Daddy

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En determinado momento ha visto a su izquierda una pequeña carretera que sin duda asciende al bosque del Dom. Casi maquinalmente ha echado una ojeada, apenas medio segundo, y ha frenado en seguida violentamente, precipitando casi el Ford a través de la carretera. Apretando el freno de mano, con el motor en marcha y la portezuela abierta, ha recorrido a pie unos treinta y cinco metros.

El Peugeot negro de Catherine Lamiel.

El coche está situado a más de la mitad de la costanilla de acceso a una villa blanca. Él se acerca, con su largo paso contrariado por el desarreglo de su cadera, y aunque es noviembre (pero con un sol digno de mayo), Quattermain reconoce unos aromas de verano.

Acercándose más, ha entrado bajo un arbolado del otro lado de la carretera, a unos diez metros de la casa y, a través de la vegetación, ha seguido con la vista a la muchacha, que va acompañada por un hombre de elevada estatura, rubio, con aire imperioso, que habla con una fría seguridad. (Dice que él quiere que ella venga y que, por otra parte, ella no puede elegir).

Catherine, hasta entonces vista por detrás, se da la vuelta y Quattermain puede distinguir su rostro infinitamente torturado. Un ruido de portezuelas que golpean. «Se van». Él se aleja en seguida y, bajando precipitadamente por una senda que hay entre los pinos, llega hasta el Ford, se pone de nuevo al volante y arranca. Tres o cuatrocientos metros más allá encuentra lo que buscaba: un camino minúsculo, pero acodado como conviene. Se adentra en él, quedando fuera de la vista de la carretera. Una ojeada al mapa: «O bien prosiguen por este camino comarcal indicado como muy sinuoso o bien pasan por debajo de mí y yo les sigo. Pero ¿por qué tengo el presentimiento de una catástrofe?».

Dos minutos y el silencio. «Bueno, habrán ido por la comarcal; o peor todavía, están en camino hacia Hyères». Pone la marcha atrás.

Suspende su gesto: un coche acaba de pasar al fin y es el Peugeot. «Calma». Cuenta hasta veinte y da marcha atrás; luego arranca.

Demasiado rápido. Unos kilómetros más allá, debe aminorar la marcha y se avergüenza: se ha acercado demasiado a la salida de una curva y, durante unos cuantos segundos, se ha puesto al descubierto, lo que le ha permitido incluso comprobar que Catherine Lamiel, aunque no está ya al volante, va acompañada, no solamente por el hombre rubio, sino también por otros dos.

El seguimiento se prolonga. Dejan atrás el Rayol, y después Cavalaire, indicados por unos letreros. Quattermain reduce aún más su velocidad; el trazado algo menos atormentado de la carretera le obliga a aumentar la distancia entre el Peugeot y él.

Adelanta a su vez a un gran camión cargado de madera, justo a la salida de algunas casas de La Croix-Valmer, y por el momento no descubre nada extraordinario en su presencia. Son algo más de las nueve y media de la mañana, el cielo está azul, sin una nube, y se levanta el viento.

Tres kilómetros más (el camión cargado de madera parece haber acelerado su marcha y le sigue a cuatrocientos metros) y así llegan a una encrucijada donde unos indicadores señalan que Saint-Tropez está a la derecha, Cogolin a la izquierda y Sainte-Maxime y Fréjus directamente en la misma carretera.

Es entonces cuando otros dos camiones entran en el campo de visión de Quattermain; van también cargados con troncos de madera, muy mal escuadrados.

«Esta concentración de camiones no me dice nada que merezca la pena».

Sigue bastante tranquilo, pero es evidente que la angustia asciende constantemente en él. Aunque el sentimiento que le domina sea finalmente el de curiosidad.

Pasa a su vez la encrucijada…

Y bruscamente se detiene, al abrigo de un seto de carrizos: otros tres coches particulares han salido al encuentro del Peugeot, que se ha detenido inmediatamente. Está a seiscientos metros de un terreno poco boscoso y casi llano.

Quattermain abre la portezuela y echa pie a tierra. Orienta sus prismáticos: diez, quince hombres están en asamblea, con el alto hombre rubio en el centro de la reunión, de la que evidentemente es el jefe; con las manos en los bolsillos laterales de su chaqueta cruzada, habla, al parecer, con cierto desprecio.

Los prismáticos buscan y encuentran a Catherine Lamiel: está apartada, ha bajado del Peugeot, pero se apoya en él; llora.

Quattermain baja sus prismáticos; luego los lleva de nuevo a sus ojos, describiendo con ellos un ancho movimiento panorámico. Según el mapa, tiene que haber, a unos mil doscientos metros, otra encrucijada, pero él no la distingue: le quitan la vista unas líneas de cipreses u otros setos de carrizo. Los tres camiones que tiene tras él se han inmovilizado; cada uno de ellos transporta dos hombres y ocupa una carretera.

Pero además hay un cuarto camión a la izquierda.

… Y un quinto enfrente, más allá del grupo del hombre rubio.

Y todavía hay otros dos, lejos, en las alturas, casi invisibles en el bosque en que están apostados.

«Y nada impide que haya más. He descubierto la trampa casi sin saber cómo».

Toma el mapa, lo examina y la evidencia le salta a la vista: esa encrucijada que no ve tiene que ser la de Saint-Pons-les-Mûres: a partir de allí se organiza un entrelazamiento de pequeñas carreteras y caminos forestales que corren a través del muy boscoso macizo de los Maures. Alguien que quisiera acercarse o, por el contrario, huir de allí, podría elegir entre ocho o diez itinerarios diferentes, con la posibilidad de escapar en todas direcciones…

Sobre todo si los camiones desparraman o no su cargamento de troncos para cerrar las carreteras.

Y también habría la posibilidad de servirse de toda esa red de escapatorias como de una añagaza para camuflar una huida por el mar.

Un instante.

Quattermain avanza algunos metros y orienta de nuevo sus prismáticos, esta vez hacia el fondo de ese pequeño golfo que el mapa denomina Saint-Tropez; en efecto, una gran lancha motora se encuentra amarrada allí. Parece lo bastante potente para escapar a veinte o treinta nudos, y le serían suficientes unos cuantos minutos para arrancar y perderse en alta mar.

Quattermain no tiene ni la menor idea de lo que puede hacer. Por otra parte, no está muy seguro de querer hacer algo.

Recorre con sus prismáticos el macizo forestal que tiene enfrente: tres o cuatrocientos metros de altitud todo lo más, pero aparentemente inextricable. A partir de ese momento se le ocurre la maniobra: ganará altura en un punto cualquiera, por ejemplo en la región que está encima de Grimaud.

Incluso un poco más al norte.

Toma de nuevo el volante, accionando el embrague y el acelerador para amortiguar todo lo posible el ruido del motor. Regresa a la encrucijada de las carreteras nacionales y gira por primera vez a la derecha, hacia Cogolin.

Pasa junto a un camión inmóvil, cuyos dos ocupantes le miran sin reaccionar.

Gira una vez más a la derecha.

Son las nueve y cincuenta y tres de la mañana.

—La furgoneta está detrás de nosotros —dice Soëft.

Gregor Laemmle se vuelve y reconoce el vehículo que ya había visto en la Croisette, y que entonces no le había inspirado ninguna desconfianza. Un solo hombre visible, pero nada impide que haya otros ocultos en la parte trasera: «Queda por saber quiénes son esas gentes; si son exploradores de Jurgen Hess, que se ha excedido siguiendo mis órdenes, o son exploradores de Ella…».

El Delage acaba de salir de Saint-Maxime y avanza hacia el sudoeste, con el mar a la izquierda y unas colinas muy boscosas a la derecha. Según el mapa colocado sobre las rodillas de Gregor Laemmle, la próxima aglomeración sería Beauvallon. Después vendrá algo deliciosamente campestre en cuanto al nombre: Saint-Pons-les-Mûres. Después de lo cual habrá que girar a la derecha, hacia Le Croix-Valmer y la cornisa de los Maures, que a él, Gregor Laemmle, le gusta mucho: veinte años antes residió todo un mes en Rayol-Camadel, con Chère Mère y su familia.

Considera su mapa, todavía con la ternura de esas reminiscencias, y algo le asalta de pronto, en una brusca descarga de adrenalina que casi le hace temblar las manos.

«¿Tendré miedo, después de todo? La cosa sería inaudita».

Desde luego que no. Seguramente es otra cosa. La fiebre de la caza, por ejemplo. Salpimentada de esa sensación, extraña en un hombre tan lúcido como él, de no saber muy bien lo que realmente espera. En resumidas cuentas, está deseando que Ella aparezca, a la vez que espera que continúe siendo mítica. «Esto no es un sueño divertido, sino un misterio insondable que te rodea en el aire a los más de cuarenta y cinco años de vida».

Y, en efecto, acaba de ser asaltado por una certidumbre casi total: Ella está ahí.

¿Cómo no lo ha advertido antes? El mapa es seguro: indica una disposición de carreteras, a buen seguro ideal, con ese golfo de Saint-Tropez en el embudo y todo ese bosque detrás, ofreciendo una posibilidad de huida casi infalible.

Levanta los ojos en el mismo segundo en que Soëft acaba de adelantar a un gran camión cargado de madera en troncos.

—Cuidado, Soëft; creo que ya estamos.

El Delage se cierra, una vez terminado su adelantamiento. Una casa o dos se perfilan delante de ellos, todavía bastante lejos.

«Estoy realmente febril», piensa Gregor Laemmle.

Los segundos corren.

—¡Detrás! —grita de repente Soëft, a la vez que saca su pistola ametralladora.

Gregor Laemmle se vuelve de nuevo, a unos doscientos metros más atrás, el enorme camión cargado de madera está triturando literalmente la furgoneta.

«¡Estaba seguro: es ahora!».

De pronto, la carretera se separa del mar y aparece una encrucijada.

—¡Cuidado, delante de nosotros! —grita Soëft.

Y el espectáculo estalla ante el rostro de Gregor Laemmle, bastante más claro que todos los sueños que ha podido tener en cuatro años.

Lo ve y casi no da crédito a sus ojos.

Pero es él: no pueden existir dos como él, inmóvil en el arranque de una pequeña carretera, de un camino forestal, deslumbrante bajo el sol, de una belleza sombría y como vibrante, en el centro de ese estuche de verdor y sobre la tierra ocre de la pista: el Hispano plateado y negro.

Quattermain marcha muy lentamente. Ya no sabe exactamente dónde está, en el rigor de las alturas que dominan Saint-Pons. Recorre todavía cien metros, a lo sumo, y llega a una bifurcación. Un letrero indica que Plan-de-la-Tour está a la izquierda, y otro…

Frena bruscamente: un hombre acaba de surgir de un talud; está armado y apunta con un fusil.

Cinco segundos.

Después, el hombre levanta el fusil y hace una señal: «Adelante».

Quattermain avanza.

Llega a su altura y una nueva señal: «¡Vamos! ¡Pase!».

Quattermain gira a la izquierda. Ve en su retrovisor que el primer hombre armado se reúne con otro.

Un recodo le oculta lo que sigue.

Progresa.

Se detiene, todavía muy inseguro: «Esto no tiene sentido».

Desciende del coche y regresa a pie a la bifurcación, que está desierta. Considera la segunda carretera. No hay señales de ningún asfalto, es más bien una pista de tierra ocre, arrugada.

Donde, sin embargo, se dibujan unas huellas de neumáticos. Todavía están frescas.

«Realmente no tiene ningún sentido. Vas a hacer que te disparen como a un conejo sin beneficio para nadie, y en América se volverán locos tratando de comprender por qué has muerto en Francia en noviembre de 1942».

Se adentra por la pista en que han querido apartarle (ya no es visible ningún centinela). La pendiente aumenta muy pronto. En el bosque reina un silencio irreal. Un recodo tras otro y, súbitamente, el bosque se entreabre, en un estallido de luz y de colores.

Quattermain se queda inmóvil. Bajo él, en la parte baja, más allá de tres o cuatro zigzags del camino de herradura, descubre un espectáculo que le deja estupefacto.

Ve un coche blanco, un Delage, que rueda unos últimos metros y se detiene…

A treinta pasos todo lo más, frente a frente, de un Hispano-Suiza plateado y negro, extraordinariamente brillante bajo un sol muy blanco.

Y lo apabullante no es únicamente la confrontación de esos dos automóviles. Hay también esos movimientos convergentes que se producen y la maniobra concertada, en un radio de trescientos metros, de un número casi increíble de hombres a pie o a bordo de otros vehículos, en progresión lenta y como reptiliana.

El Hispano-Suiza constituye su punto de convergencia.

Quattermain dirige sus prismáticos hacia el Hispano. Una mujer morena, de la que sólo ve la espalda, sujeta el volante con sus dos manos enguantadas; a su izquierda está sentado un hombre, y su perfil anguloso, sus gruesas manos nudosas que sostienen un arma, no dejan lugar a ninguna duda: es Javier Coll.

Quattermain busca después el Delage: el hombre con rostro de mujer que va delante apenas le interesa.

Pero se siente fascinado en cambio por el niño, al que ve por primera vez, sentado en el asiento posterior, e incorporándose de pronto, en un salvaje impulso de todo su cuerpo, presa de una tensión terrible, aferrando con sus manos el respaldo del asiento que está delante de él y ensanchando hasta lo imposible sus pupilas grises.

Y gritando.

El grito llega a Quattermain, que se estremece, pero es también como una señal esperada, porque en ese momento estallan los primeros disparos.

—Voy a bajar, Soëft —ha comenzado a decir Gregor Laemmle. Tenía ya la mano en la manilla de la portezuela cuando el Delage rodaba todavía: la acciona, a la vez que observa con el rabillo del ojo el movimiento que hace Soëft al apuntar el cañón de su arma a la frente del Niño. Gregor Laemmle dice:

—No lo mate, Soëft. O hágalo solamente cuando yo también esté muerto.

La portezuela se ha abierto al fin y desciende del coche. Rectifica maquinalmente los posibles pliegues de su traje claro y avanza hacia el Hispano, lleno de una exaltación que no querría reducir por nada del mundo, espectador de su propia acción. Se ve y se volverá a ver incansablemente avanzando, con las manos separadas y bien visibles en señal de que no lleva ningún arma; ya ha dado diez, quince pasos, veinte tal vez, en dirección a ese rostro de mujer que distingue mal, a causa del sol que da de lleno en el parabrisas, pero que imagina, por haberlo soñado tantas veces. Sin duda percibe a su alrededor los demás movimientos que se producen, ese estrépito de chatarra, esos crujidos de planchas entrechocadas, esos clamores, esos gritos, esos aullidos, esas órdenes, y comprende su significación, a saber: que Jurgen Hess no sólo ha contravenido sus órdenes, sino que además sabía dónde tendría lugar el encuentro.

Le asalta un pensamiento: «Seguramente mataré a ese buen Jurgen por lo que está haciendo»; pero lo aparta de sí, lo mismo que relega al límite de su conciencia el primer grito del Niño que se produce tras él, y, además, los primeros disparos, el asalto cada vez más brutal de una horda en la cual identifica sin ninguna duda posible a la caterva de matones que vio ya en las alturas de Digne, cuando rechazó sus servicios.

En realidad, cree que todavía puede dominar la situación. Sólo es una simple cuestión de lógica: por fanático y estúpido que sea Jurgen Hess, no lo será hasta el punto de olvidar que hay que apoderarse de esa mujer viva; «no irá a matarla». No, él pondrá fin a todos estos absurdos.

Está a cuatro pasos del Hispano-Suiza. Sonríe y forma ya en su mente la frase que deberá decir, muy cortésmente. Da un paso más, con la más serena indiferencia para una bala que le silba en los oídos y para otras que se clavan en el suelo, a sus pies.

Un paso suplementario. Rodea el capó y saborea como buen conocedor la belleza de éste: está a punto de acariciar la cigüeña estilizada, en plata pura, del tapón del radiador. Pero siempre con la mirada fija en Ella, todo lo que puede percibirla, y se dice que es normal que Ella mueva la cabeza, con un aire atrozmente desesperado. Incluso el hecho de que el hombre sentado junto a Ella haya comenzado a disparar y a escupir fuego, incluso todos esos impactos que atraviesan la carrocería, que hacen estallar los faros, que revientan los neumáticos, que agujerean el radiador y dibujan estrellas en los cristales, incluso todo eso le parece de poca importancia: va a interrumpir forzosamente ese tiroteo estúpido.

Está a la altura del gran guardabarros, a veinte centímetros de la rueda de repuesto en su funda de metal con doble ribete de plata pura, y sonríe: «Ha llegado el momento».

Pero el coche se mueve, arranca en marcha atrás y se aleja de Gregor Laemmle, que presiente entonces la tragedia. Grita:

—¡Vuelva! ¡Yo soy su única oportunidad!

Sin embargo, lo peor puede ser esto: «¡Ella cree que no he cumplido la palabra que le di!».

Comienza a correr, cosa que no ha hecho desde hace treinta y cinco años por lo menos; corre, pero el Hispano, incluso en marcha atrás, se aleja de él haga lo que haga. Ya está a veinte metros e inicia la media vuelta y la fuga.

Unos hombres han surgido por la izquierda y uno de ellos arroja alguna cosa. El Hispano estalla inmediatamente y aparecen unas enormes llamas amarillas. Del coche, que se detiene de pronto, sale un hombre terrible por su talla y por su envergadura, pero transformado en una antorcha viviente. Y sin embargo, dispara, gritando como un animal, con un arma en cada uno de sus enormes puños, resistiendo a las ráfagas que le perforan, de pie, todavía y siempre de pie. Esto parece durar una eternidad y Gregor Laemmle grita también, en un paroxismo de espanto y de desesperación que le retrotrae a cuarenta años antes, a las noches de su infancia. Sin embargo, se lanza de nuevo, se pone otra vez en movimiento y se precipita; corre hacia la otra portezuela, que sigue cerrada; intenta abrirla, se afana en ello llorando, teniendo antes sus ojos una mujer que arde, que vuelve con una horrible lentitud su rostro hacia él, desorbitando unos ojos inmensos y grises; una mujer que está siendo devorada por las pavesas que corren por sus hombros y por sus cabellos negros.

Que se derrumba al fin sobre el volante y se encoge, se reduce, se calcina, entre un hedor atroz y sin el menor grito.

Quattermain ha corrido en principio hacia los dos coches, el negro y el blanco, que parecen enzarzados en un conciliábulo familiar, en medio de toda esa demencia; pero ha tenido que hacer un sesgo al descubrir a tres o cuatro hombres sobre los cuales ha estado a punto de arrojarse; les ha rodeado, como antaño en el fútbol, olvidando el viejo dolor de su cadera; se ha lanzado a su izquierda, ha cruzado en tromba un primer camino, y después otro, para acabar al fin frente al brasero en que el Hispano-Suiza se ha convertido en el intervalo.

Se queda inmóvil, paralizado por un estupor horrorizado; toda la escena se imprime en su memoria: el coche en llamas, la mujer tan espantosamente inmóvil dentro del habitáculo, hasta esa alucinante antorcha que sin ninguna duda es Javier Coll, con el que se encarnizan desde todas partes, a lo cual él responde con anchas ráfagas; ve también a un hombrecito rubio-pelirrojo, con traje claro y cubierto con un panamá, cuyo rostro no olvidará nunca, gritando con una voz cubierta por la crepitación de las llamas y de las detonaciones, muy cerca de una portezuela del Hispano, en torno al cual parece bailar locamente.

Ve también a otros hombres y ve sobre todo a uno que, al divisarle, vuelve el arma en su dirección, le apunta…

Y que luego se derrumba el mismo: un agujero sanguinolento se forma en seguida en su sien. Por un segundo, Quattermain le mira sin comprender. Avanza de nuevo y he aquí que otro matón, que le apunta a su vez, se abate a su paso.

Y un tercero.

Le están abriendo paso. Alguien, desde alguna parte, le protege y ejecuta, uno tras otro, a todos los que se atraviesan en su camino. Echa a correr de nuevo y, al mismo tiempo, trata de buscar a ese amigo desconocido.

«Esto viene de mi izquierda… y por lo tanto de la montaña».

Avanza hacia el Delage blanco, cuyo motor está al ralentí. El hombre con rostro de mujer, sentado aún ante el volante, levanta al niño con su mano libre, revelando a la vez el cañón de la pistola pegado a su sien.

Quattermain avanza un poco más y entonces advierte una silueta a unos doscientos metros, encaramada en una roca: la de un hombre que parece joven, que lleva una cazadora de cuero y que sostiene ligeramente entre los dedos un fusil con visor telescópico cuyo cañón está dirigido hacia el cielo. Y la silueta le hace señas, con un movimiento del cañón: «¡Avance hacia el coche! ¡Vamos! ¡ADELANTE!».

Como en un sueño, Quattermain reanuda su progresión hacia la portezuela:

—Mataré al niño si se acerca más —dice en francés el hombre con cara de mujer, pero que exhibe un fino bigote rubio.

—En ese caso yo le mataré dos veces en lugar de una —responde Quattermain, en una situación límite. Y mete su brazo por el cristal abierto, agarra el cañón de la pistola, sin darse cuenta siquiera de que el arma apunta a su pecho. Lo arrastra todo, al hombre y su arma; oye claramente un disparo, pero no le presta la menor atención. Una inverosímil rabia llena de odio le empuja: saca al hombre por la ventanilla, le golpea con un jadeo de leñador y proyecta su cuerpo como quien se desembaraza de una rama que estorba.

Va a ponerse al volante del Delage.

Se incorpora y mira en dirección al tirador que está en la roca. Éste le hace de nuevo una señal: «¡Adelante!».

Él asiente y ocupa su sitio ante el volante. Arranca en línea recta, precipitando el coche sobre los hombres armados. Se apodera de la pistola ametralladora que está en el asiento inmediato, apoya el cañón en el borde de la ventanilla, aprieta el gatillo y experimenta un inconcebible gozo al ver los cuerpos despedazados por sus balas. Pasa a través de una masa que se aparta, a través de un torbellino de humo negro apestado por el olor a carne quemada, y sigue acelerando. El Delage arranca la tierra bajo las ruedas y se lanza al asalto del camino de herradura.

Llega a la bifurcación y aún obra como si fuese un sonámbulo. Detiene el Delage y se apea:

Come on, kid. Ven.

El niño ni siquiera parece oírle; no reacciona en absoluto, con los ojos desorbitados como si estuviesen inmovilizados por la muerte. Quattermain abre la portezuela y le coge en sus brazos, para asegurarse de que está indemne. Lo está.

Corre cien metros con el chiquillo en sus brazos y encuentra el Ford.

Arranca y pisa a fondo en los segundos siguientes, conduciendo como nunca lo ha hecho por una carretera sinuosa, pero totalmente desierta. Ni siquiera se preocupa del mapa. No tiene más voluntad —pero ésta muy violenta— que la de alejarse lo más rápidamente posible… Por otra parte, está demasiado absorto por el solo hecho de mantener el coche en la carretera, a la velocidad en que va, curva tras curva. Una eternidad más tarde, llega por fin a la nacional 7. Por un reflejo que él mismo no se explica, evita entrar en ella, ni a derecha ni a izquierda, y espera, oculto, hasta comprobar que no hay ningún vehículo a la vista. Sólo entonces toma la carretera y prosigue directo a la misma velocidad alucinante.

Un poco de conciencia vuelve a él.

«¡Cálmate! ¡Vas a matarte y sobre todo vas a matarle a él!».

Aminora la marcha, justo el tiempo de echar una ojeada al asiento posterior. El chiquillo sigue acostado allí, casi desarticulado, como un pelele.

Pero sus ojos siguen dramáticamente abiertos, sin ver nada, aunque siempre desorbitados.

Quattermain acelera de nuevo. Atraviesa una ciudad que debe de llamarse Lorgues, y luego dos pueblos cuyos nombres parecen ser Salernes y Aups. Continúa en línea recta hacia adelante.

Después desemboca en una región muerta, montañosa y árida, que muy bien podría pertenecer a lo más recóndito de Arizona o de Nuevo Méjico.

Donde él está solo…

Toma la precaución de bajar hasta el fondo de una pequeña garganta. Se hunde en ella…

Detiene el motor y el coche, que desciende por su propio impulso, va a chocar contra una pared rocosa antes de pararse por completo.

Quattermain es presa de temblores. Se apea y va a vomitar.

«O my God!».

Vomita largamente, pero, al cabo de un momento, regresa al Ford. El chiquillo no se ha movido.

—¿Thomas?

Ni un estremecimiento.

Quattermain entra en el coche y se sienta junto a él.

—¿Thomas?

Le toca, trata de incorporar el pequeño cuerpo totalmente inerte. Le toma en sus brazos, le apoya la cara contra su propio pecho y se derrumba: comienza a llorar.

Quizá llora durante uno o dos minutos.

—Thomas —dice al fin—. Soy americano y en otro tiempo quise mucho a tu madre. Me llamo David Quattermain. ¿Es que Ella no te habló nunca de mí?

Esta vez, David Quattermain ya no actúa por un impulso irrazonado: pone en ejecución un plan. Su decisión está tomada: llegará hasta Nîmes, por si acaso la misión diplomática se encuentra todavía allí (y debe hallarse allí si todo el personal llegado de Marsella, de Vichy y de otra parte ha previsto reunirse en este lugar); después, llegado el caso, proseguirá hasta la frontera española.

Se aferra a este objetivo. A falta de otro mejor. No ve claro qué otra cosa podría hacer. Por un instante ha pensado en dirigirse a Suiza. Pero no se fía mucho de las posibilidades de cruzar la línea de demarcación, y de todas maneras, duda que la frontera helvética sea tan fácil de franquear.

A decir verdad, no ha recobrado todavía toda su calma y el pleno dominio de sí mismo. Continúa sintiendo los efectos del drama, experimentando el mismo horror, si no la misma incredulidad: ¿realmente ha asistido a esa abominación de una Maria quemada viva? Incansablemente, con el empecinamiento implacable de una resaca, las imágenes vuelven a él, las observadas y las imaginadas, las segundas peores todavía que las primeras: el fuego rampante sobre el blanco vientre de Maria, sobre sus senos, unas llamas lamiendo los rosados labios, penetrando en la boca y carbonizando la lengua…

«¡Basta ya! ¿Y él, entonces?».

El muchacho ha cerrado al fin los ojos, aparentemente dormido; «espero que lo esté». En varias ocasiones, al atravesar pueblos, Quattermain ha pensado comprar un somnífero, o llamar a la puerta de un médico para que le administrase al niño algo que atenuara el estado de shock. Finalmente no ha hecho nada de eso. Con razón o sin ella, ha considerado más urgente, si no vital, ser visto lo menos posible y desviar las persecuciones que seguramente ya se han iniciado.

—¿Thomas?

Evidentemente no hay respuesta, lo mismo que las veces anteriores. Sin embargo, el chiquillo se ha incorporado en su asiento y se mantiene erguido, con los ojos cerrados, y las manos abiertas apoyadas en sus dos lados.

Lívido.

Quattermain sigue avanzando a toda velocidad. Su reloj señala la una y treinta. El depósito de gasolina está casi vacío y va a tener que detenerse. Bendice a Callaghan, que tomó la precaución de proveerle de tres bidones de repuesto. La carretera está desierta; según el mapa se encuentran en alguna parte entre el río Durance y la pequeña cadena montañosa del Luberon; Nîmes debe de estar a un centenar de kilómetros. Quattermain disminuye la velocidad y se detiene.

—Voy a llenar el depósito de gasolina —cree necesario explicar.

Está a punto de verter el contenido de un bidón cuando oye abrirse la portezuela posterior de la derecha. El niño aparece. Quattermain experimenta una gran conmoción: los ojos grises son de un parecido que le hace temblar. «¡Y yo que creía haber olvidado a Maria!».

—No te alejes demasiado; nos iremos en seguida.

El muchacho salta la cuneta y luego se aleja por un campo de rastrojos negruzcos, con una tranquilidad que engaña a Quattermain, por otra parte preocupado en no perder una gota de su valiosa gasolina. Tal vez transcurren así unos quince segundos, tras de los cuales alza de nuevo la vista.

—¡Thomas!

El niño ha comenzado a correr con una velocidad asombrosa y está ya a unos ochenta metros.

—¡Thomas!

Quattermain casi está a punto de soltar el bidón. Lo deja en el suelo. Todavía no está realmente inquieto: no considera que esto sea una fuga, sino más bien una carrera a cuyo término el niño se abatirá por sí mismo y dará rienda suelta a sus lágrimas. Franquea a su vez la cuneta: la distancia que media entre los dos ya es superior a los cien metros. Pero se ha equivocado: la separación aumenta y la pequeña silueta, con sus piernas desnudas, asciende ahora por una pendiente. «¡Se me va a escapar!». En un segundo, Quattermain se precipita hacia delante, olvidando o queriendo olvidar el dolor de su cadera. Atraviesa la extensión de la rastrojera y llega a su vez a la pendiente, cargándose lo más que puede sobre la pierna izquierda. Al llegar a la cima, descubre un primer vallejo plantado de vid, pero más allá se presenta una segunda inclinación, más fuerte que la primera; el niño ya está allí y trepa por las rocas. «¡Si le sucede algo, no me lo perdonaré nunca!».

Acelera aún más, recordando las viejas sensaciones de sus doce años. Sale de las viñas y se precipita en la nueva pendiente. La distancia entre ellos parece haberse reducido a unos cincuenta metros, pero sólo es una apariencia debida a la naturaleza del terreno. «¡No le gano nada!».

—¡Thomas!

El dolor sube por su pierna derecha, llega al abdomen y casi le tetaniza. Acaba de arrancarse a medias la uña de un dedo en una arista rocosa; y, a pesar del viento helado, ya está sudando, bajo su abrigo de loden. Pero asciende, metro a metro, hipnotizado por la silueta que le precede. «Quiere escapar; su tentativa es deliberada. ¡Qué increíble vitalidad!».

Un incidente favorece un poco a Quattermain: el chiquillo ha querido escalar una roca de la altura de un hombre y pierde tiempo obstinándose en ello, hasta que al fin se decide a rodearla.

Quattermain pasa a su vez ese mismo bloque con un ligero rodeo. Gana así quince metros y pretende gritar de nuevo, pero el fuelle de forja de su pecho se lo impide. Hay un desprendimiento detrás de la cresta y cae de pronto una lluvia de guijarros, uno de los cuales alcanza a Quattermain en un hombro. «¡Se defiende como un diablo!».

Franqueada la cresta, una breve cuesta abajo precede a una primera línea de árboles. El muchacho desparece en ella…

Sale de nuevo y todo se juega en los segundos siguientes: al otro lado de ese primer bosquecillo se extiende, en efecto, una vasta extensión herbosa, flanqueada a su izquierda por un bosque más espeso. Quattermain mide instantáneamente el peligro: «¡Si llega a meterse ahí, seguro que lo pierdo!».

Pero el milagro se produce: el niño sigue directamente y, en esta parte casi llana, la superioridad del hombre se va a revelar determinante.

Cuarenta metros.

Luego treinta.

El niño no se vuelve, corre con la cabeza hundida entre los hombros, sirviéndose muy poco de sus brazos.

Quince metros.

El niño tropieza y cae. No tiene tiempo de levantarse: Quattermain se ha arrojado sobre él y consigue sujetarle por un tobillo. Recibe una terrible embestida en pleno rostro, pero no suelta su presa; al contrario: su otra mano le aferra por una rodilla. Se apodera del niño, que se debate con una increíble violencia, con los ojos desmesuradamente abiertos, lo mismo que la boca, pero mudo. Al fin estalla la crisis nerviosa, precedida de un agudísimo grito de ratón caído en la trampa; los aullidos siguen, mientras el pequeño cuerpo, frenético, se retuerce en todos los sentidos. Quattermain intenta mantenerle sujeto, con los brazos estirados para protegerse de las patadas, de los puñetazos e incluso de los mordiscos. Por un momento, el niño se le escapa, pero una nueva estirada le permite atraparle otra vez; pero ahora le tiende en el suelo y se acuesta sobre él, apretándole las muñecas y separándole los brazos y las piernas:

Take it easy! Keep cool! ¡Calma! ¡Calma, Thomas! ¡Calma!

Es increíble: el muchacho sigue sin querer rendirse y continúa luchando, gritando hasta desgarrarse la garganta; se estira y se arquea, consiguiendo tres o cuatro veces levantar los setenta y ocho kilos de Quattermain.

Y luego, al fin, todo termina. El pequeño cuerpo se postra, jadeante. Se aplasta, inerte.

Quattermain recupera su aliento antes de incorporarse con prudencia. El fino rostro del niño es de una blancura de yeso, y tiene sangre en los labios. Los ojos clavados en el americano, son terriblemente impresionantes.

—¿Tranquilo, kid?

Una impasibilidad absoluta por toda respuesta.

Quattermain se separa de él con toda clase de precauciones, preparado para una nueva tentativa. El fuelle de forja de su pecho se hace más lento al fin.

—Volvamos al coche.

Coge el cuello del pequeño abrigo y pone al niño en pie.

Regresan a la carretera.

—¿Estás calmado ahora?

Le obliga a sentarse en el asiento posterior.

—¿Qué quieres que te diga? ¿Que yo también estoy enfermo? Yo quise a tu madre, Thomas, yo…

«¡Oh, Dios mío! ¿Qué se le puede decir a un niño de diez u once años en un caso parecido?». Una nueva oleada de piedad le invade. Mueve la cabeza, incapaz de encontrar las palabras…

Se sitúa de nuevo ante el volante y, en el momento de accionar la puesta en marcha, recuerda que no ha terminado el repostaje de gasolina. Completa el llenado del depósito con el segundo bidón. Sin perder de vista ni un segundo al chiquillo, que ya no se mueve.

Sube otra vez al coche y arranca.

—Pierdes tu tiempo y tus fuerzas al odiarme, kid. Yo no soy tu enemigo. Te lo repito: soy americano y me llamo David Quattermain. He venido a Francia únicamente porque tu madre me escribió y me pidió que lo hiciese.

Se interrumpe. Iba a decir: «y Ella me aseguró que tú eres mi hijo». Pero las palabras no le salen.

Y en seguida se avergüenza horriblemente: ¡qué formulación más estúpida!

Acelera.

—Lo más probable es que te persigan. Y a mí también, tal vez. Sin duda ya saben quién soy.

En este terreno se siente más a gusto y prosigue:

—Yo casi hablo el francés, Thomas; pero con mi acento, las gentes advierten en seguida que soy extranjero. Puedo tener necesidad de ti. Si no me ayudas, los otros te capturarán de nuevo.

Echa una rápida ojeada, casi tímida, hacia el agudo perfil y se siente aliviado al comprobar que los ojos se han cerrado nuevamente. «Tal vez ni siquiera me ha oído».

Una media hora más tarde, el Ford cruza el Durance. Sigue después hacia el oeste, por una carretera que en el mapa es amarilla. El niño no se mueve ya, pero no duerme, aunque sus párpados continúan cerrados. Ha recobrado su postura anterior, con las manos aplanadas a ambos lados de sus piernas, el busto muy erguido y la nuca apoyada en el respaldo.

Lo peor de la crisis parece haber pasado.

—Vamos a Nîmes. Te doy la dirección, por si acaso: hotel del Cheval Blanc, plaza de las Arenes. Si yo no estuviese contigo, pregunta por mister Callaghan. Es un diplomático. ¿Sabes lo que es un diplomático? Trabaja para la embajada de los Estados Unidos.

El Ford entra en Arles.

—Le darás esto.

Quattermain saca del bolsillo el pasaporte que le ha dado Catherine Lamiel, extendido a nombre de Thomas David Quattermain. Lo coloca sobre las rodillas desnudas.

Ninguna reacción.

El Ford atraviesa Arles.

—Ese pasaporte dice que tú eres mi hijo, Thomas. Tu madre lo dispuso así.

Ningún gesto.

Quattermain vacila: él no tiene hambre, pero, más pronto o más tarde, el niño tendrá necesidad de comer. Avanza lentamente por las calles, donde recuerda haber caminado siguiendo el rastro de Vincent Van Gogh.

A fin de cuentas, prefiere no detenerse: siente, por instinto, que atravesar el Ródano, ese formidable obstáculo natural hacia el oeste, se hace urgente. Cuanto antes mejor. «Y apenas nos faltan unos veinte minutos para llegar a Nîmes. Donde estoy casi seguro de encontrar, a esta hora, a todo el personal diplomático norteamericano».

Una vez tomada su decisión, prosigue. Aborda el puente con prudencia, esperando lo peor: una bandada de coches formando barrera, o unas hordas de tiradores emboscados. Pero no ve nada.

Ya ha pasado.

Pone la tercera y pisa el acelerador.

Y el muchacho habla por primera vez:

—Nos han visto.

—¿Quiénes?

—Dos hombres en un coche de tracción delantera. Nos han visto y uno de ellos ha corrido a telefonear.

Con la mirada puesta casi constantemente en su retrovisor, Quattermain avanza todavía unos cuatro o cinco kilómetros y después aminora la velocidad.

—¿Estás seguro?

Silencio.

—No hay nadie detrás de nosotros, Thomas.

Se detiene. Alrededor de ellos, hasta perderse de vista, se extiende un paisaje rigurosamente llano, muy pobremente plantado, que evoca una imagen en la mente de Quattermain: la de un glacis, uno de esos terrenos llanos que preceden a las fortificaciones, en los cuales se ve llegar desde lejos al enemigo, sin que éste tenga la menor posibilidad de protección. «¿Por qué diablos me ha venido esta idea?».

Echa una ojeada al niño. Que no se ha movido en absoluto y no ha intentado abrir el pasaporte. Y que, con los puños cerrados sobre las rodillas, parece luchar desesperadamente contra sí mismo.

—¿Estás bien, Thomas?

«¡Si al menos pudiera llorar! Estoy seguro de que si llorase esto iría mejor, en cierto modo».

—¿Estás realmente seguro de haber visto a esos hombres?

Asentimiento.

«Tendré que contentarme con eso», piensa Quattermain.

Durante unos segundos, Quattermain examina la eventualidad de un regreso a Arles para tener el corazón tranquilo.

«Realmente, no sé qué hacer».

Experimenta, por supuesto, la furiosa tentación de arrancar de nuevo y de cubrir a una velocidad loca las dos docenas de kilómetros que aún les separan de Nîmes. Su mano incluso se acerca a la puesta en marcha.

No acaba el movimiento.

«¡Reflexiona! Piensa en Catherine Lamiel. Con razón o sin ella, estás convencido de que esa mujer ha traicionado a Maria e indicado a Laemmle el lugar del intercambio. Es igual que te equivoques o no: lo crees. Porque Catherine Lamiel te conoce, tiene una foto tuya, ha visto tu coche, ella o Laemmle saben lo que piensas hacer, te han seguido a Tolón, has estado constantemente bajo vigilancia, tal vez han podido interceptar tu conversación telefónica con el hombre del consulado, Fosbury o algo parecido… Tienes que prever lo peor: Laemmle ha comprendido que te diriges hacia Nîmes. Y está absolutamente seguro de que vas a intentar buscar la protección de la misión diplomática en camino hacia España.

»Una misión que, por otra parte, apenas podrá protegerte. Confiesa que no apostarías por ello ni un cuarto de dólar. Porque tienes que mirar de frente las cosas: has matado a varias personas.

»Y, llegados al límite, incluso podrían acusarte de haber secuestrado a este muchacho. ¿Quién va a venir a defenderte? Su madre está muerta, y con ella ese español que tan extremadamente feliz te haría si estuviera a tu lado.

»Atención, Quattermain, he ahí un nuevo peligro… Imagínate que Laemmle tiene la idea de avisar a la policía francesa. Sería el colmo, pero ¿por qué no?».

—¿Thomas?

Quattermain descubre de pronto que el muchacho está a punto de sufrir una nueva crisis: un temblor recorre todo su cuerpo, los dientes se aprietan, los miembros se ponen tensos y brota el grito, un grito que parece casi imposible que pueda provenir de una garganta humana.

—¡Thomas, cálmate!

Esta crisis dura unos diez minutos, en ciertos aspectos es menos violenta, pero sin duda más impresionante: el cuerpo está rígido, helado, hasta el punto que Quattermain tiene dificultades para sacarlo del asiento delantero y trasladarlo al de detrás. Lo envuelve en unas mantas encontradas en el maletero. Los aullidos de animal en la agonía se han convertido ahora en pequeños jadeos y en gemidos lastimeros. Él mismo se sienta a su lado y, con una torpeza que le desconsuela, intenta calmar ese dolor y ese pesar inaudito. «En el nombre de Dios, ¿qué podría hacer yo?».

Al fin el cuerpo que tiene en sus brazos parece distenderse, los gemidos se espacian y son sustituidos por unas quejas muy suaves, apenas audibles. «Se duerme, gracias a Dios. Me siento desarmado hasta un grado increíble, y de verdad que soy el último de los idiotas: habría debido buscar un médico». De nuevo se le ocurre dar media vuelta y regresar a Arles. «No». ¿A Nîmes entonces? «¿A qué estás esperando?».

El niño, al parecer, se ha dormido realmente. Quattermain, muy delicadamente, extiende el pequeño cuerpo, haciéndole una almohada con su abrigo doblado. No es sólo piedad lo que experimenta, sino también ternura: «¿Qué sabes tú de los niños, después de todo? Perteneces a una familia —tienes siete sobrinos y sobrinas— en la que se emplean niñeras para esos asuntos. Puedes buscar y no encontrarás ningún ejemplo de un niño próximo a ti, quejándose de cualquier cosa. Unos caníbales de Nueva Guinea te sorprenderían menos. Realmente, no sirves para gran cosa».

Se sienta de nuevo al volante y toma otra vez el mapa. Al salir de Arles evita adentrarse por la carretera, marcada en rojo, que lleva directamente a Nîmes.

Continúa creyendo que le esperan allí, que les esperan al niño y a él. Su convicción es absoluta, aunque no tiene más bases que lo que cree haber visto, en Arles, un chiquillo loco de dolor, y un vago razonamiento que ha forjado él mismo partiendo de sospechas más o menos fundadas.

Pone otra vez el coche en marcha y avanza muy lentamente. Su reloj marca las tres. «He perdido un tiempo precioso».

Regresa, pues, hacia el oeste. «Espero que sepas lo que estás haciendo».

Entra en Bellegarde como si se aventurase en un campo de minas. Pero reina aquí la mayor tranquilidad y nada contradice las observaciones que ha hecho con los prismáticos antes de acercarse.

—No tengo nada que vender —dice el tendero de comestibles.

Quattermain deja sobre el mostrador cinco billetes de cien francos:

—Soy sueco —dice (está casi seguro de que Suecia es neutral. Y se las arregla lo mejor que puede para fingir un acento vagamente germánico, a falta de saber cómo hablaría un sueco en francés).

El tendero le mira, examina los billetes, se mueve al fin. Entra en la trastienda y vuelve con un salchichón y unas galletas en una gran caja de hojalata.

—Quinientos francos más por las galletas —dice.

—¿Y chocolate? —pregunta Quattermain.

—¿Y después qué más?

Quattermain aparta mil francos suplementarios.

—¿Unos huevos duros?

—Muy bien, Y sal, si usted quiere.

Seis huevos se unen al salchichón y a la caja de galletas en la bolsa destinada a los prismáticos.

—La sal se la regalo —dice el tendero sin sonreír siquiera. Quattermain inicia su salida.

—Un americano —dice el tendero detrás de él—. Un americano muy alto, que cojea un poco de la pierna derecha y viaja en un coche americano con un niño de unos diez años y los ojos grises.

Quattermain se inmoviliza; luego se vuelve.

—¿Me está hablando a mí?

El tendero asiente.

—Han pasado hacia el mediodía. Toda una banda, en media docena de coches, en dirección a Nîmes. En la hora siguiente también han pasado otros por aquí, la misma clase de individuos. En el primer grupo iba un tipo alto y rubio que habla muy bien el francés, pero que no es francés. Discutió con los gendarmes de aquí.

Quattermain saca de nuevo un fajo de dinero francés.

—A propósito de los gendarmes: su puesto está a la salida del pueblo, en la carretera de Nîmes exactamente. Sólo tienen bicicletas. Si alguien quisiera evitarlos tomaría la carretera de Saint-Gilles, a la derecha según se sale.

El tendero mira, impasible, los billetes que le tienden.

—Yo sólo vendo comestibles. Nada más —dice.

—Gracias por la sal —dice Quattermain.

—No hay de qué. En el comercio hay que saber tener un gesto de vez en cuando.

Thomas abre los ojos y comprueba que el coche se ha detenido de nuevo. Ahora no es en una carretera llana en donde cualquiera podría verlo, sino en un pequeño camino rodeado de cañas. Se incorpora. Está solo en el coche. La portezuela del lado del conductor está abierta.

Mira primero hacia atrás y sólo ve el camino. Después hacia delante y entonces descubre al americano, que está a algunos metros, de pie entre las cañas. Tiene los brazos levantados y Thomas se pregunta qué es lo que puede estar haciendo. Después, el americano se mueve un poco y aparecen los prismáticos que tiene en las manos.

Thomas realiza un esfuerzo extraordinario, sólo para mantener su pensamiento en el americano, en el coche, en el camino, en el momento en que han atravesado Arles y cruzado el puente con los dos espías en el coche de tracción delantera.

No tiene muchos más recuerdos.

Sabe que Ella ha muerto, eso sí.

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