención de atrapar una perca que sería diez veces más barata en el mercado…».

—Soëft: divida los setenta millones en tres partes iguales, y haga un donativo anónimo a las tres asociaciones cuyos nombres he señalado. Vamos, le espero. Nada nos apremia.

Deambula por las calles de la ciudad, contempla cómo corre el Ill y luego va a admirar las vidrieras del templo de Saint-Étienne.

«Vendrá. Evidentemente, yo podría esperarle en Mulhouse. Aunque dudo enormemente que quiera pasar por aquí. Con su astucia de siempre, el pequeño monstruo se librará de los cuatro esbirros de Lafont y trazará solo su itinerario. En un primer momento yo había pensado facilitarle el paso de la frontera comprándole algunos cómplices o mediante unos papeles falsos (certificando, por ejemplo, que era mi sobrino) que le serían remitidos por unos medios rocambolescos. Pero él no habría querido. Pasará el Rhin por sí mismo; estoy convencido de ello. Es verdad que es monstruoso. Ella consiguió convertirle en un monstruo con el único fin de hacerle ejecutar una misión absurda. Ella estaba loca.

»Vendrá. Y la historia tocará a su fin, Gregor Laemmle. Cuarenta y seis años de la más implacable lucidez sólo han desembocado en esto: la espera de un niño, portador de tu propia muerte».

Gregor Laemmle, Soëft y el Rolls-Royce pasan el Rhin y, por consiguiente, la frontera alemana. Las tarjetas de identidad de la SS proporcionadas hace tiempo por Heydrich cumplen por última vez su cometido. Entran en la Selva Negra por Mülheim y Baden-Weller. Por la noche llegan a la casa-chalet de veintiséis habitaciones.

Está intacta e iluminada. Los cuatro criados, el más joven de los cuales tiene setenta años de edad, han sido prevenidos y esperan con sus antorchas, siguiendo la costumbre. Ha sido encendido el friego en las veintidós chimeneas.

La granja más próxima está a seis kilómetros. Por las seis ventanas de la biblioteca, con diecinueve mil seiscientos volúmenes, Gregor Laemmle descubrirá el panorama que le maravilló en su juventud y en su adolescencia.

Hace la visita ritual a las habitaciones de su madre, muerta en 1924, habitaciones en las cuales hasta el menor bibelot ha permanecido en su sitio. Después toma un baño, un verdadero baño del Schwarzwald, en la bañera de pórfido que le regalaron cuando cumplió los dieciocho años.

Cena solo, leyendo apaciblemente a Montaigne.

La espera comienza.

—¿Qué quieres hacer en la vida? —pregunta el oficial de la Wehrmacht sentado frente a Thomas en el departamento del tren.

—Quiero ser terrorista —responde Thomas en alemán.

Los dos oficiales ríen. Durante la media hora anterior, Thomas les ha explicado por qué está en el tren, cuál es su destino (Berlín), de quién es sobrino (Von Ribbentrop), quién es su abuelito (el embajador de Alemania en Madrid; «por eso hablo español también»), dónde está su madre (en Madrid, con su padre), por qué va a Berlín (le han matriculado en un colegio para que llegue a ser un buen alemán) y por qué hace el viaje solo (no está solo: ese hombre que hay delante de la puerta, en el pasillo, es de la Gestapo, me protege; van por lo menos quince en el tren, y mi preceptor cayó enfermo en Toulouse)…

Esos estúpidos se lo han creído todo.

Hay que decir que ha tenido suerte en el control: los dos individuos de la Gestapo han pedido sus papeles al hombre y a la mujer gorda, e incluso han revisado las tarjetas de embarque de los oficiales…, pero a él, a Thomas, nada. Han hecho como si fuera invisible. Realmente divertido.

Y el mecanismo se ha puesto en seguida en movimiento: «Esto va bien; diviértete, pero sin exceso; no te desconcentres. Y no hagas demasiado el idiota con esos oficiales. Es mejor que pienses en lo que tienes que hacer en Clermont-Ferrand y en Lyon. De acuerdo, ya lo sabes, pero no importa: vuelve a pensar en ello, por si acaso has olvidado alguna cosa».

Al llegar a la estación de Clermont-Ferrand, estrecha la mano de los dos oficiales, que dan un taconazo ante él (después de todo, es el sobrino-nieto de Von Ribbentrop), desciende del tren y sube en el de Lyon, seguido de sus cuatro guardianes. Su primera idea fue la de largarse por la ventanilla de los lavabos en cualquier parada. Era una idea estúpida y la rechazó en seguida. Era estúpida a causa de Miquel: «¿Cómo quieres que pueda seguirte si escapas así? El único medio sería una gran estación con una masa de gente, y Miquel se perdería entre la multitud, podría seguirte sin problemas. Entonces, en Lyon. No hay ninguna más grande que Lyon en todo el recorrido. Escaparé en Lyon».

Había tenido otra idea: la de ir siete veces seguidas a los lavabos, sólo para fastidiar a sus guardianes (habría dicho que tenía diarrea), y esos cretinos se habrían visto obligados a vigilar la ventanilla de los lavabos.

Esta idea la rechazó también. «Si tienes la oportunidad de sorprenderles en Lyon, debes parecer muy triste y abatido por haber sido acorralado en Tulle, hacerte el niño desgraciado… y no el clown». Se ha hecho el niño desgraciado, abriendo sus grandes ojos grises en el vacío, extrañamente melancólicos, o bien cerrándolos como si llevase las ganas de llorar en el rostro.

Todo eso hasta Lyon.

Llegan a Lyon. No se mueve (aunque sabe muy bien que tiene que descender para cambiar una vez más de tren), y finge ser el niño-desgraciado-que-acaba-por-dormirse-a-fuerza-de-dolor-y-de-fatiga (es verdad que está un poco fatigado, pero no hasta ese punto) y, finalmente, es el individuo del pasillo quien le toca en el codo y él, Thomas, hace como si se despertase y no supiera en dónde está. Desciende tristemente del vagón, justo en el momento en que hay más gente en los andenes, un verdadero barullo, con personas que luchan para subir al tren de enfrente, que va a Marsella y a Niza.

Se escabulle.

No es posible hacerlo más rápido. Se ha fijado en la posición exacta de los cuatro guardianes, rodea incluso a uno sin ser visto, y sale de la especie de cuadrado (con él en el centro) que ellos forman; es como aquel juego del lobo y las ovejas con Papé Allègre (en el que él, Thomas, ganaba siempre), donde el lobo tenía que pasar entre las ovejas por las casillas del tablero. Vuelve a subir al tren que acaba de abandonar, que ahora está vacío; corre por los pasillos a toda prisa y reaparece en la última portezuela del último departamento del final. Allí espera pacientemente hasta que uno de los hombres le ha visto por fin, y entonces salta al andén, atraviesa la multitud que quiere subir al tren de Marsella y se escurre bajo el tren. Se arrastra —«todo lo que he de hacer es correr bajo el tren de Marsella el mismo camino que he hecho en el tren vacío procedente de Clermont; eso está claro…»— y sale cien metros más allá, tras haber visto pasar las piernas de los cuatro guardianes, que ahora corren… Son realmente unos estúpidos.

Sale entre las piernas de los viajeros.

Nadie le mira.

Nadie, salvo Miquel, evidentemente. Está seguro de que Miquel no se ha movido y espera en alguna parte: «Sabe muy bien que no me escaparé sin darle la posibilidad de seguirme. Por lo tanto, ha esperado».

Permanece inmóvil un instante, para que Miquel le vea bien.

Luego sube de nuevo al tren de Clermont. A cuatro patas, por los sucesivos pasillos, llega al coche-cama.

Se apoya y consigue separar la colchoneta del tabique. Con uno de sus zapatos rompe los mecanismos de la cerradura para no quedar encerrado. Se desliza allí dentro y se tiende en el pequeño espacio, contra la cama sostenida por unas correas, con las que se ayuda para subir la colchoneta. Está a oscuras, pero antes de volver a poner vertical la cama, se asegura por última vez de que la maldita cerradura está bien rota. Lo está. La cosa marcha; podrá volver a abrir cuando quiera. Comienza a contar, de uno a tres mil quinientos —«¡no te duermas!»—, casi una cifra cada segundo, puesto que entre la llegada del tren de Clermont-Ferrand y la salida del tren siguiente media una hora y cuarenta y dos minutos. A las tres mil quinientas cuatro, sale.

Nadie en el pasillo, mucha gente en el andén, y esta vez es el tren de París el que la multitud toma al asalto. Cuatro minutos más —el tiempo de contar hasta doscientas cincuenta— para asegurarse de que ninguno de los guardianes está a la vista. Ya no están aquí. «Probablemente esos cuatro imbéciles están en el tren de Marsella, buscándome por todas partes».

Se mezcla con la multitud; avanza de nuevo hasta el mostrador donde se venden los billetes. En dos ventanillas diferentes compra dos veces dos billetes («viajo con mi abuela, pero ella está mal de las piernas», explica a los empleados), los dos primeros para Nevers, los otros dos para Montélimar.

Sale de la estación, echa a correr hacia la derecha, se adentra por la primera calle que se presenta y espera —cuenta hasta ciento cincuenta—, pero nadie aparece. Ni siquiera Miquel. «Pero lo de Miquel es normal; ha comprendido que yo estoy fingiendo y me sigue esperando seguramente en la estación. Miquel no es idiota».

Una pequeña duda durante unos brevísimos minutos: ¿y si Miquel le hubiese perdido?

«¡No te des miedo a ti mismo, Thomas!».

Regresa a la estación por otro camino, pero no ve nada anormal. No atraviesa por prudencia la sala de los pasos perdidos; se desliza junto a las paredes, buscando (sin embargo) a Miquel: «¡Es verdad que es invisible!».

Hay una enorme muchedumbre en el paso de control de los billetes para entrar en el andén. Pero el controlador es uno de esos tipos de mirada larga y Thomas lee en sus ojos: «Seguramente va a preguntarme por qué viajo solo…».

Muy bien.

Deja pasar a veinte o treinta personas y elige. Advierte a una mujer que le conviene y que lleva ya dos niños consigo. La cosa no fracasa: el controlador le descubre y abre la boca. Thomas levanta una mano en dirección a la mujer de los dos niños. Grita:

—¡Ya voy, mamá; estoy aquí!

Todo funciona bien; consigue pasar.

Y para mayor seguridad, como el controlador continúa vigilándole, corre hacia la mujer, la coge por el brazo y le entrega un billete de mil francos que acaba de sacar de su bolsillo.

—Ha perdido usted este dinero, señora…

La mujer mira el billete, vacila un instante y dice:

—Realmente eres muy honrado, muchacho.

—Usted también. Eso se ve en seguida —responde Thomas—. Y sus hijos son muy simpáticos. ¿Quiere que le lleve la maleta?

Camina al lado de ella durante algunas docenas de pasos y luego le pregunta adonde va.

—A Brioute —responde ella.

«Ni siquiera sé dónde está eso», piensa Thomas.

—Adiós, señora. Espero que tenga usted un buen viaje.

Entonces busca a otra. «Lo mejor sería una vieja, que pasaría por mi abuela».

Ninguna vieja. «Entonces una joven, que sería mi hermana».

Encuentra dos que esperan el mismo tren. Las examina. La una es rubia y tiene un aire bobalicón, la otra es morena y terriblemente bonita; «es como Élodie cuando sea mayor… y tenga pechos».

La morena, desde luego. Se acerca a ella.

—No quiero que crea usted que trato de seducirla —dice, con la nariz a la altura de los senos de la muchacha.

Ella se echa a reír y él sabe que ha ganado («Es como Élodie: si le haces reír es que has ganado»). Le cuenta su historia: va a reunirse con su padre, que es ingeniero. Y sus padres están divorciados y es muy molesto ir de un padre a otro. Ella podría decir que es su hermano por eso del control… En fin, su hermano, si no su cuñado o su primo, puesto que no tienen el mismo apellido. «Yo me llamo Thomas Nadal».

Le habla de Élodie; le cuenta la vez en que Élodie y él vieron ordeñar las vacas, y ella ríe cada vez con más gana. En este momento, ya están los dos en el tren.

Es totalmente de noche cuando el tren llega a Annemasse.

En Annemasse, su primer examen (a distancia y con los prismáticos) de la escuela Saint-François de Ville-le-Grand, le pone inmediatamente sobre aviso. Las ventanas iluminadas le recuerdan la presencia de soldados alemanes, incluso dentro de los edificios.

«Seguramente los religiosos han sido detenidos y los alemanes han puesto allí unos soldados para que ya no se pueda pasar a Suiza por la escuela. ¿Qué voy a hacer?».

Reflexiona un cuarto de hora largo y acaba encontrando la solución, mientras come el último bocadillo que le queda.

Muy bien.

Regresa hacia el centro de Annemasse, siguiendo la carretera. Considera una primera solución: dirigirse al cura de la parroquia, decirle que es amigo del padre Farre, de la escuela de Saint-François, y preguntarle si todavía se puede pasar por allí…

Muy arriesgado.

No le gusta demasiado. Aunque sea un cura, es un desconocido. Nunca se sabe.

Finalmente, adopta una segunda solución.

En primer lugar, completa su camuflaje. Se compra una gran bolsa de provisiones, en la cual mete sus prismáticos y, encima de todo, una gran lata de puerros (la única legumbre que tenía el tendero). El truco de los puerros le parece enormemente astuto y, por lo demás, todo funciona: un gendarme le pregunta lo que está haciendo allí (¡qué incómodo es no tener más que doce años!), y Thomas, como respuesta, señala la placa del dentista que se ve en la fachada de una casa.

—Espero a mi madre, que tiene dolor de muelas. Esta noche vamos a cenar puerros. No me gustan los puerros.

—A mí tampoco —dice el gendarme; y se va.

Las tiendas comienzan a cerrar; todo se vuelve más inquietante. Vigila un buen rato las puertas de los hoteles. De pronto, descubre una pareja con un niño; en cuanto los ve comprende que se sienten incómodos, apremiados, inquietos. Sólo llevan una maleta, pero ésta pesa. Se van, no hacia la estación, sino en dirección a ese pueblo que, en el mapa de Thomas, lleva el nombre de Machilly. Caminan un buen rato y luego se detienen, como si esperasen algo. Veinte minutos. Thomas se desliza entre dos casas, en medio de la oscuridad. Finalmente, llega un autocar. Thomas se decide y franquea la puerta, justo en el momento en que el chófer se dispone a cerrarla. Paga y va a sentarse en el fondo, con los puerros bien visibles… «Nadie desconfía de los puerros».

Thomas mira por el cristal trasero y, por un momento, cree ver una moto que les sigue.

¿Miquel? ¿Quizá Miquel ha encontrado una moto?

«Seguramente es él».

En la parada de Tholonat, Thomas desciende delante de la pareja y el niño (les había oído indicar su destino al cobrador). Finge alejarse, pero no los pierde de vista; después de un instante de vacilación, acaban decidiéndose y toman un camino. Saliendo de la sombra, un hombre viene a su encuentro. Les dice que llegan con retraso y que si tienen el dinero.

Continúan la marcha, ahora guiados por el hombre, que es sin duda uno de los que facilitan el paso de las fronteras. («Yo no me confiaría; las personas son realmente estúpidas al confiar en cualquiera…»). Caminan largo rato entre campos y huertas, y de repente, los haces de varias linternas eléctricas perforan la noche: una patrulla de guardias fronterizos alemanes pasa con sus perros, y Thomas descubre la primera línea de alambre de espino con sus prismáticos, a unos cien metros. Es enormemente ancha; nadie puede atravesarla, es imposible. ¿Cómo un hombre que se dedica a facilitar el paso de la frontera lleva a sus clientes precisamente por ahí?

Y el mecanismo le proporciona inmediatamente la respuesta: ¡Ese hombre no tiene la más mínima intención de pasar a esas personas, ésa es la razón!

Tal vez, incluso, el hombre va a percibir dinero dos veces: el dinero de la pareja y el niño, más el dinero que los alemanes van a darle.

Seguro que es eso.

Continúa observando la barrera de alambradas. Descubre el agujero en los alambres.

Y los soldados alemanes pasan justamente delante de él sin verlo, o —¡eso es!— fingen que no lo ven…

En un instante, Thomas resiste a un impulso tremendamente intenso: levantarse, correr, ir a prevenir a la pareja del niño, decirles que se trata de una trampa…

Pero no se mueve.

Porque no serviría de nada (y además le atraparían) y porque va a aprovechar la situación… «¡Tanto peor! Yo no les he pedido nada…».

La patrulla se aleja. El hombre que guía a la familia la apremia para que le sigan, les conduce hasta el agujero de la alambrada… Cuando están al otro lado, el hombre les hace grandes gestos: ¡adelante, continúen!

Pero el hombre se ha quedado con la maleta y finge no comprender que se la reclaman.

Y la patrulla vuelve de repente atrás y todo se produce muy de prisa: atrapa a la pareja que huía con el niño, les hace retroceder y la mujer llora, suplica que dejen pasar a Suiza al menos a su hijo, por lo menos a él; pero no hay nada que hacer: los guardias fronterizos les empujan, a él y a ella, con el cañón de sus fusiles…

El hombre que les guió se ha largado (con la maleta, el muy cerdo). Thomas le ve a su derecha, pero deja de preocuparse por él. «Tú no eres Pistol Peter, que castiga a todos los malvados; lo único que tienes que hacer es pasar esa maldita frontera. Y, además, Miquel ha tenido que verle también…». Thomas utiliza de nuevo sus prismáticos. Uno de los guardias fronterizos está tapando de nuevo el agujero de la alambrada y dice que ya está, que ya han cogido otros tres. Bromea.

Y se va.

Tres minutos más tarde, Thomas se desliza a través de la barrera. Deja el agujero abierto para Miquel, que evidentemente lo volverá a cerrar, no hay problema. Cincuenta metros más allá, al otro lado de un pequeño arroyo, encuentra la segunda barrera de alambre de espino, pero ésta es fácil de franquear: sólo son unos alambres tensados. Pasa por debajo, después de haber descubierto con sus prismáticos la presencia de otra patrulla, suiza ésta, a doscientos metros a su derecha.

Durante la hora siguiente camina, «¡qué cansado estoy!», cuidando de avanzar solamente a través de las viñas, sin tomar nunca ningún camino. «No porque estás en Suiza debes desconcentrarte. ¡No pienses en tu fatiga, olvídala!». Pero es más fuerte que él, por mucho que su mente le ordene que permanezca tranquilo, por mucho que el mecanismo le prevenga de que todavía no es el momento: la Letanía comienza a salir de su memoria, como un río que ha roto su presa y ya no hay nada que lo detenga…

«¡Ahora no! ¡No!

»¿Para qué hablas? Como decía Papé Allègre cuando se lamentaba de que no le escuchaba nadie (es decir, Mamé Allègre): “¡Es como si mease en el mar para hacerlo subir!”; la Letanía continúa.

»Entonces, como siempre que no estás muy alerta, naturalmente, las catástrofes llegan». De pronto, oye una fuerte voz que le interpela con acento de Ginebra; un hombre obeso se yergue delante de él, le pregunta qué hace allí, le dice que avance… o disparo…, ven a la luz… con las manos en alto…

«¿Y crees que la maldita Letanía va a detenerse por eso? En absoluto». Aquello continúa como si nada hubiese ocurrido, y después la memoria de Thomas lo vomita. Thomas se acuclilla; realmente, ya no tiene fuerzas para correr y escapar; apenas consigue abrir un ojo y ver que el hombre, un gendarme suizo, ya sólo está a un metro de él.

Pero el gendarme se desploma, su linterna eléctrica rueda por el suelo, se inmoviliza y el haz de luz ilumina las rodillas desnudas de Thomas. Éste se sienta, o más bien se cae hacia atrás, incapaz de mantener más tiempo el ojo abierto.

Alguien le toca y le levanta.

¿Estás bien, Thomas?

Estoy muy cansado, Miquel, estoy muy cansado.

Miquel le pone sobre sus espaldas, como unos meses antes; dice que vale más no quedarse al lado del gendarme muerto derribado; a estas gentes no les gusta demasiado que les derriben.

—¿Te ha visto, Thomas?

La Letanía continúa todavía. Thomas está adormecido. Miquel le sacude.

—No te duermas, Thomas, todavía no. ¿Te ha visto?

—No ha tenido tiempo de verme.

Avanzan. Thomas se aferra a los hombros de Miquel, pega la mejilla a la cazadora de cuero.

—No te duermas, Thomas. ¿Cuál es el número de teléfono del mallorquín de Ginebra?

¡Ya está! La Letanía se ha detenido al fin. En la memoria de Thomas un cajón se cierra y otro se abre.

Son tres, Miquel, son tres.

Recita los tres números e indica el código: Puerto de Sóller.

—Debe responderte que no está en Sóller, sino en Montuiri.

Si no te responde eso, no digas nada.

Muy bien —dice Miquel.

—¿Miquel?

Estoy aquí —dice Miquel, riendo.

—Estaba seguro de que me seguías, estaba seguro.

—Naturalmente —dice Miquel.

La Letanía se reanuda, pero lentamente, muy lentamente, y Thomas se duerme.

—Perdóneme, señor —le dice a Quattermain el empleado del telégrafo del Hôtel Baur-au-Lac de Zurich—. ¿Debo, realmente, transmitir este mensaje?

—Demandaré a este establecimiento si se cambia la más mínima palabra —responde Quattermain—. Léamelo, haga el favor. No la dirección, sino el texto mismo.

Queridos tío Peter, primos Larry, Emerson, Michael, Winthrop, Rodman, y todos vosotros, idos a la mierda. Firmado, David —lee el empleado.

—Perfecto. Expídalo así —dice Quattermain, entregándole un billete de mil francos suizos.

Espera a que el empleado haya dejado su apartamento y luego se inclina de nuevo sobre el mapa de la Selva Negra alemana. Un círculo trazado con lápiz indica el emplazamiento de la casa…, «extremadamente aislada». Extiende las fotografías aéreas proporcionadas especialmente por el Club Alpino y por los servicios de estado mayor de la Confederación, así como las ampliaciones que ha pedido y que le han preparado durante la noche.

Incluso con lupa, la casa aparece solamente como una mancha blanca; sin embargo, parece tener tres pisos, y es muy vasta: veinte o treinta habitaciones.

El teléfono. Sin dejar de estudiar las ampliaciones, Quattermain descuelga… y cuelga de nuevo, sin decir una palabra, en cuanto reconoce la voz de Joe Sowinski.

Rehace por enésima vez sus cálculos: la casa está apenas a veinte kilómetros de la frontera suiza: «Yo diría que incluso a quince a vuelo de pájaro, ¡y tal vez menos!».

El teléfono de nuevo. Pero esta vez es la recepción, que le anuncia que ha llegado el visitante que espera.

—Que haga el favor de subir.

Un minuto después llaman a la puerta de la antesala. Alguien entra. Es un hombre de unos veintiocho años; se llama Karl Zaugg y es suizo.

—Se trata de un vuelo algo especial —explica Quattermain—. Me han asegurado que usted es capaz de aterrizar con el avión en la cima de una montaña.

—Todo depende de la montaña, señor.

—Me han hablado de una misión realizada por usted para ir en busca de unas personas a Yugoslavia.

—¿Qué montaña?

—No tengo límite en el precio —dice Quattermain—. Y tengo el avión, lo compré ayer. Es un Fieseler-Storch. ¿Conoce ese aparato?

—Sí. ¿Qué montaña?

Quattermain mira de hito en hito a su interlocutor. Ya no tiene ninguna duda en cuanto a la decisión que hay que tomar. Alarga la mano y vuelve los mapas y las ampliaciones fotográficas.

Zaugg se inclina y se produce un largo, muy largo silencio.

«Va a aceptar».

—Quiero cincuenta mil dólares —dice Zaugg.

—Cien mil. La mitad a la salida y la mitad al regreso.

—Si hay un regreso.

—Si hay un regreso. Pero usted volverá. En el peor de los casos, le internarán hasta el final de la guerra.

—En el peor de los casos, me matarán —dice Zaugg, examinando las fotos aéreas—. Perdóneme el haberle interrumpido, señor…

—Será usted —dice Quattermain— un piloto suizo que efectúa un vuelo de pruebas por cuenta de una sociedad cuya sede social está en Basilea. La sociedad existe y ha comprado realmente el avión. Durante el vuelo, usted se ha sentido indispuesto. No es la primera vez. Un médico de Zurich atestiguará que ya le ha atendido, cuando fue a verle hace unos dos años. A causa de ese malestar, se ha desviado de su rumbo y ha cruzado sin darse cuenta la frontera alemana. Ha aterrizado donde ha podido. Entonces le internarán, pero diversos organismos, tales como el Banco de Asuntos Internacionales de Basilea u otros establecimientos bancarios suizos —elíjalos usted mismo—, intercederán en su favor. Su buena fe quedará a salvo.

—¿Estará usted a bordo?

—Sí. Pero, naturalmente, después del aterrizaje desapareceré y no tiene usted que preocuparse por lo que me suceda. Yo afirmaré haber entrado en Alemania por mis propios medios.

—¿Y sólo debo depositarlo allí?

—Espero que me vuelva a traer —dice Quattermain, sonriendo—. Necesitaré el tiempo de ir desde el lugar en que usted se haya posado hasta la casa señalada en el mapa y en la foto, más el tiempo de permanecer una hora en esa casa y el tiempo de volver. Todo depende del lugar en que usted aterrice.

—¿De noche?

—Sí, si ello es posible.

—¿Y tendré que esperar, tal vez durante horas, bajo la amenaza de los policías alemanes?

—Pensándolo bien —dice Quattermain—, serán doscientos mil dólares. ¿Quiere beber algo?

—Sólo un café —dice Zaugg mientras observa con la lupa las ampliaciones, en las que las manchas más pálidas indican unos claros entre el negro mar de los abetos.

Quattermain pide dos cafés al servicio de pisos. Vienen a servírselos. El silencio se restablece. Zaugg es de estatura media, pero muy atlético; lleva polainas de cuero y una gorra.

Acaba preguntando:

—¿Y cuándo debo darle mi respuesta?

—Nada nos apremia. Dispone usted de cinco minutos largos. Quisiera salir mañana por la tarde.

¡La Letanía, oh, Dios mío, la Letanía! Surge como un vómito que ya no puede ser retenido. Thomas cree que se va a desencadenar, a producirse solo… Pero no, todavía no, felizmente. Es increíble, después de tanto tiempo de guardarlo en su cabeza, sin pensar nunca en ello. Bueno, comprende lo que pasa. Ayer noche, después del paso de la frontera, estaba muy fatigado: la larga carrera había terminado, estaba ya en Suiza. Forzosamente, aquello tenía que empezar.

«Y lo mismo ocurre esta mañana. Incluso es diez veces más fuerte. Esta mañana estás en Ginebra. Has encontrado al mallorquín que tanto necesitabas; ya está contigo. Tiene tus nuevos papeles a nombre de Thomas Darder, suizo; eres suizo nacido en Ginebra. Él es Jean Darder, tu tío, uno más si no el último; vive en la plaza de Jargonnant; es joyero y relojero en el número 37 de la calle del Rhône, desde hace treinta años; te habla francés como un ginebrino, ha olvidado mucho de su castellano y totalmente su mallorquín… Pero Ella y Javier Coll le habían elegido bien. Por otra parte, nunca se habían equivocado; no se equivocaron con Papé y Mamé Allègre, ni tampoco con el coronel de Aix-en-Provence, ni con el Barthélemy de la Plaza de Sainte-Claire de Grenoble, ni con el doctor Nadal de Tulle. Miras atrás, y es un maldito y largo camino el que has recorrido…

»Pero se acabó. El camino se interrumpe; estás en el final.

»Por eso sientes ese gran velo negro a tu alrededor; por eso la Letanía se ha desencadenado en tu cabeza y ya no cesa de correr, se desborda. Estás temblando y tienes fiebre».

Thomas y Jean Darder descienden a pie por la calle de la Corraterie. Los puentes del Ródano están a la vista, justo delante de ellos, allá abajo. Realmente ha llegado, esta vez no hay duda, y Thomas no podía esperar un hombre más dulce y más tranquilo, más apacible que este Jean Darder, su nuevo tío, para recibirle.

Nadie, a no ser el americano.

«Pero no pienses en el americano. Termina primero lo que tienes que hacer. Después, sí. Después, piensa todo lo que quieras».

Y para luchar contra la Letanía, para contenerla algunos minutos más, piensa en Ella; es el único recurso. Está con Ella en Sevilla, en Mallorca, en la finca de Valldemosa, en el hotel de las montañas suizas, en Menorca, en la casa blanca de Javier Coll, en Austria, en Köggen, donde ha pasado todo un invierno, y en la villa roja de Sanary, y en Port-Issol también. Está con Ella en todas partes sin acabar nunca, en cada circunstancia. Ella le enseña la Letanía, se la hace recitar, llorando porque tiene que hacerlo, pero él sacude la cabeza; sobre todo no quiere que Ella llore. Dice que no tiene importancia, que se acuerda de todo, es fácil, la sabe de memoria, nunca la olvidará, puede recitarla en un sentido o en otro…

¡Oh! ¡Mamá, mamá! ¡Ya he llegado! No he olvidado nada, he hecho todo lo que tú querías que hiciese, todo.

Entran en el banco. Jean Darder habla con un primer empleado y, en seguida, alguien sale de un despacho, se adelanta, mira a Jean Darder y a Thomas, les dice que sí, que les esperan y que hagan el favor de seguirle. Suben por la escalera de mármol blanco. En el piso, otro hombre, vestido de negro y con una cadena de plata sobre el pecho, les recibe, les abre unas puertas, y después otra, que es doble y guarnecida con cuero rojo oscuro en sus cuatro tableros.

—Pasa delante, Thomas —dice Jean Darder—. Yo no puedo hacerlo ahora. Mi misión ha terminado. Que Dios te bendiga.

Jean Darder se va y le deja solo.

Solo frente a unos hombres. Thomas examina la pieza en que está: es grande y larga y tiene unas ventanas con cortinas, una mesa enormemente larga con sillones alrededor; nada de lo que puedas decir saldrá jamás de este salón.

Reina un gran silencio. Todos los hombres se han levantado al entrar él. Por un instante, un breve instante, se siente invadido por el orgullo: después de todo, es un niño con pantalones cortos y todos se han levantado por él, aun siendo tan importantes y tan viejos.

Son ocho. Algunos han tenido que venir de Lausanne, de Zurich y Basilea, para asistir a la cita. Ella le dijo que bastaría con seis.

Avanza un paso. Sólo tiene en su mente la voz de Ella, repitiéndole hasta el infinito lo que debe decir ahora y cómo y a quién.

—Soy el mensajero —dice Thomas con su clara vocecita—. Les ruego que me perdonen, pero antes de comenzar debo comprobar quiénes son ustedes.

Se adelanta otros tres pasos y pide al primer hombre que le dé su código, y la respuesta es buena. Pasa al segundo, y luego al siguiente, y a todos los demás. Todas las respuestas son buenas.

«Ahora, Thomas».

Está muy tranquilo. Dice que es el mensajero de su madre, Maria Weber, y de Thomas el Viejo, Hans Thomas Gall, su bisabuelo.

Repite su frase en alemán y en inglés, exactamente como Ella le dijo que lo hiciera.

Está muy claro que a partir de aquí, él ya no es Thomas, sino Ella, que Ella ya no está muerta, puesto que habla por su boca. Les ruega que se sienten y se sienta él también, en el extremo de la larga mesa. Sus ojos se velan, el velo negro desciende a su alrededor; «es como cuando estás bajo el agua y tus oídos resuenan». Ya no oye nada, siente el olor de las aguas de Port-Issol, el perfume de las cebollas silvestres de la finca de Valldemosa. Ella está junto a él y le escucha llorando, para ver si no olvida nada.

No olvida nada.

Recita la Letanía en alta voz, cada apellido y después los nombres de pila de los herederos de cada uno, las direcciones y los números de código, las palabras clave de acceso, el importe de las sumas, la fecha de los depósitos, el nombre y la dirección de los bancos.

Setecientas veinticuatro veces seguidas.

Porque la lista por la que Thomas el Viejo había muerto, esa lista que él se negó a dar, constaba de setecientos veinticuatro nombres de clientes, «y ni siquiera él habría podido conservarla en su cabeza, mi amor, mein Schatz; sólo tú puedes hacerlo, con tu asombrosa memoria; sólo tú, Thomas, y que Dios me perdone lo que estoy haciendo de ti…».

Ha terminado y se calla. Y uno de los hombres, en medio del silencio que ha sobrevenido, le pregunta si puede repetir las coordenadas de Dreyer Wilhelm Hains, de Darmstadt… Sí, ha dicho las coordenadas. Entonces es como si Thomas ascendiese de una inmersión profunda; oye la voz del hombre que ha hecho la pregunta: al principio muy lejana, viene de fuera.

Vuelve lentamente la cabeza y contempla de nuevo a los hombres que le rodean. Mira cada vez más intensamente al que acaba de hacer la pregunta. La rabia le asalta poco a poco. Sabe muy bien lo que ese individuo de cabellos blancos trata de hacer, y es precisamente eso lo que le hace montar en cólera: «Quiere comprobar y ver si yo soy capaz, si puedo recordarlo todo, y ha cometido expresamente un error en el segundo nombre…».

—Dreyer Wilhelm Hans… y no Hains —dice Thomas—. Dreyer Wilhelm Hans, Bahnhofstrasse 62, Darmstadt, Hesse; Dreyer August Karl, Dreyer Alicia Beatrix, Hausser Edwina Margret; direcciones: 607, Harrison Avenue, Harrison Nueva York 10528, Estados Unidos de América, código 00050416113 KB, Acceso Venecia 11-117.886, 6 de agosto de 1931…

—Gracias muchacho —dice el hombre, interrumpiéndole.

Silencio.

El hombre mueve la cabeza.

—¡Oh, Dios mío! —dice—. ¡Oh, Dios mío!

La rabia de Thomas desaparece. «Es normal…, es normal que quiera comprobarlo. Seguro que todos tenían ganas de hacerlo. Es normal…».

Es normal…, es normal, las palabras se repiten sin cesar. El mecanismo se desequilibra un poco, ya no sabe dónde está; había puesto las manos sobre la mesa, y ahora las retira y las posa en sus rodillas desnudas, bajo la mesa; se agacha y siente ganas de apoyar su frente sobre la madera oscura que tiene ante él, de cerrar los ojos…

«Estoy vacío».

Siente sobre él las miradas de los ocho hombres; seguro que no consiguen comprender que un niño haya podido guardar en su memoria tantas cosas; no acaban de creer en lo que han visto…

A él no le importa.

La Letanía ha muerto.

Y, por lo tanto, Ella ha muerto. Esta vez para siempre.

«¡Oh, mamá!».

La palabra mamá rueda por su cabeza y por su lengua; es una palabra muy dulce, «la emplea por primera vez. Ella le había dicho que no lo hiciese nunca, porque eso podría ser peligroso (de hecho, era peligroso). Pero ahora todo ha terminado, has hecho todo lo que Ella te había pedido, y lo has hecho bien, la misión ha concluido.

»Por eso te sientes vacío».

Baja de su sillón del extremo de la mesa y sale de la habitación. Detrás de él dos o tres hombres le llaman muy amablemente y le dicen: «No te vayas tan pronto, muchacho; quédate con nosotros. Realmente, eres un chico nada vulgar». Pero él se va, y piensa: «Sé muy bien que no soy un chico vulgar; ¿y creen ustedes que eso me hace feliz? Eso me hace terriblemente desgraciado, sí, eso es lo cierto».

Jean Darder le espera en otra pieza, tres puertas más allá. Le coloca simplemente una mano en el hombro. Y dice:

—Ven, Thomas, vámonos. Esto se acabó.

Sólo estas palabras, y ya está bien; no hace falta decir nada más. Pero Jean Darder comprende.

Porque la conoció a Ella. Y seguramente la ha amado también. Como la amaban Javier y Joan y Tomeo, y Papé y Mamé Allègre, y el coronel de Aix, y Barthélemy y sus hijos, y el doctor Nadal. Y otros, ciertamente. Todos sentían amor por Ella; eso se veía en sus ojos. Ninguno ha dicho nunca nada, ni tampoco Jean Darder; del verdadero amor nunca se habla. Si hablas de él, lo rompes un poco con cada palabra que pronuncias.

—¿Tienes hambre, Thomas?

—Ahora no. Perdóneme.

—¿Te gustaría, quizá, caminar un poco?

Thomas dice que sí con la cabeza (aunque no sea muy cortés responder con la cabeza como un caballo, pero por una vez…).

Thomas y Jean Darder llegan al Ródano, caminan por la orilla, sin razón, porque sí, y Thomas entra en la pasarela. No es lo bastante alto para poner los brazos en la barandilla y entonces se conforma con mirar el agua a través de la reja. El agua corre con enorme rapidez.

«Has acabado con todo, Thomas. Ya no vales nada para nadie».

—¿De veras hemos terminado, tío Jean?

—Sí. De veras —dice Jean Darder, que le sujeta todavía por los hombros.

Los minutos transcurren.

«Muy bien. Ahora puedes pensar en el americano. Ahora puedes amar a quien quieras, no hay problema».

El mecanismo está completamente parado, parece que está muerto. Pero no. Funciona. No demasiado rápido al principio, pero funciona.

Muy bien, la cosa es clara. Pregunta a Jean Darder si ha oído hablar del banco del americano. Y Jean Darder dice que sí, naturalmente; es uno de los bancos más grandes del mundo. Todo el mundo lo conoce, al menos de nombre.

—¿Acaso tiene una sucursal en Ginebra?

—Creo que sí —dice Jean Darder—. Pienso que podemos encontrarlo.

(«Y adviertes que no hace preguntas, que no trata de saber lo que Thomas quiere hacer en ese nuevo banco. Jean Darder se comporta muy bien»). Thomas reflexiona y entonces descubre de golpe que, por primera vez desde hace años, quizá desde siempre, puede hablar libremente… Ya no hay secretos, porque acaba de comunicárselos a los ocho hombres; realmente todo esto es muy divertido.

De acuerdo.

—Quisiera encontrar a alguien —le dice a Jean Darder—. A un americano que se llama David John Quattermain. Un día me dijo que si quería volver a verle, sólo tendría que ir a cualquier sucursal de su banco y preguntar… En fin, decir que quería verle… y eso bastaría.

—Trabaja en ese banco, ¿no es eso?

—Creo que es el propietario del banco —dice Thomas—. No sólo él; también lo son su tío y sus primos, otras personas. Pero él es el propietario de una parte. En todo caso, eso me ha dicho.

Thomas aparta por fin su mirada del agua que corre y, levantando la cabeza, escruta los ojos de Jean Darder. Lee la pregunta y comprende que Jean Darder duda.

Dice:

—Ahora que esto se ha acabado, puede usted hacerme todas las preguntas que quiera. Sobre todo usted.

—¿Has visto a ese hombre recientemente, Thomas?

—Recientemente, no. Hace casi dos años.

—¿Te ayudó?

—Me ayudó, pero no es solamente eso.

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