Daddy

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Daddy

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—¿Recuerdas esa cosa, mein Schatz?

—Dije que quería conducir el Hispano-Suiza.

Entonces, oye que Ella llora también. Y eso es realmente lo peor de todo, eso le produce una rabia demencial. Se debate, da puntapiés y puñetazos, golpea a los dos hombres, y se lo llevan. Soëft le arrastra por el brazo, le mete en su habitación, le encierra. Él se endereza en cuanto es liberado, se arroja contra la puerta cerrada con llave, golpea en el batiente, trata de desgarrarla con las uñas.

Silencio.

La llave gira y la puerta se abre de nuevo.

Laemmle le mira fijamente con sus ojos amarillos, con aire extraño. Soëft ya no está solo: otros tres vigilantes han entrado al oír los golpes de la puerta, y todo el mundo está inmóvil, mirando a Thomas.

Éste levanta la mano, estira el índice y el pulgar, cierra los demás dedos. Mira con fijeza al Hombre de los Ojos Amarillos y su voz tiembla, loco de rabia y de odio:

—Le mataré. ¡Le mataré!

El Hombre de los Ojos Amarillos sigue teniendo un aire extraño. Sonríe, pero esto no es una verdadera sonrisa. Mueve la cabeza. Y dice:

—Ya no te pediré nada, Thomas.

Una barrera de la policía detiene al Ford en la salida de Marsella, pero los papeles que muestra Quattermain, y más aún la insignia que lleva el coche, bastan para que le dejen pasar.

Después ruedan durante algunos minutos.

—No soy de ningún modo un hombre de negocios, y menos aún un financiero. Si tuviera que definirme, diría que soy alguien que ha heredado mucho dinero y que ha intentado sobrevivir a esa catástrofe.

—Su humor es totalmente de circunstancias —dice ella, con una voz helada—. Como si fuese muy agradable no ser afectado por nada.

«Cada segundo que pasa me vuelvo un poco más idiota; voy a terminar siendo un pitecántropo», piensa Quattermain.

—Sólo quería decir —prosigue en voz alta— que unos abogados y unos banqueros podrían tomarle el relevo y descargarla de sus responsabilidades.

—La idea es maravillosa —el tono de la muchacha es sarcástico, pero cansado—. ¿Por qué temer, en efecto, a unos adversarios que secuestran a un anciano en territorio suizo y le torturan terriblemente, que decapitan al matrimonio Allègre, que atacan un piso en Aix-en-Provence y que disponen del ejército más poderoso de todos los tiempos? Un abogado, seguramente, les habría cerrado el camino: habría amenazado a Hitler, a Himmler y a Heydrich con un proceso y ellos habrían retrocedido llenos de espanto. ¿Cómo no se nos ha ocurrido pensar en ello?

Avanzan hacia Aubagne, atravesando un valle invadido por horribles efluvios de jabonería. Quattermain recuerda los documentos de identidad que ella ha presentado en el control de policía:

—¿Cuál es su verdadero nombre?

—El que yo le he dado. Pagnan era el nombre de mi marido.

—¿Era?

—Le mataron.

—¿Durante la guerra?

(¡Pregunta estúpida!).

—Sí.

«¿Y por qué tengo la impresión de que…, no sé, de que algo no funciona?», piensa Quattermain.

—Lo siento de veras.

—No tiene por qué sentirlo; usted no tiene la culpa —dice ella con una indiferencia que él juraría que es fingida. «¿Pero por qué tendría que interpretarme una comedia?».

—¿Adónde vamos exactamente?

—Cerca de Tolón, a una villa.

—¿Maria estará allí?

Silencio. Él vuelve la cabeza y la observa. Su rostro podría ser encantador si no fuese por esa tensión, o más bien por esa muerte aparente de sus rasgos, absolutamente inmóviles.

—¿Sí o no?

Ella me ha dicho que estaba decidida a hacer un cambio: Ella misma y las claves bancarias que posee, a cambio de la libertad de Thomas.

Ella no es de la clase de los que se entregan sin tener en la cabeza, digamos, una puerta de salida. ¿Cuál es?

—Lo ignoro.

Silencio.

—¿Por qué tengo la impresión de que usted me miente?

Un parpadeo y nada más. A pesar de todo, ella consiente en buscar su mirada y sostenerla:

—Maria y yo hemos vivido unos momentos muy difíciles estos últimos meses.

—¿Dónde tendrá lugar el intercambio?

—En algún lugar entre Menton y Marsella. El alemán Laemmle estará en un coche con Thomas y un solo hombre; deberá salir de Menton pasado mañana a las ocho de la mañana, y marchar a una velocidad convenida. Ella aparecerá en algún lugar del recorrido.

—Es una locura.

Ella no estará sola; Javier Coll la acompañará. Y sólo aparecerá si tiene la certeza de que Laemmle ha mantenido su palabra de ir solo con su chófer.

Atraviesan y dejan atrás Aubagne. Un poco más allá, en una carretera en zigzag que conduce a Cuges, Quattermain advierte, detenidos al borde de la carretera, dos camiones llenos de gendarmes provistos de cascos.

—Unos guardias móviles —precisa Catherine Lamiel.

—¿En qué campo están?

—En ninguno. El asunto no les concierne.

—¿Ese Laemmle ha secuestrado a un niño, ha matado a no sé cuántas personas, y el asunto no concierne a la policía francesa?

—Maria ni siquiera es su madre oficialmente. Ella tomó todas las precauciones y nunca ha comprendido cómo ese hombre pudo encontrar a Thomas.

—De todos modos, podría recurrir a la policía.

—No todos los policías son devotos de los ocupantes. Algunos incluso son gaullistas. El problema está en saber cuáles son. Un policía de Tolón, al menos, trabaja para Laemmle.

—¿Le ha conocido usted?

—Yo llegué a la villa de Sanary la tarde que siguió al ataque. Fui yo quien descubrió los cadáveres y quien avisó a la policía.

«Y otra vez esa impresión de que ella no me dice toda la verdad o de que no me la está diciendo en absoluto…».

—¿Y ésa es toda la razón? ¿Un policía pronazi?

—Maria no ha querido saber nada. Ella no tenía confianza en nadie.

—¿Ni siquiera en usted?

—Yo era la hermana de su amiga Sophie. Mi familia y yo la hemos ayudado durante años. Ella no habría podido adoptar la identidad de mi hermana sin nuestro consentimiento y nuestra ayuda.

Se inicia un descenso. Tolón está a veinticuatro kilómetros. Quattermain ha visto, en dos ocasiones, al salir de una sucesión de curvas, los faros de un coche que parece acomodar su velocidad a la suya. Pero después de atravesar esta meseta, nada. «Me estoy volviendo paranoico. ¿Por qué habrían de seguirme?».

—¿Y si yo mismo fuese a la policía y le contase toda la historia?

—Con ese Laemmle, Thomas tiene una posibilidad que no tendría con la Gestapo común. Maria ha preferido jugar con esa posibilidad. Y es Ella quien decide.

El razonamiento no le parece muy claro a Quattermain. Pero en suma, quitándose de encima el sentido propio del término: ¿con qué derecho iría a aconsejar a una mujer que sostiene sola, al parecer desde hace años, una lucha de la que él lo desconoce todo?

Pregunta quién es Javier Coll, y —sorpresa— Catherine no parece haber oído hablar de él nunca. Todo lo que sabe es que Maria está rodeada de españoles. «Ella vivió mucho tiempo en España y venía a menudo a vemos a Casablanca, donde vivíamos nosotros».

—¿Nosotros?

—Mis padres, mi hermano y yo.

El interminable descenso acaba. El siguiente tramo de la carretera le trae un recuerdo a Quattermain: las gargantas de Ollioules. La última vez que las atravesó fue al volante del Bugatti Royal, con Maria a su derecha, «y sin duda ya debía seguirnos Javier Coll… ¡Dios mío, ese hombre ya estaba con Maria hace doce años y más!».

La pregunta le viene a los labios, pero no la hace todavía.

Entran en Tolón.

—A la izquierda. Tome la carretera de la izquierda y suba sin detenerse.

Acaba adentrándose en un sendero de tierra, entre unos pinos. Allí, en efecto, descubre una villa.

—Ya estamos. Puede dejar el coche donde está.

Cinco piezas a lo sumo, y unas habitaciones minúsculas.

—Tendremos que compartir el cuarto de baño. Mi habitación está aquí; usted puede instalarse en la otra.

Quattermain deposita las dos maletas: la suya, comprada en Ginebra, y la de la muchacha. El único atractivo de la sala de estar consiste en un ventanal bastante grande que debe dar a la rada tolonesa. Ambos han cenado antes de salir de Marsella; son las once y pico de la noche.

—¿Hambre o sed?

—No, gracias. ¿Cuánto tiempo vamos a estar aquí?

Catherine Lamiel ha desaparecido ya en su propia habitación. Reaparece con unas ropas en la mano; visiblemente está deshaciendo su equipaje.

—La cita de Maria con Laemmle tendrá lugar pasado mañana. Si todo va bien, yo le traeré el niño aquí.

—¿Y después?

Ella le mira fijamente, y esta vez su vacilación es totalmente clara. Pero entra en su habitación y sale de nuevo con un pasaporte americano en la mano: el documento está a nombre de Thomas David Quattermain, nacido el 18 de septiembre de 1931 en Clamercy.

—¿Por qué en Clamercy si ha nacido en Lausanne?

—Clamercy es un pequeño municipio del norte de Francia cuyo ayuntamiento ha sido destruido con todos sus archivos. Nadie en el mundo podrá demostrar que el niño no fue inscrito allí.

—¿Y usted traerá aquí a Thomas?

—Si todo va bien.

—Por lo tanto, tendré que esperar unas cuarenta horas.

—Ha perdido usted mucho más tiempo cruzando el Atlántico.

Él la ve esta vez más que nerviosa: angustiada. ¿Pero cómo no atribuir esta angustia a los acontecimientos presentes?

—¿Desde hace cuánto tiempo conoce usted a Maria?

—Desde siempre —mueve la cabeza—. No me haga la pregunta que tiene en la punta de la lengua.

Quattermain se contenta con mirarla.

—Si Thomas es su hijo o no lo es —dice ella—, no lo sé más que usted. Yo vivía en Marruecos entre 1922 y 1935 y era una chiquilla. Tema catorce años cuando nació Thomas. Yo no sé nada.

—¿Quién lo sabe?

Ella. Solamente Ella.

Gregor Laemmle se despierta. Su primer gesto consciente es el de comprobar que el Niño sigue allí, casi totalmente cubierto con las mantas.

Él sólo percibe sus cabellos oscuros y la parte alta de su frente.

Gregor Laemmle desciende del coche con todas las precauciones del mundo para no despertarle; incluso conserva una manta sobre los hombros. Están en pleno campo, en algún lugar de los Alpes de Provenza. Son alrededor de las dos y media de la mañana, y ahí hay alguien, aparte de Soëft, el Niño, el chófer y él mismo.

Ese alguien que está ahí es Jurgen Hess, con una gran cantidad de hombres y coches, los primeros casi todos dentro de los segundos. En razón del frío, que es sencillamente glacial.

Han salido de Grenoble casi a la hora fijada. El amigo Joachim Gortz se ha presentado tres minutos antes de que Gregor Laemmle dé la orden de ponerse en movimiento. Gortz está un tanto sombrío: encuentra por lo menos extravagante ese intercambio entre Menton y Marsella, que ofrece para él muy pocas garantías; «se arriesga usted a perder al niño y a la madre, y además corre el peligro de que le maten». Gregor Laemmle siente impaciencia, si no irritación: el amigo Joachim parece haber olvidado los tesoros de inteligencia, de astucia, de maquiavelismo, de perfidia, de sangre fría que ha derrochado hasta ahora para llegar a la situación en que está; es decir, capturar al fin a la mujer que posee todos los secretos del difunto Thomas el Viejo. Lo que equivale a decir la terminación definitiva de Schädelbohrer, ante la satisfacción general y para mayor gloria del Cuarto Reich —«¿o es el Tercero? Nunca he podido retener las cifras»—. ¿Esa cita itinerante en la Costa Azul? Bueno, ¿y qué? ¿Qué tiene de extraordinario? «Me entristece usted, querido Joachim. ¡Por supuesto que el intercambio tendrá lugar en el sur de Francia, en la zona nono, como dicen los franceses! ¿En qué otro lugar de Europa podría producirse? ¿Ha creído usted por un segundo que ella se habría avenido a franquear la línea de demarcación, aventurándose en un territorio atiborrado de sus valientes tropas alemanas? De acuerdo, son también mis tropas, tiene usted razón, me cuesta recordarlo. Es más fuerte que yo, qué quiere usted: cuando esos uniformes verdegris, comúnmente llamados doríforos, corren por las calles de París, me siento yo mismo ocupado, invadido… No le repita esto último a Adolf, podría interpretarlo mal. No; seriamente, querido Joachim, ¿me ve usted fijándole la cita en París? ¿Por qué no en Berlín, mientras usted está allí?». Frente a Gortz, Gregor Laemmle siente una sorprendente alegría; todavía está bajo la impresión de su voz en el teléfono, sabiendo que iba a verla…; se estremece con la exaltación del triunfo tanto tiempo esperado, y con el gran, el enorme, el monstruoso aborrecimiento de sí mismo, en razón de lo que había hecho al Niño («¿Cómo te explicas eso tú mismo, Gregor? Habrías hecho menudillos sin pestañear al vendedor de legumbres, a sus hijos y a sus cabras; asistirías impávido —y asistirás a ello, tal como van las cosas— a la extinción casi total de la especie humana, o al menos de esa Europa que tú amas; pero al mismo tiempo tienes ganas de matar a Soëft, que casi es como tú mismo, por la única razón de que retorció el brazo del niño haciéndole mucho daño. Hasta el punto de que pensabas realmente lo que le respondiste cuando amenazó con matarlo. En realidad, eso estaría dentro del orden de las cosas y, ¿cómo decirlo?, la prueba de que él te quería un poco…, me pregunto si no soy demasiado complejo, incluso para mí mismo»).

—Café, Soëft, por favor.

Gregor Laemmle se aleja del Delage inmovilizado en el centro de las montañas de los Alpes bajos. Divisa una especie de cuneta rocosa a veinte o treinta metros de allí, fuera del alcance de los oídos del Niño en caso de que se despertase. Se dirige hacia allí, obligando a que Jurgen Hess le siga. Se sienta, toma el café salido de un termo y se ciñe la manta un poco más; «tendría que haber cogido dos. Sin hablar de mis piececitos rosa, que están casi helados…».

—Vamos a ver, ¿cómo van los asuntos del mundo, mi buen Jurgen? (Si le hago hablar de lo que le interesa, será lo mejor, por el momento…).

Hess traga de lleno el anzuelo y habla de una cierta ofensiva rusa que trata de proteger a Moscú, cuando los triunfales ejércitos del Tercer Reich («así que es el Tercero», piensa Gregor Laemmle) ya pueden ver las cúpulas doradas del Kremlin.

—Pero, naturalmente —dice Gregor Laemmle—, esa lamentable tentativa de los mujiks rojos, raza inferior si las hay, será despiadadamente barrida.

—Sólo es cuestión de horas —dice Jurgen Hess.

—El entusiasmo me desborda, mi buen Jurgen. ¡Qué gran país el nuestro! ¿Y aparte de eso?

Nuevo comunicado de guerra, que él escucha con paciencia, aunque pensando en otra cosa: el Niño se habrá despertado, sin duda sacado de su sueño por esta parada que se prolonga, o quizá se ha despertado en el acto, con ese instinto animal que parece inherente a él; sea como sea, con el rabillo del ojo, Gregor Laemmle ha podido ver dos grandes ojos grises en un estrecho rostro lívido, detrás del cristal empañado.

«Acabemos. No vamos a pasar la noche aquí».

—¿Jurgen? ¿A qué viene ese ejército?

Indica el destacamento constituido por un considerable número de coches y de hombres, estos últimos eminentemente patibularios.

—Dispongo de cuarenta hombres —dice Hess—. Y puedo tener más. Y el policía de Tolón me ha prometido algunos de sus amigos. Podemos poner en línea unos doscientos hombres, de aquí a pasado mañana.

Gregor Laemmle hunde la nariz en su cazo de café muy azucarado.

—No, Jurgen.

Hess se endereza y cuadra los hombros.

—No debemos dejar que Ella se nos escape —dice.

—¿Cuál es mi grado?

—Es usted Oberführer —reconoce Hess.

—¿Y el suyo?

Hauptsturmführer.

(«Yo recordaba bien que Reinhard Heydrich me había conferido algún grado, pero que me lleve el diablo si recordaba cuál. Al parecer he recogido mis galones. Si no tengo cuidado, me voy a encontrar convertido en Führer a secas, una de estas mañanas, y decenas de millones de pequeños Jurgen Hess, con el rostro iluminado, llorarán de entusiasmo por mi ascenso. La experiencia podría resultar divertida, pero lo menos que se puede decir es que no me tienta: tendría que vociferar en los megáfonos y yo siempre he tenido una garganta frágil…»).

—Así, pues, soy su superior, mi buen Jurgen. Y le doy una orden. Y mientras lo pienso, ¿por qué no va usted a tomar Moscú, entre dos aviones? ¿Qué le llevaría eso? ¿Dos días? ¿Tiene ganas de prestar servicio en el frente ruso?

Laemmle sostiene la mirada de Hess, que de cualquier modo acaba bajando la cabeza.

«¿Cómo se dice eso? ¡Ah, sí!».

—Firme, Hess, por favor. He aquí mis órdenes: se quedará usted con treinta y cinco de esos hombres. Irá a Menton con ocho de ellos, y estará usted allí dentro de… (nunca he sabido calcular mentalmente)… treinta y algunas horas. Estará a las ocho y cuarto delante del casino. A las ocho y cuarto, tome la carretera, en dirección a Marsella, por la nacional que sigue la orilla del mar. Vaya a sesenta kilómetros por hora. No a cincuenta y nueve ni a sesenta y dos: a sesenta. Salvo que yo le dé otras órdenes de aquí a entonces, y en ese caso le llamaría… ¿Cuál será su nombre para la ocasión?

—Marcel Magny.

—No tiene usted mucha imaginación al elegir Marcel. Un Marcel lleva una gorra y va en bicicleta a bailar en los merenderos de las afueras. Pero dejémoslo así. Yo le llamaré al primer bar que hay a la derecha en la avenida que está frente al casino; la avenida de Verdón, creo. Esté usted en ese bar. Si a las cinco catorce no le he llamado, váyase de allí en un minuto. Ni antes ni después.

—¿Y los otros hombres?

—Treinta y cinco y uno, contándole a usted deben hacer treinta y seis. Menos nueve, quedan probablemente veintisiete. Póngame ocho en Niza…

Ocho en Tolón y los once restantes repartidos en tres grupos que deberán permanecer con el arma a punto en Cannes, en Fréjus… y en algún otro lugar, a elegir, a medio camino entre Hyères y Sainte-Maxime…

—Pero sólo intervendrán por orden expresa mía, mi buen Jurgen, y usted mismo respetará el plan de marcha que le indico, a menos que tenga que ir necesariamente a conquistar usted solo el imperio ruso, hasta el último copo de Siberia.

Gregor Laemmle sonríe a Hess. Evidentemente, la hipótesis de un exceso por parte de Hess no puede ser excluida. Y Laemmle no la excluye en absoluto. En realidad, le desplaza a un extremo; «hace tiempo que debería haber retirado a este loco del campo de batalla. Pero no sabía a quién dirigirme para hacerlo. La muerte de Heydrich me aisló de la retaguardia y, al final, estoy solo y únicamente me represento a mí mismo, con la gran ventaja de que Jurgen Hess no lo ha comprendido todavía; al menos, eso espero».

Escruta el rostro de Hess y sólo descubre en él una especie de terco enfurruñamiento. «Pero todo irá bien. En dondequiera que Ella surja (y yo creo que más bien aparecerá entre Tolón y Marsella), los doce o quince hombres de Soëft estarán en el lugar antes que Hess. Todo irá bien…».

—Ejecución, Hess.

Laemmle ve partir el destacamento hessiano y luego arroja al suelo helado lo que queda de café. Siente unas ligeras ganas de vomitar. Y no es a causa del espantoso brebaje. Pero de nuevo es presa de una de sus crisis, consecuencia y prolongación lógicas de su exaltación de Grenoble, cuando hablaba con Joachim Gortz. Con una indiferencia que se diría crítica, advierte que cada crisis, en los últimos tiempos, es más intensa y más dura que las anteriores. En cierta época, ya muy lejana, esperaba poder odiar a alguien o a algo más de lo que se odia a sí mismo. Esta esperanza se ha extinguido hace tiempo.

Vuelve al Delage, sube a él y se envuelve en otras dos mantas.

—¿Duermes, Thomas?

No hay respuesta.

Es un puro milagro si ha podido dormir un poco después de la salida de Grenoble. No confía en conciliar el sueño. El Delage avanza en una noche bastante clara. Él contempla el Niño dormido y se entrega por un instante a esa ternura para él tan nueva…

De la cual espera lo peor.

Nace el día. Thomas desayuna en la orilla de la carretera, en un lugar muy bonito y desierto. Un momento antes de detenerse, ha visto un indicador que anunciaba «Saint-Paul-de-Vence». Él no sabe en absoluto dónde está. Esto se parece un poco a Provenza, quizás es Provenza.

—Háblame de ese tirador invisible, Thomas…

Thomas come. Tiene hambre. Desde ayer se encuentra mucho mejor. Ha reflexionado bien sobre las últimas palabras que Ella ha dicho en el teléfono: que debía tener confianza en Ella, dejarla obrar. «Tendría que haber pensado antes en ello; soy horriblemente estúpido. Ella no se dejará capturar por el Hombre de los Ojos Amarillos; seguramente ha encontrado un truco, una estrategia. Tengo que esperar y estar tranquilo».

—No eres muy charlatán, Thomas.

Ya hace diez minutos por lo menos que el Delage blanco se ha inmovilizado en el arcén.

El chófer y Soëft han descendido; en un hornillo de alcohol han preparado leche, chocolate suizo (de marca), pan, mantequilla y confituras alemanas. El chófer ha puesto un mantel sobre el capó todavía tibio. «A la mesa, Thomas», ha dicho el Hombre de los Ojos Amarillos, y ha descendido a su vez y ahora está desayunando. Parece una comida campestre.

—¿Crees tú realmente, Thomas, que ese amigo tuyo que tira tan bien ha podido seguirnos? Yo pienso que no. Creo que ha perdido nuestro rastro. Hemos estado dando vueltas y más vueltas durante toda la noche… Pensemos un poco: yo diría que él va en motocicleta. Pero nosotros hemos vigilado las motocicletas, y ninguna nos seguía. ¿Dónde puede estar? ¿Se habrá quedado en Grenoble?

Como si Thomas buscase realmente a Miquel (y eso, naturalmente, no es posible; no le busca, por dos razones: primero porque tiene la absoluta seguridad de que Miquel está en alguna parte de las cercanías, y después, porque no serviría de nada buscarle: si ves a Miquel es porque él quiere que le veas, eso es todo), mira a su alrededor. Laemmle ha elegido el lugar para detenerse: desde allí se ve una extensión de dos kilómetros, y ni siquiera Miquel podría acercarse sin ser visto (aunque…), y, además, están todos los matones de Soëft, que vigilan muy atentamente.

—¿Quieres otra tostada, Thomas?

—Sí, por favor; gracias, señor.

Son las primeras palabras que pronuncia desde que le dijo al Hombre de los Ojos Amarillos que le mataría.

—Has de reconocer que he mejorado notablemente haciendo las tostadas.

—Estoy de acuerdo, señor. Están muy bien.

Que le mataría. Y hablaba de verdad. Ahora sabe incluso cómo; «no sé cuándo, pero sé cómo. Los Tres Mosqueteros, que hacen matar a Milady (aunque Milady es una mujer, la mujer de Athos), van en busca de un verdugo. Yo ya tengo uno. Tengo a Miquel. En el parque de la isla Verte…».

—¿Puedo tomar un poco más de chocolate, señor, por favor?

«En el parque de la isla Verte habría podido decir a Miquel que rompiese la cabeza a Laemmle. Pero eso habría sido estúpido. Si lo hubiese hecho, sería Hess quien me vigilaría ahora, y esto sería distinto. No, era mejor hacerlo con la manzana… ¡Qué miedo pasó Laemmle! Evidentemente, sabe que Miquel existe, pero eso no importa; incluso es mejor…».

—Quisiera hablarte, Thomas.

«¿Por qué se expresa en voz tan baja, como si no quisiese que Soëft y el chófer le oyesen? Finge ser amigo. ¡Está visto que cree que soy idiota! Sabe que puedo matarle cuando yo quiera y tiene miedo, eso es todo».

—Mañana, Thomas, tú y yo veremos a tu madre. Ha sido Ella la que ha decidido las modalidades de la cita. Yo he aceptado su oferta. Aunque esto no depende de mí, todo irá bien, quiero que lo sepas; he hecho todo lo que he podido. ¿Me crees, Thomas?

«No le respondas en seguida…».

Thomas baja la cabeza, y finge contraer el rostro como si estuviera a punto de llorar.

—¿Thomas?

La voz del Hombre de los Ojos Amarillos es notablemente suave.

—Quisiera que me creyeses, Thomas. Si yo no hago lo que voy a hacer, otros lo harán, y tu madre y tú…

El hombre de los Ojos Amarillos no termina su frase y esta vez finge estar muy triste. Thomas le mira fijamente y toma la nueva tostada que él le tiende. Piensa: «Le diré a Miquel que no le mate de un tiro, sino muy lentamente, para que sufra mucho y largo tiempo».

—No me han traído mi chocolate, señor —dice.

—Preferiría que no saliese afuera —dice Catherine Lamiel—. Es usted demasiado americano y le advertirían en seguida.

—¿Quiénes?

—Nadie en particular, naturalmente.

La muchacha se esfuerza en sonreír.

«Sin duda estoy nerviosa».

Deben ser las nueve de la mañana. Una gran luz comienza a entrar por el ventanal que domina la rada de Tolón. Quattermain bebe de pie su segunda taza de café. Ha dormido poco esta noche, se ha levantado y ha ido a la cocina y a la sala de estar, con los pies descalzos, que las baldosas rojas del suelo han helado en seguida. Ha estado a punto de llamar a la puerta de Catherine Lamiel, pero se ha abstenido. Siempre ha sido tímido con las mujeres, y si lo piensa, apenas recuerda haberse acostado con ninguna de ellas por su propia iniciativa: más bien han sido ellas las que lo han decidido.

Oye que alguien va y viene detrás de la puerta y, cuando se vuelve, la descubre vestida con un abrigo sencillo, casi modesto. También un sombrero encaramado sobre su peinado alto, y unos zapatos de suelas compensadas con corcho, poco agradables a la vista.

Catherine dice que debe salir y que no está segura de volver para almorzar.

—Hay pan y un pollo frío.

—Muy bien. ¿Y si suena el teléfono?

—Nadie sabe que estoy aquí. Déjelo que suene.

Catherine se va por el sendero de tierra; justo en el momento de desaparecer entre los pinos, se vuelve. Este movimiento apenas esbozado produce en Quattermain una impresión extraña. ¿Temía ella que la siguiese? «Estoy desconcertado, eso es todo. No sólo he cambiado de continente, sino que también he entrado en una historia de la que me han contado lo menos posible. Y que es muy poco».

Se pasea un momento por la casa, que es muy vulgar, aparte de tres docenas de libros en una esquina y unas fotos en tres o cuatro marcos. Catherine Lamiel aparece en ellas en compañía de personas desconocidas. El rostro que aparece con más frecuencia es el de un hombre bastante guapo, de alrededor de treinta años, con cabellos pegados y anchos hombros, sonriendo de buen grado al objetivo: «Su marido, tal vez».

Quattermain abre unos cajones, con ese placer perverso de las violaciones de domicilio y de vidas privadas. Encuentra otras fotos, especialmente en un álbum de tela. Muestran a una Catherine Lamiel bastante más joven, incluso infantil, en compañía de una adolescente que debe de ser Sophie. Los paisajes son los de África del Norte; se reconoce Marrakech.

Ningún retrato de Maria en ninguna parte. «Ella nunca aceptó que la fotografiase, incluso me lo había prohibido».

Acaba registrando la habitación de Catherine, no sin haber cerrado con llave previamente la puerta de la casa. Se da como pretexto esa casi certidumbre de que no ha cesado de mentirle, aunque fuese por omisión, desde su encuentro en Marsella.

Nada.

Y nada tampoco, sólo los vestidos de repuesto, en la maleta que llevó la víspera. Aparte, tal vez, de un mapa de carreteras de la región de Tolón hasta la frontera italiana. El mapa está doblado de tal modo que sólo es visible —un centímetro para dos kilómetros— la zona costera entre Hyères y Fréjus; en el centro está la comisa de los Maures y esa gran península situada entre Sainte-Maxime y Cavalaire. «Si es un indicio, es insuficiente».

Pasa una hora y luego otra. Quattermain ha vuelto a sentarse delante del ventanal y lamenta no disponer de unos prismáticos para examinar esos enormes barcos anclados: «¿Qué diablos hacen ahí, tan tranquilamente amarrados, esos acorazados franceses, en un país que ha perdido la guerra?».

Le asalta la impaciencia. Y el deseo de tomar un poco el aire, de salir, de hacer cualquier cosa para no permanecer encerrado en esas cuatro habitaciones, donde sólo puede dar vueltas en redondo. Pero con su abrigo cortado en Londres, se arriesga a no pasar inadvertido en Tolón. Acordándose del contenido de un armario, encuentra en él un impermeable, ciertamente un poco corto para él, pero que le hará parecer un poco más francés.

Deja su sombrero y sube a su coche.

Precisamente porque está acechando a Catherine Lamiel, advierte un movimiento en el retrovisor. Le parece que, después de arrancar el Ford, cuando éste entra en la carretera, un hombre cruza corriendo el camino. Quattermain desciende hacia Tolón y sus sospechas se confirman: le siguen claramente. Dos hombres en un automóvil.

Estaciona el coche, un poco al azar, en una pequeña plaza donde hay un quiosco de música y comprueba que sus seguidores hacen lo mismo.

Sin embargo, su actitud es tan natural que se pregunta si no es víctima de nuevo de una pequeña paranoia. Tanto es así que, al recorrer después las estrechas calles de la ciudad, no ve a nadie que vaya detrás de él. El azar también le hace pasar por delante de una tienda de instrumentos náuticos. Entra en ella y compra unos prismáticos, los más potentes que encuentra. El gran fajo de billetes de cien y de mil francos que extrae de su bolsillo para abonar su cuenta hace que el comerciante levante las cejas. «Realmente, lo estoy haciendo todo para hacerme notar». Le explican que necesita el papel necesario para el embalaje y él compra entonces una pequeña bolsa de tela, en la cual guarda los prismáticos.

—¿Americano?

El comerciante, al darle la vuelta, ha bajado la voz. Quattermain vacila y, luego, responde que sí.

—Eso está bien, muy bien —dice el comerciante.

Quattermain está asombrado. «¿Qué es lo que está bien? ¿El hecho de que sea americano?». Desciende hasta la base naval militar, pero no se atreve a sacar sus prismáticos por temor a que le tomen por un espía. Marcha sin rumbo, subiendo otra vez hacia el centro de la ciudad. Comienza a tener hambre. En una avenida bastante ancha, bordeada de cafés y cines, descubre un restaurante donde le reclaman unos cupones. Él no los tiene. Dice que es extranjero. Se encogen de hombros, con aire de pensar que eso es un problema suyo. ¿Cómo comer en Francia cuando se es extranjero? Continúa a lo largo del bulevar, y he aquí que la cosa comienza de nuevo: alguien le alcanza y se coloca a su altura.

—Le he oído hablar en el restaurante hace un momento. ¿Es usted americano?

—Sí. Espero que eso no esté prohibido.

El hombre le abraza (a pesar de la diferencia de estatura) y falta poco para que le bese.

—Quería decirle que ha hecho usted bien.

—Ya —dice Quattermain, inseguro.

—¿Quiere usted comer? Vaya a casa Mado, en la plaza de Puget, y pregunte por la propia Mado. Con o sin cupones, ella le dará lo que tenga.

El hombre le asesta tres nuevas palmadas en la espalda y se va. «Mi popularidad aumenta aquí de segundo en segundo. ¿Pero dónde está la plaza de Puget?». Una mujer le informa, sonriéndole, sobre todo después de haber oído su acento. «Decididamente, el hecho de ser americano es lo que me hace tan popular. Es curioso. La última vez que estuve en Tolón no noté tanto entusiasmo».

Mado mide ciento cincuenta centímetros y casi pesa otros tantos kilos:

—Venga. Come.

Le conduce a la cocina, desembaraza una esquina de la mesa y le hace sentarse a ella:

—Tengo filete mignon y pisto nizardo. Y puedo hacerle unas patatas fritas; ¿le gustan?

—Sueño con ellas —dice Quattermain. Que piensa: «Sueño».

—Hablo inglés, I speak english very good. ¿Y cuándo volverá usted por aquí?

—Todos los días, si usted insiste.

Y la mujer le asesta un codazo amistoso en las costillas:

—Agente secreto, ¿eh? Pruebe este pisto.

Al minuto siguiente, se entera de que unas fuerzas armadas angloamericanas han desembarcado en África del Norte, en las primeras horas de este 8 de noviembre de 1942.

Quattermain es por naturaleza indolente y tranquilo, pero de todos modos… Si en este mismo instante no hubiese tenido ya la boca llena, habría expresado su sorpresa. Finalmente, no rechista. Por el momento, no ve en ello nada que pueda modificar su situación personal. Termina de comer y quiere pagar, pero Mado se niega a cobrar. Sale e, intentando volver a su coche, llega a una gran plaza dominada por la prefectura marítima, en el minuto mismo en que un grupo de oficiales alemanes suben a unos coches con banderín. El sentimiento de un peligro, hasta entonces bastante vago, crece repentinamente en él. Averigua dónde está Correos y, una vez allí, pregunta y obtiene el número de teléfono del consulado de los Estados Unidos en Marsella. Callaghan está ausente, pero un tal Pillsbury se pone al aparato: «¿El señor Quattermain? ¡Bob Callaghan estaba esperando que usted le llamase! Tengo un mensaje para usted: las relaciones diplomáticas entre Washington y Vichy quedarán rotas en las próximas horas; todo el personal diplomático norteamericano debe abandonar el territorio francés, con destino a España. Bob le propone que se vean en uno de estos tres lugares: bien aquí mismo, en el consulado, antes de mañana a las nueve horas; bien en Nîmes, en el departamento del Gard, hotel del Cheval Blanc, plaza de las Arenes, o bien directamente en el puesto fronterizo del Bolou. Bob insiste en que usted nos acompañe».

La pregunta viene a los labios de Quattermain (¿qué pasará si se queda en Francia?), pero prefiere no hacerla. «Ya lo sabes: esperarás a Maria y a su hijo. Entonces, ¿para qué?». Y, además, podrá tener tiempo de hacerlo todo. El intercambio, si es que hay intercambio, tendrá lugar dentro de unas veinte horas. «Tendré tiempo de ir a Nîmes, y en el peor de los casos, al puesto fronterizo».

Al fin encuentra su Ford. El coche de los dos hombres, que parecía seguirle, ya no está allí. «Me lo he imaginado, evidentemente».

La villa de las alturas de Tolón está vacía. No se ve ningún signo de que Catherine Lamiel haya regresado en su ausencia. Durante mucho tiempo recordará esas horas pasadas entonces, sentado ante el ventanal que se abre sobre la rada tolonesa, a veces leyendo, a veces jugando con sus prismáticos. A lo sumo sostiene, sin gran convicción por otra parte, un debate esporádico consigo mismo: «Siempre he sabido lo que iba a hacer», dirá más adelante a Laemmle.

Catherine Lamiel regresa a las siete, bastante después de haber caído la noche. Él ha oído el ruido de un motor. Está fuera y la ve descender de un Peugeot negro. Lo ha estacionado, no junto al Ford, sino en la parte baja del camino, con el capó orientado hacia la carretera. Quattermain se apresura a entrar en la casa y, reprochándose un poco lo que él considera una chiquillada, finge estar absorto en la lectura de las Dames au chapeau vert, de Germaine Acremant. Ella aparece en el umbral de la puerta y Quattermain advierte un grado suplementario en la tensión casi desesperada de su rostro. «Voy a hacerle la cena», dice ella. Él se reúne con ella en la cocina: «¿Puedo ayudarla?». Quattermain espera su comentario sobre el hecho de que no había tocado la comida del mediodía, pero ella apenas se preocupa por ello, acaparada por sus propios tormentos.

—¿Está segura de que no tiene nada que decirme?

—Muy segura.

Le prepara maquinalmente una tortilla sin que se le ocurra la idea de mirar el horno, donde el pollo asado sigue todavía. Le ayuda a preparar la mesa y, por primera vez en su vida, trata de lavar la vajilla. Pero ella dice que mañana vendrá alguien, una mujer, que se ocupará de la casa.

La muchacha parece extraordinariamente cansada o, más bien, con los nervios destrozados.

—Me esperará usted aquí, ¿verdad?

Él asiente.

Ella se queda un momento delante del ventanal y luego le ruega que la perdone: mañana por la mañana debe levantarse muy temprano.

—Haga usted lo que quiera, como si yo no estuviese aquí —dice él.

Él mismo va a acostarse poco tiempo después, dejando abierta la puerta de su habitación. Se despierta por primera vez a eso de las dos, y consigue dormirse de nuevo, después de treinta minutos, dedicados esencialmente a hacerse esta pregunta: ¿por qué Catherine Lamiel, que no puede ignorar la noticia, no le ha hablado del desembarco en África del Norte? «Porque en las circunstancias actuales, el acontecimiento le parece secundario. Ésta es una primera respuesta».

Pero después, encuentra otra.

Que acaba de convencerle, si es que no estaba ya absolutamente decidido: a la mañana siguiente espera que ella se haya ido, a pie (pero como sale detrás de ella, oye arrancar el motor del Peugeot).

Deja que transcurran dos o tres minutos, coge su pasaporte y el pasaporte a nombre de Thomas David Quattermain, más todo el dinero de que dispone: alrededor de cuarenta y cinco mil dólares, algo más de treinta mil francos suizos y doscientos mil y pico francos franceses obtenidos en Ginebra.

Hay, ciertamente, muy poco tráfico, pero de todos modos circulan algunos vehículos. Recorre varios centenares de metros sin advertir nada especial detrás de él, y las extrañas sospechas que le han asaltado durante la noche le parecen injustificadas.

Es entonces cuando el coche aparece, con los dos hombres de la víspera. Los ve pasar, menos de treinta segundos después de haberse detenido, de ocultar el coche en una callejuela y de echar pie a tierra para comprobar si es o no seguido.

Lo es: durante los tres o cuatro segundos en que ve sus rostros, los dos hombres parecen muy sorprendidos y quizás inquietos por su desaparición.

Su coche se aleja lentamente, y luego acelera, probablemente porque su conductor considera que él ha aumentado su velocidad.

Quattermain, entonces, se pone de nuevo al volante. Da media vuelta y, en lugar de tomar la dirección de Marsella, se dirige hacia el este, hacia Hyères y Fréjus, tras decidir jugárselo todo, de acuerdo con la manera en que el mapa de carreteras estaba plegado en la maleta de Catherine Lamiel.

Son las ocho y cuarto.

El Delage blanco, que ha salido a las ocho en punto de Menton, rueda ahora (Gregor Laemmle consulta una vez más su reloj)… desde hace cincuenta y nueve minutos y ha recorrido sesenta y tres kilómetros, según marcan a la vez el totalizador del tablero de mandos del coche y los hitos kilométricos; al fin entra en Cannes.

—Vamos ligeramente adelantados con respecto a nuestro horario, Soëft. Vamos a detenemos y a esperar. No, aquí mismo no, un poco más adelante, en la Croisette. Pararemos frente al hotel Majestic.

«Y aprovecharé la ocasión para comprobar que el bueno de Jurgen Hess respeta mis órdenes, en lugar de oponerse a ellas, con su malignidad habitual. Es absolutamente capaz de seguirme a quinientos metros, en lugar de los quince kilómetros que yo le he fijado…, habida cuenta de que sesenta kilómetros por hora hacen un kilómetro por minuto. Como me decía ayer mismo, soy nulo en aritmética».

Gregor Laemmle está sentado en el asiento trasero del Delage blanco. El Niño está a su izquierda, es decir, en el lado del mar, y la manilla de la portezuela correspondiente ha sido retirada: es una idea de Soëft. El propio Soëft conduce el automóvil, con una pistola muy grande sobre los muslos, una pistola ametralladora posada en el asiento vecino y disimulada con un periódico, y un tercer trabuco colocado a su izquierda, contra la portezuela. Está armado como un general mexicano que se prepara para un pronunciamiento.

Parece ser que también hay granadas en alguna parte. «Si le hubiese dejado hacerlo, habría traído un cañón. Es un muchacho muy concienzudo».

El Delage avanza por la Croisette, llega a la altura del Majestic y se detiene. Gregor Laemmle sonríe al portero del hotel, que ya se ha adelantado, y le hace signos de que no, de que es inútil que se moleste. Gregor Laemmle se encuentra en un estado extraño, casi febril. La cosa no tiene nada de sorprendente teniendo en cuenta que espera ver aparecer un Hispano negro y plateado, pilotado por una mujer, el uno y la otra perseguidos por él desde hace unos cuarenta y ocho meses.

—No pares el motor, Soëft.

Se vuelve y, mirando hacia atrás, busca señales de vigilancia a todo lo largo de la avenida rectilínea que bordea el mar. No le sorprendería demasiado ver aparecer a Jurgen Hess y a tres docenas de sus bebedores de sangre.

Pero no.

«Esto no es un sueño extraño y penetrante, Gregor Laemmle; tu búsqueda termina, se acabará en las horas siguientes: o verás aparecer el Hispano con Ella al volante, o Ella habrá hallado el medio de matarte sin que el amable Soëft mate al hijo. Y entonces, bajo la condición expresa de que esté aún vivo, te encontrarás frente a ti mismo (perspectiva espantable), con la desesperación que producen los sueños realizados».

Sigue observando la Croisette por el cristal trasero, y salvo una camioneta con gasógeno que también está parada, cuatrocientos metros más atrás (un hombre ha descendido de ella y ha ido a llevar un paquete a una villa), no ve nada que valga la pena. «¿Me habrá obedecido Jurgen Hess? ¡Un verdadero milagro!».

—Tres minutos —anuncia Soëft.

Gregor Laemmle abandona su vigilancia, que además le hace daño en el cuello. Su mirada se dirige hacia Thomas. Éste está inmóvil, con las manos blandamente posadas sobre sus rodillas desnudas, y contempla el mar con unas pupilas apenas abiertas.

—Sigamos, Soëft.

El Delage avanza de nuevo. Cincuenta y dos minutos más tarde, atraviesa Saint-Aygulf y ya sólo está a una veintena de kilómetros de Sainte-Maxime. Se encuentra en uno de los lugares del recorrido donde, según Gregor Laemmle, algo puede producirse; cree más en el macizo de los Maures que en el del Esterel: el Hispano dispondría allí de un mayor número de itinerarios de repliegue, gracias a las carreteras secundarias. Pero lo cierto es que él había creído que Ella surgiría en el mismo Menton —se equivocó— y todavía cree que Ella eligió con preferencia la zona comprendida entre Tolón y Marsella, o, dicho de otro modo, los alrededores de Sanary.

Porque está absolutamente convencido de que Ella va a aparecer, en un momento cualquiera de esta lenta progresión entre la frontera italiana y Marsella, por la orilla del mar, donde hay más de setecientos lugares posibles, sin contar el mar mismo.

No se atreve a mirar demasiado al Niño.

Y, sin embargo, con el rabillo del ojo, advierte el cambio de actitud: a cada kilómetro recorrido, la tensión casi imperceptible del pequeño cuerpo aumenta.

«Él también sabe que Ella va a venir».

Son casi las diez cuando Quattermain descubre al fin a Catherine Lamiel.

Desde su salida de Tolón, ha avanzado a una velocidad loca. Ha cruzado Hyères como un obús. Y lo mismo ha ocurrido en la aglomeración siguiente, llamada La Lande o La Londe (no ha tenido tiempo de verlo). Ha acabado por encontrarse delante de una bifurcación importante: suponiendo que el Peugeot negro haya pasado por aquí, ¿habrá tomado la izquierda o la derecha? En un principio, sin demasiadas razones, él ha elegido el camino de la derecha.

Ha avanzado así por la comisa de los Maures, con la cabeza llena de recuerdos (estuvo aquí con Ella), y a partir de entonces los motivos de su elección le parecen menos oscuros, tratándose del itinerario que sigue.

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