Daddy

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Daddy

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Creo que, creo que desgraciadamente es lo más razonable. Es una decisión muy valerosa, Thomas. Pero yo tendré que ir a verla y conseguir hablar con ella de alguna manera, sin ser seguido por nadie. Seguro que Ella también tiene muchas ganas de verte, tantas ganas que es capaz de correr los mayores riesgos.

—Debe usted decirle que yo no quiero verla y que Ella no debe tratar de verme. Que soy yo quien se lo pide. Dígaselo bien claro.

Javier Coll mueve la cabeza y está claro que a él también le cuesta hablar. Se establece un silencio penoso, roto por el silbido, a veces crepitante, de los gasógenos.

Aunque el leve ruido que se produce entonces es como un alivio para todo el mundo. El ruido es el de un guijarro minúsculo que viene a estrellarse en el suelo; no caído del cielo por azar, sino que ha sido lanzado por alguien, como una señal. Thomas va a levantar la cabeza cuando advierte que ni Javier ni los otros dos han reaccionado, ni siquiera con una mirada dirigida a las rocas de donde seguramente ha sido lanzado el guijarro.

Thomas no se mueve más.

Oye hablar a Javier, y Javier mira fijamente a Thomas, como si todavía se dirigiese a él. Pero se está expresando en mallorquín.

Una lengua que Thomas no entiende. Sin embargo, entra en ella bastante castellano y francés para que pueda captar el sentido general. No hay duda: Javier y Miquel el Invisible discuten sobre un hombre con moto que les acecha con unos prismáticos a algunos centenares de metros.

Que Miquel va abatir como una pieza de caza…

Y que le va a matar.

«Espero —piensa Thomas con un odio increíblemente feroz—, ¡espero que le hagan sufrir mucho antes de matarle!».

En el transcurso de los años que seguirán, Gregor Laemmle (bastante indolentemente a decir verdad) se preguntará sobre otros posibles desarrollos que habría podido tener la historia en el caso de que, en Sanary, hubiese empleado una táctica diferente. Le seguirá pareciendo evidente que reforzando a los hombres de Lafont con los de Jurgen Hess, habría podido cercar la villa y apoderarse del niño el 18 de septiembre de 1942. (Suponiendo, naturalmente, que el presunto Xavier Giménez, el Hombre de la Mano Cortada, no hubiese tenido previstas otras salidas).

En muy poco tiempo, el asunto habría quedado definitivamente arreglado, «y tú, Gregor Laemmle, tras haber terminado con Schädelbohrer a plena satisfacción de esos estúpidos de Berlín, te habrías visto destinado a alguna misión imbécil y tal vez, incluso, obligado a exhibir ese grotesco uniforme negro, que te habría sentado como un babero de vichy a una vaca tirolesa».

Él siempre pensará que hizo bien las cosas en el asunto de Sanary. Lo piensa ya en este mes de septiembre, treinta horas después del ataque a la villa roja. Está en Bandol. Nunca había estado aquí, pero le gusta mucho, porque a ese lugar parecen no haber llegado los ecos de la guerra. La víspera, por la noche, ha degustado una bourride, pagada a precio de caviar, y puesto que oficialmente es suizo, ha tenido la delicadeza de expresarse siempre con un fuerte acento de Vaud. La experiencia le ha encantado. Le han tomado por un imbécil, y «ser tomado por un imbécil por unos idiotas es un raro placer». Por la mañana, despertado muy pronto y levantado por el chirriar de las cigarras, se ha ido a pasear su redondeado vientre a lo largo de la playa de Rènecros. Ha visto allí unas mujeres muy bonitas, que le han dejado completamente indiferente, y unos adolescentes bronceados que han despertado en él algunas antiguas emociones. Ahora camina, por el bulevar Louis-Lumière, vestido con otro de sus trajes cortados en Londres, calzado con admirables mocasines bicolores de la casa Celestini de Milán y tocado con un impresionante panamá blanco que lleva una cinta de un color amarillo huevo. Escucha pacientemente a Jurgen Hess, que le hace un informe de sus fracasos.

—Los hemos perdido —dice Jurgen Hess—. Yo tenía un hombre pisándoles los talones; les seguía en moto y ha desaparecido: seguramente le han matado. Han encontrado la moto delante de la estación de Tolón. También ha sido encontrada una de las camionetas, en un camino forestal, a unos kilómetros de la carretera departamental que une Le Camp con Signes. Si usted me autoriza a llamar a la policía francesa, para la cual tenemos los medios de hacerla actuar por mediación de Lafont, podríamos…

—No —dice Gregor Laemmle suavemente.

—Sería el medio de conocer el nombre de los propietarios de los dos vehículos.

—Estoy seguro —dice Gregor Laemmle— de que ellos ya han previsto que podríamos hacerlo. Eso no tiene ningún interés. Siga buscando.

Él, por su parte, también busca. Hace más de treinta horas que trata de meterse en la cabeza de una mujer. Cuya inteligencia debe ser —el caso es rarísimo— igual a la suya (superior, de todos modos, sería demasiado). Un duelo, en verdad, muy interesante. Incluso apasionante. Si yo fuese Maria Weber, habría previsto el cerco de la villa, y la captura del matrimonio de guardianes, y las confesiones de estos últimos. Por consiguiente, no les habría confiado nada esencial…, ni siquiera accesorio. Habría tomado todas mis precauciones para que, obligados a abandonar la villa roja, mi hijo y sus guardaespaldas pudiesen llegar rápidamente a un refugio seguro, evidentemente preparado desde hace largo tiempo. Fuera de Francia, no cabe la menor duda. Pero antes de hacerles salir de Francia, habría establecido una primera posición de repliegue, una parada. Algo confortable y muy tranquilo. Vamos a ver: ¿qué habría hecho yo, que soy tan inteligente?

—No han podido embarcar —está diciendo Jurgen Hess—. Un policía amigo de Lafont ha hecho controlar todo lo que flota, incluidos los barcos que van a Córcega. El control es aún más estricto desde ayer por la mañana. Usted me había autorizado: he ofrecido un millón por el Hombre de la Mano Cortada y doscientos mil francos por cada uno de los demás españoles.

—Excelente —dice Gregor Laemmle.

El cual reflexiona mucho: si yo fuese Maria Weber, habría elegido una posición de repliegue no demasiado lejana de Sanary. Porque, en los tiempos que corren, se viaja mal; los transportes colectivos están sobrecargados, los controles son numerosos, aunque sólo sea a causa del mercado negro. Por lo tanto, yo habría elegido algo… digamos a unos kilómetros —todo lo más— de la villa roja; un muchacho escoltado por cuatro españoles patibularios es algo que no puede pasar inadvertido. Sobre todo cuando son perseguidos. Primer punto. Y el segundo: no les habría instalado en el campo, en una casa aislada. Si yo pudiese creer que no se buscaba a mi hijo, eso podría ir bien, pero no ahora; una casa aislada es vulnerable; parece completamente desierta, pero siempre se encuentra un alegre labrador que ha advertido su llegada, sus desplazamientos y la marca de sus calzoncillos colgados a secar en el tendedero. Mientras que, en la ciudad, se puede cohabitar diez años con un vecino de piso sin que éste sepa algo más de uno que el nombre que ha puesto en su puerta. Yo habría instalado a mi hijo y a sus jenízaros en una ciudad a menos de cien kilómetros de Sanary. Esperando, naturalmente, sacarles de Francia, donde están de vacaciones esos innobles nazis.

—También he alertado —anuncia Jurgen Hess— a nuestras redes de Roma, Madrid y Ginebra, por si acaso los españoles intentasen pasar de inmediato la frontera.

Yo, en el lugar de Maria Weber, habría elegido entre Marsella, Aix, Avignon tal vez, y Tolón, Cannes y Niza. Lugares todos ellos a los que se puede llegar rápidamente, en menos de media jornada, después de salir de la villa roja, y en los que pueden refugiarse en seguida, con un solo salto furtivo, antes de que se organicen las búsquedas; y donde pueden fundirse inmediatamente con la multitud ciudadana.

—Esta mañana, en Sanary —dice Jurgen Hess—, al cartero le ha sorprendido el silencio. Ha entrado, ha descubierto los cadáveres y ha avisado a la gendarmería. Las sospechas de ésta han recaído sobre Giménez. He creído razonable hacer saber a los gendarmes que eran cuatro españoles, y no uno solo, los que vivían en los alrededores.

—Admirable —dice Gregor Laemmle—. ¡Una sutileza diabólica!

Yo soy, pues, Maria Weber y, conociéndome como me conozco (¡aunque no me he visto nunca!), he instalado a mi hijo en el centro de una ciudad. Evidentemente, en un inmueble de varios pisos; desde luego, nada de una casa aislada. En un apartamento, pero muy vasto… Decididamente, no puedo enclaustrar a mi hijo querido en un piso de dos habitaciones, ¿y dónde metería a los cuatro españoles? Como soy una mujer que ama las cosas bellas y que tengo mucho dinero, la decoración será hermosa. Por otra parte, los vecinos ricos son menos curiosos y menos familiares que los normales. El apartamento está lleno de libros: mi hijo no podría vivir sin ellos, sobre todo sabiendo que debe permanecer días y días sin asomar la nariz al exterior. Y, atención, he aquí una idea interesante: ¡el apartamento debe estar ya ocupado cuando mi hijo llegue a él! Forzosamente: sin alguien que pueda balizar el terreno de aterrizaje, la irrupción de cuatro iberos armados y un muchachito llamaría la atención.

Está ocupado por un presunto tío, o una tía, o por los dos, o por otros abuelos, ¿por qué no?, lo mismo que en Sanary.

—Un poco de silencio, Jurgen. Estoy pensando.

En cuanto a la ciudad misma, iría a donde estuve antes de la guerra, en el tiempo feliz en que jugaba a la mujer libre… ¿A Cannes? Cannes no está mal… A Marsella no, de todos modos: detesto Marsella, está llena de mujeres gordas con pelo en los sobacos. Así pues, Cannes… o Niza.

O Aix.

Seguramente fui a Aix cuando era una muchacha. Allí están mis anticuarios y mis librerías. Todo como el maravilloso y tan cultivado y tan inteligente Gregor Laemmle. Como él, tal vez he soñado con enseñar allí, filosofía por ejemplo, a unos provenzales escépticos a los que habría dejado clavados con mis réplicas virulentas; enseñar allí y vivir en alguna quinta de los alrededores del Tholonet, a la vista de la Sainte-Victoire de Cézanne.

Aix.

Después de todo, hay que comenzar en alguna parte.

En cuanto a los gendarmes activados por Jurgen Hess, me tienen completamente sin cuidado. No les creo en absoluto capaces de atrapar al Hombre de la Mano Cortada. Es mucho más inteligente que ellos.

¡El Hombre de la Mano Cortada, qué soberbio apodo! Es como si todos interpretásemos una película de Fritz Lang.

Thomas recorre, una tras otra, las habitaciones del apartamento. Es muy grande y está hecho muy curiosamente: su fantasía lo dispone en arco de círculo. Thomas va de habitación en habitación, abre sus puertas, mira y pasa. En tres habitaciones consecutivas hay libros. Pero encerrados detrás de las rejas o, lo que es peor, del cristal. Unos prisioneros.

Derecha, izquierda, derecha: a cada puerta abierta y cerrada de nuevo, Thomas vuelve a la espina dorsal del pasillo, cuyo entarimado cruje. «Detesto esta casa, detesto esta casa, detesto esta casa». Llega a la vista del gran salón. La puerta está entornada. Recorta un estrecho rectángulo de luz. Olor a pipa. Thomas tuerce hacia un lado, de manera que roza la pared opuesta, a la vez para pasar holgadamente y para hacer crujir lo menos posible esas malditas maderas del suelo. Atraviesa el rayo de luz, pero la voz llega hasta él.

—¿Thomas?

Thomas se inmoviliza.

—Me alegra ver que al fin te has decidido a salir de tu habitación, Thomas.

Thomas espera. La voz del hombre que le habla es suave, benévola, entristecida; pero son precisamente esa suavidad, esa benevolencia y esa solicitud las que irritan a Thomas. No quiere ser consolado. Por nadie.

—¿No quieres entrar, Thomas? Parece ser que juegas muy bien al ajedrez.

«Va a desafiarme para que juegue con él —piensa Thomas al instante—; ¡sólo para atraerme hacia él!». Nuevo acceso de rabia. Se pone de nuevo en marcha, sin preocuparse ya del ruido que puede hacer, y dentro de la estancia que acaba de pasar, la voz del coronel, que es su nuevo abuelo, dice:

—Si me das un peón, creo que podría hacerte frente. O intentarlo, al menos.

«De todas formas, ¡no me ha propuesto darme una ventaja y no habla de vencerme!», se dice Thomas, asaltado por un instante de un leve remordimiento. Pero continúa andando, y una decena de metros más allá, después de que el pasillo vuelva abiertamente hacia la izquierda, desemboca ante la gran puerta que había visto la noche anterior, pero que no abrió entonces; ya había producido un ruido del diablo sólo con manosear el pestillo en la oscuridad. Esta vez, una escalera recta aparece al otro lado del batiente. Sube por ella. La puerta de arriba está provista de dos cerrojos que sólo hay que descorrer. Un instante después, Thomas está en el centro de un abrazo de estrellas, en plena noche y en pleno cielo. Tras los cuatro días de enclaustramiento que se ha impuesto, revive y respira con avidez. Tres pasos le conducen sobre un canalón de piedras sobre dos tejados. Le envuelve un aire tibio, cargado del olor de las tejas romanas recalentadas por el sol del día transcurrido. Sus ojos se acomodan en seguida a la luz de acero negro: aunque no distingue la ciudad que está bajo él, descubre en cambio la arquitectura tectónica de las azoteas imbricadas muy estrechamente entre ellas, lo cual le hace preguntarse si realmente existen unas calles debajo. Divisa la silueta humana del centinela próximo a él, pero adosado a una chimenea hasta formar cuerpo con ella. Y ve, sobre todo, el gran campanario hexagonal de la catedral Saint-Sauveur, más allá de la torre de la campana, coronada ella misma por su araña de hierro.

Está en Aix-en-Provence.

Gregor Laemmle está a menos de veinte metros de su presa, aunque él no lo sabe todavía. No lo sabe y, sin embargo, tiene como un presentimiento. Ha rehecho veinte veces su razonamiento de Bandol, y dieciocho veces de cada veinte no le ha encontrado un fallo. (Completamente idiota, ciertamente, pero irrefutable, desde el punto de vista de la lógica y de lo que él sabe de Maria Weber).

Y además, ¿acaso tiene dónde elegir? O seguir su instinto de cazador o bien fiarse de un Jurgen Hess, de los mercenarios de Henry Lafont o, lo que es más ridículo todavía, de la gendarmería francesa.

Durante las setenta y dos últimas horas, ha recorrido todas las librerías de la ciudad. Componiendo en su rostro una expresión de incomodidad y de temor, ha contado que, como está sin recursos desde que ha huido de París, trata de sacar dinero con el único bien que le queda: una colección de libros antiguos; ha dado a entender que es judío, considerando que esto puede ayudarle. A lo largo de estos paseos, ha podido establecer una lista de personas que poseen bibliotecas importantes. Ocho o diez nombres de bibliófilos. Ya ha descartado a la mitad, por razones diversas y especialmente por el hecho de que algunos sospechosos están rodeados de niños: «Si yo fuera Maria Weber, no colocaría a mi retoño, tan inteligente y tan solitario, en medio de otros críos que, además, podrían hablar».

Quedan cuatro nombres en la noche de su tercer día en Aix. Y entre esas cuatro direcciones, dos de ellas corresponden a quintas situadas en el campo, lo que no encaja en su teoría.

Ese tercer día concede audiencia a Jurgen Hess. Ha procurado que la entrevista sea discreta. No quiere ser visto en compañía de su adjunto que, aunque sabe perfectamente el francés y lo habla de maravilla, sin ningún acento, no deja de tener por ello, y furiosamente, una cabeza de teutón. Hess es, por otra parte, bastante guapo, a la manera nórdica, y dicho sea de paso, comienza a hacerse preguntas con respecto a mí; todavía no es el momento de jugar a los amotinados de la Bounty, pero esto podría llegar. Muy divertido.

En una habitación de hotel, Hess comienza a relatar interminablemente lo que ocurre aparte del juego: la guerra, las guerras en curso, lo que sucede en el Este o en el Oriente o en países tan ridículos como la Cirenaica, lo que va a pasar al otro lado del canal de la Mancha en cuanto desembarquen en casa de los ingleses. («¡Ojalá no pulvericen a mi sastre!», piensa Gregor Laemmle, a quien, aparte de esto, le traen totalmente sin cuidado todos esos cataclismos). Gregor Laemmle no lee nunca ningún periódico —aparte de las secciones de libros y de arte—, ni escucha ningún boletín informativo.

De todos modos, llega un momento en que Hess pone término a sus comunicados. Llega a la investigación pendiente y exhala en el acto su odio: se ha encontrado a aquel hombre que seguía en moto a los españoles; le han degollado y su cuerpo ha sido enterrado a pedradas en un hueco de la roca; «esos hombres son unos salvajes». Hess dice también que ha reforzado sus contactos con el hampa de Marsella y de la Costa por mediación de Spirito: la caza a los refugiados españoles está en su apogeo y acabarán cogiéndoles…

—Muy bien —responde Gregor Laemmle, por una vez en un tono desprovisto de sarcasmo. Todavía no le ha dicho nada a Hess de sus propias investigaciones, de sus confusos cálculos, «porque me creería loco».

Pero tiene otra razón para callarse. Esto se le ha ocurrido cuando caminaba bajo la bóveda de plátanos del paseo de Mirabeau, yendo a aquella cita, en un pequeño hotel próximo a la estación. Le vino de golpe, en uno de esos vaivenes del corazón y de la cabeza a los que está sujeto a veces, y que le precipitan en un asco general de la vida y sobre todo de sí mismo. Nunca ha tenido la menor duda sobre la fabulosa estupidez de Schädelbohrer, las sumas en juego siempre le han parecido extravagantes, desmesuradas, y le parece de una claridad cegadora que Thomas el Viejo, en el momento de morir, lanzó esa cifra de setecientos veinticuatro millones de marcos con el único fin de burlarse de sus verdugos y de envenenarles la existencia: en cierto modo, un arranque de su honor de banquero. Hace falta ser estúpido como un nazi para no verlo. Pero Schädelbohrer ha tenido al menos el mérito de hacerle pasar agradablemente estos tres últimos años; sobre todo desde que, tan extrañamente, se ha apasionado por ese juego, por ese duelo de inteligencia con una mujer.

Pero ahora, precisamente, todo el asunto le parece de pronto insoportable, e incluso le repugna. Responde cualquier cosa a Jurgen Hess. Por eso da su beneplácito a una estrategia que sin duda habría rechazado en tiempo normal: su acuerdo para una búsqueda sistemática del Hispano-Suiza, por todos los medios, en una acción casi concertada de la policía francesa, de la Gestapo también francesa de Lafont y de Bonny, y del hampa marsellesa. Su premio: dos millones, y prima doble si el descubrimiento del coche acarrea el del muchacho, y multiplicada por diez si conduce a los cazadores hasta la Mujer.

Deja a Jurgen Hess. Sube de nuevo hacia el paseo Mirabeau, atravesando el damero del barrio de Mazarino, cercado por las fachadas de palacetes particulares. Cena, horriblemente mal, en un restaurante de la calle de Lacépède, donde es evidente que han desconfiado de él, rechazando su dinero y tomándole sin duda por un controlador del mercado negro.

Su oscuro asco se ha acentuado. Ya ha tenido antes esta crisis, y probablemente tendrá otras en lo sucesivo. Pero en este caso concreto…

Por su intensidad y su persistencia aviva su antigua obsesión por el suicidio.

Sin embargo, es mucho menos tranquilizadora que de costumbre. «Es preciso que esté exaltado…».

Tras haber cenado, Gregor Laemmle va a tomar un sucedáneo de café en la terraza del Deux Garçons. Ésta está vacía; hay que tener en cuenta que la reapertura del curso universitario no ha tenido lugar todavía. Si es que es posible que, en este mundo loco, haya una reapertura de curso. Gregor Laemmle se va del Deux Garçons. Después de haber oído y comprendido muy bien las observaciones hechas sobre él por un camarero. El cual no se ha dejado engañar por su camuflaje helvético, y le ha considerado alemán. Por primera vez en su vida, Gregor Laemmle ha experimentado una breve pero violenta llamarada de odio. Que le traten de puerco boche[3] aún puede pasar; en cualquier otra circunstancia más bien le habría hecho sonreír… Pero que este analfabeto de uñas sucias pueda pensar por un segundo que no lo haya comprendido le llena de furor: «¡Hablo francés mil veces mejor que él!».

Está casi a punto de llorar.

Ha preferido volver a su hotel, próximo al establecimiento termal, por el laberinto de callejuelas de la ciudad vieja. Deben de ser las diez. En el ángulo de dos calles, entra maquinalmente por la izquierda. En principio, sin saber por qué (todavía está odiando al camarero). Cincuenta pasos más allá, descubre la razón de su cambio de rumbo: tiene a la vista una plaza encantadora, semirrectangular, levantada alrededor de una fuente. Y el recuerdo vuelve a su memoria. Aquí vive uno de los dos coleccionistas de libros cuyos nombres ha seleccionado. Un tal Apprinx, coronel retirado de más de ochenta años de edad; «mañana comprobaré si, en los últimos días, por un azar milagroso, no habrá heredado algún bisnieto».

Se interesa por mañana, lo cual significa que va a sobrevivir a esta noche y a aplazar su propio exterminio. Ahora se da cuenta de que el estúpido camarero ha conseguido ponerle rabioso.

Contempla la plaza bajo la luna, y la fachada del edificio. Va a levantar la vista cuando el presentimiento le asalta. Está temblando. No mira hada el tejado. «Si Ella se ha ocultado aquí, los guardaespaldas españoles no deben estar muy lejos, acechando. Indudablemente, debe de haber uno en el tejado, o detrás de esas persianas cenadas, y otro en el otro lado de la calle, detrás de mí, en el edificio de enfrente, de forma que pueda vigilar las idas y venidas. En tal caso, que sería extraordinario, pero perfectamente verosímil, me están mirando en este mismo instante. ¡Sería paradójico que me matasen precisamente cuando acabo de rechazar la idea del suicidio!».

Si se descuida, sentiría hundirse bajo su omóplato izquierdo la hoja de un cuchillo.

Se da la vuelta y reanuda su marcha.

La crisis ha terminado y ha acordado consigo mismo una tregua de armas.

El acoso se inicia de nuevo.

Thomas está tendido boca abajo sobre las tejas calientes. A quince metros por debajo de él y en la calle, sigue con la mirada las evoluciones de un hombrecillo regordete, pero presumido, vestido con un traje claro, cubierto con un sombrero blanco y amarillo, y calzado con unos zapatos que hacen juego con la ropa. El hombre ha venido por la derecha, se ha detenido dos o tres segundos, ha mirado la fuente y quizá también la fachada; ahora se aleja, hacia la izquierda.

Pronto desaparecerá por las oscuras callejuelas. El ruido de sus pasos comienza a disiparse.

Thomas dice en voz baja:

—¿Miquel?

—¿Sí, Thomas?

—¿Habéis matado Javier y tú al hombre de la moto?

—No se preguntan esas cosas.

—No he oído tu fusil. No hace mucho ruido, pero de todos modos… Creo que ha sido Javier quien le ha matado. Con su cuchillo. Tanto mejor. Espero que Javier le haya hecho mucho daño.

No hay respuesta.

—No debo hablar, ¿verdad?

—No debes hablar, Thomas.

El hombrecito de la calle ha desaparecido (se ha ido por la derecha, hacia el ayuntamiento). «Me pregunto —piensa distraídamente Thomas— si no ha tenido intención de mirar hacia mí y luego, en el último momento, ha cambiado de opinión. De cualquier modo, es extraño el gesto que ha tenido». Archiva el hecho en su memoria, por si acaso. El instinto de rata. Ahora, la calle está desierta. Thomas se desplaza algunos centímetros, colocando sus delgados y estrechos hombros entre dos alineaciones de tejas. Por encima de él, el cielo nocturno, muy hermoso. A él siempre le ha gustado subir a los tejados y contemplar el cielo por la noche. Una vez —hace ya mucho tiempo, cuatro o cinco años por lo menos— intentó imaginar el infinito. No hubo nada que hacer. Para llorar de rabia.

—Tengo ganas de hablar, Miquel.

(A decir verdad, sólo ve a Miquel como una sombra indistinta). Piensa que Miquel está de pie, con la espalda contra la piedra, el fusil en el pliegue del codo, con el cañón vertical y las manos flojas, como todos los tiradores muy rápidos y muy precisos; nadie en el mundo dispara tan veloz y tan exacto como Miquel.

Soy un hombre —dice Miquel—, soy un hombre que sabe escuchar muy bien.

—¿Volverá pronto Javier?

No sé.

—¿Sabes tú adonde ha ido?

—No.

—¿Me dirías adonde ha ido si lo supieses?

—No —responde Miquel, tal vez con tristeza en la voz.

Thomas asiente. Se mueve de nuevo y esta vez consigue encajar sus hombros y su cadera entre las tejas. Sus ojos están abiertos como platos. Susurra de nuevo:

—Tomeo dice que me equivoco al encerrarme aquí en mi habitación, desde que hemos llegado, al no querer hablar con mi nuevo abuelo.

—Opino lo mismo que Tomeo —dice la voz de Miquel el Invisible.

—Tomeo dice que mi nuevo abuelo el coronel es un hombre muy amable.

Yo lo creo también —dice Miquel—. Yo lo creo también.

Thomas asiente otra vez. En realidad, desde hace unos segundos está llorando. Muy suavemente, sin el menor ruido, una gruesas lágrimas manan de sus ojos. Ha contenido sus lágrimas durante días y días, pero ahora, realmente, ya no puede más:

—Papé Allègre era amable, Mamé Allègre era muy amable. Y están muertos. ¿De qué sirve querer a las personas cuando sabes que van a morir precisamente porque son amables? ¿Cuando sabes que van a morir por tu causa?

Largo silencio.

—Realmente no sé lo que debo responderte, Thomas.

—Sin embargo, eres un adulto.

—Sólo tengo veintidós años. No soy muy viejo.

—Eres por lo menos dos veces más viejo que yo. Y has matado a gente.

—No soy muy viejo, veintidós años. Y no está bien matar a las personas como si fueran jabalíes; eso te pone muy enfermo. Y no soy muy inteligente; tú eres mucho más inteligente que yo, mucho más.

«Ya está —piensa Thomas con una inmensa amargura—. Ya me hablan de nuevo de mi inteligencia… ¡Ah, sí, es realmente útil ser inteligente! Quizá se comprenden con más rapidez las cosas; sólo que, cuanto mejor y más rápido se comprenden, más complicadas parecen y más desgraciado es uno. ¡Ah, sí, es realmente útil!».

Llora con cálidas lágrimas, llora como una catarata con todas las presas rotas. Ya ni siquiera tiene el recurso, o apenas lo tiene, de verse llorar, de verse desde fuera, de ver al muchachito acostado sobre las tejas de una techumbre de Aix, de un tejado entre otros mil tejados incrustados los unos en los otros y muy estrechamente ajustados, como las piezas de una armadura. Si consigue proyectarse fuera de sí mismo en las estrellas, sólo es a ráfagas, demasiado breves para servir de algo; ni siquiera esta fórmula funciona.

Llora durante dos, tres minutos, y finalmente deja de hacerlo. Todo vuelve de nuevo a pasar por el tamiz, todo está descortezado. Advierte que Miquel no se ha movido, y le está agradecido por haber permanecido en la sombra esperándole, por haber comprendido que no quería ser consolado.

Ni siquiera por Ella, si Ella estuviera aquí. Por Ella menos que por nadie; sería la peor de las cosas que Ella le viese llorar y pudiese creer por un solo instante que no podía contar con él.

Ahora todo está claro en su cabeza, ha recobrado lo esencial de su terrible y anormal lucidez. Entonces dice, expresamente en alemán, en un tono de conversación muy trivial y contemplando el gran cielo negro:

—Sólo soy un muchacho de once años y que algunos días está muy triste, que está separado de su madre, a la que ama más que a nada en el mundo, y que incluso se ve obligado a decir que no quiere verla, cuando ya hace dos años y algunos días que espera que regrese minuto a minuto. Porque, como al parecer soy muy inteligente, he tenido que ser yo el que decidiese no verla. Y lo he hecho, y he dicho lo que se esperaba que dijese. A pesar de que tengo la pesadumbre de un niño que no tiene a su mamá. A pesar de que estoy muy triste y de que soy muy desgraciado. A causa también de Papé y Mamé Allègre, que sin duda están muertos, porque, si no, no me habrían ocultado el periódico como lo han hecho. También soy desgraciado a causa de mi amigo el de los dedos cortados, y no digo su nombre para que tú no lo reconozcas, tú que escuchas, apoyado en esa maldita chimenea; estoy triste a causa de él, que se ha ido a ver a mi madre y que no regresa, y que tal vez lo han matado ya, también a él. Como probablemente os matarán a todos, a ti, que me escuchas, y a tus amigos, que me protegen. Como matarán también a mi nuevo abuelo. Eso hace que piense cada vez más en irme, en marcharme solo; me parece la única solución, no hay otra, y además me ahogo; soy demasiado desgraciado, tal vez yéndome lo sería un poco menos y dejarían de matar a los que me quieren.

Silencio.

Los ojos grises de Thomas, abiertos de par en par, descienden y miran fijamente la sombra de la chimenea.

—Yo no sé alemán —dice la voz de Miquel—. No te he entendido. Ni una palabra, ni una sola palabra.

—Ya lo sé —dice Thomas.

Cuando desciende del tejado, Thomas camina por el largo pasillo que sirve de columna vertebral al piso. En un extremo del mismo aparece Tomeo, surgido de la antecocina, en la cual permanece desde su llegada a Aix. Ve avanzar a Thomas y su cara redonda expresa una inquietud apesadumbrada; pronto hará cinco días que trata de sacarle de su postración. Sus brazos cortos y gruesos se balancean, pero debajo de su camisa se ve el bulto que hace la pistola metida en su cinturón.

—Todo va bien ahora —le dice Thomas en español.

Sonríe a Tomeo. A la derecha de Thomas está la puerta entreabierta del gran salón, que recorta el mismo rectángulo de luz. Llama en el batiente y luego, al oír la invitación de entrar, entra. Su nuevo abuelo tiene unos bigotes blancos, unos ojos muy azules y el rostro liso y rosado; es casi el duplicado del Hombre del Quepis Azul cuyo maldito retrato está por todas partes, como hacen los indios con sus tótems, según Louis Boussenard. A pesar del calor de la noche, el viejo ha colocado sobre sus rodillas una manta de cuadros rojos y azules. Está leyendo y, a cinco o seis metros de distancia, Thomas ve que el libro se titula Rosas y manzanas, de alguien llamado J. Psichari.

—He venido —dice Thomas, que se mantiene muy erguido y que usa esa voz clara y tranquila que imita de Ella—, he venido a presentarle mis excusas. No habría debido negarme a salir de mi habitación. Espero que usted tenga a bien perdonar mi actitud.

Se consideran el uno al otro, sin decir una palabra más, y después las miradas de ambos resbalan hacia el tablero de ajedrez colocado en una mesa baja que está a la izquierda del coronel.

—Le dejo las blancas —dice Thomas—. ¿Cómo debo llamarle?

El coronel finge reflexionar, inclina la cabeza.

—¿Abuelo?

—Preferiría señor —dice Thomas—. Si eso no le contraría.

—¿Por qué no? —dice el coronel—. Yo mismo llamaba «señor» a mi padre y a mi abuelo. ¿Hace mucho tiempo que juegas al ajedrez?

—Desde que era muy pequeño —dice Thomas, adelantando también el peón de rey.

En los primeros minutos se concentra de verdad en la partida. No sabe si el coronel es muy fuerte o no lo es.

Pero no es muy fuerte, solamente fuerte. A no ser que lo finja, lo que siempre es posible. ¿Acaso quiere dejarme ganar porque cree que así puede consolarme? ¡Eso me irrita enormemente!

Ese pensamiento le ocupa durante tres o cuatro minutos, mientras sigue jugando. Hasta que adquiere la convicción de que no; decididamente, el coronel no es realmente fuerte.

Da mate al coronel en veintitrés jugadas.

—¿Contra quién juegas habitualmente?

—Solo —responde Thomas—. Habitualmente juego solo.

Durante la segunda partida, su atención se aleja cada vez más de las piezas de marfil. Ha echado una ojeada a la serie de dobles ventanas, que seguramente dan a la plaza de la fuente y cuyas cortinas están echadas.

En principio, Joan Llull ha debido apostarse al otro lado de la calle, en el segundo piso del edificio de enfrente, y vigila la fachada. Tomeo está en la antecocina y Miquel está en el tejado (según Tomeo, Miquel duerme en una habitación de la casa vecina, pero desde su ventana puede pasar a los tejados cuando quiere). Todo está en orden.

Inmediatamente después, la atención de Thomas se dirige al coronel mismo. Es cierto que es amable; «demasiado viejo y torpe e incluso un poco tímido conmigo, pero amable; tengo tiempo de quererle un poco, no será muy difícil; puedo quererle durante cuatro o cinco días, y eso no será demasiado peligroso para él, puesto que voy a irme…».

Porque su decisión ya está tomada: esperará cuatro o cinco días todavía, pero está decidido. Si Javier no ha regresado aún en esos cuatro o cinco días, él se irá. Es un miércoles por la tarde. Se irá en la noche del domingo al lunes.

Ni siquiera Miquel, con sus penetrantes ojos, le verá marcharse.

Él sabe lo que debe hacer para escapar sin ser visto por nadie.

Lo mismo que sabe adonde ir, y con qué objeto.

Gana la segunda partida con más facilidad aún que la primera. Mate en dieciocho jugadas. A pesar de que no ha estado demasiado atento, ocupado como está en reflexionar de verdad.

En el transcurso de los tres días siguientes, Gregor Laemmle se asegura de que su presentimiento está bien fundado. Toma las más minuciosas precauciones para verificar una por una sus hipótesis; se reprocha a sí mismo el haber pasado estúpidamente por delante de la fachada del inmueble donde vive el coronel Apprinx. Ni siquiera de noche. O sobre todo de noche. Era la última imprudencia: habría podido ser observado, y quizá tal vez lo ha sido.

Dicho esto, está maravillado, estupefacto, regocijado por los descubrimientos que ha hecho (como filósofo, los presentimientos y otras intuiciones le inquietan enormemente; esas certidumbres irrazonadas deberían ser proscritas). Hasta el menor de sus cálculos, a pesar de parecer extravagante, se ha revelado exacto. ¿No había imaginado que un vigía debía estar apostado normalmente en alguno de los pisos de enfrente? Pues bien, ése es el caso: he aquí que hace cinco días, unas treinta y seis horas después del cerco de la villa roja, un tal Jean Llop, nacido en Colliure, representante de comercio, se ha instalado en un alojamiento de tres habitaciones del segundo piso; sus ventanas ofrecen una vista perfecta sobre la puerta de entrada del coronel retirado Apprinx. Y ese presunto Llop es originario de la Cataluña francesa, lo mismo que el llamado Xavier Giménez. Aún hay más: el mismo día que Llop, un tal Michel Boyer, procedente de Toulouse, ha alquilado una habitación de criada que, en principio, no tiene ninguna relación con el piso de Apprinx…; pero estudiando el terreno con los prismáticos, desde la plataforma de la Torre del Reloj (como Gregor Laemmle ha hecho), se comprueba en seguida que la ventana de esa habitación permite fácilmente llegar a los tejados próximos.

Y aún hay más: el coronel Apprinx, que hasta ahora vivía solo con una gobernanta-cocinera casi de la misma edad que él, ha cambiado radicalmente, en veinticuatro horas, su modo de vida: ha recogido a uno de sus bisnietos, procedente de Dijon, y, para ayudar a la vieja, ha contratado a un muchacho de unos veinte años. Éste sería un sobrino lejano de la criada, se llamaría Thomas Vidal y habla el francés con un fuerte acento catalán.

Hasta el sábado, Gregor Laemmle no convoca a Hess; entonces le anticipa su descubrimiento. Con la satisfacción que esperaba: mientras los policías, los gendarmes, los hampones y los SS de paisano corren en todos los sentidos, él, Gregor Laemmle, sentado sobre su trasero rosa y utilizando únicamente su cabeza, ha resuelto solo el problema.

Una satisfacción de amor propio, ciertamente, pero también con pena, y casi con remordimiento: Gregor Laemmle ve claramente que está llegando al final del juego. Una vez capturado el Niño, obligar a la Mujer a rendirse sólo sería una rutina. Ineluctablemente, habrá puesto el punto final a Schädelbohrer.

«Ella tendrá que venir a mí. Si es necesario, para convencerla, un Soëft se dará el gusto de cortar en rodajas a su querido hijo. Ella vendrá y yo se la entregaré a Gortz, a Heydrich, a Himmler o a cualquiera que me lo pida por vía jerárquica, poco importa. Lo que cuenta es que la veré y que, necesariamente, me sentiré decepcionado: ¿cómo iba a estar Ella a la altura de los sueños que yo he concebido?».

Jurgen Hess es partidario de un ataque inmediato. Se compromete, en algunas horas y gracias a sus contactos con los grandes hampones de Marsella, a constituir un grupo de asalto mucho más eficaz que el que ha operado en Sanary. Reclutará a veinte o treinta hombres, cuarenta si es necesario. Repartidos en tres grupos: uno que abatirá al español en el edificio de enfrente, otro para ejecutar al centinela del tejado y un tercero (conducido por el mismo Jurgen Hess) para cercar el piso y para apoderarse del chiquillo. Hess asegura que podrá estar preparado desde esa misma tarde, en la noche del sábado al domingo. Estima que sería arriesgado esperar demasiado; el cuarto español falta a la cita, no ha sido localizado y probablemente es el jefe de los guardaespaldas, el Hombre de la Mano Cortada, cuyo regreso significaría sin duda un nuevo desplazamiento del Niño, esta vez con vistas a salir de Francia.

Gregor Laemmle piensa lo mismo. Ésa es, en realidad, la razón (atacar aprovechando la ausencia del llamado Giménez) de que se haya decidido a hablar con Hess, superando sus propias reticencias. Pero de eso a precipitarse…

Decididamente, no; una ofensiva demasiado apresurada no le conviene. Veinticuatro horas más o menos no cambiarán gran cosa: será en la noche del domingo al lunes.

Se levanta el mistral el sábado por la mañana, cortante y casi frío; abrillanta el cielo por encima de los plátanos, le restituye su verdadero color, de un sorprendente azul de Prusia. Después de haber concluido con Hess su conferencia de estado mayor, Gregor Laemmle se esfuerza en dar un paseo; él, que detesta todo ejercicio físico. Pero es una manera de reprimir su deseo feroz de sacar provecho del asunto del piso del coronel. Lugar en donde, por otra parte, ha prohibido a Hess que efectúe reconocimientos, porque «esos diablos de españoles tienen la vista aguda y les localizarían al segundo, sobre todo a usted, que tiene un excesivo aspecto ario». Todo lo más, ha autorizado una vigilancia desde lejos, y solamente por los hombres de Spirito.

Sale de Aix por la carretera del Tholonet y, por el solo hecho de que acaba de hacer a pie tres kilómetros de un tirón (distancia considerable para él), puede medir de repente lo poco en paz que está consigo mismo. Evidentemente, no es la carnicería futura lo que le turba: no ha vacilado en ordenar que no quede ningún superviviente…, excepto el Niño, por supuesto; está de acuerdo en que se ejecute no solamente a los tres españoles, sino también al coronel retirado y a su gobernanta. Nada de testigos. De este modo, en el caso extraordinario de que el muchacho no fuese capturado, los que tuvieran la tentación de albergarle sabrían lo que les espera.

Además, hay otra pregunta que, para Gregor Laemmle, es bastante más perentoria: la matanza haría que Ella reflexionase, si los dos muertos de Sanary no le han convencido ya. Ella estará psicológicamente debilitada.

La indiferencia habitual de Gregor Laemmle ante la muerte de los demás hace el resto. Hasta tal punto que él mismo ha pensado por un instante aprovechar la matanza para hacer asesinar al camarero del Deux Garçons que tanto le ha irritado. Habría bastado con contarle cualquier cosa a Jurgen Hess, por ejemplo que el hombre es un agente secreto de los españoles. Qué sensación tan embriagadora la de detentar el poder de vida o de muerte, por muy filósofo que se sea. Sonríe a una mujer que pasa, mucho mayor que él, con rostro cansado, no demasiado limpia y que no le devuelve su sonrisa. Gregor Laemmle piensa: «También a ésta podría hacerla matar, si me dejase llevar por la fantasía; incluso sería hacerle un favor».

El mistral le destoca, y ya se habría llevado su panamá si no hubiese tenido la precaución de sujetarlo con la mano. Continúa caminando, continúa pensando en Ella. Pronto la tendrá frente a él. Pronto sentirá esa decepción que Ella va a darle y que, por lo tanto, destruirá su sueño.

«Decididamente soy un hombre bastante complicado. Pero sólo los imbéciles son sencillos. ¡Y aun así, no puede uno fiarse!».

Thomas es ahora Rouletabille en El castillo negro, tratando de escapar de las garras de Kara Selim. Ha tardado cuarenta minutos en salir de su habitación, en seguir el interminable pasillo sin hacer crujir una sola tabla del parquet, en accionar el pestillo de la puerta, subir los primeros peldaños de la escalera que conduce al tejado, detenerse a media altura y volver a la derecha, entrar en el desván, bajo de techo, y trepar con extremadas precauciones hasta llegar al final, al tragaluz. Éste es tan estrecho que ningún adulto, ni hombre ni mujer, podría deslizarse por él. Thomas, sí. Pero muy justamente: sus caderas pasan al milímetro e incluso lo rozan.

E inmediatamente después, el vacío. Tanto más angosto cuanto que es negro, sin fondo; da la sensación de una tumba muy estrecha, llena de telarañas probablemente viscosas y de una gran cantidad de animales que se arrastran. «¡Qué miedo tengo!», piensa Thomas con toda la sinceridad del mundo. Ahora tiene todo su cuerpo en el exterior, excepto las piernas hasta las rodillas. Se encuentra en el espacio de sesenta centímetros de anchura que separa dos edificios de por lo menos diez metros de altura. Se mantiene en el aire, porque ha apoyado sus hombros en el muro de enfrente y empuja con toda la fuerza de sus riñones, como si quisiera separar los dos edificios el uno del otro.

«Realmente tengo miedo».

Saca un pie, lo aplica en seguida sobre la pared que le da frente, y eso funciona: no se cae. Retira su segunda pierna y la coloca al lado de la primera. No hay duda: se sostiene.

E incluso progresa, haciendo resbalar centímetro tras centímetro la suela de sus alpargatas. En principio, está verdaderamente encantado de la facilidad de la cosa; ¡qué extraño es ser como una mosca! Aquello viene en seguida, cuando se acerca a una pared que se ha propuesto franquear y detrás de la cual hay un canalón por el que deberá bajar para llegar a otro tejado, después a otro y aún a uno más y a otro tragaluz que le permitirá…

Aquello ocurre y todo sucede al mismo tiempo: en primer lugar, un jadeo terrible que ya no consigue controlar y que Miquel seguramente oirá; después, los primeros temblores de sus piernas, de sus muslos sobre todo, que se tetanizan, y luego el paso furtivo y ligero de Miquel en alarma, seguido de otros pasos, de un rumor de carrera muy silenciosa y de un ruido de lucha.

Y el primer disparo.

Seguido de otros disparos.

Gregor Laemmle está sentado en el asiento de atrás de un 15 CV Citroën. Soëft está al volante. También ha tomado asiento en él otro SS llamado Greifer. Ya sólo esperan a Jurgen Hess y al Niño para tomar al instante la carretera del norte, hacia la línea de demarcación que cruzarán con el fin de encontrar refugio en la zona ocupada, en la primera Kommandantur que aparezca.

Hasta el último momento, Gregor Laemmle le ha dado vueltas al cerebro para encontrar una buena razón, una sola, para aplazar el asalto hasta las calendas griegas. No ha encontrado ninguna. Por lo que sabe, el Hombre de la Mano Cortada no se ha unido todavía a sus compatriotas españoles; no hay duda que ha ido a dar su informe, tal vez la ha visto a Ella; habrá escuchado sus órdenes y, a su regreso, actuará, pondrá al Niño en sitio seguro, le hará salir del juego. Tergiversar no tendría ningún sentido. Lástima.

Un disparo, y luego otros tres.

—Exactamente a las dos de la mañana —dice Soëft.

El 15 CV de tracción delantera está aparcado bajo un porche, en una de las calles paralelas al paseo de Mirabeau. El coche está, a vuelo de pájaro, a ciento cincuenta metros del campo de batalla. Gregor Laemmle ha visto a las tropas ponerse en línea, ha asistido al cerco de este barrio tan tranquilo: una treintena de hombres como mínimo, todos furtivos pero seguros de sí mismos, fingiendo la mayor naturalidad, surgen, en grupos muy pequeños, para una Noche de los Cuchillos Largos al modo provenzal.

Otros disparos, más ahogados que los primeros, sin duda por la razón de que han sido hechos en el interior de las casas. Se oyen más disparos. Y de pronto se escuchan unos ruidos de carreras e incluso, con el sonido tan claro y tan tajante de un trozo de gruesa tela rasgada con un solo movimiento, el grito de un hombre precipitado en el vacío desde lo alto de un tejado. Aquí y allá, en las ventanas cercanas, se encienden unas luces. Gregor Laemmle echa pie a tierra.

—Ya no tardarán mucho —comenta Soëft.

Se refiere a Jurgen Hess y al Niño.

También quiere decir que no está muy lejos el momento de alejarse, que dentro de muy poco tiempo habrá que escapar, a toda velocidad, suceda lo que suceda. Gregor Laemmle no le responde. Da algunos pasos fuera del porche. Un extraño silencio se abate sobre el lugar de la batalla. Todo ha sucedido en un minuto, entre las primeras detonaciones y las últimas; es como el fin del mundo. Y, en teoría, esto ha debido de ser suficiente; ahora debería de haber cinco cadáveres: los de los tres españoles y los del coronel retirado y su gobernanta, más algunos cuerpos excedentarios si los españoles han tenido tiempo de responder antes de ser aplastados por el número.

Gregor Laemmle se aleja un poco del Citroën. Está ahora en la alineación de una calle, en cuyo final se divisa el paseo de Mirabeau. «Al parecer —se dice a sí mismo—, algo no ha funcionado tal como esperábamos…». Y una alegría bastante extraña se apodera de él, en realidad hecha de alivio. Ruido de pasos. No a su izquierda, por donde Jurgen Hess debería surgir, sino por el lado opuesto. Aparece un rubicundo policía francés, vestido de uniforme, sin aliento, que aminora su carrera cuando le ve.

—Parece que eran disparos.

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