Daddy

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Loup Durand

Daddy

ePub r1.0

Titivillus 21.10.2019

Título original: Daddy

Loup Durand, 1987

Traducción: Enrique Sordo

Retoque de cubierta: Titivillus

 

Editor digital: Titivillus

ePub base r2.1

A mi hijo, Jean-François

Thomas el Joven, 18 de septiembre de 1942, día exacto de sus once años, abre los ojos. A lo sumo son las cinco de la mañana. Thomas mira por la ventana. Recorren el cielo unas llamas de luz que caen sobre el mar; el calor es ya intenso, el silencio gravita, pesa…

Este silencio no es normal.

La mirada de Thomas pasea por el paisaje inmóvil, pero no descubre nada ni nadie, porque se ha despertado de pronto, porque la mecánica de su cabeza ha dado la alarma y porque en tres pasos se ha trasladado a la ventana. Esto no es lógico; debería estar durmiendo todavía. La víspera por la noche, hasta muy tarde, ha releído por completo El hombre del pie torcido, de Valentín Williams, que le gusta por lo menos tanto como El lobo solitario, de L.-J. Vance, de la misma colección «La máscara»; no se ha dormido hasta cerca de la una de la madrugada.

Nada a la vista.

Thomas trepa al antepecho y se sienta en el alféizar, con las piernas colgando en el vacío. «Hoy tengo once años, soy terriblemente viejo, y todavía no he hecho gran cosa…».

De acuerdo, se burla de sí mismo; a los once años no se es tan viejo. Examina lo que hay en su cabeza y no hay problema, la mecánica sigue girando, lo pasa todo por el tamiz, escruta el paisaje milímetro a milímetro, al acecho del más pequeño detalle que no esté en orden, seguro que no olvidará nada; puede tener confianza en ella. Se concede un momento de reposo, sueña un poquito, vuelve luego al interior de su habitación, se pone el pantalón y se calza. Con unas alpargatas. Tiene ciento veinte pares que Ella le trajo de España, dos años antes, en ocasión de una de sus visitas secretas; ciento veinte porque Ella ignoraba su número exacto y también porque había previsto que crecería, de modo que compró doce pares de cada número, del treinta y tres al cuarenta y dos.

Thomas sabe perfectamente lo que va a hacer ahora, suponiendo que todo esté en orden allí afuera. No se tienen once años todos los días.

Irá a contemplar en su escondite el Hispano-Suiza, que es inseparable de Ella, hasta el punto de ser casi Ella; oh Dios mío, todavía hueles Su perfume cuando te acercas, lo hueles cada vez.

Hace ya dos años que no ha visto el Hispano. Ha respetado las órdenes formales que Ella ha dado. Pero hoy es un día especial, es cierto; seguramente que Ella diría que sí, porque sabe que tú sabes desde hace cuatro días que Ella no vendrá para tu cumpleaños.

Ella le falta, es verdaderamente horrible. Casi vomitaría de pena.

Ya está bien, detente.

Thomas el Viejo, Hans Thomas von Gall, muere el 11 de julio de 1934. Se arroja por la ventana de un inmueble, en Munich, desde un quinto piso. La única foto que subsiste hoy de él había sido tomada, sin él saberlo, por la Gestapo: es un hombre bastante alto, de una evidente distinción, que no parece tener sus setenta y siete años; detrás de él aparece la fachada de un establecimiento bancario de Zurich, en la Paradeplatz; él se dispone a subir al asiento posterior de un Mercedes-Benz, cuyo uniformado chófer, con la gorra en la mano, le abre respetuosamente la portezuela.

El cliché fue tomado seis días antes de su muerte.

Le secuestraron el 5 de julio, en territorio suizo, y le condujeron a Alemania para ser interrogado. Con una glacial cortesía al principio, durante las primeras horas: banquero de la octava generación, es amigo personal de personajes tan importantes como Krupp von Bohlen, Fritz Thyssen, Albert Voegler, Georg von Schnitzler, Otto Wolf y el barón Kurt von Schroeder, este último también banquero en Colonia. El tono del interrogatorio cambia con la entrada en escena, el día 6, de un tal Reinhard Heydrich, recientemente promovido a jefe del servicio de seguridad SS. Las amenazas son puestas en ejecución. Sin embargo, Thomas el Viejo no modifica por ello sus respuestas: si ha podido proceder a unas transferencias de capitales hacia el extranjero, lo ha hecho de acuerdo con la legislación alemana de la época, y a petición expresa de sus clientes; naturalmente, es indiscutible que no reveló nada sobre su identidad, ni sobre el destino de los fondos…, aunque, dicho sea de paso, la cifra de cien millones de marcos adelantada, o más bien «vociferada», por Herr Heydrich, es ridículamente falsa.

Y no, no hay nadie, entre todos los empleados de su banco de Colonia, que arroje la más mínima luz sobre esas operaciones de transferencia, que él ha llevado totalmente solo.

Thomas dice también que él ha previsto hace más de seis años que podría encontrarse un día en una situación como ésta; que, en consecuencia, ha tomado todas sus disposiciones, en aplicación de un plan largo tiempo madurado; que ya no vive en Alemania ningún miembro de la poca familia que le queda y con el cual podrían hacerle chantaje; que le pueden quitar su propia fortuna, su banco, e incluso su vida, pero que, a su edad, esas cosas ya no tienen apenas impor…

Se desmorona. Después de ciento diez horas de interrogatorio ininterrumpido. Durante las cuales le han obligado a permanecer de pie, desnudo. Le han golpeado en el bajo vientre y en los riñones sobre todo, con diversos tubos de goma. Por una razón oscura, Heydrich se ha empeñado absolutamente en saber si esos golpes van a ocasionar algunos derrames de sangre en la orina; de ahí que, después de cada sesión, le hayan presentado al anciano un cubo de metal. Como él pretende que no puede orinar, incluso le han administrado cada cuatro horas alrededor de dos litros de agua hirviente.

Se desmorona y, finalmente, se aviene a escribir, puesto que no puede hablar. Le dan papel y es autorizado a sentarse. Escribe durante cerca de dos horas, alinea unas columnas de nombres, de cifras y de códigos, y después se desvanece, al cabo de sus fuerzas. Le llevan a Heydrich las treinta y tres hojas que ha llenado y, entonces, cuando le creen inanimado, casi agonizante y absolutamente incapaz de moverse, se levanta, corre y se arroja a través de la ventana, para estrellarse cinco pisos más abajo, en un impresionante silencio que sigue a lo largo de la interminable caída…

Heydrich no necesita mucho tiempo para descubrir que ha sido burlado: ninguno de los nombres de la lista corresponde a individuos reales. El viejo banquero ha forjado los patronímicos más fantásticos con ayuda de las letras de las palabras dummkopf (imbécil) y blödsinnig (cretino), incansablemente repetidas según el principio del acróstico. Peor aún: justo antes de parecer derrumbarse, Hans Thomas von Gall ha añadido unos nombres muy auténticos, salidos de una apreciación personal. Los de Paul Joseph Goebbels (escritor fracasado), Gregor Strasser (alquimista), Ernst Rochm (homosexual alcohólico), Horst Wessel (chulo), Hermann Goering (gordinflón drogado), Adolf Hitler (pintor de oficio, histérico), Heinrich Himmler (criador de gallinas) y Reinhard Heydrich (pianista de alcoba).

Las últimas palabras trazadas antes del suicidio son: «La cifra exacta es de 724 millones de marcos».[1]

La idea es de Heydrich en persona. En el transcurso de enero de 1935, una conferencia ha reunido a su alrededor a Goering, al doctor Robert Ley, gauleiter de Colonia, y al joven brillante jefe de la sección jurídica del partido, Hans Frank. Se ha decidido allí la creación de un Sonderkommando encargado de recuperar por todos los medios la enorme suma. Necesitan un código y piensan primero en Sésamo, pero Heydrich prefiere Schädelbohrer, literalmente «taladro de cráneo», y dicho de otro modo el trépano con el cual se fracturan las cajas craneanas para poner al descubierto el cerebro.

Los cuatro años siguientes son perdidos por la estupidez de los investigadores ordinarios de la Gestapo, que no tienen talla para afrontar la astucia infernal del difunto Thomas el Viejo. Se han intensificado mucho las investigaciones en Suiza, con un resultado lamentablemente negativo: la Asociación de banqueros helvéticos ha hecho añadir un cuadragésimoséptimo artículo a la ley federal sobre los bancos, que tiene por objeto garantizar el secreto total, precisamente para oponerse a las investigaciones nazis. En el otoño de 1938, Reinhard Heydrich, superado, reorganiza enteramente Schädelbohrer, confía la dirección a dos hombres, según él complementarios. Uno de ellos es Joachim Gortz, jurista especializado en los movimientos financieros internacionales. El otro es Gregor Laemmle.

Himmler no está absolutamente de acuerdo con que se utilice a Gregor Laemmle: ¡qué idea tan extraña y casi decadente la de recurrir a este catedrático de filosofía, que ni siquiera es miembro del partido nacionalsocialista, que no tiene ninguna experiencia policial, que no ha sido aceptado nunca en el ejército en razón de una presunta malformación cardiaca, que ya ha publicado algunos poemas y una novela, y que, sobre todo, él, Himmler, ha detestado desde la primera ojeada a causa de la insolencia que expresaban sus ojos amarillos!

Heydrich ha insistido, empeñando su responsabilidad personal. No importa quién sea Gregor Laemmle: para vencer a un viejo gato astuto como Thomas von Gall, es preciso otro gato francamente diabólico; y él considera a Gregor Laemmle como el hombre más inteligente de la Alemania de este tiempo, «exceptuados, naturalmente, nuestro bien amado Führer y nosotros mismos». Heydrich piensa lo que dice, aunque no dice todo lo que sabe: ya ha salvado en dos ocasiones a Gregor Laemmle. La primera vez, de las consecuencias que habrían podido tener esas clases escandalosas que ha dado a sus estudiantes de Fribourg-en-Brisgau, a propósito de Nietzsche; y la otra, sobre todo, cuando ha hecho maquillar su estado civil para borrar el hecho de que Gregor Laemmle tuvo una abuela judía.

Esas cosas atan mucho. No hay nada como hacer un gran favor a alguien para sentirse ligado para siempre a éste y en cierto modo responsable de él.

Reinhard Heydrich ha ganado la causa. En noviembre de 1938, Gregor Laemmle toma la dirección de Schädelbohrer.

La verdadera batida se inicia entonces.

Thomas el Joven desciende por la escalera y atraviesa el vestíbulo, alineando sus pasos (se imagina que marcha sobre un alambre tendido entre las dos orillas de las cataratas del Niágara). Redobla las precauciones en el momento de pasar ante la cocina, desde la cual llega un olor de café: Papé Allègre está ya en pie. Pero Thomas sale sin ser visto ni oído, ya está fuera, en el aire tibio y aceitoso de la noche que se rezaga y que el sol va a desecar. Camina a lo largo del alto seto de zarzas ardientes nevadas de flores blancas y rodea la villa. Avanza por la terraza y luego da tal vez veinte pasos por el camino bordeado de palmeras. Al otro lado de la entrada, en la carretera, no distingue nada; sin embargo, inexplicablemente, tiene la sensación de alguna cosa. Vacila.

Para acabar, se cala su boina y se da la vuelta. Ha llegado a convencerse de que es decididamente El hombre del pie torcido quien le acosa. Vuelve de nuevo a la parte trasera de la casa, donde un huerto ha reemplazado al parterre de rosas, a causa de las restricciones; lo mismo que se ha convertido en un gallinero la pista de tenis.

—¡Acuéstate, Adolf!

Habla al perro encargado de vigilar las gallinas. Entre el perro y él no hay un gran amor, sólo se toleran, «¡y por lo menos ese estúpido no ladra!». El perro Adolf le mira pasar, con el hocico aplastado entre sus patas estiradas, le sigue con unos ojos móviles (el resto del cuerpo no se mueve), móviles pero fríos, mientras que él, Thomas, se desliza a través de los laureles de España; es un cruzamiento de pastor de los Pirineos y de malinés, que anda por los cincuenta kilos y execra a la tierra entera, con la única excepción de Mamé Allègre, a quien profesa una veneración imbécil.

Detrás de los laureles, un primer muro, un camino pedregoso, y después otra pared de piedras secas. Thomas entra bajo el abrigo de los pinos. Después de cien o de doscientos pasos, se vuelve por primera vez: está ya más alto que el tejado de la villa, y a esta altitud la vista es despejada. Descubre la ensenada de Port-Issol, la punta del Ban Rouge, una parte de la carretera que viene de Sanary y el mar, hasta el archipiélago de las Embiez.

Nada anormal, tampoco.

Se vuelve a poner en marcha y sube todavía, esperando que, de un segundo a otro, le azote la espalda el sol surgido del mar. Y en lugar de esto, en el segundo mismo en que alcanza la cresta con sus peñascos blancos, Thomas siente la presencia humana. Gracias a lo que Ella llamó un día, riendo, su instinto de rata. Su mirada se dirige a un pino un poco más grueso que los otros, a veinte metros de él, a su derecha. Está seguro de que alguien se oculta allí detrás. Da tres pasos más. El hombre aparece, apoyado en el tronco, con una falsa indolencia; un diablo alto, de pelo negro, gran nariz aguileña, rostro fúnebre y unas manos de gigante, muy nudosas; una de ellas, la izquierda, tiene amputados el dedo meñique y el anular. El hombre lleva una gorra, una cazadora de cuero negro y un fusil.

Reinhard Heydrich había tenido vista: en algunos meses, Gregor Laemmle y Gortz han desbrozado la pista. Gortz ha conseguido reconstruir la maniobra completa del viejo banquero de Colonia. Thomas el Viejo no se ha conformado simplemente con depositar en Suiza los enormes capitales que le han confiado; ha previsto que, en caso de guerra en Europa, la neutralidad helvética podría no ser respetada; por consiguiente, con o sin tránsito por Suiza, ha expedido el dinero al otro lado del Atlántico, a los Estados Unidos principalmente; y no contento con eso, el viejo zorro ha previsto también la eventualidad de que las autoridades de Washington, en el caso de un conflicto generalizado, recurran a las cláusulas de la Enemy Act y bloqueen todos los haberes extranjeros. Los ejemplos de tal previsión no faltan. Gortz piensa especialmente en la sociedad neerlandesa Philips. Incluso está convencido de que Von Gall ha imitado a los holandeses… si no los ha precedido; Von Gall lo transferirá todo a América, y no a cuentas ordinarias, sino a sociedades de derecho americano, verosímilmente al muy acogedor Estado de Delaware; unas sociedades cuya estructura les permitiría escapar de la Enemy Act si ésta llegaba a ser aplicada, administradas oficialmente por unos americanos, pero cuya propiedad real está establecida mediante unas actas de trust secretas.

Gortz considera más que probable que Von Gall ha detentado antes de su muerte estas actas de trust, que él era el trustee general de este extraordinario conjunto. ¿El reembolso a los poderdantes? Gortz espera obtener la respuesta a esa pregunta: un Müller o un Berstein que ha confiado, por ejemplo, quinientos mil marcos al banquero, sin duda ha recibido de éste unas instrucciones: una vez salido de Alemania, Müller o Berstein deberá ir, por ejemplo, a Montreal, a Méjico o a Panamá… o a no importa dónde, en realidad; a su petición, formulada en un determinado código, conseguirá que le entreguen un falso pasaporte de un país no beligerante; después, en un banco cuya dirección se le habrá facilitado, recibirá todo su dinero, en dólares o en la moneda que prefiera, y en el lugar del planeta que le convenga.

Un mecanismo de alta precisión. Gortz lo admira como el gran profesional que es él mismo.

Y obtiene la prueba de que sus hipótesis son fundadas: Gregor Laemmle (el antiguo profesor de filosofía de Friburgo se revela como un formidable cazador de hombres) ha emprendido una búsqueda en todo el Tercer Reich y ha desenmascarado a seis de los misteriosos poderdantes de Thomas von Gall; sólo dos de ellos son judíos. Cuatro de los inculpados hablan, revelan los mecanismos del dinero transferido. En marzo y abril, Gortz viaja por América, se presenta en Montreal, Toronto, Filadelfia y Méjico, portador de identidades falsas (las de los detenidos) y de unos códigos arrancados mediante torturas, haciéndose pasar cada vez por el beneficiario de tal o cual transferencia. Cada vez el mismo procedimiento: un abogado o un banquero igualmente impenetrables le piden cuarenta y ocho horas de plazo, después le dan una respuesta idéntica y glacial: no comprenden de qué se les habla. ¿Qué dinero? ¿Quién es ese señor Von Gall, o ese Müller, o ese Berstein en cuyo nombre detentarían tal o cual suma? ¿Y qué significan esos códigos secretos de los que nunca han oído hablar?

Gortz no es engañado por esas denegaciones, sobre todo después de esos dos días de espera a los que se ha visto obligado cada vez. Comprende que, aunque ha conseguido hacer saltar casi todos los cerrojos del dispositivo de seguridad, subsiste el último, cuya naturaleza desconoce y contra el cual se encuentra de momento sin recursos.

Regresa a Alemania a principios de mayo. A bordo del trasatlántico Hamburgo, de la Hapag, hace la cuenta de sus triunfos, y comprueba que sólo le falta uno, capital pero de los más difíciles de conseguir: Thomas el Viejo, que lo ha previsto todo, sin duda ha tenido en cuenta su propia muerte (natural o no), y por lo tanto su sustitución como trustee; probablemente ha designado a uno, incluso a varios sucesores, lo que se llama protectors trustees.

Los cuales pueden ser cualquiera y pueden encontrarse en cualquier parte.

Identificarlos lo resolvería todo, pero parece algo absolutamente impracticable.

Sin embargo, Gortz se entera de la noticia cuando desembarca. El extraño Gregor Laemmle ha conseguido lo imposible.

Sabe quién ha sucedido a Thomas el Viejo.

Buenos días,[2] Javier —dice Thomas.

Hola, ¿qué tal? —dice el hombre de la cazadora y el fusil.

Buenos días, Miquel —dice Thomas a un segundo hombre oculto a su izquierda y del cual sólo se ve la punta de un zapato y el extremo del fusil.

Hola, buenos días —responde Miquel el Invisible.

Ninguno de los dos centinelas se ha movido. Thomas pasa entre ellos, a igual distancia de uno y de otro, y franquea la cresta. El sol aparece entonces y, de golpe, dispersa una luz muy blanca, pero sin brillo. Thomas va a iniciar el descenso de la pendiente, pero antes se vuelve por última vez: la villa, de un ocre rojizo, está ahora en la parte baja y la vista se ha ensanchado aún más sobre la punta de la Cride, la isla de Bandol y las Embiez. Durante dos o tres segundos, Thomas reflexiona y se pregunta si va a participar o no a Javier esa extraña sensación que experimenta desde su despertar. Decide no hacerlo. Puedes tener confianza en Javier Coll para observarlo todo; nunca se le escapa nada. La prueba: Miquel el Invisible y él están ya al acecho, fusil en mano, y seguramente los otros dos, Tomeo y Joan, no están lejos.

Desde hace un momento, Thomas camina por la cima de las ondulaciones del terreno, con el sol subiendo siempre a su espalda, y el calor, la sequedad, aumentan a cada paso; lo que queda de tierra entre las rocas blancas está calcinado, hecho ceniza, después de tantos días de verano sin lluvia. Bajo los pies de Thomas, la menor ramita cruje con un delicado ruido de vértebras, en un asfixiante silencio. Desemboca en la linde de una parcela sembrada de cardos con reflejos metálicos. La casita está enfrente, pero él no le concede ningún interés y se dirige hacia la pared rocosa de la izquierda. Allí hay una gran puerta de dos batientes de tablas mal ajustadas, grises y veteadas de negro, cerrada por un candado que podría saltar con el puntapié de una libélula. Ahora, Thomas toma unas infinitas precauciones. Escruta por todos lados y, después, entreabre apenas una hoja de la puerta. Se desliza en el interior de la gruta que sirve de cobertizo, evitando poner los dedos en cualquier parte, sobre todo en las damajuanas enfundadas en mimbre y cubiertas de polvo. Avanza hasta el fondo, entre las bombonas y las telas de araña, reflexiona calmosamente y aprieta con seguridad sobre la piedra, en el hueco de determinado lugar. Se oye un pequeño clic, y la roca se mueve y se desplaza de izquierda a derecha.

Entonces aparece el coche, engastado en este escondite especialmente excavado para él durante semanas. La bombilla eléctrica que Thomas enciende desvela su increíble esplendor. Es un cupé Hispano-Suiza J-12, carrozado por Franay, de tipo 68 bis, con una larga distancia entre los ejes: cuatro metros. Es gris plata y negro; la maravillosa cigüeña estilizada que corona el tapón de su radiador es de plata pura. Centellea. A pesar de la semipenumbra, parece viva.

Gregor Laemmle sigue su pista. Ha adquirido la certeza mediante el razonamiento y también gracias a ese instinto de cazador que se despierta y suscita en él una verdadera pasión por este acoso.

Está convencido, y apostaría su cabeza, de que el protector trustee —ya que Gortz le llama así en su jerga— es una mujer llamada Maria Weber.

Gregor Laemmle es pelirrojo y de baja estatura. En medio de los altos efebos rubios de los que está rodeado, siempre hace el efecto de un caniche saltarín en compañía de unos lebreles. No cree estrictamente en nada, y sólo se interesa por las religiones y las ideologías en su condición de idiosincrasias de la especie humana, como otros estudian la vida de las abejas. Su homosexualidad no es ferviente, sino que resulta de una afición muy simple, como la de las chocolatinas, de la que podría privarse durante veinte años si lo juzgase necesario. Él tiene cuarenta y seis y sabe ya (en la medida en que el acontecimiento puede depender de él) cuándo y cómo va a morir: se suicidará serenamente. Ante la vida y la muerte de los demás, su indiferencia es mayor todavía. Ha solicitado y obtenido de Heydrich la autorización para visitar algunos de los cincuenta campos de concentración creados a partir de 1933, como los de Dachau, Oranienburg y, después, Sachsenhausen, Buchenwald y Ravensbrück; ha recorrido una media docena, muy interesado, pero sin conmoverse realmente.

El ofrecimiento de empleo de Heydrich al proponerle la dirección de Schädelbohrer ha llegado en el momento justo: de todas maneras, estaba a punto de abandonar la universidad. No en razón de la exclusión de Husserl, del que tal vez fue el mejor discípulo (Husserl es de origen judío), ni tampoco a causa del juramento de fidelidad a Hitler exigido a todos los universitarios (y que un Heidegger ya ha prestado), sino porque la política de enseñanza del Tercer Reich ya sólo le enviaba cretinos como alumnos y, sobre todo, porque quería escribir, libre de toda preocupación financiera gracias a la fortuna de su difunta madre. Ha dicho que sí a Heydrich como se dice que sí a un pelmazo, para librarse de él, y después, por primera vez en su vida, se sorprende él mismo: Schädelbohrer le enfebrece, a él que no se siente afectado por nada y que no está vinculado a nadie.

Maria Weber. Gregor Laemmle ha reanudado la investigación sobre ella donde los agentes de la SD la habían dejado: es nieta de Thomas el Viejo, nació en 1909 del matrimonio de la única hija del banquero de Colonia con un industrial francés de origen alsaciano. Ha hecho sus estudios en París, donde vivía en el número 23 de la calle Raynouard, en un piso de ocho habitaciones para ella sola, una estudiante con grandes medios. Luego ha desaparecido, no ha vuelto a dar señales de vida ni en Alemania ni en Francia; si ha muerto, ha sido con un nombre distinto del suyo: todas las comprobaciones posibles han sido hechas. Gregor Laemmle no cree que haya muerto. Ve en esa desaparición de 1931 el efecto de una connivencia entre Thomas von Gall y su única descendiente. Comienza el juego aferrándose exclusivamente a esta única pista. Se presenta en París (habla admirablemente el francés) y visita a todos aquellos que han conocido a la muchacha en la época de sus estudios de derecho. Un perfil se dibuja, muy claro, sorprendente: Maria Weber es sumamente misteriosa, nadie ha sabido nunca su vida privada. Se ausenta a menudo con destinos desconocidos. Habla, además del francés, el alemán, el inglés y el español; juega (muy bien) al tenis; tiene afición a las cosas bellas y mucho dinero; le gustan los trajes sastre de Coco Chanel, la delicadeza de las rosas de té, los mejores restaurantes y la música negra; conduce un Bugatti a una velocidad demencial. Una sola vez ha dejado escapar algunas palabras: fue en el Dome de Montparnasse, en una mesa donde más de quince personas estaban invitadas a comer, entre ellas Cocteau, Hemingway y Gertrude Stein. Alguien empezó a hablar de Suzanne Lenglen y ella sonrió, «con su sonrisa tan secreta», y dijo: «Yo he jugado contra ella en la pista de tenis de mis padres, y le he ganado cuatro juegos…».

Los padres de Maria Weber han muerto: él, Pierre Weber, en 1916, delante de Verdún, al frente de su batallón de infantería francesa; ella, Mina von Gall de soltera, en 1926. Nunca había habido en su casa pistas de tenis, como tampoco las había en las propiedades de Thomas el Viejo. «Maria, por consiguiente, habría tenido, en alguna parte, una casa de la que nunca ha hablado a nadie», es la conclusión a que llega Gregor Laemmle. El cual, ocho años más tarde, y durante cuatro meses, se esfuerza en seguir las huellas de la desaparecida. Ha confeccionado una lista de ciento sesenta y cuatro personas que, más o menos, han conocido a Maria Weber: conserjes, camareros de restaurantes, porteros de hoteles, compañeros de tenis o condiscípulos en la facultad de derecho. Una comprobación: no existe ninguna foto de ella, y hay varios que recuerdan que siempre se negó a ser captada por un objetivo. «Ya se escondía entonces», piensa Gregor Laemmle.

Y el milagro se produce. En la casa de Coco Chanel, donde él mismo tiene entrada gracias al decorador Christian Bérard, una mujer ha encargado ocho o diez modelos que se ha hecho entregar en un apartamento del hotel Ritz; ha pagado al contado y en metálico, y luego ha desaparecido. La recepción del hotel la tiene registrada como S. Lamiel, nacida en Grenoble en 1908. La memoria de Gregor Laemmle da la alarma: hay una Sophie Lamiel en la lista de los ciento sesenta y cuatro nombres, una Sophie Lamiel considerada por varios testigos como «la mejor amiga» de Maria Weber, pero a la que Gregor Laemmle no ha interrogado por la razón perentoria de que ha muerto oficialmente en julio de 1931, en un accidente de automóvil.

La Sophie Lamiel del Ritz es morena como la muerta, pero es más alta, y sobre todo más bella; tiene unos ojos grises, «tan inolvidables como su sonrisa, una mujer de las que no se ven dos en un año», ha dicho el barman del Ritz. Y después de su partida de la plaza Vendôme se ha volatilizado con el mismo virtuosismo que Maria Weber en agosto de 1931. Las señas personales corresponden, el estilo es idéntico, y los gustos también: la desconocida ha pedido que, cada mañana, le adornen su suite con rosas de té.

Gregor Laemmle parte para Grenoble. No hay ningún contacto, lleva muy discretamente su investigación: seguro de estar próximo a su objetivo, no quiere hacer nada que pueda alertar a esa adversaria que ahora le obsesiona. Es cierto que en Grenoble existe una familia Lamiel, que tiene casa propia, una casa de campo (pero sin ninguna pista de tenis en sus cercanías). Una familia compuesta de un médico, su mujer y sus dos hijos (tenía tres hijos, pero la hija mayor, Sophie, se mató en agosto de 1931 conduciendo su Bugatti). Y durante unos segundos, al exprofesor de filosofía convertido en cazador de hombres le late apresuradamente el corazón al ver a una muchacha morena, con un vestido claro, que camina delante de él por la calle Condillac. Por un instante cree que ha encontrado a Maria Weber.

Pero se trata de Catherine Lamiel, hermana de la difunta Sophie. Sus ojos son azules y no grises, sólo tiene veinte años y sin duda no ha puesto nunca los pies en el Ritz, aunque habría podido hacer allí un buen papel.

Llevando más adelante su investigación sobre ella, Gregor Laemmle se arriesga a descubrir su caza. Entonces se decide a jugar su carta española: ¿no le han afirmado que Maria Weber sabía español? Sale para España, llevando en la mente los versos de Gautier en Esmaltes y camafeos: «La más delicada de las rosas / es, a buen seguro, la rosa de té. / Su capullo tiene las hojas medio cerradas. / Está apenas teñido de carmín…». La red madrileña de la Gestapo se pone a su servicio. Es inútil. Pasa junio, y luego julio. Gregor Laemmle, con pasaporte suizo, recorre indolentemente la Costa Azul francesa, en busca de todas las propiedades equipadas con un terreno de tenis. Se ha dedicado a escribir una novela, y se exaspera al encontrar a Maria Weber en cada línea: «¡Una mujer, qué horror!». La señal de alarma resuena el 17 de agosto: una Sophie Lamiel ha sido localizada en un gran hotel de Lisboa, donde ha estado tres días: llegaba de Nueva York, pero hace una semana que ha desaparecido de nuevo.

Gregor Laemmle ha encontrado él mismo la pista, con la idea de que Ella había podido pasar a Francia y hospedarse en un gran hotel. Sube al primer tren, pero lo deja por doce horas en Biarritz. La mujer, efectivamente, se ha hospedado en el Hôtel d’Anglaterre y ha tenido unas enigmáticas citas por la mañana, por la tarde y por la noche del 26 de agosto; luego ha hecho subir a su habitación una máquina de escribir, una gran cantidad de papel de cartas y doscientos sobres, que ella misma ha echado al buzón durante la mañana del 27. Con ocasión de esta salida, uno de los porteros ha advertido al primero de los guardaespaldas: el primero porque, según el testigo, eran por lo menos dos, si no eran más, visiblemente españoles, cuyo jefe era «un hombre muy alto y muy delgado, con un rostro de piedra, unos ojos que helaban la sangre y una cazadora de piel negra. Un hombre al que le faltan dos dedos de la mano izquierda».

Ella ha dejado el hotel, y probablemente Biarritz, en la mañana del 28. En unas circunstancias que van a proporcionar a la búsqueda dos elementos esenciales. En primer lugar, esas compras que ha hecho, guiada por un botones del Hôtel d’Anglaterre: una enorme caja de bombones de la casa Dominique y, sobre todo, un juego completo de Meccano; la mujer, sonriendo, ha precisado a la vendedora de Biarritz-Bonheur: «Es para un muchacho de ocho años que parece tener una edad mental de catorce o quince, y que seguramente gritará de rabia ante este regalo para niño pequeño».

Después está el coche en que sube para desaparecer de nuevo, y que es conducido por el hombre de la mano mutilada. Se trata de un modelo del que no existen tres en el mundo: un cupé Hispano-Suiza de doce cilindros y once litros tres de cilindrada.

Uno o varios guardaespaldas españoles. Pero, sobre todo —¡unas informaciones capitales!—, un coche y un niño. Un niño que habría nacido en 1931, el mismo año en que Maria Weber se volatiliza abandonando su piso de la calle Raynouard, que por consiguiente podía ser su hijo, que quizá tendría oculto en Francia —¿por qué no en aquella propiedad que contaba con una pista de tenis?— y que constituiría el más eficaz de los medios de persuasión, siempre que se le pudiese capturar.

Y un coche admirable, a cuyo paso es fatal que la gente se vuelva, hasta el punto de que se debía poder seguir fácilmente su rastro, como si fuera luminoso. «Ya la tengo —piensa Gregor Laemmle, temblando con una fiebre sorprendente—; ya la tengo. Es cuestión de algunas horas, de algunos días a lo sumo…».

La guerra estalla.

En ese instante, Gregor Laemmle sólo ve en esa guerra una peripecia imbécil que le obliga a suspender su búsqueda e incluso la arruina. Pasan los meses y, aunque piafa de impaciencia, acaba comprendiendo que, de ahora en adelante, tendrá tras él, como apoyo, a todos los ejércitos del Tercer Reich. Físicamente presentes, y todopoderosos en una gran parte del territorio de caza. Habría preferido continuar operando solo, por la belleza de la cosa, pero ¿qué podía hacer?

Y por otra parte, Heydrich se pone nervioso.

En septiembre de 1940, Gregor Laemmle entra en París, pisando los talones de la Wehrmacht De paisano, aunque Reinhard ha insistido para conferirle el grado de Obersturmbannführer de la SS (teniente coronel).

El acoso se reanuda en seguida.

Un coche y un niño.

Al principio, Thomas se instala en la parte trasera del Hispano-Suiza. Vuelve a sentir lo mullido de los asientos de piel negra. Comprueba que sigue sin poder poner los pies sobre la barra de apoyo que hay junto al suelo; a pesar de los veinticuatro meses transcurridos, le faltan todavía algunos centímetros. Abre el bar de nogal. Los frascos de cristal tallado de Lalique están en su sitio, así como los vasos. Thomas la ve de nuevo, sirviéndole bebida —limonada— mientras el coche avanza majestuosamente por la Promenade des Anglais, entre el soplido casi imperceptible de sus doce cilindros. Ella tenía la costumbre de hablarle en voz baja, confiándose a él como a un adulto o, mejor todavía, como si fuese su cómplice y compañero único: «Tú siempre has sido, y lo seguirás siendo, el único hombre de mi vida, Thomas». Él se estremece y cierra los ojos. Los abre de nuevo y tiene la sensación de una presencia, aunque ningún ruido la ha señalado: Javier, que ha entrado a su vez en el escondrijo rocoso, está muy cerca de él y le observa, desde el otro lado de la portezuela. Sus miradas se cruzan y se inmovilizan. Luego, Thomas hace un signo y Javier le abre la portezuela, quitándose la gorra, con los gestos de un chófer de lujo, aunque sigue teniendo su fusil en la mano.

Está muy limpio —comenta Thomas.

—Lo lavamos una vez al mes —responde Javier Coll en francés.

Thomas se sienta ante el volante, alarga las piernas y esta vez consigue accionar los pedales. Juega con los mandos, el que regula amortiguadores y los dos que permiten retrasar el encendido y el ralentí. Roza con los dedos el maravilloso tablero de mandos donde todos los cuadrantes (el contador de velocidad está graduado hasta 200) están incrustados en el nogal. Las llaves están puestas; bastaría con accionar la puesta en marcha… —Ahora podría conducirlo. —Seguramente, dice Javier. —Hoy es mi cumpleaños; tenía que venir. —Ya lo sé. Buen cumpleaños, Thomas. —Gracias, dice Thomas, acariciando el volante con sus palmas.

Nuevo intercambio de miradas, nuevo silencio. Javier Coll, con su voz sorda, observa que no es un buen momento para venir al escondite. Thomas asiente con sus ojos grises un poco desorbitados en la semipenumbra. Podría hablar y preguntar si hay, como ha creído presentirlo esta mañana, un peligro alrededor de la villa roja. Pero eso alarmaría todavía un poco más a Javier, que ya está alerta, y los dos tendrían que abandonar el Hispano en un segundo. Se calla. Recuerda, y sus ojos se ensanchan aún más. Revive la escena capital de la Gran Comisa. Aquel día, hace dos años, Javier, por orden de Ella, detuvo el Hispano justo al borde de un gran precipicio. Javier salió del coche y se alejó. Detrás, retirado y casi invisible, el Citroën que sirve de escolta, con Miquel Enseñat al volante, se ha inmovilizado. Cuando está segura de que se encuentran realmente solos, Ella le ha preguntado qué es lo que más placer puede causarle entre todas las cosas. Según su costumbre, él se ha tomado tiempo para reflexionar, pero acaba en seguida. Aparte, claro está, de vivir con Ella cada día de su vida —pero sabe que esto es imposible—, desea, por una vez al menos, conducir el Hispano-Suiza. Ella le ha mirado fijamente, largo rato, y ha meneado la cabeza, con un aire repentinamente triste. Ella dice: «Lo del coche podemos arreglarlo ahora mismo». Se han apeado y han ido a sentarse en el asiento delantero, situado en el exterior de la cabina y que está protegido de la lluvia por una capota, plegada ahora, en este final de verano de 1939. Ella dice: «Coge el volante, Thomas». Él se ha esforzado todo lo que ha podido, pero no ha conseguido accionar los pedales: sus piernas son demasiado cortas. Ella no se ha reído ni se ha burlado en absoluto de él. Continúa mirándole fijamente, con una ternura y una tristeza que daban ganas de gritar y morder. Ella ha dicho que algún día podría hacer las dos cosas que deseaba, que sólo es una cuestión de tiempo. Luego, Ella ha mirado hacia adelante y hacia atrás, para asegurarse una vez más de que nadie puede oírlos, y le pregunta si recuerda lo que le dijo la víspera, cuando caminaban solos los dos, uno al lado del otro, por la playa y las rocas de Port-Issol. Él se ha concentrado como tan bien sabe hacerlo; en cierto modo ha dado la vuelta a una llave en su cabeza y se lo ha repetido todo, palabra por palabra, los nombres, las contraseñas y las cifras. Al final, le ha sonreído, bastante orgulloso de sí mismo. Entonces sucede algo realmente extraordinario: en lugar de devolverle la sonrisa, Ella, de pronto, se ha echado a llorar. Muy suavemente. En silencio, sin hacer ningún gesto. Presa de un pesar del cual él ha medido en un segundo hasta qué punto es dramático y sin recursos. Porque, ciertamente, no es su costumbre llorar; en realidad, nunca habría creído que eso fuera posible. Los primeros segundos, petrificado, ha pensado que es por culpa suya, que se ha equivocado en alguna parte de su enumeración… Pero no. No es por culpa de él. Y entonces ha experimentado una cólera formidable contra ese cochino mundo que le causa esa pena. Durante los años que van a seguir, como un volcán nunca extinguido, va a revivir incansablemente esa escena de la Gran Comisa, analizará una y otra vez, con una minuciosidad quirúrgica, la menor palabra, la menor inflexión de voz, los silencios y los más ínfimos estremecimientos del rostro de Ella, de su madre.

Y cada vez le asaltarán de nuevo el mismo dolor, los mismos horribles remordimientos (aunque entonces sólo era un muchachito de ocho años) por no haber sabido decirle que él comprendía y aprobaba todo lo que Ella hubiese podido hacer; que se conformaba con verla muy breves momentos, al final de unas largas ausencias, y en secreto; que él no la consideraba en absoluto responsable de aquella misión que había asumido y que le obligaba a vivir acosada, en dondequiera que estuviese, y que también la constreñía a ocultar hasta la existencia de su propio hijo, con el fin de que nadie pudiese servirse de él contra Ella.

Y tantas otras cosas que él hubiera deseado decirle: su connivencia inaudita, instaurada desde que él había llegado a la edad de hablar, porque Ella nunca le había tratado como a un niño, sino que siempre le había pedido su opinión en todas las cosas, probablemente a falta de un marido que Ella no había tenido nunca. «Sólo conocí a tu padre durante muy poco tiempo; él nunca ha contado para mí, y ni siquiera sabe que tú existes. Si algún día quieres conocerle, serás tú mismo quien tome solo esa decisión…»; su connivencia y el amor próximo a la veneración que él Le profesaba; unos decenios después, su implacable memoria le restituirá sin falta tal movimiento de Sus cabellos, de Sus manos, de Sus labios, y el sonido de Su voz y Su fabulosa sonrisa, y hasta Su perfume, todas esas cosas que le daban un vuelco en el corazón…

Javier Coll habla.

Habla, y la película desarrollada por la memoria de Thomas se interrumpe en seco.

—Sería mejor que no nos quedásemos más tiempo aquí —repite Javier.

Vámonos —dice Thomas.

Dócilmente, desciende del Hispano; llega a la primera gruta después de atravesar la segunda, donde están almacenadas las damajuanas, y sale a la plena luz. El sol se ha elevado, el calor zumba y la calcinación recomienza, mientras estallan los primeros rechinamientos de las cigarras. Thomas siente todavía en sus huesos el frío y la humedad de la caverna, está cegado, pero esta brusca transición no ha alterado su instinto de rata. La inexplicable sensación de una amenaza se hace más fuerte inmediatamente, mucho mayor que cuando despertó. Thomas gira sobre su eje, con el fin de buscar la mirada de Javier y la confirmación del peligro que presiente. No tiene tiempo de acabar su movimiento. La gran mano le ha aferrado y le arrastra:

¡Pronto, Tomás! ¡Date prisa!

Ambos comienzan a correr.

Gregor Laemmle está en París en septiembre de 1940 y pierde allí su tiempo. Al menos, en sus informes a Reinhard Heydrich se lamenta de ser frenado por la rivalidad entre la Wehrmacht y la Gestapo: la primera se apoya en el arbitraje realizado por el Führer y pretende administrar sola los territorios ocupados; la segunda ha hecho una entrada casi clandestina en la capital francesa.

La respuesta de Berlín es vaga. Gregor Laemmle comprende: Schädelbohrer tiene ya seis años de existencia y no ha sido un éxito. Se preferiría que se mostrase discreta, e incluso que se hiciese olvidar. Sin embargo, él dispondrá de un despacho en el número 11 de la calle de las Saussaies, de diez hombres y —sobre todo— de todo el dinero francés que desee, o casi…, porque el ocupante percibe, hasta no saber qué hacer con ellas, unas sumas fenomenales abonadas cada mes por el gobierno de Vichy.

Gregor Laemmle no va nunca a la calle de las Saussaies; a decir verdad, nunca pondrá los pies en ella. Ni allí, ni en el Lutetia, ni en el Majestic, ni en ningún lugar oficial que albergue a la Gestapo. Para su uso personal, ha alquilado un apartamento en la calle de la Abbaye, en Saint-Germain-des-Prés (de estudiante, vivió tres años en la calle de Saint-Benoît, en la época en que hacía su licenciatura de filosofía en la Sorbona y su licenciatura de letras clásicas para completar sus doctorados alemanes). Alquila también, para sus oficinas, todo un piso de la calle de Babylone. Si hay un momento en que se orienta hacia una semiclandestinidad, regresando a sus antiguas costumbres y poniéndose a jugar a los centinelas olvidados, seguro que es éste. Siempre ha amado profundamente a París, y su ambición de escribir directamente en francés no le ha abandonado nunca; las circunstancias en que acaban de situarle tienen algo de milagrosas; podría aprovecharse de ellas y, por consiguiente, renunciar a su caza.

Pero no lo hace. No por patriotismo, del que está totalmente desprovisto, sino por necesidad intelectual: eso sería como interrumpir una partida de ajedrez antes de su término, o un puzzle antes de acabarlo. Quizá también cede a una obsesión: «La más delicada de las rosas…». Hay que excluir que Gregor Laemmle esté enamorado de Maria Weber. Sin embargo, es cierto que la ve en todas partes, que la imagina: a Ella, cuyo rostro no conoce, pero cuya inteligencia presiente, así como su espíritu de decisión, su frío método y la fuerza llamada viril. Decididamente, no cejará en su empeño hasta que la tenga frente a él.

A su merced, en suma.

Gortz se reúne con él en noviembre. Regresa por la vía de Suecia de un viaje al Canadá, a los Estados Unidos y al Brasil, donde ha puesto en marcha los mecanismos de compra de materias primas con destino al Tercer Reich, llamados a funcionar incluso en caso de conflicto generalizado («¿Por qué quiere hacerme creer —le ha dicho Gregor Laemmle— que los intercambios comerciales continuarán entre países beligerantes? ¿Que Nosotros, los Terribles Nazis, seguiremos negociando con esos mismos países a los que combatimos? ¿Y que combaten contra nosotros?». «Desde luego. Los negocios son los negocios», ha respondido Joachim Gortz, imperturbable).

Gortz se muestra muy escéptico en lo que respecta a Schädelbohrer. Para él, el asunto está muerto: «Suponiendo que su Maria Weber sea realmente nuestro protector trustee, se habrá refugiado hace mucho tiempo en América, bien tranquila, y, si realmente tiene un hijo, lo habrá puesto al abrigo de igual modo. O bien, si lo ha dejado en Francia, sorprendida por el avance de nuestro ejército, el niño estará seguramente en zona no ocupada, donde no acabo de ver cómo podría usted buscarle. Ha podido, por ejemplo, camuflarle, desde hace años, en una familia amiga. ¡Cuántas hipótesis!».

Los diez hombres asignados a Gregor Laemmle proceden todos ellos de la escuela de espionaje de Altenburg, en Turingia. Sólo dos o tres hablan un francés capaz de dar el pego sobre su origen; los demás lo chapurrean. Gregor Laemmle les hace registrar París y la zona ocupada. El menos mediocre de esos agentes —se llama Hess, no Rudolph, sino Jurgen— es destinado a Grenoble desde septiembre: la familia Lamiel ya no está allí; pronto hará seis meses que se trasladó a Marruecos, salida precipitada: Catherine Lamiel (es la muchacha de veintidós años a quien Gregor Laemmle tomó por Maria Weber en la calle Condillac de Grenoble, en 1939) ha interrumpido sus estudios de medicina justo antes de empezar su quinto y último año. En ese desplazamiento tan brusco, Gregor Laemmle ve la consecuencia de un gesto táctico de Maria Weber: «Ésta ha obtenido la complicidad de los Lamiel para endosarles la identidad de Sophie y luego, a tiempo, les ha retirado a todos del juego para que no podamos utilizarlos contra ella. Buen movimiento de la pieza en el tablero».

Hess ha traído de Grenoble unas fichas muy completas, acompañadas de fotos, sobre cada uno de los cuatro Lamiel: padre, madre, hijo e hija; sobre todo de estos dos últimos, porque, según ciertos rumores, habían vuelto de Marruecos y se encontraban de nuevo en Francia. Otro detalle del informe: Frédéric, hermano mayor de Catherine, presenta la particularidad de haber combatido en España en las Brigadas Internacionales. ¿Cómo no establecer una relación con esos guardaespaldas españoles que acompañaban a Maria Weber en Biarritz?

A fines de febrero de 1942, es Jurgen Hess quien orienta la batida en busca de la pista del Hispano. A fuerza de investigaciones, ha adquirido de hecho la certeza de que el suntuoso coche, al salir de Biarritz en la mañana del 28 de agosto de 1939, no se dirigió hacia el norte y no franqueó tampoco la frontera española. Por consiguiente, se dirigió hacia el este, hacia lo que ahora se ha convertido en la zona no ocupada. Donde tal vez está todavía. Ahora bien, este coche consume, a plena velocidad, cincuenta litros de gasolina por cada cien kilómetros. A no ser que se agazapase en los alrededores de la costa vasca, forzosamente tuvo que abastecerse en alguna parte. ¿Y qué empleado de gasolinera habría olvidado el paso de aquel monstruo negro y plateado de dos mil seiscientos kilos?

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