Daddy

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Daddy

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Esta última frase vuelve a dar a Thomas una pequeña esperanza. Pero dentro de su cabeza, sabe que no es verdad. Ella ya estaría aquí si hubiera tenido que venir; y si no le hubiera sido posible, Javier Coll o algún otro la habría sustituido.

Espera en una habitación, solo, con un soldado que no le quita los ojos de encima. Transcurre un largo rato.

Un ruido de pasos. Afuera hablan en alemán, pero Thomas sólo oye apenas algunas palabras, como «gracias», «agradecimiento», «servicio cumplido».

La puerta se abre y entra un hombre de cincuenta años por lo menos, con cabellos blancos, la cara rosada y los ojos azules. Está muy bien vestido. Sonríe a Thomas:

—Hola, Thomas —dice—. Te esperábamos desde que saliste de Grenoble. Me llamo Joachim Gortz.

En Zurich, donde su avión ha aterrizado, Quattermain sólo ha tenido tiempo de franquear el control: inmediatamente, un hombre se ha dirigido a él. Se ha presentado con el nombre de Moron, y como prueba de que es el mensajero de Maria ha mencionado el cuadro de Mondrian que había en la habitación del apartamento de la calle de Lille, en París, doce años antes.

—¿Le basta con eso, señor Quattermain? Puedo darle otras indicaciones si la primera no le parece suficiente.

Por pura curiosidad (no pone en duda la condición del emisario de Moron), Quattermain ha pedido, en efecto, otras pruebas. Aunque sólo sea por saber qué recuerdos de él ha conservado Ella.

—Un hotel de Zermatt donde usted rompió un jarrón de cristal; un restaurante de la calle de la Estrapade de París donde usted preguntó lo que era la gibelotte[4] un doble reventón en la carretera de Sevilla. No tengo ninguna más.

—Ya es suficiente —dice Quattermain sonriendo.

Sube con Moron al pequeño avión privado.

Llega a Ginebra. A un hotel del muelle Wilson, mientras el lago desaparece en la noche. Moron dice:

—Mi misión ha terminado, señor. Debe usted esperar, no necesariamente en su habitación, pero sí en el hotel. ¿Desea usted que le haga un poco de compañía, o prefiere estar solo?

Moron se va.

Han transcurrido seis horas cuando llaman suavemente a la puerta de la habitación de Quattermain. La talla del hombre que entra es semejante a la suya, pero su estatura parece impresionante, porque la fuerza emana de ella. Y Quattermain le reconoce de pronto, a tantos años de distancia.

—Deme la mano —dice—. No le he olvidado. Me hizo usted un signo con la mano cuando yo estaba en las escaleras de la estación de Marsella.

—Me llamo Javier Coll. Gracias por haber venido.

Su voz, en francés, está teñida de un acento cantarín como el que tienen las gentes de Perpignan o de Narbonne. «Me mataría si tuviésemos que pelearnos».

—Pero temo que haya venido para nada.

—¿Dónde está Maria?

—No está en Suiza. Pero hablaba del niño, señor Quattermain. Ha ocurrido algo esta noche, a algunos kilómetros de aquí.

Coll ha cerrado la puerta del pasillo, pero apenas ha entrado en la habitación: continúa apoyado en el marco.

—Ellos tienen como jefe —dice— a un hombre que se hace llamar Golaz-Hueber, pero cuyo verdadero nombre es Gregor Laemmle. Su presencia para dirigir la caza es poco comprensible: es un antiguo profesor de filosofía de la universidad de Fribourg…, del Fribourg alemán. Pero es temible: encontró la villa de Sanary, luego el piso de Aix-en-Provence y después al propio Thomas. Sin embargo, pensábamos hacer que Thomas pasase a Suiza, donde Maria quería que se lo entregásemos a usted. Pero ese Laemmle ha previsto nuestra maniobra. Ni siquiera he podido acercarme a la frontera francesa. Unos cordones de soldados me lo han impedido. Incluso han intentado detenerme.

—¿Dónde está…, dónde está Thomas?

—De nuevo en sus manos. No he podido hacer nada.

Javier Coll apoya la nuca en el marco de la puerta y cierra los ojos.

—En Suiza hay una policía —dice Quattermain.

—Llámela. Le dirán que ningún niño llamado Thomas Lamiel ha cruzado la frontera esta noche.

—¿Lo ha intentado usted?

Los ojos de Javier se abren y su mirada se fija.

—Perdóneme —dice Quattermain.

Por primera vez desde que ha entrado en la historia tiene una medida exacta de su carácter grave, si no trágico.

—¿Hay algo que yo pueda hacer?

Los ojos del alto español siguen clavados en él.

Ella le ha escrito esa carta por su propia iniciativa —dice al fin, con su voz lenta y un poco ronca.

—¿Tiene Ella alguna cuenta que rendirle?

—No.

—¿Quién es usted?

—Un viejo amigo y nada más.

—¿Le ha dicho lo que yo he sido para Ella?

—Sí.

Silencio.

—¿Dónde está Ella? —pregunta Quattermain.

Javier Coll se separa de pronto del marco de la puerta y camina por las tres habitaciones de la suite de Quattermain. Incluso, en un momento dado, desaparece de la vista de este último.

Luego vuelve:

Ella está dispuesta a cualquier cosa para sacar a su hijo de la situación en que se encuentra.

—¿Incluso a entregarse Ella misma?

—Sí.

—La Maria que yo conocí no habría cedido nunca.

—En aquella época, Ella no tenía un hijo.

—¿Dónde está Ella, Coll? Quisiera hablarle.

Hay un duro destello en los negros ojos.

—En ese caso, tendrá que ir a Francia.

La intuición aparece en Quattermain. «Ya estamos allí», e imagina durante algunos segundos un plan maquiavélico destinado a atraerle primero a Suiza, para después persuadirle de entrar en Francia, donde se le utilizaría —¿por qué no?— como un rehén, sin duda en razón de su pertenencia al Clan, «puesto que sin éste apenas valgo, aparte del dinero, y aun así…».

—¿A qué parte de Francia?

—A zona no ocupada.

Javier Coll contempla el lago, velado por una noche tan oscura.

—Si Ella hubiese pedido mi opinión, yo me habría opuesto, no habría recurrido a usted. Ignoro lo que le ha escrito.

—Parece ser que Thomas es mi hijo —dice Quattermain, descubriendo de pronto que eso es tal vez la cuestión esencial que quería plantear.

Ella nunca me ha dicho nada de su vida privada.

—No estoy obligado a creerle.

—No está obligado a nada, Quattermain. En lo que a mí concierne, puede usted regresar a América lo mismo que ha venido. Y olvidamos a todos. Ella me ha pedido que le traiga a Thomas. He fracasado y he venido a decírselo.

La irritación se abre paso dentro de Quattermain.

—¿Qué le sucederá a Thomas?

—Si no lo han hecho ya, le llevarán a Alemania. O, más probablemente, le conducirán a Francia. Ellos saben que un cambio sería mejor aceptado por Ella en Francia.

—¿Un cambio?

Ella por el niño. Ellos la quieren a Ella.

La impresionante silueta se mueve, vuelve de nuevo y pasa por delante de Quattermain.

—Y no hay nada que yo pueda hacer. Nada.

Javier Coll tiene ya la mano sobre la manilla de la puerta. Quattermain habla, consciente de la ingenuidad de su pregunta:

—¿Cómo estaba Ella la última vez que usted la vio?

Pasa un tiempo.

—Agotada —responde Javier Coll—. Es una mujer desesperada.

Y se va. Por una de las ventanas de su apartamento, Quattermain acecha su salida del hotel.

Pero nada. «Ha desaparecido como una sombra en la noche, después de haber dicho, delicadamente o no, las palabras necesarias para que vaya a Francia, para que intervenga… ¿Cómo puedo intervenir, a no ser firmando un cheque?».

Pide por teléfono que le suban algo de beber. Son las doce y media de la noche. Le traen whisky y hielo. «Es una mujer desesperada…». Premeditada o no, la frase le impresiona más cada minuto. La animosidad sorda de Javier Coll respecto a él puede explicarse también por el amor que el español quizá sienta por Maria, o por su firme convicción de ser el único que la conoce desde hace años —«Soy un viejo amigo»—, el único que puede defenderla.

Lo que probablemente es cierto: «Necesitaré entrar en una lucha que dura desde hace años, de la cual yo no sé nada, y para la cual no estoy de ningún modo preparado».

Hacia la una de la madrugada, llama de nuevo a recepción: ¿existe un medio de llegar a la Francia no ocupada, partiendo de Ginebra? Le responden que sí. Tendrá que tomar un avión e ir a Marsella, pasando por España.

«Todavía no estás decidido, reconócelo».

Acaba de dormirse cuando el teléfono suena. Es Moron, y la comunicación es breve: suponiendo que vaya a Marsella, al hotel Noailles de la Canebière, alguien se pondrá en contacto con él.

Suponiendo que…

Joachim Gortz mueve la cabeza y repite que no está de acuerdo: él preferiría llevar al Niño a Alemania.

Gregor Laemmle sonríe.

—Mi querido Joachim —dice con su voz suave—: sin mí, usted ignoraría hasta la existencia de ese niño. Y yo soy quien ha llevado siempre, que yo sepa, la entera responsabilidad del asunto. Reinhard Heydrich, tan encantador, cuya humanidad y cuyo respeto por el prójimo entrarán seguramente en la leyenda, me lo había asegurado. No tengo noticias de que esas consignas hayan sido modificadas por nadie. ¿Lo han hecho? No. Ya lo ve usted. Gracias por haberme traído a Thomas.

—No ha sido fácil: no sabíamos por dónde iba a cruzar la frontera y…

—¿Se ha compadecido usted de los esfuerzos que yo he debido hacer? Todos nosotros tenemos nuestra parte. ¿Quién le esperaba en Suiza, querido Joachim?

—Los suizos han interceptado a un hombre de alta estatura, que ha intentado forzar sus barreras. Incluso lo detuvieron, pero se les escapó, moliendo a golpes a tres aduaneros. Han tardado varias horas en identificarle; sin embargo, era fácilmente localizable, con sus amputaciones de la mano izquierda.

—¿Le han detenido, sí o no?

—No. Al parecer, ha logrado salir del territorio de la Confederación. Su Jurgen Hess no ha conseguido encontrar su rastro.

—No es mi Jurgen Hess, querido Joachim. Yo no lo he elegido, del mismo modo que no he elegido a Adolf Hitler, eso es todo. Y el bueno de Jurgen no sería capaz de encontrar la catedral si yo le enviase a Chartres o a Reims.

Gregor Laemmle se inclina sobre la cama en el hotel de los Trois Dauphins, de Grenoble. El niño duerme todavía bajo el efecto de los somníferos que le han administrado en el momento de su captura en Suiza, antes de cruzar en sentido inverso la frontera. Duerme con toda la paz del mundo en el rostro, y ninguna huella de sufrimiento modifica el delicado trazado de sus labios entreabiertos.

—¿Y ahora? —pregunta Gortz.

Las pequeñas manos están distendidas, casi completamente estiradas; la respiración es regular. Ya no tardará mucho en despertar.

—¿Y ahora? —repite Joachim Gortz.

Ella vendrá a mí —responde al fin Gregor Laemmle—. Ella vendrá, de una manera o de otra. ¿Por qué necesito explicarle estas cosas?

Arrastra una de las butacas de la habitación y se sienta cerca de la cama.

Ella vendrá, querido Joachim. Y yo la cogeré como se coge a una leona que busca a su cachorro.

Está fascinado por el niño y, de ahora en adelante, ya siente una gran piedad de sí mismo.

—Y todo esto terminará horriblemente mal, puede usted creerme. Espere lo peor.

Thomas se peina apresuradamente sus cabellos húmedos y sale de la habitación. El Hombre de los Ojos Amarillos está sentado a la mesa del salón inmediato. Seguramente ha oído moverse a Thomas desde hace unas horas, pero permanece inmóvil. Finge estar muy concentrado.

Thomas camina por el salón. Va hasta la puerta del pasillo y, naturalmente, hay un hombre detrás; se acerca a la ventana y mira al exterior: llueve y los cristales todavía están fríos. Ahora hay tres coches, cada uno con dos hombres en el asiento delantero. Hay otros más en un camión. Y también hay otros bajo los soportales, en las ventanas y en los tejados de las casas de enfrente. «Ha puesto todavía más hombres que antes».

Al despertar ha llorado, hundiendo su rostro en la almohada. Y con un deseo muy grande de morir. Pero eso no ha durado, el mecanismo ha vuelto a ponerse en movimiento: pierdes una partida y eso te molesta, pero lo olvidas y retienes solamente las tonterías que has podido cometer, para evitarlas en la partida siguiente. «No habría debido confiar en el tío Mathieu, a pesar de lo valiente que parecía; yo sabía que aquello iba demasiado bien y que era demasiado fácil; habría debido ir solo».

Vuelve hacia la mesa. Las piezas están delante del Hombre de los Ojos Amarillos, que ha hecho sólo las tres primeras jugadas, adelantando dos peones y un caballo en f3 para las blancas, y el caballo en f6 y dos peones para las negras. «No sabe cómo hablarme y se ha dicho que jugar al ajedrez era un buen medio».

El mecanismo funciona muy bien.

Él le da la orden y el mecanismo comienza a trabajar sobre la posición de las piezas.

—Yo nunca me he llamado Golaz-Hueber, Thomas. Mi nombre es Laemmle, Gregor Laemmle. ¿Sigues sin saber el alemán?

—No he tenido tiempo suficiente para aprenderlo en Suiza —dice Thomas.

Se sienta a la mesa. Se siente horriblemente cruel; «voy a aplastarle. No en una jugada, sino poco a poco, expresamente, malignamente».

El Hombre de los Ojos Amarillos avanza un peón en g3, en la cuarta jugada con las blancas.

—¿Quién es el Hombre de la Mano Cortada, Thomas?

—Yo sólo conozco al Hombre del Pie Torcido.

Ahora está terriblemente concentrado. «Puede hablar todo lo que quiera, me tiene sin cuidado». Ha estado a punto de poner su alfil en b7, como de costumbre, pero tiene la idea (o más bien vuelve a tenerla, porque hace mucho tiempo que pensaba en ello, desde hace por lo menos tres años) y finalmente lo sitúa en a6: «Él tal vez va a subir su reina hasta a4, y después su alfil hasta g2 para enrocar después; es lo normal. Pero, entonces, yo tendré la ventaja, estaré mejor colocado. A menos que… No, fuerte como es, va a poner su caballo en d2».

El caballo en d2.

—¿Has visto a los hombres que hay fuera, Thomas?

«Sigue hablando».

—Son por lo menos quince —dice Thomas.

—Bastantes más.

«Coloco mi peón en c5; él pondrá su alfil en g2, forzosamente, y enrocará en dos jugadas… si es realmente fuerte. Valdría más que fuese realmente fuerte, porque así le haré más daño cuando acabe con él».

Thomas pregunta:

—¿Y en el tejado del hotel?

—En el tejado hay una verdadera multitud —dice el Hombre de los Ojos Amarillos—. Dudo que tus amigos españoles tengan la más mínima posibilidad de llegar hasta ti.

—¿Qué españoles?

«Ha enrocado como estaba previsto, pero yo espero todavía. Puedo esperar. Tengo una defensa en tres líneas. Espero. Él es realmente fuerte, incluso muy fuerte. Tanto mejor».

Quince minutos en un silencio total. Thomas ha dejado de ver al Hombre de los Ojos Amarillos; ha olvidado a los vigías, y a Javier, que tal vez ronda por los alrededores, y a Ella, que no le esperaba al otro lado del muro, en Suiza.

Está terriblemente concentrado. Calor en las mejillas, los ruidos del exterior, que oye sin escucharlos; el mecanismo se mueve…

—Eres muy fuerte, Thomas. Si lo haces expresamente…

«Trata de turbarme, tal vez de ponerme nervioso. ¿Qué se ha creído?».

A la vigesimotercera jugada, ya está: la posición blanca está totalmente en desequilibrio. Thomas y el Hombre de los Ojos Amarillos han perdido el mismo número de piezas y de igual valor, pero no es eso lo que cuenta: «yo habría podido ya acabar con él dos veces, pero eso habría sido demasiado rápido; él habría dicho que se trataba de suerte, o de un error por su parte. Y yo, ahora, quiero acabar con él. Su rey está aislado. Hasta él se ha dado cuenta; es demasiado tarde…».

—Thomas: tú sabes, naturalmente, que tu madre se verá obligada a salir de su escondite.

«¡NO LE ESCUCHES!».

Ella va a salir, Thomas. Se pondrá en contacto contigo. Ella sabe dónde estoy. Y yo la espero.

—Jaque al rey —dice Thomas.

«Ya está; ha acabado comprendiendo. ¿Crees que lo ha hecho expresamente, dejándose llevar hasta donde tú lo has puesto? No, acuérdate de lo que Ella te ha dicho siempre: no mirar nunca a los ojos del otro, sino a sus manos. Y sus manos tiemblan un poco. Se pone nervioso. Ha acabado comprendiendo, pero es demasiado tarde. Ha visto claramente que su juego estaba inclinado hacia el ala de la reina. Ahora va a desplazar a su rey para ponerlo al abrigo, pero es demasiado tarde. Mate en… ¡NO! ¡No quiero darle mate, quiero que abandone!».

—Jaque al rey —dice Thomas, subiendo su caballo hasta f2.

—Yo espero a tu madre desde hace mucho tiempo, Thomas. Mucho tiempo. Años. ¿Quieres saber una cosa? Creo que tienes los mismos ojos que Ella, que te pareces mucho a Ella. Creo…

—Jaque al rey —dice Thomas—. Por la reina.

«Se verá obligado a comer mi peón en d2 y esperará otro ataque de mi dama».

—Creo que ese encuentro entre tu madre y yo será uno de los grandes momentos de mi vida, Thomas. Creo que Ella ha hecho de ti una máquina fascinante.

—Jaque al rey.

—Yo puedo ser una solución para tu madre y para ti. Bastará con que Ella dé al señor Gortz lo que él quiere y podréis iros juntos, Ella y tú. Me comprometo a ello. Puedo protegeros, Thomas…

«Mi torre en c6. Forzosamente tendrá que defenderse de mi torre en h6 y en seis jugadas…».

—Haré todo lo del mundo para que no os suceda nada, Thomas.

Siguen otros cuatro jaques. «Se está derrumbando; va a intentar una defensa con su propia reina, no puede hacer otra cosa, y en dos jugadas le responderé con mi reina…, no, con mi torre en d8, y él tendrá que mover su propia torre…».

—¿Has oído lo que te he dicho de tu madre, Thomas?

«Ahora, los peones al ataque».

—Lo he oído, señor.

—Pero no me crees.

—Sería muy descortés no creerle. Le toca a usted jugar, señor. Silencio.

Jaque al rey.

Jaque al rey.

Jaque al rey.

«Le estoy machacando».

Timbre del teléfono. El Hombre de los Ojos Amarillos mira fijamente a Thomas. Luego se levanta y descuelga. Dice varias veces «sí» en alemán y también «ésas no son las órdenes que yo di».

Cuelga de nuevo y vuelve luego. Pero no se sienta a la mesa. Mira otra vez a Thomas.

—No has respondido a mi pregunta, Thomas. ¿Has oído lo que te he dicho, a propósito de tu madre y de ti?

—Le he dado once veces jaque al rey. ¿Quiere continuar jugando, señor?

—Abandono, Thomas.

—Entonces debe tumbar su rey en el tablero.

—He perdido. Eres demasiado fuerte para mí. Has jugado muy bien esta partida.

—Tal vez ganará usted en otra ocasión.

—¿Tú crees que puedo ganarte, Thomas?

—Me temo que no, señor. No lo creo. Perdóneme que sea tan descortés. Victoria a la sexagesimoprimera jugada. Por abandono.

Thomas sostiene la mirada amarilla.

—He pensado que podríamos dar una vuelta, Thomas. Hace mucho tiempo que no has salido. Y a tu edad se necesita aire libre.

—Iré con mucho gusto, señor —dice Thomas—. Gracias por la invitación.

Quattermain, en Marsella, entra en el consulado de los Estados Unidos de América, una dependencia de la embajada acreditada ante el gobierno de Vichy. Se da a conocer y, en un tiempo extraordinariamente corto, es introducido en el despacho de un tal Callaghan.

—¿El señor Quattermain?

—En persona.

—¿David John Quattermain? ¿No me equivoco? ¿Es usted el sobrino de…?

—Lo soy —dice Quattermain—. Y algunos días me pregunto si es una buena idea.

Contempla el retrato de Franklin Roosevelt y, durante los minutos siguientes, responde con su indolencia habitual a las preguntas que le son hechas sobre la salud del tío Peter, del primo Larry y de los primos Henry, Emerson, James y Stuart.

Y del presidente, con quien ha almorzado una semana antes.

Y del secretario de Estado, que pasó el week-end con el Clan.

Luego, Quattermain dice que él mismo está bastante bien, gracias.

Callaghan es un diplomático de carrera y además un experto en asuntos franceses desde que, unos años antes, efectuó una travesía del Atlántico, en un paquebote, con Maurice Chevalier como vecino de camarote; por otra parte, sabe Ma Pomme entera y en francés.

—Estoy impresionado —dice Quattermain—. Salta a la vista que, con usted, los intereses de mi país están en buenas manos.

Callaghan se informa del motivo de una visita tan prestigiosa. Quattermain responde que está aquí de paso y desearía algunas informaciones. Por ejemplo, quién es ese mariscal cuyo retrato ve por todas partes, y cuál es la diferencia político-geográfico-económico-jurídica entre la zona ocupada y la zona no ocupada, y si un simple ciudadano americano puede pasearse un poco, dando por supuesto que no franqueará la famosa línea de demarcación.

—¿No tendría usted, por casualidad, el trazado de ésta?

Callaghan le regala un mapa de carreteras Michelin, sobre el cual dibuja la línea con tinta negra; subraya que no existe ninguna situación de beligerancia entre el gobierno de Vichy y los Estados Unidos.

—Como ciudadano americano, es usted libre de ir y venir. Sin embargo, yo no se lo recomiendo. Nuestras relaciones con el gobierno del señor Laval…

Quattermain almuerza en un restaurante del puerto viejo, en compañía de Callaghan, que se ha empeñado tozudamente en servirle de cicerone. Después van juntos a un garaje, donde el cónsul le hace entrega de un coche, un Ford matrícula francesa pero equipado con una insignia oficial. Es su coche personal, dice, y además de que el depósito está lleno, el maletero contiene tres bidones de veinte litros: «podría tener usted algunas dificultades en conseguir gasolina».

Quattermain se lo agradece como es debido y, con el pretexto de ir a ver algunos amigos, se deshace de su acompañante.

Vuelve a la Estaque, frente al restaurante donde han almorzado antes y donde la vio a ella por última vez.

En el hotel Noailles, donde está de regreso a eso de las cinco, comprueba que no han dejado ningún mensaje para él y sale de nuevo, con el fin de pasear un poco. Marcha a lo largo de la Canebière y, luego, por las calles próximas, lleno de un sentimiento extraordinario de extrañeza; «me siento de una inocencia poco vulgar. ¿Qué es esta Francia tan extrañamente cortada en dos? Es cierto que Francia me ha sorprendido siempre, me ha parecido siempre incomprensible, a veces deliciosa y otras veces exasperante, tanto más exasperante cuanto que ha podido ser deliciosa».

Casi sin preocuparse, ha vuelto al hotel. Y se dirige hacia la derecha, hacia el bar.

Se instala allí.

La muchacha le vuelve la espalda, está de pie, encaramada sobre unos altos tacones; su silueta es fina y graciosa; el traje sastre es de Chanel y su abrigo, descuidadamente colocado a su lado, en el respaldo de una butaca, es indudablemente muy caro. Durante los dos segundos siguientes, se le corta el aliento a Quattermain, petrificado por un reflujo de recuerdos.

Después, su mirada se cruza con la que ella le dirige mediante el viejo truco del espejo de una polvera. Sus ojos son azules, y no grises. La muchacha se vuelve entonces, le da frente, viene directamente hacia él y le besa en los labios.

Don’t say anything, no digas nada.

Le besa de nuevo y le sonríe, como una mujer enamorada que vuelve a ver al que ama.

Pero él no la ha visto nunca.

—Vamos, Thomas.

El Hombre de los Ojos Amarillos, que dice llamarse Gregor Laemmle, le indica la portezuela abierta. Thomas sube al coche, ante cuyo volante está el hombre alto y rubio que debe de ser Soëft; y sentado a la derecha de éste hay otro hombre.

—Soëft, este muchacho y yo quisiéramos un poco de aire y de verdor.

Un segundo coche les precede, y un tercero completa el convoy, que rueda muy lentamente; a los demás guardianes no les cuesta seguirles, apostados en la acera de ambos lados.

—Hace dos días, Thomas, te escapaste de una manera muy divertida. Eres muy astuto.

—No me escapé; me perdí.

Gregor Laemmle se ríe y ordena a Soëft en alemán que siga «el itinerario convenido» en Grenoble, y he aquí que vuelven a pasar por los lugares seguidos por Thomas cuando caminaba de tienda en tienda, arrastrando tras él al Hombre de los Ojos Amarillos y a sus matones.

Y así llegan a la plaza de Sainte-Claire.

No enfrente de la casa de Barthélemy, sino al otro lado de la plaza.

—¿No deseas algo de fruta, Thomas? Ve, pues, a buscamos un poco de fruta, Soëft.

Silencio en el coche mientras Soëft desciende y atraviesa la plaza. Thomas siente sobre él los ojos amarillos y le resulta horriblemente difícil no moverse, permanecer sentado sin volver siquiera la cabeza, como si no se interesase en absoluto por Soëft y por los otros matones que cercan el coche.

Dos minutos.

Soëft regresa, transportando algo envuelto en unas hojas de periódico. Entrega el paquete a Laemmle y dice en alemán:

—Unas manzanas y unas nueces. No había nada más.

—¿Seguimos, Thomas?

—Como usted quiera.

—A no ser que prefieras quedarte en esta plaza. Podríamos caminar. Tal vez te apetezca entrar en una tienda o dos. ¿O bien prefieres comprar la fruta tú mismo?

Durante algunos segundos, Thomas busca desesperadamente algo que responder. Al fin dice:

—Yo creía que íbamos al campo.

Silencio.

—Vámonos, Soëft.

El coche se aleja de la plaza de Sainte-Claire y sigue, pero ahora de una manera muy exacta, el camino que Thomas siguió tres días antes: primero el café, luego el pasaje cubierto, en seguida la calle de la derecha, y rodea la manzana de casas; así llegan delante de la carpintería y, justamente al lado, el rincón del zapatero donde él cambió sus ropas por las de Jacques, el más joven de los hijos del vendedor de legumbres.

—¿Te gusta ir en bicicleta, Thomas?

—Un poco.

—Yo podría comprarte una.

—No, gracias, señor. No me apetece mucho.

—Adelante, Soëft.

En realidad, los tres coches no se han detenido: dan vueltas y vueltas, y ahora toman la larga avenida en la que se encuentra la villa de las cabras.

—¿Y las cabras, Thomas?

—¿Qué cabras?

—No importa qué cabras. Las cabras en general. Creo que acabo de ver unas en el huerto de una villa. ¿Te gustan los animales?

—Los pastores alemanes, no —dice Thomas.

«¡Que no crea que me asusta!».

Los tres coches, uno tras otro, entran en el estacionamiento de la isla Verte.

—Aquí, Soëft.

Se detienen. Los matones de a pie llegan y se despliegan formando un círculo.

—Cuando quieras caminamos un poco. ¿Vienes?

Casi todos los matones llevan abrigos de piel negra y sombrero. Tienen las manos en los bolsillos, signo inequívoco de que están armados. Thomas camina al lado de Gregor Laemmle, que le cubre con un gran paraguas negro. Y a medida que avanzan ambos, el círculo de visitantes se desplaza de tal modo que el Hombre de los Ojos Amarillos y él permanecen siempre en el centro.

—¿Unas nueces, Thomas?

—No, gracias, señor.

—¿Una manzana entonces?

Thomas levanta la cabeza y su mirada se cruza con la mirada amarilla. Una idea surge. Él sabe que es una idea estúpida, pero es también tentadora.

«Todavía no».

—Me apetece una manzana —dice—. Gracias, señor.

Gregor Laemmle le hace sujetar el mango del paraguas, elige cuidadosamente dos manzanas en el paquete que lleva desde que han bajado del coche y las limpia largo rato con un pañuelo de seda. Tiende una a Thomas y vuelve a coger el paraguas.

—¿Querías mucho al señor y a la señora Allègre en la villa de Sanary?

«Gana tiempo».

—¿Qué es Sanary?

«Pero tú has comprendido ya lo que te va a decir. ¡Oh, no!». Se dispone a clavar sus dientes en la manzana. El miedo le asalta de pronto, un fuerte miedo. Finge buscar el mejor sitio para morder.

—¿De qué modo los querías, Thomas? ¿Cómo a unos criados? ¿O como a un abuelo y a una abuela?

—No sé de qué me está hablando.

—Ahora están muertos los dos, Thomas. Sufrieron mucho antes de morir, porque era preciso hacerles hablar, hacerles decir lo que sabían de tu madre. Tu Mamé Allègre gritó terriblemente, pero entiéndelo bien: ella no tenía miedo, gritaba de cólera sobre todo, nos insultaba, era una mujer muy valerosa. Por otra parte, tu Papé Allègre también; él gritó muy poco, casi no lo hizo. Después, les matamos, y alguien que cumplía mis órdenes se divirtió cortándoles la cabeza, e incluso colocó la cabeza del perro Adolf sobre el cuello de tu Mamé. ¿No comes la manzana, Thomas? ¿No está buena?

La mano de Gregor Laemmle acaricia los cabellos de Thomas; luego le toma por el brazo y le obliga suavemente a continuar andando. Los dos paquetes de fruta han caído al suelo, bajo la lluvia.

—Y ahora tenemos al vendedor de legumbres, a su mujer, a sus tres hijos y a sus cabras. Tú sabes muy bien, Thomas, que el vendedor de legumbres es de origen español. Llegó a Francia hace unos veinte años. Su mujer es francesa, pero él procede de la isla de Mallorca, en el archipiélago de las Baleares, de un pueblecito llamado Sóller. Exactamente igual que ese otro mallorquín que se llama Javier Coll Planells, que en aquel tiempo era arquitecto en Barcelona. Ese Javier Coll es un personaje muy romántico, Thomas: perdió a su mujer y a sus hijos en un bombardeo, durante la guerra que los españoles mantuvieron entre ellos: él mismo fue gravemente herido, y es un milagro que todavía esté vivo. Y casi intacto: sólo le faltan dos dedos de la mano izquierda, el meñique y el anular. ¿Sabes quién es Javier Coll, Thomas? ¿Sabes dónde está?

Thomas, por mucho que lo intenta, no consigue nada; llora. Ha soltado su brazo de la mano que le sujetaba y sale del abrigo del gran paraguas negro; las lágrimas y la lluvia que corren por su rostro se mezclan. Pronto va a ser de noche; Thomas ve la bruma gris que se arrastra entre los árboles y los vigilantes. Nadie se mueve ya.

—¿Quieres ahora que yo ordene matar al vendedor de legumbres y a su familia? Quizá podríamos cambiar esta vez sus cabezas con las de las cabras; están en igual número, ellos y las cabras.

La idea loca vuelve a la mente de Thomas, se incrusta en ella y ya no quiere salir.

—Thomas: lo que le sucederá al vendedor de legumbres y a su mujer depende de ti. De ti y de lo que digas a tu madre. Ya te lo he explicado hace un momento, cuando tú me aplastabas jugando al ajedrez, pero parecías no escuchar. Te lo voy a repetir: quiero ver a tu madre, quiero hablarle, la quiero frente a mí. Me bastará con que Ella conceda a Joachim Gortz lo que éste necesita, y que a mí no me interesa en absoluto, para que lo sepas. A mí, lo único que me interesa es tu madre; y tú. Y a mi manera, yo no os haré daño. Tú eres excepcionalmente inteligente, Thomas; estoy seguro de que debes saber cuándo se te miente, sobre todo si te tomas tiempo para reflexionar, cosa que siempre haces. Tu madre te ha entrenado maravillosamente. Pero sucede que a mí me gustan los pequeños monstruos. Te aprecio mucho, Thomas; nunca te haría daño. Creo que tú lo sabes. Por esto te quedaste conmigo, desde Aix-en-Provence, porque sabías que iba a protegerte. Pero quiero a tu madre. No para matarla. Sólo para hablarle y conocerla. Estoy seguro de que es una madre extraordinaria, y una mujer así no se encuentra en toda una vida. Sé casi todo lo que a Ella concierne, pero no conozco su rostro ni su voz. Tú tienes sus ojos, ¿verdad?

En este momento, Thomas siente deseos de tirarse al suelo y de llorar, con la cabeza entre los brazos; quisiera hacerse muy pequeño y se siente totalmente derrotado.

Pero esto comienza a pasársele, todo va un poco mejor.

Sobre todo a causa de la Idea.

¡Y si es una Idea loca, tanto peor!

Mira la manzana que tiene en las manos y luego echa una ojeada hacia las murallas que se yerguen allí cerca, a unos doscientos metros detrás de él. Se acerca después a un montoncito de ramas, elige una y trata de partirla.

—¿Podría usted ayudarme, señor, por favor?

Naturalmente, la mirada amarilla está enormemente intrigada. Pero Gregor Laemmle asiente con una media sonrisa y parte la rama por el lugar adecuado.

—Como para hacer un tirador —explica Thomas. Y muestra sus dedos formando una V.

Ahora, el Hombre de los Ojos Amarillos parece divertirse. Pregunta:

—¿Tengo que quitar las hojas?

—Sí, por favor.

Thomas espera. Concreta:

—Rompa usted los tres trozos a derecha e izquierda y por abajo. No demasiado corto por abajo, por favor.

—Pero no tenemos goma —dice riendo el Hombre de los Ojos Amarillos.

—No importa. Sólo es para simularlo. ¿Quiere colocar ahora la rama delante de su cara?

Los ojos amarillos le miran, divertidos, entre los dos trozos en V.

—¿Así?

Thomas casi se estremece. Es realmente duro no moverse en este momento. «¡Pero eso sería todavía más loco! Con Soëft aquí cerca, y todos los demás…».

—¿Puede usted ahora plantarlo en el suelo?

Indica el lugar adecuado, justo entre él y el Hombre de los Ojos Amarillos. La rama se hunde sin dificultad (esto marcha bien: la tierra está blanda, con toda esta lluvia).

—Muy bien, señor —dice Thomas—. Muchas gracias.

Entonces intenta colocar la manzana entre los dos brazos de la V, pero la manzana se resiste, no se sostiene, es demasiado grande, demasiado pesada y demasiado redonda. Entonces, Thomas la muerde y, con el mordisco, arranca exactamente lo que sobra.

Esta vez la manzana se mantiene en equilibrio.

—Mire usted, por favor.

Levanta un brazo, cuenta: un, dos, tres…

Baja el brazo.

¡BA-ANG! El disparo resuena en el segundo siguiente y la manzana estalla en pequeños pedazos.

Thomas clava su mirada en la del Hombre de los Ojos Amarillos.

—Hace un momento, la rama estaba delante de su cara. Si yo hubiese hecho la señal en ese momento, usted tendría ahora un agujero entre los dos ojos. Y estaría muerto.

Experimenta un fuerte sentimiento de triunfo y de ferocidad.

Pero no se vuelve hacia las murallas, desde donde Miquel el Invisible ha disparado.

—Me llamo Catherine Lamiel —dice la muchacha a Quattermain—. Todo lo que tenía para reconocerle es esta foto suya que Ella le tomó en Saint-Moritz.

Le tiende la foto. Quattermain reconoce el cliché, o al menos se reconoce a sí mismo, haciendo el payaso en equilibrio sobre sus esquís, con un divertido gorro de lana hundido hasta las cejas y unas ramas de apio saliéndole de las orejas.

Quattermain se ríe.

—Es usted al menos buena fisonomista. Mi propia madre habría dudado al reconocerme.

Ella le ha descrito y me ha hablado de su accidente de automóvil.

—Que se produjo unos años después de que nos separásemos. ¿Cómo lo sabe Ella?

Movimiento de cabeza.

—Lo ignoro.

—«¡Ella me ha seguido a distancia durante años! ¡Oh, my God!». Salen ambos del hotel y descienden por la Canebière: ella ha preferido para hablar un lugar más discreto que el bar del Noailles. Él la examina de perfil y una vaga reminiscencia se abre paso en su memoria. Pero ella niega nuevamente con la cabeza.

—No me ha visto usted nunca. En cambio, creo que conoció a mi hermana Sophie, que murió en 1931 y cuya identidad adoptó Maria. No tengo coche; ¿lo tiene usted?

—¿Vamos a alguna parte?

—No inmediatamente. Antes preferiría rodar un poco. Se habla mejor en un coche.

Cae la noche; los dos antiguos fuertes que cierran el puerto viejo de Marsella se tiñen de rosa. Hace un hermoso tiempo. Frío a causa del viento, pero hermoso.

Suben al Ford y él toma, a falta de una indicación precisa, la dirección de la cornisa.

—Es una larga historia, señor Quattermain…

—David.

Una larga historia, y que acabará mal si no se hace algo. Tal es la conclusión a la que llega la muchacha una hora larga después, con el Ford detenido en algún lugar de la carretera que conduce al pueblo de Cassis. Catherine Lamiel ha terminado el relato del secuestro y la muerte de Thomas el Viejo, de la sucesión de éste aceptada por Maria, del nacimiento de Thomas el Joven, del ataque a la villa de Sanary, de la carnicería de Aix-en-Provence, del intento abortado de llevar al muchacho a Suiza, donde Javier habría debido recibirle.

Silencio. El Ford está detenido frente al mar y no hay ser viviente a su alrededor.

—¿Dónde está Maria?

—No tengo la menor idea. Tal vez en Francia.

—¿Cuándo la vio usted por última vez?

Hay una vacilación apenas perceptible, que Quattermain advierte y que le intriga. Lo mismo que ha advertido el nerviosismo creciente de la muchacha sentada a su derecha.

—En Barcelona, donde yo estaba anteayer. Ella acababa de recibir el telegrama de Javier Coll, en el que le informaba de que la liberación de Thomas había fracasado. Ella no quería de ningún modo que yo viniese a Marsella para esperarle a usted; tuve que insistir. Es difícil de creer cuando se la conoce, pero está dispuesta a todo, incluso a entregarse Ella misma. Ella abandona, después de tantos años.

En la voz de la muchacha hay de nuevo una especie de extraña fisura.

Que probablemente es debida a la tensión.

Quattermain pregunta:

—¿Va Ella a establecer contacto con ese Laemmle?

—Está decidida.

—¿Cuándo?

—Probablemente ya lo ha hecho.

—Me llamo Gregor Laemmle, señora…

La voz del Hombre de los Ojos Amarillos nunca ha sido tan suave como ahora, mientras habla por teléfono. Él, Thomas, está a tres metros, sentado en una silla, en el salón que separa las dos habitaciones del hotel de los Trois Dauphins. No se mueve y contiene la respiración. No puede oír su voz. Sin embargo, Ella está ahí y habla, en alguna parte, en el otro extremo de la línea telefónica.

—La comprendo perfectamente, señora —dice Gregor Laemmle—. Verla al fin será para mí un honor y un placer, al que aspiro desde hace tanto tiempo.

Ahora, Ella seguramente está exponiendo las condiciones de cambio entre Thomas y Ella. «Quisiera estar muerto —piensa Thomas—. Todo se habría arreglado terriblemente bien si yo estuviese muerto». Las ideas ascienden una por una a su cabeza, la manera en que podría morir en este mismo momento, en seguida, mientras Ella habla, ahora que Ella está casi junto a él y sabría que está muerto, y sentiría pena, naturalmente, pero al menos ya no tendría necesidad de hablar con el Hombre de los Ojos Amarillos, de ensuciarse con él, ya no tendría que preocuparse de aceptar sus condiciones, ni de obedecer a esa apestosa basura. Seguramente hay medios; los estudia fríamente: por ejemplo, estrangularse con su bufanda de lana, o tragar su lengua y asfixiarse…, o bien cortarse el cuello con uno de los cuchillos que están sobre la mesa, pero Laemmle desconfía ahora y ya sólo hace poner cuchillos redondos, que no cortan absolutamente nada. También podría arrojarse por la ventana.

Pero Soëft le está vigilando y seguramente le atraparía al vuelo (¡suponiendo que yo consiga pasar los cristales y las persianas!).

—«¡Quisiera morir! ¡Quiero morir!».

—Eso mismo, señora —dice Laemmle—. Al fin estamos de acuerdo. Estoy lleno de felicidad, puede creerme.

Un breve silencio, y luego:

—Pues claro. Se lo paso. ¿Thomas? ¿Quieres venir a hablar con tu madre, por favor?

Thomas cierra los ojos.

—¿Thomas?

No se mueve y se aferra con ambas manos a la silla. Piensa: «Si no hablo, si me niego a hablar, Ella creerá que el Hombre de los Ojos Amarillos me ha matado ya, que ya estoy muerto, que él es un mentiroso, y que ya no servirá de nada acudir a la cita, y Ella se salvará, porque no podrán apoderarse de Ella».

—¡Thomas!

Laemmle casi ha gritado. Pero su voz se ha suavizado de nuevo cuando dice:

—Tráemelo, Soëft.

Thomas, con los ojos cerrados, es arrancado de la silla a la que se aferra con desesperación. La voz de Laemmle dice cerca de él:

—Señora, en interés de todos, le sugiero que convenza a su hijo para que hable con usted.

Las duras manos de Soëft le retuercen el brazo, y el dolor es realmente fuerte, pero no importa; Thomas aprieta los dientes: «Tal vez Soëft me mate sin hacerlo expresamente, y eso sería lo mejor».

Pero le pegan por la fuerza el auricular a la oreja.

Y Ella habla.

Por mucho que intenta no escuchar, no puede dejar de hacerlo; todo un mundo de dulzura y de ternura le anega, le ahoga, le sumerge, y llora, ya no puede más, pero ¿qué otra cosa puede hacer? Ella habla, le suplica que diga algo… porque está en juego la vida de Barthélemy Oliver y de toda su familia…, porque debe tener una absoluta confianza en ella y dejarla obrar.

Porque si continúa callando, Ella le creerá muerto y entonces su propia vida ya no tendrá razón de ser. Se dejará morir.

Y es este último argumento, por encima de todos los demás, el que prevalece, el que destruye todas sus defensas y acaba haciéndole ceder. Thomas dice:

—Soy demasiado pequeño. Soy demasiado pequeño.

Ella le pide que recuerde una cosa muy concreta que él le dijo un día cuando estaban en la Grande Corniche, y Thomas comprende que Ella quiere una prueba de que él no es cualquier muchachito de Grenoble que Laemmle podría haber puesto en su lugar, para hacerle creer que es Thomas.

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