Daddy

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Jurgen Hess dice que lo está. Sí, sabe que las órdenes eran de coger vivo a uno por lo menos de los guardaespaldas, pero no ha podido elegir: el que estaba en el piso se defendió con una vitalidad inconcebible, con los brazos y las piernas destrozados; después de haber abatido a tres de los asaltantes, continuó disparando y avanzando.

—Tuve que rematarlo; no tenía otra elección.

—La desaparición de usted no habría sido una pérdida, mi buen Jurgen. No ha cumplido mis órdenes. Por otra parte, ¿de qué es usted capaz? Si el Tercer Reich se hunde algún día, usted tendrá algo que ver en ello.

En la cabina telefónica del vestíbulo del hotel de los Trois Dauphins, Gregor Laemmle se divierte enormemente, bajo la mirada de un grupo de oficiales superiores italianos sentados no muy lejos de allí y que le miran sorprendidos. Gregor Laemmle pregunta:

—¿Y los ocupantes de la casa?

Se refiere, evidentemente, al coronel y a su gobernanta, pero no está tan loco como para pronunciar los nombres en un hotel. Hess responde que el coronel está vivo, y su gobernanta también; los ha hecho trasladar a una villa tranquila, para interrogarles… sin grandes resultados; no parecen saber gran cosa. Pero el coronel hablará, tarde o temprano.

—¿Y el Hombre de la Mano Cortada?

No le han visto en ninguna parte, responde Hess, que inicia una explicación de cómo le han buscado y, de repente, comienza a recriminarle: la desaparición de Aix de Gregor Laemmle le ha sorprendido, no tiene noticias de él desde hace veinticuatro horas. Encuentra anormal el que se haya mantenido alejado; por otra parte, se ha puesto en contacto con la Gestapo de París y…

Gregor Laemmle cuelga, sale de la cabina y, cogiendo una copa de chartreuse, la levanta a la altura de su rostro, saluda a los italianos, dos o tres de los cuales continúan lanzándole miradas intrigadas. Gregor Laemmle piensa: «Heme aquí con una sublevación entre las manos. El buen Jurgen ya casi está pensando por su cuenta. Decididamente, el nazismo ya no es lo que era». Camina por el vestíbulo y piensa por un instante en sentarse al lado de los transalpinos, aunque sólo sea para refrescar sus conocimientos de italiano. Pero en lugar de hacerlo, va hacia la puerta giratoria, transportando su copa de chartreuse como si contuviera nitroglicerina. A través de los cristales contempla la plaza Grenette. Sin verla realmente. Se siente extraño y casi a punto de caer en una de esas crisis que le precipitan en un inmenso asco de sí mismo y de la vida.

Está bebiendo un nuevo trago de licor cuando descubre al alto, rubio, encantador Soëft al volante de un coche parado, de guardia con dos de sus hombres, a la espera de una señal que le pondrá en movimiento. Y eso no es todo, naturalmente: otras piezas se han dispuesto también en los alrededores del hotel y en todo Grenoble. Unas piezas. La comparación con el juego de ajedrez se impone: «La reina blanca y la reina negra están en Grenoble y, claro está, yo soy la reina negra, protegida en todas partes por sus alfiles, sus torres, sus caballos y sus peones. ¿Pero quién protege a esa reina blanca de pantalones cortos?».

Un timbre de teléfono. Es para él. Voz de Joachim Gortz. Que se encuentra en París y acepta efectuar el desplazamiento, así como toda la maniobra que le pide Gregor Laemmle. Aunque no acaba de comprender su sentido.

—Probablemente es porque yo también lo ignoro —replica Gregor Laemmle. (Mientras habla, ha dirigido maquinalmente su mirada, no ya sobre los italianos, sino hacia la escalera que conduce a los pisos. No ha visto a nadie, ni el menor movimiento furtivo de un muchachito con pantalones cortos. Pero ha sentido algo. ¿O acaso su retina ha captado una sombra? Gregor Laemmle sonríe: «¿Me habrá interpretado, durante tres cuartos de hora, la comedia del sueño? ¡Ese pequeño monstruo!»).

—¿Pero por qué diablos ese chiquillo, que parece ser tan inteligente, no ha intentado huir de usted? —pregunta Gortz—. ¿Quién le protege?

—Excelente pregunta. Buenas noches, querido Joachim.

Una vez más cuelga y lame lo que le queda de chartreuse, lamentando no tener la lengua bastante larga para llegar al fondo de la copa.

Va a acostarse.

Al subir la escalera, en cada piso, espera, con una angustia leve, pero deliciosa, ver surgir al Hombre de la Mano Cortada. Que le cortaría en el acto la garganta.

Pero no.

El Niño duerme o parece dormir profundamente.

Quattermain se vuelve en su asiento y, por el cristal trasero del Chevrolet, lanza una última ojeada sobre su casa, delante de la cual continúa aparcado el Packard doce cilindros.

—Ni siquiera he tenido tiempo de sacar mis maletas. ¡Oh, Dios santo, he olvidado a Ginny!

—Podemos volver —dice Hobson.

—No tiene importancia. Continúe.

«Compraré en el camino las cosas que pueda necesitar. Después de todo, estaré de regreso dentro de ocho días…».

Se arrincona en el ángulo del asiento trasero. El emisario español está sentado a su izquierda. Ha mostrado un pasaporte extendido a nombre de Juan Vidal, nacido en Palma de Mallorca en 1905: tiene, por lo tanto, treinta y cinco años. Profesión: director de banco.

Muy poco tiempo después, el coche cruza la frontera canadiense y llega a Montreal una hora y media más tarde. Hobson se ocupa de los billetes, se los entrega y se va.

—¿Cómo llegaremos a Francia?

—Zurich está en Suiza.

—Hasta ahí, todavía llego —responde Quattermain riendo. («Este tipo es alegre como un banquero…»)—. ¿Cómo iremos a Suiza?

—De Montreal a Shannon, en Irlanda; desde Irlanda hasta Portugal, de Portugal a España, de Madrid a Zurich. Es cosa de tres días todo lo más. ¿Conoce usted España?

Quattermain ha estado una vez en Madrid y otra en Pamplona, en compañía de ese idiota de Ernest Hemingway, que estaba absolutamente empeñado en hacerle compartir su pasión por las corridas de toros.

—Debería ir algún día a Mallorca.

Ahora que está libre de la presencia de Hobson, el español se muestra un poco más prolijo. Revela que ya ha tratado con el Clan, al menos con los representantes de éste en España.

—En Barcelona asistí a una cena que estaba organizada en honor del señor Joseph Sowinski…

—Si existe alguna cosa que me interese menos que las actividades de los hombres de negocios de mi familia, me gustaría conocerla —comenta Quattermain.

El banquero español sonríe por primera vez. El avión cuatrimotor acaba de despegar y vuela hacia su primera escala: Gander, en Terranova. La noche cae. Seis horas antes, Quattermain se disponía a pasar tres apacibles jornadas de pesca, seguidas de una semana mano a mano con un metro setenta de carne rosada. «¿Qué estoy haciendo en este aeroplano?». Pero, a decir verdad, siente una excitación casi infantil.

El español habla del generalísimo Franco (él le encuentra mucho mérito), y luego de Francia.

Quattermain le mira estupefacto.

—¿Qué línea de demarcación?

En el transcurso de la segunda noche, la lluvia ha comenzado a caer sobre Grenoble y desde entonces no ha cesado. Gregor Laemmle camina bajo un gigantesco paraguas negro, igual que los que tienen los pastores y los curas de pueblo. Él odia positivamente este utensilio, casi tanto como las horribles ropas que lleva, compradas en Grenoble porque todavía no ha recibido sus maletas de Aix-en-Provence; «sólo por esta negligencia, Jurgen Hess merecería ser fusilado»; pero lo que abomina por encima de todo es ese ejercicio al que está dedicado por segundo día consecutivo: deambular por las calles de Grenoble siguiendo los pasos del Niño, que va delante de él, muy satisfecho.

Todo ha comenzado la víspera, cuando eran alrededor de las seis de la mañana: un ruido seco y repetido sacó a Gregor Laemmle de su dulce sueño, y cuanto más trataba de ignorar ese ruido, más insistente se hacía éste. Una vez levantado y envuelto en un cubrecama, salió de su habitación y recibió en pleno rostro la tranquila mirada de los ojos grises; ya vestido y todavía con los cabellos húmedos de la ducha, el Niño estaba sentado a la mesa del salón y, con el mango de un tenedor, golpeaba el borde de un plato:

—Si le he despertado, le ruego que me perdone.

—Me has despertado y ni siquiera son las seis de la mañana.

—De veras que lo siento mucho.

—Estoy seguro de ello —dijo Gregor Laemmle, que ha dormido unas tres horas en total (la víspera, husmeando en la biblioteca del hotel de los Trois Dauphins, cayó en sus manos el Henri Brulard de Stendhal, del cual ha leído casi trescientas páginas antes de que le viniera el sueño).

—Gracias por perdonarme —dijo Thomas con toda la cortesía del mundo.

Después de lo cual, añadió:

—Normalmente, tomo café con leche.

Con tostadas.

Y mantequilla.

Y mermelada de albaricoque (la de fresa no le gusta. A causa de las pepitas que se quedan entre los dientes).

Gregor Laemmle tuvo que salir al pasillo, llamar al camarero de piso, bajar hasta las cocinas, hacer su pedido y obtener, a cambio de veinte francos, la palabra de honor del cocinero de que el servicio tendría lugar en los cinco minutos siguientes. Todo esto dignamente envuelto en su cubrecama, casi sonámbulo pero emergiendo poco a poco de su torpor y extrañamente turbado por el placer experimentado al sufrir así las exigencias del Niño; y sin duda también por esa familiaridad naciente entre el Niño y él. Una vez vuelto a su habitación, se apresura a asearse; es una de las pocas veces en su vida en que renuncia a su baño muy caliente e interminable y se contenta con una ducha. Y algo peor todavía: la falta de ropas de recambio, sobre todo de ropa interior, que le obliga a ponerse de nuevo las del día anterior, lleno de repugnancia.

En el intervalo, han traído los desayunos.

—Tengo mucha hambre, señor Hubert Golaz.

—Golaz-Hueber. Si tienes hambre, come.

—No sé untar las tostadas con mantequilla.

Una impavidez total en la mirada gris: «Se burla de ti y tú sientes placer». Gregor Laemmle se dedicó a la confección de las tostadas: «—¿Quieres otra, Thomas? —Sí, por favor. Pero no me gustaría ser descortés, señor. —Dime, Thomas. —Usted no es bueno haciendo tostadas. Hay agujeros. —Lo hago lo mejor que puedo, te lo aseguro. Además, exageras: no hay agujeros en este pan. Incluso me pregunto si es pan. —Yo no hablaba del pan, sino de la manera en que usted pone la mantequilla y la mermelada de albaricoques. Hay agujeros. Aquí. Y ahí. Mírelo usted mismo. —Tendré más cuidado, Thomas. Ésta no está tan mal, ¿verdad? —No está tan mal, es cierto. Está mal, pero no tan mal. —¿Quieres otra, de todos modos? —Es que todavía tengo hambre. —¡Ya has comido siete! —Estoy realmente desolado, señor». Gregor Laemmle se dedicó a hacer una obra maestra de la octava tostada; contempló al Niño, que hincaba en ella sus dientes. «—¿Qué, Thomas? —Ésta está bien. Realmente bien. —Gracias, Thomas. Estoy muy contento por haberlo conseguido. Sólo tenía siete tostadas para entrenarme. —Pero, ahora, mi café está frío. ¿Podría pedir que me lo cambien, por favor?».

Gregor Laemmle camina por las calles de Grenoble bajo su gran paraguas negro. Esta segunda jornada ha empezado como la primera: el mismo levantarse con el alba, la misma ceremonia de las tostadas, la misma salida del hotel a eso de las siete y cuarto…

Y la misma deambulación absurda.

El Niño conduce la marcha. Después de tres o cuatrocientos metros, entra en una tienda, una especie de panadería; se ha colocado en la cola formada por las amas de casa (y Gregor Laemmle detrás de él). Las amas de casa han escrutado sin una atención especial a ese tándem, extraño en el barrio, constituido por un chiquillo y un adulto rechoncho con traje color crema y panamá, quizá demasiado sonriente. Cuando llega su tumo de hacer su compra a la panadera, el Niño dice: «No quiero pan, señora. Además, no tengo cupones. Sólo tengo un mensaje que debe usted dar al panadero: dígale que el perro del Hombre del Pie Torcido tiene escarlatina. Solamente eso: el perro del Hombre del Pie Torcido tiene escarlatina. Adiós, señora».

Da media vuelta y sale de la tienda (que Soëft y sus acólitos han cercado ya, discretamente).

Eso sólo es el principio. Dos calles más allá entra en un bar. Esta vez ha revelado al dueño, no menos sorprendido que la panadera, que viene de parte de Pistol Peter para anunciarle que «el lagarto tiene ahora plumas en el pico».

Y así sucesivamente.

En total, en esta primera jornada, treinta y siete tiendas, establecimientos y comercios diversos, incluso edificios públicos (en una estafeta de correos ha insistido para hablar secretamente con el jefe, con objeto de prevenirle de que «Rouletabille tiene tres cabellos»).

Pero la segunda jornada se ha anunciado en seguida con idénticos auspicios: hace cinco horas que caminan bajo una lluvia incesante. Ya han sido dados veintitrés mensajes, a veces en los mismos lugares que la víspera y a veces a interlocutores nuevos. No hay ninguna línea conductora en esta deambulación infernal a través de Grenoble. Pasan por delante de tal quincallería ignorándola por completo y vuelven allí una hora más tarde, al término de un itinerario de pura fantasía, casi tan extravagante como el mismo mensaje («Arsène Lupin ha revendido su pantalón»).

O bien desfilan cinco veces por delante de la iglesia de Saint-Joseph antes de entrar en ella para avisar al pertiguero (desconcertado) de la cita que tiene dentro de una hora en la playa con los Pieds Nickelés.

«Parece que es una emisora viviente de Radio Londres, en la serie Los franceses hablan a los franceses», piensa Gregor Laemmle, invadido por una oleada de sentimientos contradictorios, entre los cuales él mismo identifica una cierta exasperación, una propensión a la risa loca y a la admiración, e incluso un tierno orgullo: «Este adorable niño con ojos de ave rapaz me pasea, nos pasea, a Soëft, a sus hombres y a mí; nos pone en ridículo; ese pobre Soëft está a punto de volverse loco, mientras verifica todas esas direcciones, y yo mismo comienzo a derrumbarme en mis esfuerzos por mantener en la memoria esos mensajes absurdos que distribuye como un cartero en su recorrido».

Cosa que es, seguramente, uno de los fines perseguidos por el Niño. Porque, sin duda alguna, uno de los múltiples contactos establecidos en Grenoble debe de haber permitido al joven Thomas poner sobre aviso a los amigos de su madre.

—¿No tienes hambre, Thomas? Son las doce y media pasadas.

Las pupilas grises se apartan lentamente del escaparate de un anticuario, en cuya casa tal vez iba a entrar. Las miradas se cruzan y, aunque no pronuncian ninguna palabra, el intercambio, sin embargo, es claro: «¡Él espera que yo hable y que por fin le pida gracia!». Gregor Laemmle está furioso, al menos durante unos segundos: «Este pequeño mocoso está arrastrando tras él, en una farándula, a ocho o diez hombres…, entre ellos a mí. ¡Él lo sabe y se divierte! Cuando me bastaría una palabra, una orden, para que toda esta comedia cesase: le echarían la mano encima y le harían hablar por cualquier medio. Es lo que preconizan Hess, Soëft e incluso Joachim Gortz. Él debería comprender que, entre esos hombres y él, sólo estoy yo; yo y mis ideas singulares somos su única protección. Él…».

Un instante.

«¿Y quién le protege a él?», preguntó Joachim Gortz la antevíspera, por teléfono.

La respuesta es evidente:

«¡YO! ¡Yo, Gregor Laemmle!».

El Niño pega ahora la nariz en el cristal de un restaurante de categoría A (menús de treinta y cinco francos diez a cincuenta francos, precio máximo autorizado por el decreto ministerial del gobierno de Vichy, constituidos por entremeses fríos sin huevos ni pescado, y por un plato sin mantequilla ni azúcar, acompañado de veinte centilitros de vino solamente, todo ello mediante la presentación de los cupones prescritos).

El Niño pregunta:

—¿Qué es una juliana de colinabos?

—Una heroína de juventud —responde Gregor Laemmle.

«Él ha comprendido que yo espero que me conduzca a su madre, o que su madre intente quitármelo; sabe que otros, en mi lugar, estarían dispuestos a arrancarle los ojos para hacerle hablar. Mientras que, conmigo, tiene una posibilidad. Me desafía, como jugando al ajedrez».

—Ven, Thomas, vamos a otro sitio en donde podrás saciar tu hambre.

«Voy a concederle —a concederme— tres, no, cuatro días, hasta el lunes. Hasta el lunes por la noche. Entonces, que Soëft se las arregle. Hess no. Hess me lo desfiguraría».

En el restaurante de mercado negro a donde le ha conducido el Hombre de los Ojos Amarillos, le sirven pierna de camero con judías. Antes ha habido jamón de Parma con melón, y después habrá unas islas flotantes. Thomas ha comido ya todo lo que ha podido. En realidad, no está muy hambriento, pero lo que se hace hay que hacerlo bien, como decía Papé Allègre. Está terriblemente fatigado.

—¿Otra tajada de pierna de camero, Thomas?

—No, gracias, señor. De verdad que no.

—Yo creía que tenías mucha hambre.

—Ahora ya no tengo mucha hambre.

Terriblemente fatigado, y no solamente de las piernas. Es como cuando resuelves un puzzle. Eso lleva tiempo, sobre todo con los de cinco mil piezas. Hay que encontrar los bordes y clasificarlos en seguida por colores, incluso antes de comenzar.

Thomas ya ha clasificado, al visitar tantas tiendas. Ha respetado lo que Javier le había dicho: «Si sucediese algo, Thomas, con Joan, con Tomeo o con Miquel, pero sin mí, irás a Grenoble, a casa del vendedor de legumbres. Tienes su dirección, pero, cuidado».

—¿Tendrás aún bastante hambre para comerte el postre, Thomas?

La pregunta, hecha en alemán, ha estado a punto de coger a Thomas por sorpresa. Por poco responde directamente, sin reflexionar. «No estoy bastante concentrado; así es como se pierden las partidas». Abre sus grandes ojos, fingiendo no haber comprendido.

—Te preguntaba si todavía tienes bastante hambre para comer el postre —dice el Hombre de los Ojos Amarillos, pero esta vez en francés.

—Para el postre, sí —dice Thomas—. Me gustan mucho las islas flotantes.

«—Pero, cuidado, Thomas —le dijo Javier Coll—. Si están en Grenoble y tienes la impresión, solamente la impresión, de ser seguido, no vayas directamente a casa del vendedor de legumbres. O bien vas allí, pero de tal manera que los que puedan seguirte no adivinen que vas a una cita. ¿Comprendes? —Comprendo. —Piénsalo bien, Thomas. Puedo ayudarte a encontrar una solución, pero no estaré siempre a tu lado. Preferiría que pensases en ello por tu cuenta. Tómate tiempo, hablaremos mañana. Me gustaría saber si puedes encontrar algo realmente astuto; estoy seguro de que lo encontrarás». Thomas ha reflexionado, como lo hace cuando juega al ajedrez (es muy parecido), concentrándose, y la misma noche se reúne de nuevo con Javier, le explica lo que hará, en el caso de que esté en Grenoble, seguido por unos individuos, y sin nadie que pueda ayudarle aparte del vendedor de legumbres de casa Barthélemy, en la plaza de Sainte-Claire, ese Barthélemy que es mallorquín y de Sóller, lo mismo que Javier: irá a cincuenta o sesenta tiendas, incluso a más, y así, los que le sigan no sabrán en qué lugar tiene realmente una cita, sobre todo si habla a todos los comerciantes diciéndoles frases absurdas, como las de Radio Londres, como a mi tía le duelen las muelas; él incluso ha oído una verdaderamente divertida ayer por la noche. Bien, de acuerdo; éste no es el momento. «En todo caso, recorreré cincuenta o sesenta tiendas… o incluso más, ¿por qué no ciento cincuenta?, eso depende del número de comercios de Grenoble, que los seguidores deberán verificar y se volverán locos con todas esas frases que no quieren decir nada, excepto una, la que advertirá al vendedor de legumbres que tengo una absoluta necesidad de él, y pronto».

Thomas sale del restaurante detrás del Hombre de los Ojos Amarillos; «¡oh, oh, le duelen los pies!». Afuera, descubre otros tres hombres, además de los cuatro primeros, entre ellos el alto y rubio que esperaba en el coche delante del hotel la primera noche; «éste no puede ser Jurgen Hess, puesto que ha hablado por teléfono en el mismo momento. Debe de ser Soëft, o un nombre así. De todos modos, ya son siete. Tal vez no sean treinta, pero siete no está mal. Sin contar a los que todavía no he descubierto».

—Sigue lloviendo, Thomas —comenta el Hombre de los Ojos Amarillos.

—Pues sí —dice Thomas en un tono totalmente neutro—. Como llover, llueve.

«No te hagas demasiado el listo, Thomas», se dice éste a sí mismo.

—Y hace mucho frío. No quisiera que te enfriases.

«¡Y lo dice él! ¡Están dispuestos a cortarme como un salchichón, él y los otros, pero finge tener miedo de que me acatarre!».

—No tengo nada de frío, señor, se lo aseguro —dice—. Estoy realmente bien, con este abrigo y estos zapatos que usted me ha comprado.

«Comienza a estar harto de hacer tantos kilómetros por las calles de Grenoble», piensa Thomas caminando hacia esa plaza de la que ya conoce el nombre, porque la ha atravesado siete veces: la plaza de Verdún. Elige al azar una tienda en la que se venden vestidos de señora. Atraviesa de golpe la calle, corriendo, y se precipita dentro de la tienda (en el escaparate ve, con gran satisfacción, las consecuencias de su maniobra: todos los otros corren también). Thomas entra en el comercio y le comunica a la vendedora que «Bécassine ha comprado un bacalao que no está fresco».

—No le entiendo —dice la vendedora, justo en el momento en que el Hombre de los Ojos Amarillos llega, al fin, a la tienda.

—No haga caso: mi sobrino es bastante guasón.

Thomas se deja llevar afuera, dócilmente.

—¿Vas a continuar así mucho tiempo?

«Cuidado, empieza a ponerse nervioso».

—Acabaré en seguida, señor. Por hoy.

Presta también mucha atención a sus ojos: en ningún caso debe parecer que bromea.

Se pone de nuevo en marcha y esta vez entra en un restaurante; mensaje destinado a la cocinera: «Bibí Fricotin está en el tejado y come unas naranjas». Después, visita sucesivamente una mercería, un café en el que unos hombres beben, otra mercería, una zapatería, una empresa de pompas fúnebres («¿Está ya preparado el ataúd de Tarzán?»), una pastelería, la recepción de un hotel, dos cafés seguidos, una carnicería.

Ha atravesado la plaza de Verdón, ha cruzado dos calles, ha dado un rodeo hacia una iglesia cuyo nombre ignora.

Entra en un café en donde están bebiendo unos soldados italianos, en otra mercería más, en una primera tienda de frutas y legumbres, en un comercio de comestibles, en un almacén de muebles, en una oficina en cuya puerta se indica que se trata de Contribuciones Directas; allí aguarda su tumo y se empina sobre la punta de los pies para susurrarle a un hombre calvo: «He venido a advertirle de que Mandrake el Mago no ha pagado sus impuestos». Otro vendedor de muebles («Zig y Puce tienen un armario lleno de patatas fritas»), la misma iglesia de hace un momento pero en sentido contrario, un café más y después una escuela.

Parece desplazarse al azar, pero en realidad se aproxima a la plaza de Sainte-Claire…

Y ya está en ella.

Entra allí con la misma naturalidad de las veces anteriores y pronuncia una frase que tampoco tiene sentido. A pesar de que ha reconocido a Barthélemy, el vendedor mallorquín de legumbres, y experimenta de pronto un deseo muy fuerte y muy peligroso de arrojarse en sus brazos.

—A Guy l’Éclair no le gustan los peces rojos.

El vendedor de legumbres está clasificando sus lechugas, tarda cierto tiempo en levantar la cabeza y contempla a Thomas con aire impasible; parece que no ha comprendido el mensaje. No dice nada. El Hombre de los Ojos Amarillos y el vendedor de legumbres intercambian una mirada.

—No haga caso a mi sobrino; se divierte así —dice el Hombre de los Ojos Amarillos. («Ya ha dado treinta veces por lo menos esta explicación —piensa Thomas—. No tiene mucha imaginación; podría encontrar otra cosa. Yo, por mi parte, he encontrado cada vez una frase nueva»).

En la hora siguiente (las cinco de la tarde han sonado en la catedral de Grenoble y las calles se llenan de chiquillos liberados por las escuelas, mientras la noche se acerca rápidamente), Thomas se presenta sucesivamente en otros nuevos almacenes, tiendas y oficinas. Ya no puede más, le duelen terriblemente las piernas.

Realmente, ya es hora de que esto se acabe.

«Ya casi has terminado…

»Si el vendedor de legumbres ha comprendido, si hace lo que tiene que hacer… Pero tal vez no he hablado con el verdadero Barthélemy, quizás era su hermano o su primo; en la familia se parecen todos.

»¡QUIETO! ¡Te asustas por nada!

»Otras cinco tiendas».

Thomas mira la calle. Es la de la derecha, lo recuerda muy bien.

Otras tres visitas y la noche ha caído por completo. El frío es horriblemente frío; parece que la maldita lluvia va a acabar, pero eso podría muy bien significar que será sustituida por la nieve.

«¡Tengo un frío horrible, y qué cansado estoy!».

Otras dos más. «¿Cuál es la frase? ¡Ya no la recuerdo!».

—Es hora de que volvamos a casa, Thomas, ¿no te parece?

El Hombre de los Ojos Amarillos está plantado en la acera. Parece que no quiere seguir, que también está harto. Y hay en su voz una irritación muy inquietante. Thomas está a punto de entrar en la tienda de un vendedor de leña y carbón. Gira sobre sí mismo y mira detrás de él, hacia el Hombre de los Ojos Amarillos, que sigue sin moverse, y descubre una vez más al hombre alto y rubio que tal vez se llama Soëft, y a los otros seis.

No, son ocho. ¡Mierda! ¡Nueve en total!

Va a entrar en la tienda del carbonero, pero no lo hace. ¡Oh, maldita sea! ¡SE ACABÓ!

Ellos están allí. Los tres muchachos. Uno de ellos, al menos, le es conocido: estaba en casa de Barthélemy, el vendedor de legumbres.

La voz de Javier:

—Se llaman Mimi, Michel y Jacques, Thomas.

El Hombre de los Ojos Amarillos:

—Thomas, basta ya, ahora.

«Ahora o nunca», piensa Thomas.

Anda cinco metros más, deja atrás la tienda del carbonero y penetra en el café en el que ya había entrado una hora antes. Diez o doce hombres están acodados en la barra y beben vino blanco, al lado de unos jugadores de cartas. Thomas camina a lo largo del mostrador y, como en su visita anterior, se dirige hacia el dueño, que está detrás de la caja; echa una ojeada al espejo colgado en la pared y ve al Hombre de los Ojos Amarillos que se ha quedado en el umbral de la puerta, con el rostro realmente enfurruñado; «no está contento del todo». Thomas ha recorrido cinco metros, se infiltra en el grupo de los hombres acodados en la barra, tira de la manga a uno de ellos, adopta su voz más infantil, abre sus grandes ojos inocentes (ha elegido al que habla más fuerte: le ha parecido una buena idea) y dice en voz muy baja y muy rápida:

—Tengo miedo, señor. Ese hombre me ha seguido todo el tiempo, desde que salí de la escuela del Bon Pasteur. Ha querido tocarme y me ha pedido unas cosas muy sucias.

El Hombre de los Ojos Amarillos está intrigado, tal vez inquieto por ese cambio. Se aproxima lentamente.

—¿Ese tipejo rubio y rosado que acaba de entrar? —pregunta el hombre que habla muy alto.

—Ése. Ha puesto la mano en mi pantalón.

—¿Con que sí, eh? —dice el bebedor de vino blanco.

Se incorpora (y parece una montaña que se despliega; he elegido bien, piensa Thomas) y sus compañeros hacen lo mismo.

—Me parece, señores, que se acaba de producir una equivocación —dice el Hombre de los Ojos Amarillos con su voz más suave—. Resulta que yo soy el tío de ese muchacho y…

—¿Quieres decir su tía?

Thomas no espera más: se escabulle por la trastienda, que da a un patio en el que están alineados unos toneles. Se adentra en el pasaje cubierto que ha advertido la víspera, cuando dio expresamente la vuelta alrededor de la manzana de casas.

Una calle estrecha. Thomas corre por ella. Aparece una pequeña silueta, la de un muchacho joven, que le hace una señal: «¡A la derecha!». Thomas obedece y dobla la esquina, sin dejar de correr. Cuando ha andado unos treinta metros, le llaman:

—¡Thomas! ¡Por aquí!

«Sabe mi nombre», tiene tiempo de pensar Thomas. Ya le han hecho entrar en el pasillo de una casa, suben a una planta, entran en un piso vacío —sólo hay unos gatos— y salen por una ventana.

Un tejado y, después, otra ventana, que un adolescente cierra después de que él ha pasado:

—Me llamo Miquel. Soy uno de los hijos del vendedor de legumbres. Ven.

Atraviesan un piso donde dos ancianas hacen calceta y fingen no ver nada. Salen a un rellano, donde aparece una escalera: «¿Sabes montar en bicicleta, Thomas?».

—Un poco.

Nueva puerta, nueva calle, atravesada ésta como si no ocurriese nada. Se adentran en una callejuela, entran en una carpintería por la trastienda; trabajan allí tres hombres, pero ninguno levanta la cabeza. Está claro que no quieren ver ni oír nada.

Un pasillo. Están ahora en la tienda de un zapatero remendón, que tiene una puerta de cristales que da a la calle.

—Espera, Thomas.

Michel sonríe, con los ojos chispeantes de alegría.

—¿Nos divertimos, verdad?

—Enormemente —dice Thomas.

Que continúa alerta, dispuesto a escapar como un relámpago, pero su instinto le dice que todo va bien, que la carrera ha terminado, por el momento. Pasa cierto tiempo. «Van a venir, Thomas, tranquilízate. No sabíamos por dónde ibas a salir, así que te hemos esperado por todos lados. Felizmente somos tres». Finalmente aparecen otros dos muchachos, empujan la puerta vidriera y entran; uno de ellos, el más pequeño, es el que le ha hecho señas hace un rato.

—Mis hermanos —dice Michel—. El más alto es Mimi, y el otro es Jacques. Quítate tu abrigo, tu pantalón, tu jersey y tu boina, Thomas; y también tus zapatos. ¡Vamos, date prisa!

El cambio se produce en el taller del zapatero (el zapatero no está aquí, el chiscón está vacío, aparte de los cuatro chicos). Thomas se pone un pantalón que le aprieta, una chaqueta canadiense que casi le está bien, unos zuecos con suela de madera, un pasamontañas de lana roja y azul, y unos guantes también de lana; son las ropas del propio Jacques, que se pone entonces otras prendas sacadas de un fardo que transportaba su hermano mayor.

—¿Y mis cosas? —pregunta Thomas.

—Mimi se ocupa de ellas. Papá ha dicho que las escondamos. Ven. Thomas se encuentra en la calle, ante dos bicicletas, cada una de ellas enganchada a un pequeño remolque de contraplacado, con dos ruedas. Los remolques están llenos de verduras, sobre todo de escarolas.

—Pronto, Thomas. Pero, cuidado: ahora eres Jacques.

Michel ya ha montado en su bicicleta y le apremia para que haga otro tanto. Thomas se sube al sillín y se yergue sobre los pedales. Le sorprende el peso del remolque, pero acaba poniéndolo en marcha.

Ruedan ambos.

—¿Para quién son todas esas escarolas?

—Para las cabras, naturalmente —responde Michel, sonriente.

Quattermain está en Lisboa. Piensa en Ella, en Maria. Nunca había imaginado que Ella pudiera estar encinta, esperando un hijo como cualquier mujer, «pero yo tenía veintidós años, el Clan me acababa de incubar, estaba en la plena inocencia de la juventud, de la que aún no estoy seguro de haber salido. La conocí de pronto, un día, en la calle de la Estrapade, y me pareció que Ella había vivido diez existencias, que yo era un chiquillo y Ella era una mujer más allá de lo posible».

Durante las interminables horas en que las hélices de los sucesivos aviones han agitado tan laboriosamente el aire del Atlántico, el lento ascenso de los recuerdos ha proseguido. Sin orden ni razón, caótico. Amargo y, sin embargo, mezclado de dulzuras extrañas, al final dolorosas…, porque el pesar también ha aparecido: creía haber clasificado para siempre esas relaciones en el rango de los «amores de juventud». Por consiguiente, se había engañado, y eso le sorprende. Además, ha abandonado Vermont en una hora, como un ladrón sorprendido, en respuesta a una simple carta. He aquí algo casi inexplicable. «¿Seré un romántico?».

En lugar de darle miedo —eso sería exagerado— Ella le desconcertaba. Él le decía «te amo» (con la autoexaltación de rigor) y Ella reía: «Tal vez estás a punto de volverte adulto, David; pero el camino es largo todavía». Ella era extraordinariamente libre; una vez, en Sicilia, en septiembre de 1930, se había quedado desnuda para nadar y dorarse al sol, indiferente a las miradas de los pescadores; o bien cuando, bajo su blusa de Chanel, sus senos bailaban, porque nunca estaban sostenidos por nada; sin hablar del amor, y de sus maneras de hacerlo, y de decirle crudamente que tenía ganas de enseñarle a él, a Quattermain, cómo debía comportarse, precisamente para poseerla. Sin olvidar aquella inteligencia fulgurante, exasperada, lúcida hasta causar miedo, constantemente alerta hasta crear una opresión. Y a pesar de esto, aquellas bruscas inmersiones, aquellos silencios, inexplicables o al menos nunca explicados, aquella sensación que Ella daba entonces de ser bruscamente llamada a una realidad diferente, cruel (él incluso llegó a imaginar que Ella padecía alguna enfermedad incurable y que vivía febrilmente sus últimos meses con la certeza de una muerte inminente; pero no retuvo esta explicación, y, por otra parte, estaban aquella especie de guardaespaldas, tan misteriosos, que siempre la acompañaban).

En Lisboa, Quattermain se prepara para partir hacia Madrid. En la capital española debe tomar al día siguiente el avión de la Lati para Zurich.

—¿Solo? ¿No viene usted conmigo?

Juan Vidal, el banquero, niega con la cabeza.

—Yo no le serviría de nada en Suiza, señor Quattermain. Sólo iré hasta Madrid. Por lo demás, en la cita de Ginebra que le he indicado, alguien le esperará.

—¿Y cómo lo reconoceré?

—Le reconocerán a usted, no tenga miedo.

En ningún momento, durante el largo viaje, el español de Palma de Mallorca ha revelado nada referente a las «circunstancias excepcionales» mencionadas por Maria en su carta. Sin embargo, ha hablado bastante: de su querida Mallorca, de que está muy contento de haber podido volver a encontrar allí un empleo y de la pertenencia de Quattermain al Clan, cosa que le impresiona en extremo. Se extiende ampliamente (mientras Quattermain se hace el sordo) sobre los muy importantes intereses del Clan en la España del amado Franco.

«En resumen, parece sugerir que mi familia podría poner en juego su peso en este asunto. ¡Voy a relatar la historia a mi tío Peter! ¡O incluso a Larry!».

—¿Le han encargado que me diga algo?

—En absoluto.

—¿Quién le ha mandado que fuera a buscarme?

El español se ha cerrado como una ostra.

La excitación sentida a su salida de Vermont no ha remitido. Tiene cuatro horas por delante. Las emplea en deambular por Lisboa, callejea a lo largo del Tajo y por el enlosado del Rossio, la plaza mayor. Bebe el oporto de rigor, se encuentra inopinadamente en la calle del Oro y sube en el ascensor a la manera de Gustave Eiffel. «Voy a volver a verla»: no tiene otra cosa en la cabeza.

Vuelve al vestíbulo del hotel. Juan Vidal le espera allí y le entrega un sobre cerrado: «Debía haberlo llevado a América, pero hasta ahora no me había llegado».

Quattermain lo abre. En el interior hay unas fotos. Las fotos de un muchacho de unos diez años. Quattermain reconoce los ojos al momento: el chiquillo tiene los ojos de Ella; es alucinante.

—Yo nunca he visto cabras —dice Thomas.

—¿No las había donde tú estabas?

—Ni una. A no ser la institutriz, que tenía cabeza de cabra. Michel rompe a reír; «decididamente, éste tiene la risa fácil». —¿Y en dónde vivías?

—Lejos —dice Thomas, asaltado de nuevo inmediatamente por su desconfianza.

Atraviesan las antiguas murallas de Grenoble. Michel y Thomas arrastran con sus bicicletas los remolques y entran luego en la isla Verte. Michel habla sin cesar: dice que su padre es mallorquín (pronuncia «majorquín», como los franceses), pero su madre es de origen saboyano; que él sabe un poco de español, pero mejor el mallorquín. «¿Y tú, Thomas?».

—Ni el uno ni el otro —responde Thomas, todavía desconfiado.

Acaban llegando a una villa que está en un bulevar; las cabras que hay en el huerto comienzan a comer las escarolas; no tienen un aspecto muy inteligente. Michel sigue hablando: querría ser ingeniero y construir puentes. Entran en la villa, que está muy caliente y muy tranquila, y la fatiga hunde de repente a Thomas; la fatiga y un inmenso alivio: lo ha conseguido, ha escapado del Hombre de los Ojos Amarillos.

La va a encontrar.

Recuerda la cena con el vendedor de legumbres, con su mujer y con sus hijos. Esto le apesadumbra un poco, porque no ha dicho a esas personas tan amables lo amables que son, precisamente; pero se muere de sueño.

—Ve, muchacho.

Barthélemy, el vendedor de legumbres, le ha tomado en sus brazos y le ha transportado a su habitación: «No puedes más, pequeño. Duerme, descansa; aquí no te molestará nadie».

Thomas se abandona, por primera vez desde hace semanas. Es enormemente bueno tener a alguien que se ocupe de ti. Unas horas más tarde, se despierta bruscamente, descompuesto por completo, y descubre a Michel, que está junto a él y que le tranquiliza, dándole unos golpecitos en el hombro: «Has tenido una pesadilla, no es nada. Un día iremos a Mallorca los dos, iremos a Sóller; papá dice que es el rincón más bonito del mundo. ¿Quieres que te hable de Sóller?».

Thomas se duerme de nuevo, con una sensación de paz realmente extraordinaria. Por la mañana se despierta dulcemente. La madre de Michel y de los otros, la mujer de Barthélemy, le trae el desayuno a la cama. «Después irás a lavarte. Tienes que lavarte entero, por favor. Entero». Pero la mujer le sonríe y él casi siente ganas de llorar, a causa de esa sonrisa. Pero el mecanismo de siempre da vueltas en su cabeza y le regaña: «Eso es, déjate ir, abandona toda desconfianza y la próxima vez fracasarás; sin embargo, Ella te ha dicho miles de veces que no tengas confianza en nadie, y que hasta las personas que te quieren bien pueden hacerte daño, sin hacerlo expresamente».

Una hora después llega un hombre muy fuerte, con una sonrisa ancha como una puerta. Parece ser que es el tío Mathieu, el hermano de Barthélemy, el que tiene que llevarle a Suiza: «Todo va a ser muy fácil, pequeño, no serás tú el primero, ni el último. El tío Mathieu tiene una camioneta, pero no una cualquiera: en la caja, junto a la cabina, hay una trampa, y debajo un escondite; varios adultos han entrado allí, te sentirás cómodo. Vamos a salir. Si oyes que me detengo, sobre todo no te muevas; puedes respirar, pero nada más. Pero si me oyes cantar, entonces es que todo va bien: podrás dar unos gritos y, según el lugar, bajar y estirar un poco las piernas».

Se ponen en camino.

Thomas se duerme de nuevo.

Se despierta en cada parada, y se producen cuatro o cinco, pero en seguida reanudan la marcha. Thomas oye que el tío canta y, como tiene ciertas ganas de hacer pipí, golpea en la pared que tiene a su derecha. La camioneta se detiene en seguida. Thomas sale y descubre unas montañas nevadas, muy próximas. Hace pipí y el tío también.

—¿Hablas español, verdad?

—No —dice Thomas. (El tío le ha hablado en castellano).

¡Qué va! Lo entiendes muy bien. Según Javier Coll, que es de Sóller como nosotros, hablas el castellano como el Generalísimo.

—¿Quién es Ravier Coille?

El tío suelta una carcajada y mueve la cabeza: «Desconfiado como seis zorros, ¿eh? Pero es verdad que eres buscado, y no por los italianos, sino por los alemanes. Con los italianos se las arregla uno, pero con los alemanes… Pero ya se acabó, hemos franqueado todas sus barreras. Sube delante. ¿Tienes hambre o sed?».

Thomas preferiría quedarse en el escondite: no le parece muy prudente el hacerse visible. Pero el tío ya ha colocado en su sitio, encima de la trampa, las baterías de coche y los neumáticos que transporta.

Un poco después entran en una pequeña ciudad. «Annemasse», dice el tío. La camioneta pasa, por primera vez, por delante de una especie de escuela religiosa; un cura se quita la boina y se rasca la cabeza: «Eso quiere decir que todo va bien, Thomas. Podemos ir ahí». El tío da media vuelta un poco más adelante y regresa hacia la escuela. Esta vez entra en el patio. «Adiós, muchacho, y suerte. Saluda a Javier de nuestra parte».

Thomas se encuentra en una habitación. El cura de la boina, que dice ser el padre Favre, le enseña, por la ventana, un muro que hay en el fondo del jardín: «Suiza está justamente ahí, detrás de esa pared. Te traeré de comer dentro de un momento. ¿Quieres alguna cosa? ¿Un libro? Los tienes en la habitación de al lado. Pasarás la frontera esta noche».

«Todo va demasiado bien —piensa Thomas—; es demasiado fácil». Esto le sale del mecanismo que le grita en su cabeza, pero ahora, por una vez, no tiene muchas ganas de escucharlo: piensa solamente en Ella, que seguramente le espera al otro lado de ese muro.

El padre Favre le trae una bandeja, pero él apenas come. Para calmarse un poco, trata de jugar una partida en su cabeza, pero no está lo bastante concentrado. Lee. Ha encontrado un Gustave Aymard, La Grande Flibuste, que se desarrolla en Méjico, en la provincia de Sonora. Se duerme de nuevo, aunque después de haber leído las doscientas primeras páginas con su velocidad habitual, que tanto asombraba a Papé Allègre.

«No pienses más en él, deja de pensar. Ni en él ni en Mamé Allègre. Olvídalos a todos. Y también al vendedor de legumbres, y a los hijos del vendedor de legumbres. Y al coronel de Aix. No te sirve de nada, no volverás a verlos. Eso te hace daño, sólo daño. Aunque tengas una mala impresión, un presentimiento, como tú dirías. Sobre todo porque lo tienes».

Son las nueve de la noche. Thomas está ahora en el jardín y el padre Favre le hace señales de que no se mueva. Dos soldados italianos se pasean tranquilamente, se alejan y, en seguida, la curva del muro les oculta.

—Ahora —dice el padre Favre.

Thomas trepa por la escala y descubre entonces que no está solo. Hay siete hombres y mujeres que pasan con él.

—Rápido —cuchichea el padre Favre.

Uno de los hombres ayuda a Thomas a saltar al otro lado, empujándole hacia adelante. Todo el grupo está formado y avanza rápidamente, en la oscura noche. De pronto, se encienden unas linternas eléctricas y surgen unos soldados que llevan fusiles. «Todo va bien; son suizos, gracias a Dios», dice uno de los fugitivos.

Y el mecanismo, el instinto de rata, grita cada vez más fuerte. El hombre que le ha ayudado hace un minuto le pone una mano sobre el hombro: «Lo hemos logrado, muchacho; estamos en Suiza, nos hemos salvado». Thomas se desprende bruscamente y comienza a correr; galopa tal vez unos treinta metros y se abre ante él un foso en el último segundo. Se cae, tiene tiempo de levantarse, sigue corriendo directamente hacia un bosquecillo que apenas ve. Se adentra en él, y está a punto de dejarlo atrás cuando descubre ante él a otros soldados con linternas. Se introduce en la maleza, se esconde. Los soldados no parecen prestarle atención.

Se aproxima un camión, iluminado por los faros de otros coches. El grupo del que Thomas formaba parte sube al vehículo. «Voy a esperar a que se vayan, y después…».

Algo sucede: el hombrecito que acaba de explicarles que están salvados está hablando con los militares. Luego grita: «Ven aquí, muchacho; no tienes nada que temer. ¡Estamos en Suiza!». De pronto, los soldados dirigen sus linternas hacia la maleza, llegan hasta allí y uno de ellos sujeta por el brazo a Thomas y le conduce al camión.

Thomas sube a él, loco de rabia, y se encuentra al lado del hombrecito calvo, que le dice sonriendo muy amablemente: «He hecho esto por tu bien, muchacho. No tienes motivos para sentir miedo». Lo peor es que seguramente es sincero, el pobre diablo. Un odio terrible hace temblar a Thomas. El camión arranca; en su toldo de lona está colgada una bombilla eléctrica; dos soldados están sentados en la parte trasera, y realmente no hay manera de escapar.

Todo el grupo desciende delante de un edificio muy iluminado, al lado de unos raíles de tranvía, e incluso hay un tranvía con un letrero que dice «Ginebra».

Media hora más tarde, Thomas es presentado ante un hombre sentado detrás de una mesa: «¿Te llamas Thomas David Lamiel y has nacido en Lausanne?».

Pero es evidente que conoce la respuesta y que finge ignorarla.

«Sabía que yo iba a venir».

—Pasa a la habitación de al lado y espera —dice el hombre—. Vendrán a buscarte.

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