Daddy

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Sin embargo, la vista abarca varios kilómetros. La casa más próxima está a ochocientos o novecientos metros: es una pequeña construcción de tres o cuatro piezas, a la orilla de la carretera, y provista de un jardincillo. Hay allí un hombre que laya y escarda sucesivamente, muy tranquilo, y mientras Quattermain le observa con sus prismáticos, le ve por un momento hablando con una mujer que está en el umbral de una puerta: la imagen es tranquilizadora en su trivialidad. En la lejanía se divisa un pueblo, o una gran aldea, pero ningún movimiento se produce allí: nadie sale, nadie entra en el lugar.

Traslada su atención al otro lado del río y a la nacional 7. La misma ausencia de vida. Pasan unos minutos antes de que algo aparezca allí finalmente: un autocar que avanza hacia el sur…, como el pequeño éxodo de hace un rato.

—«¿Qué diablos está ocurriendo?».

Thomas está de acuerdo con el americano: es por lo menos muy extraño que nada se mueva. Él también ha subido, no al tejado (el americano no ha querido), sino al antepecho de una ventana del segundo piso.

Quizá se trata de una jugada del Hombre de los Ojos Amarillos, pero esto sería sorprendente. Tal vez podría hacer cosas parecidas al otro lado de la línea de demarcación, pero no en la zona nono.

—De todas formas —dice el americano—, es una razón suplementaria para que no nos movamos. No tengo ganas de rodar por unas carreteras en las que tú y yo estaríamos absolutamente solos. Estaremos aquí todo el tiempo necesario hasta que yo haya comprendido por qué estas carreteras están desiertas. ¿De acuerdo, Thomas?

—De acuerdo.

El americano está grabando algo, con la punta de un cuchillo, sobre las casillas blancas y negras de un tablero de damas. Pregunta:

—¿How do you say «pawn» en francés?

—Peón —dice Thomas.

Una P en ambos casos.

Sigue grabando: está fabricando un juego de ajedrez.

—¿Has jugado con el Hombre de los Ojos Amarillos, Thomas?

—Una vez.

—¿Le ganaste?

—Sí.

—¿Fácilmente?

—Sí.

—¿Tan malo es?

—Soy yo el que es bueno, eso es todo.

—¿Quién te ha enseñado?

Silencio.

—He aprendido solo —dice Thomas.

—Alguien te habrá explicado el movimiento de las piezas.

Thomas mira fijamente los ojos del americano:

—No quiero hablar de eso.

—¿Y con quién más has jugado? ¿Con Javier Coll?

—Javier no jugaba. He jugado solo.

—¿Crees que podrás jugar con unas fichas en lugar de figuras?

—Sí.

Juegan la primera partida. Jaque y mate en diecisiete movimientos. Juegan la segunda: jaque y mate en once movimientos.

—Realmente eres muy bueno, Thomas, es cierto. Creo que yo podría jugar diez partidas contra ti cada día, durante veinte años, sin conseguir vencerte nunca.

—Eso es porque no está usted lo bastante concentrado —dice Thomas—. Ha cometido faltas realmente tontas.

Y he aquí que el americano le mira de tal manera que le hace comprenderlo todo: por qué ha querido Quattermain jugar al ajedrez y por qué ha cometido esas faltas tontas. Entonces el americano dice:

—Aprendí a jugar en 1930, Thomas. Casi no he jugado desde entonces; pero, entre el mes de agosto de 1930 y febrero del año siguiente, jugué muchas partidas. Siempre en contra de la misma persona. La que me había enseñado. Y a la que sólo conseguí vencer una o dos veces.

—Hablemos de otra cosa —dice Thomas.

—Yo, por el contrario, creo que ya es hora de que hablemos. Ella me hizo volver a Francia, Thomas, eso es un hecho indiscutible. Tú has leído su carta y tiene poca importancia que creas o no que me ha mentido. Ni tampoco tiene importancia que sea o no realmente tu padre. Probablemente no lo sabremos nunca, ni tú ni yo. ¡Quédate sentado, Thomas! Puedo obligarte a escucharme, no me obligues a hacerlo.

Thomas se vuelve a sentar, apoya su espalda contra el respaldo de la butaca, posa sus manos en los brazos de ésta; ya no se mueve. Está rabioso.

—La conocí en el mes de agosto de 1930, Thomas. Tú tienes exactamente los mismos ojos que Ella, no hace falta que te lo diga.

El americano habla y habla, y él, Thomas, por mucho que se esfuerza en no escucharle, no lo consigue, le oye. Con una rabia terrible, pero le oye. En los primeros momentos, casi le ha vuelto loco el que un hombre, cualquier hombre, incluso éste, pueda contar cómo la ha tenido en sus brazos y ha dormido con Ella. Hasta ha llegado a pensar que mataría al americano lo mismo que a Laemmle. Pero eso ya ha pasado y, a pesar de su rabia, ha comenzado a estudiar extrañamente cada palabra y cada historia que el americano cuenta. «Seguro que no miente; dice demasiadas cosas que yo ya sabía, excepto que no sabía que había alguien con Ella, por ejemplo en Sevilla, cuando vivía en aquella casa que Ella misma me enseñó, y donde él también ha estado; incluso sabe que allí había palomas entonces. Él no miente y ahora va a ser realmente difícil enviarle a que lo maten, sacrificarle.

»No sé qué hacer, ya no lo sé».

El americano ha acabado de contar las circunstancias que les reunieron, a Ella y a él, por última vez: en las Embiez, y luego en la casa de Sanary y después en Marsella, cuando Javier pasó y le hizo una señal con la mano.

Después, el silencio: el americano se calla y él, Thomas, evita mirarle; se siente perdido; ni siquiera el mecanismo es claro, ya nada es claro.

En principio apenas se oye el zumbido; después aumenta como un trueno y avanza, y tú oyes un ruido de cadenas procedentes de la carretera, algo que viene del norte y que va hacia el sur, de izquierda a derecha. El americano se levanta el primero y mira por los postigos; dice «O my God!» tan claro que Thomas se levanta también y va hacia la ventana. El americano le coge por la cintura y le levanta, de modo que pueda ver.

Y como ver, lo ve.

—Creo que el ejército alemán acaba de invadir la zona llamada libre, Thomas —dice el americano.

Thomas ve unos camiones llenos de soldados con cascos, y unos coches, y unas motos con sidecars y sobre todo unos tanques con cañones y ametralladoras. Aquello desfila sin cesar y llena toda la carretera. Hasta el río parece pequeño a su lado.

La noticia de la entrada en zona no ocupada de los ejércitos de Adolf no satisface en absoluto a Gregor Laemmle. “¿Acaso le he pedido yo algo a Adolf, Soëft? ¿Por qué se mezcla? Un elefante en un juego de bolos, como decimos en francés. Estoy aterrado, Soëft”.

Laemmle ha sabido la noticia antes que los franceses. Joachim Gortz se la ha comunicado la víspera por teléfono, por la noche, ya muy tarde. Con un tono exasperante, más o menos así: “Hemos decidido enviarle refuerzos, ya que, al parecer, tiene usted algunas dificultades en recobrar lo que ya tuvo antes. Quizá nosotros hemos tenido la mano un poco pesada, pero dispondrá usted de todo el personal necesario, y además…”.

Lo que sigue está en armonía con esto. “Odio al amigo Joachim”.

—Otra cosa —ha dicho Gortz—, para el caso muy improbable de que usted no haya sacado todas las consecuencias de lo que va a ocurrir mañana por la mañana a partir de las siete: la posición de su camarada Marcel Magny será considerablemente reforzada.

—¿Quién diablos es Marcel Magny? Ah, sí, es el nombre de guerra del buen Jurgen».

Cuyas responsabilidades parece haber aumentado Berlín, haciéndole independiente, en resumidas cuentas, de él, de Laemmle, con poderes enormemente ampliados, puesto que podrá recurrir a todo el ejército de ocupación, ahora por todo el territorio francés.

—Si usted tiene, Gregor, los medios de encontrar lo que busca, no pierda el tiempo si no quiere ser superado por la competencia. Y le recuerdo mis recomendaciones, que vienen de alguien más alto que yo: el paquete pequeño sólo me interesa muy moderadamente; en cambio, me preocupa mucho el otro. Por lo demás, todas las consignas han sido dadas. Pero temo de usted algún exceso. Iré a verle en cuanto me sea posible, a menos de que usted no vaya otra vez muy rápido.

Puesto en claro (Joachim Gortz es un financiero y no se atrevería nunca a dar la hora por teléfono por temor a ser oído por una operadora), esto significa que habrá que coger vivo a Quattermain, y en lo que respecta al niño, que convendrá ponerle la mano encima antes de que lo haga Jurgen Hess.

«¡Como si yo no lo supiese!».

Los cálculos que ha efectuado en las horas siguientes han reforzado su convicción…, aunque el mismo Soëft parezca totalmente escéptico: el Niño y el americano, ignorando que marchan por delante del ejército alemán, avanzan hacia el norte, no han torcido todavía hacia el este; es decir, que todavía no han atravesado el Ródano (los mercenarios de Lafont les habrían interceptado).

Es verdad que existe ese retraso, ese tiempo demasiado largo que tardan en reaparecer. Es bastante extraño que los espías de Soëft no hayan visto nada, ni señalado nada, a la salida de esa zona de pequeñas montañas boscosas por donde tienen que haber pasado forzosamente.

—¿Está usted seguro, Soëft, de que sus hombres estaban en sus puestos en el momento deseado? ¿Sí? Es extraño.

Una cosa es segura: la irrupción de las tropas de Hitler cambia como mínimo uno de los datos del problema y contraría la mejor de sus astucias estratégicas: poniéndose en el lugar del pequeño monstruo, había imaginado que éste habría barruntado, olfateado, la posibilidad de que los puentes del Ródano estuviesen vigilados.

Y entonces, el pequeño monstruo habría preferido subir hacia el norte lo más posible.

Ahora bien (y Gregor Laemmle piensa esto viendo desfilar los carros de asalto de la Wehrmacht), es seguro que el pequeño monstruo ya no podrá subir hacia el norte como sin duda había previsto hacerlo.

—A estas horas ya ha debido de ver los destacamentos precursores de nuestro glorioso ejército. Es lo bastante descarado, ciertamente, para proseguir a pesar de todo, pero no acabo de creerlo. Solo, tal vez pasaría, pero no el americano, a quien no puedo imaginar discutiendo con los Feldgendarmen sin despertar algunas sospechas. Me dirá usted que podría sacrificar al americano como se sacrifica un caballo o una torre, e incluso una reina, para preparar mejor un jaque mate… ¡Responda a ese maldito teléfono, Soëft, por piedad!

Soëft descuelga y, por la expresión de su cara, Gregor Laemmle comprende en seguida que la noticia es importante. Toma él mismo el auricular: «Repítame eso». El hombre que está al aparato le repite que falta un espía, que ha desaparecido con su coche. Primero han creído que se trataba de un incidente ordinario, pero luego han encontrado huellas de sangre justo en el lugar en que estaba apostado.

Gregor Laemmle coge una vez más su mapa, pregunta dónde estaba situado el espía desaparecido. Experimenta en seguida ese delicioso estremecimiento que nos produce, ante un tablero de ajedrez, cuando nuestro adversario hace exactamente lo que le hemos obligado a hacer.

—Han pasado exactamente por donde yo he dicho que pasarían, Soëft. Y se ha producido una cosa sorprendente: el americano acaba de matar a su primer hombre a sangre fría. Estoy estupefacto; habría jurado que era incapaz de hacerlo.

Pero esto no es lo esencial.

Laemmle rehace sus cuentas, suma los kilómetros.

—La cosa está muy clara, Soëft: no han tenido tiempo de llegar a Lyon; las columnas motorizadas les han cortado la carretera. Están bloqueados en alguna parte. Con dos posibilidades: tratar de venir de todos modos hasta nosotros o intentar cruzar el Ródano. En todos los demás casos, tropezarán con el bueno de Jurgen… ¿No me ha dicho usted que éste está poniendo en movimiento sus hordas, que sube también hacia el norte desplegando una red de mallas muy finas? Sí, me lo ha dicho usted. Vamos a ver, ¿por qué apuesta usted? ¿El pequeño monstruo vendrá a arrojarse a mis brazos en Lyon? ¿O intentará cruzar el Ródano?

Quattermain cierra las dos cerraduras que tiene la puerta de la casa. El niño ya no está a su lado: ha ido caminando hacia el Citroën. Se reúne con él.

—Nunca se sabe, Thomas. No voy a tirar las llaves en cualquier parte. Supongo que las necesitaremos todavía. Mira: las entierro aquí. ¿Sabrás encontrar el sitio?

Asentimiento. La noche es de lo más oscura. Pasan algunas nubes por el cielo y en algunos momentos se ve bastante bien. Son las tres horas y cuarenta minutos de la madrugada. Quattermain pone el coche en posición, arranca muy suavemente, pasa cerca del estanque de los nenúfares, franquea la valla y la cierra después, poniendo de nuevo en su sitio las cadenas y los candados.

Marcha siguiendo el muro de la propiedad y llega a la carretera asfaltada.

—Hacia el norte, Thomas, ¿está ya decidido?

—Sí, señor.

Quattermain gira hacia la izquierda. Sigue rodando sin prisas, se siente muy tranquilo y muy decidido. «Incluso es posible que sienta una especie de alegría, algo así como si me dispusiera a lanzarme con esquíes en un descenso del que se me hubiese dicho que era imposible. Después de reflexionar sobre ello, me pregunto si no estoy un poco loco bajo mi aspecto tan tranquilo».

—Deberíamos estar en ese puente dentro de treinta o cuarenta minutos, Thomas.

No hay respuesta.

—Háblame de tus lecturas, Thomas. He aquí al menos un tema que no te compromete a nada.

—No tengo demasiadas ganas de hablar.

—Precisamente. ¿Has leído La isla del tesoro? ¿Y El Señor de Ballantrae? Sí. Y La Barrera de Hermiston, que el autor no consiguió terminar y es una lástima: yo creo que habría sido su mejor libro. Es también la historia de una persecución, y de los vínculos que unen al cazador con el cazado. ¿Te interesa lo que digo?

—Claro que sí, señor.

Quattermain comienza a relatar La Barrera de Hermiston y obtiene el resultado esperado: él y el niño discuten la manera en que habrían acabado la novela si hubieran estado en el lugar de Robert Louis Stevenson. Tras de lo cual, cuando el tema está a punto de quedar agotado, Quattermain emprende el relato de sus propias aventuras, siguiendo el rastro del mismo Stevenson en las Cévennes, pero no con un asno como el escritor, sino en bicicleta.

Llegan a la vista del puente; están todavía a unos seiscientos o setecientos metros de él. Quattermain detiene el Citroën con todas las luces apagadas.

Echa pie a tierra y comprueba, sin sorprenderse, que el muchacho le ha imitado. Avanzan en paralelo por unas pequeñas y oscuras calles, cada uno por una acera. De vez en cuando se inmovilizan. Llegan al cruce de dos calles y se hacen señales; esto se está convirtiendo en un juego apasionante. «Estás jugando tu última carta, Quattermain, haciéndote niño también; con una facilidad que, por otra parte, te asombra. Tratas de dejarle de ti el mejor recuerdo posible, sabiendo que cada minuto cuenta, antes de la separación».

El puente surge a treinta metros. Un autoametrallador alemán está situado en el centro y, por si esto no fuera bastante, otros dos vehículos militares están estacionados a la entrada, dispuestos de tal manera que necesariamente habría que disminuir la velocidad y zigzaguear para llegar a la otra orilla. Y, además, en ésta se divisan otros soldados. Quattermain se reúne con Thomas. Cuchichean:

—No pasaremos, señor, ni siquiera rodando a toda marcha.

—Opino exactamente como tú, Thomas. Tenemos que buscar otro, pero más al sur. Es probable que, a medida que descienden hacia el sur, las fuerzas de ocupación aseguren el control de los puentes del Ródano. La esperanza subsiste, porque si nos vamos en seguida y esta vez a toda velocidad, podemos alcanzar y adelantar a las columnas y llegar a un puente que no esté vigilado todavía.

Quattermain rueda ahora hacia el sur, con el contador del coche bloqueado. Deja a su derecha la casa solitaria de los postigos azules, el estanque decorado con nenúfares y la vieja dama desecada en su cama con dosel. Diez minutos después, pasa por delante de un pequeño destacamento alemán detenido en el lado izquierdo.

Y después otro, algo más importante, con un grupo de carros, cinco kilómetros más allá. Allí vivaquean tranquilamente, han encendido unas hogueras y unos soldados, de pie en la orilla de la calzada, miran sin conmoverse ese coche que pasa a gran velocidad. Quattermain piensa: «Nos ocultamos tan poco que no resultamos sospechosos; hay que explotar la idea». Ha pegado al parabrisas uno de los documentos encontrados en el coche del espía estrangulado —un documento hecho, al parecer, para tal uso—; «espero que no sea un certificado de vacunación, o la tarjeta de miembro de un club de bolos de Baden-Wurtemberg».

Supera a una tercera columna, en marcha ésta, y se permite la fantasía de saludar con la mano al pasar junto al oficial que va en cabeza del convoy.

El siguiente puente está controlado como el anterior.

Y lo mismo ocurre con el que viene después. Amanece un día gris; las nubes de la noche se han reunido ahora en una masa uniforme. Quattermain no ha cesado de adelantar columnas, una de las cuales se estiraba casi a lo largo de un kilómetro. «Que no te vean, Thomas; ocúltate detrás, acostado en el suelo, bajo una manta». Durante el adelantamiento de este convoy, un motorista alemán se ha puesto a su altura, ha echado una ojeada al documento pegado en el parabrisas y ha dicho algunas palabras que Quattermain no ha comprendido. Se ha limitado a hacer un movimiento de cabeza y, al parecer, ésa era la respuesta que había que dar, porque el soldado de la moto no ha insistido.

Un cuarto puente se perfila entonces en el día naciente; lleva a una ciudad que está en la otra orilla. Quattermain gira hacia la derecha y llega a una altura.

—Podríamos intentarlo con éste, Thomas. Tiene buena cara.

Quattermain adelanta el capó del coche hasta el mismo borde del terraplén y para el motor. «Llevamos casi quince minutos de adelanto a la última columna que hemos pasado».

Desciende y orienta sus prismáticos: el puente está en la parte baja, a media milla de distancia y cien yardas más abajo.

—Hay un solo soldado alemán, Thomas. Uno solo.

Oye detrás de él la portezuela del Citroën, que se abre y se cierra de nuevo, pero no se vuelve. Continúa observando los alrededores del puente y descubre una furgoneta del ejército de invasión, con el chófer dentro. Más dos soldados que descargan unas ligeras vallas de madera.

—Este puente me gusta enormemente, Thomas. No creo que encontremos otro mejor. Los carros y los autoametralladores que hemos visto pasar ayer por la tarde ya estarán probablemente en Tolón y en Marsella, teniendo en cuenta la hora que es.

La elección es sencilla: o bien intentamos pasar este puente o bien descendemos más al sur… Al sur, donde (soy de tu opinión) ése a quien llamas Hess deberá correr hacia nosotros.

Silencio. Quattermain ya no oye nada detrás de él.

«¿Se habrá ido ya?».

—¿Estás todavía ahí? —pregunta Quattermain.

—Sí.

—Creía que ya te habías ido, si quieres que te diga la verdad.

—¿Y adonde iba a ir?

El americano se ríe suavemente (no se ha vuelto todavía y continúa observando el puente con sus prismáticos):

—¿Te molestaría que hablásemos en inglés, kid?

—Como usted quiera —dice Thomas.

Que está a cinco metros detrás del coche y, si realmente hubiese tenido ganas de huir, habría retrocedido sin hacer ruido hacia el bosque de pinos, mientras el americano le daba la espalda, y una vez entre la maleza, habría corrido y se habría ocultado, esperando que el americano se fuese.

Porque está claro que éste ha comprendido que iba a ser sacrificado, y que incluso está de acuerdo en ser sacrificado; «no necesito explicárselo».

—Me molesta un poco discutir de estrategia con alguien que no veo y que se oculta detrás de un coche o detrás de un tronco de pino. Y cuanto más examino ese puente y la carretera, más me digo que no disponemos de demasiado tiempo. Ven cerca de mí, por favor.

Thomas examina la alta silueta, que le sigue dando la espalda: «No seas idiota. Si no estuviese de acuerdo en sacrificarse, habría rodado directamente hacia el puente sin dejarte descender. Lo ha comprendido muy bien».

Se acerca.

—¿Qué plan?

—No te hagas el tonto, por favor.

—No sé si usted y yo tenemos el mismo plan.

—Apostemos algo —dice alegremente el americano.

—Usted pasa el puente solo, pone en el coche a su lado algo como unas ramas envueltas en una manta y los espías creen que soy yo, corren detrás y el puente queda libre para que yo pase.

—No está mal.

—¿Y el plan de usted, cuál es?

—El mismo. En principio al menos. Paso a toda marcha; hago que, en efecto, los espías se lancen detrás de mí; tú observas todo esto con los prismáticos que yo te dejaré… y, después, te marchas por tu lado, probablemente sin pasar el puente.

—¿No voy a Suiza?

—He ahí un punto que yo ignoro. A mi juicio, no. Creo que después de mi partida te dirigirás a tu cita.

—¿A qué cita?

—La que tienes con el tirador invisible. O con cualquier otro. Pero el tirador invisible me parece el más probable.

«Realmente lo ha comprendido todo —piensa Thomas—; es más listo de lo que yo creía».

—Thomas —dice el americano, mirando todavía con sus prismáticos—, yo no te pregunto dónde es tu cita. Es mejor que lo ignore. Y, por otra parte, tú no me lo dirías. Sólo espero que la protección que encuentres con ese hombre sea suficiente. Y más segura que la que yo te he ofrecido.

Thomas está deseando decir algo, pero su garganta está bloqueada, y además no sabe qué responder. Esta explicación del americano es peor que todo lo que había esperado. Y aún es peor porque la da tan amablemente.

—Voy a cruzar ese puente como un rayo —continúa el americano—. Veo dos hombres con sus coches, que sin duda son unos espías. Pero tal vez hay otros. Mira tú mismo. Hay dos en la salida izquierda del puente y creo que otros dos un poco más allá.

Quattermain entrega los prismáticos a Thomas.

Éste observa largo rato.

—Seguro que son cuatro —dice por fin—. Más otros dos en la entrada de la calle de la izquierda.

El niño descubre un coche que tiene la matrícula del departamento de las Bouches-du-Rhône. Está vacío, pero dos hombres están sentados a algunos metros de él, en la terraza de un café, a pesar del frío.

—Son ocho. Con cuatro coches. Por lo menos.

Baja los prismáticos y se siente abrumado.

—Le van a matar.

—Yo soy Pistol Peter —dice el americano riendo—. Pistol Peter en persona. Pistol Peter no muere nunca, deberías saberlo. Atraviesa las hordas de bandidos escupiendo fuego y, en el peor de los casos, recibe un pequeño balazo en el hombro izquierdo… o en el derecho, si es zurdo. ¿Y esos bandidos sólo son ocho? Me siento vejado, la cifra es ridícula; cuarenta sí, eso habría sido distinto.

—Le van a matar.

—Dices eso porque nunca me has visto conducir realmente de prisa. Es posible, Thomas, que consigan atraparme y, en ese caso, comprenderán en seguida que tú no estás conmigo y se dedicarán a perseguirte otra vez. Voy a tratar de retenerles el mayor tiempo posible e incluso me las arreglaré para que crean que tú has pasado ya el puente conmigo, que te he dejado en algún lugar de la carretera de Suiza, y que después he hecho todo eso para atraerles hacia otra parte. No pongas esa cara, por favor, si piensas demasiado en mí, serás más débil. Juega una partida de ajedrez con el Hombre de los Ojos Amarillos y aplástale. No pienses en nada más. ¿De acuerdo, Thomas?

Thomas está en cuclillas, mirando el suelo, y siente un pesar inmenso.

—¿Thomas?

—De acuerdo —dice el niño.

Quattermain echa una última ojeada al maniquí que ha confeccionado, en el asiento trasero del coche, con ayuda de unas ramas y de dos mantas. «Ojalá que esto funcione».

Toma de nuevo los prismáticos y comprueba que la columna alemana que han dejado atrás hace diez o doce minutos ya sólo está a un kilómetro del puente.

Devuelve los prismáticos al muchacho.

—Imaginemos —dice— que tengamos ganas de vernos de nuevo; una simple suposición. ¿Sabes lo que deberás hacer?

—Ir a uno de sus bancos y pedir que le den un mensaje a su primo Larry y hablar de un día en que usted le quitó sus pantalones y todas sus cosas en Ardèche, para que se quedase totalmente desnudo.

—¿Nunca olvidas nada, verdad?

—No —dice el niño.

Quattermain observa el pequeño rostro que está a sesenta centímetros por encima del suyo: «Está al borde de las lágrimas. El fenomenal caparazón que Ella le ha forjado a lo largo de los años está a punto de quebrarse. Y yo le he debilitado, con mi melodrama, en un momento en que tiene más necesidad que nunca del entrenamiento a que ha sido sometido. Que Ella haya destruido o no su infancia es otra historia en la que ahora no tengo tiempo de pensar».

Se coloca ante el volante; el niño está a tres metros y clava en él fijamente sus ojos de búho. «No digas nada, o encuentra algo que le reconforte».

Da media vuelta y se va.

«No sé si es mi hijo o no, seguramente no lo sabré nunca. Lo más sorprendente es que no me importa nada en absoluto. Quiero a ese mocoso como a un hijo, y eso es todo. Qué misterio. San Ernie Hemingway dice siempre que los hombres sentimentales son los primeros que mueren. Si tiene razón, al paso que van las cosas, voy a reventar como un imbécil en una carretera francesa y nadie en el mundo comprenderá nunca lo que estaba haciendo en ella…».

Desciende por la colina y, en el cruce con la carretera nacional, descubre a la columna en marcha, exactamente en el lugar que esperaba. Comienza a recorrer esta columna, muy lentamente, sonriendo a los tanquistas y saludándoles a veces con la mano.

Al fin y al cabo, la única cosa inteligente que ha hecho en la última semana ha sido escribir esa carta dirigida a la agencia parisiense de la Banca del Clan (que, dicho sea de paso, continúa funcionando, aunque los Estados Unidos y Alemania estén en guerra: cosas de las finanzas). Con un poco de suerte, esa carta acabará llegando al primo Larry.

Está a veinte metros del puente, en el que acaba de adentrarse la cabeza de la columna de blindados.

«No tengas prisa».

Se sitúa con el capó enfilado hacia la dirección exacta del largo tablero.

«¡Confiesa que tienes un miedo horrible!».

En los prismáticos sostenidos por Thomas se ve el coche, antes inmóvil, adelantado ahora por la derecha por los tanques alemanes.

«¿A qué espera?».

Y después, naturalmente, lo comprende: el americano espera que los primeros tanques estén a punto de llegar a la altura de los espías del Hombre de los Ojos Amarillos.

Y sólo entonces intentará pasar, pondrá los tanques entre los espías y él, y aunque los espías le vean llegar y quieran disparar, no podrán hacerlo. Porque no sería muy inteligente disparar las metralletas por delante de los soldados, que no comprenderían nada y podrían responder.

«Es realmente astuto».

Los segundos pasan. Los tanques avanzan y emplean demasiado tiempo en atravesar ese maldito puente.

Thomas observa de nuevo el Citroën con sus prismáticos. Sigue sin moverse: «¡Espera demasiado!». Los alemanes colocarán en seguida sus barreras ¡y entonces será demasiado tarde!

«¡Vamos!».

Thomas grita mentalmente.

Y lo que ocurre es como si el americano le hubiese oído: el coche arranca, salta, llega al puente y pasa al lado de los tanques con tanta velocidad que los tanques parecen haberse detenido…

Avanza cada vez más de prisa; «eso es porque nunca me has visto conducir realmente de prisa», había dicho el americano, y seguramente tenía razón. Nadie podría hacer lo que él hace: surge como un relámpago, se desliza entre el primero y segundo tanque, sale por el otro lado, da un gran frenazo, evita el coche alemán que marcha en cabeza, gira a la derecha, y las ruedas traseras del Citroën patinan, pero se endereza y arranca de nuevo, más rápido todavía, y pasa el puente.

Corre a toda marcha a lo largo del río.

Thomas busca a los espías con los prismáticos. Están como enloquecidos, corren; no son ocho, sino diez o doce, con cinco coches. Arrancan y se lanzan en persecución del Citroën, que les lleva doscientos metros de ventaja.

Pero eso no servirá de nada. Piensas que el Hombre de los Ojos Amarillos ha previsto un golpe como éste, pasar muy rápido y todo eso. Seguramente que toda la región está llena de sus hombres, que sin duda controlan todas las carreteras. Y ahora, además, cuenta con el ejército alemán para ayudarle.

El americano no tiene ninguna posibilidad. Ninguna.

«Y tú lo sabías».

Se incorpora y guarda los prismáticos en la bolsa, y luego cuelga la correa en su hombro.

«Ahora me toca a mí».

Ella se lo dijo y repitió un millón de veces: para jugar realmente bien, hay que estar solo.

Y él lo está.

—Ese americano conduce como un diablo —dice en el teléfono Paul Clavié, sobrino y hombre de confianza de Henri Lafont—. En seis o siete ocasiones por lo menos hemos estado a punto de atraparle, pero cada vez ha conseguido escapar.

Paul Clavié trata de explicar cómo. Pero Gregor Laemmle le corta:

—¿Y el Niño?

—Está con él, naturalmente.

Una vacilación ínfima en la voz de Clavié. Gregor Laemmle cierra los ojos —«la exasperación me invade…»— y pregunta suavemente:

—¿Cómo puede usted estar tan seguro?

—He visto la silueta del chiquillo en el Citroën hace apenas tres cuartos de hora, justo antes de que el americano se adentrase en el macizo en donde se oculta en este momento.

Y donde Clavié se empeña en hacerle salir del bosque, antes del alba lo más tarde, con más facilidad aún teniendo en cuenta que el Citroën ya está casi fuera de combate.

«¡Una silueta, Dios mío!», piensa Gregor Laemmle súbitamente, invadido por un estremecimiento helado.

—Habría debido usted llamarme mucho antes —dice al fin—. Hace ya muchas horas que dura esta persecución y hasta ahora no se ha decidido a comunicarse conmigo. Quiero que me escuche atentamente, Clavié: es posible, si no probable, que el americano realice un movimiento de diversión. En cuyo caso, mientras usted corre tras él, el Niño avanza solo por su lado. Solo o acompañado por un guardaespaldas español que lleva una cazadora de piel y un fusil con visor telescópico.

«No te pongas nervioso, Gregor…».

Clavié propone unos cuarenta de sus hombres y, al mismo tiempo, pedirle a su tío que haga intervenir a los gendarmes franceses.

—Si el chiquillo avanza hacia Suiza, aún podemos cortarle el camino.

—¿Lo hace usted, Soëft?

Soëft ha comprendido ya y se inclina sobre los mapas: reunirá a sus agentes, les hará cruzar el Ródano y los lanzará tras las huellas del Niño; además sugiere…

—¡Un momento, Soëft!

«¡Ya no sé qué hacer! ¿Ha franqueado el Ródano o no? ¡De todos modos no habrá ido hacia el este o el sur, directamente hacia Jurgen Hess! ¡No sé qué hacer!».

Clavié explica que, después de una increíble serie de fintas y de colisiones monstruosas, el americano, acosado por todas partes, se ha refugiado en una zona montañosa en la que no hay ninguna carretera, ni siquiera un sendero:

—Hasta aquí hemos fracasado, pero ahora le atraparemos. No tiene ninguna posibilidad. Nosotros sabemos dónde está, casi a doscientos metros. Si no hubiese caído la noche, habríamos podido seguirle con los prismáticos.

Dos segundos de silencio.

—Le quiero vivo —dice de pronto Gregor Laemmle, con una ferocidad que le asombra a él mismo—. Vivo.

Cuelga; y hace una nueva llamada inmediatamente.

—Joachim: tengo razones para creer que el Niño y el americano se han separado. Su ejército ha hecho un estupendo estropicio franqueando la línea; ha inutilizado toda mi estrategia. ¿Podría al menos pedirle que controle todos los pasos hacia Suiza, a partir del Ródano?

¡No, no! No se trata del americano, sino del Niño.

—Al parecer, al americano ya lo tenemos. Pero toma y daca, querido Joachim: tendrá usted al americano. Lo tendrá vivo o muerto, según el estado en que se me devuelva al Niño. ¿Está claro?

Gortz pregunta si Jurgen Hess ha sido avisado.

Gregor Laemmle corta sin responder siquiera.

Sigue estando en Lyon y ha asistido a la instalación del ejército de ocupación en la ciudad. Se ha sentido invadido, aunque parezca increíble, y ha vuelto a experimentar los mismos sentimientos que tuvo en París en el momento de la ocupación por las tropas hitlerianas.

Se siente triste, y esto es mucho peor que sus habituales crisis de depresión: «Creo que he fracasado. ¿Qué estrategia diabólica ha podido inventar el pequeño monstruo?».

Quattermain recobra la conciencia. No está muerto, la cosa es casi segura: si lo estuviera, no le dolerían tanto la cadera y el cuello.

Ni le dolería tampoco la rodilla. Abre los ojos y una parte de la realidad se le muestra al fin: unas ramas penetran por el parabrisas destrozado, cuyos pedazos recogen los últimos resplandores del sol. A costa de un gran esfuerzo, consigue deslizarse fuera del coche. Se arrastra por una verdadera alfombra de maleza —su rodilla le duele aún más que su cadera— y acaba llegando a una zona menos densa. Se pone en pie y descubre que está a sesenta metros de la cima, a media altura de una fuerte pendiente cubierta por los grandes bosquecillos en medio de los cuales ha trazado el coche una brecha impresionante antes de quedar frenado al fin.

«¿No me habrán alcanzado?».

El silencio es total y va a caer la noche. Está absolutamente solo. Si hubieran venido, habrían comprobado que Thomas ya no está con él y se habrían vuelto a ir sin ocuparse más de su persona.

En realidad, el Citroën es casi invisible desde lo alto de la cresta, en razón de la espesa maleza en la cual está hundido; sólo se advierte su techo, y muy poco.

Mira hacia la parte baja de la cresta: una línea de rocas parece concluir esta última, pero la pendiente se inclina a la izquierda.

«¿Continúas a pie? No podrías andar cien metros con esta rodilla».

Le roza una idea, pero no la retiene: ya está examinando el coche; «debería sacarlo, y por poco que el motor arranque…».

Se empecina en ello a lo largo de la hora siguiente: el Citroën, al final de su vuelo, ha enterrado su parte trasera en el suelo; su torcido parachoques está clavado como una estaca; las ruedas han labrado la pendiente; en cambio, toda la parte delantera permanece en equilibrio, encaramada sobre un enorme montón de hojas y de ramas acumuladas. El vehículo no está en el eje de la cuesta. Picando con la manivela, Quattermain destroza y cava, abriendo un surco doble; sucesivamente, desentierra el parachoques, después una rueda trasera y luego la otra; les traza un peralte, un plano inclinado, y prepara una vuelta. Todavía necesita una hora larga para desarraigar todo un bosquecillo de cinco o seis metros por la parte baja. Amontona después toda esa vegetación contra la línea de rocas que concluye la cuesta por debajo. Cojea, jadeante de dolor cada vez que se apoya sobre su rodilla, probablemente rota… La noche ha caído, aunque una luz pálida le permite todavía ver un poco. Asciende por última vez, planta el talón de la pierna útil en el suelo, y sus hombros contra el guardabarros trasero de la derecha. Empuja. El giro se inicia, pero se interrumpe a los diez centímetros: el parachoques torcido actúa a manera de ancla: «No he cavado lo bastante». Usa de nuevo la manivela y abre otro surco. Después vuelve a empujar, y esta vez el coche se mueve de verdad: libra su parte trasera y queda colocado en una situación perpendicular a la pendiente, aunque él continúa hundido en los ramajes despedazados. Pero un último empujón lo pone en marcha, arranca y avanza más de sesenta metros, y acaba chocando contra las zarzas amontonadas delante de la línea de rocas.

«¡Ya sólo faltaría que no quisiera arrancar!».

Pero no: a la segunda solicitación, el motor ronronea, imperturbable, e incluso se enciende una de las luces de posición. Treinta metros más adelante, el herbazal desemboca en un camino que se enrosca en el flanco de otra montaña, atraviesa un bosque, se desliza en medio de unas bajas tapias de piedras planas o de unos taludes blanquecinos… y nunca se acaba y no parece ir a ninguna parte. Unos cuarenta minutos más tarde, después de pasar un pequeño puerto, las ruedas delanteras, sin guardabarros, muerden de repente el asfalto. Quattermain se detiene y echa pie a tierra.

Escucha y sólo percibe el murmullo de un arroyo muy próximo.

«¿Habrán dejado de perseguirme?».

El primer paso que intenta dar en dirección al agua corriente le recuerda el dolor atroz de su rodilla. Entonces comienza a dar saltitos sobre un solo pie, para luego avanzar a cuatro, o más bien exactamente a tres patas, con las manos palpando la hierba. Llega al arroyo y bebe, sintiéndose como un animal acosado, en esta noche que, sin embargo, está muy tranquila. «Pero ellos están en alguna parte, los presiento…, me esperan». Sólo ve a su alrededor unas masas negras y grises. «Si han dejado de perseguirme, es que han cogido a Thomas. ¡Oh, Dios mío, haz que me equivoque!».

Se arrastra de regreso hasta el coche, se coloca al volante y vuelve a arrancar. Más adelante, deja atrás una primera granja, toda a oscuras. Y después otras. Llega a un cruce.

Desierto. «¿Por dónde han pasado?». Opta por la carretera que tiene enfrente, sin preocuparse por el nombre de la localidad, escrito en el tablero de señalización. Rueda cuatro o cinco kilómetros hasta otro cruce, que también atraviesa, y continúa muy lentamente. Su sentimiento de extrañeza se acentúa con el transcurso de los minutos, en ese silencio que le abruma y en medio de ese mundo de granjas solitarias, totalmente cerradas, como si sus habitantes las hubiesen abandonado. «No es posible que hayan renunciado, no es posible. ¿Por dónde han pasado con sus coches?».

Le invade una especie de torpor, e incluso un adormecimiento que, en dos o tres ocasiones, le hace perder el control del Citroën; pero cada vez consigue separarse del talud en que éste se ha hundido y arrancar de nuevo.

Rueda durante un tiempo interminable por una pequeña carretera muy sinuosa, y ahora su torpor raya con el embotamiento.

Entra en un pueblo y al fin descubre a un hombre, uno solo, que flemáticamente le hace señas. Quattermain se detiene ante él.

—Su coche está en un estado realmente increíble —dice el hombre.

—He tenido un accidente —explica Quattermain.

Detrás del hombre hay una puerta abierta a medias; por la abertura, Quattermain descubre el interior de un café campesino.

—Debería entrar —dice el hombre.

Su entonación y la insistencia un tanto divertida de su mirada… Decididamente, hay algo extraño en este hombre. Quattermain mira por delante de su coche y después por detrás de él. Está en el centro de una aldea realmente minúscula y el halo de la luz no alcanza a los diez metros. El motor del Citroën está todavía en marcha; «podría acelerar de pronto y escapar».

Pregunta:

—¿Hay algo en la carretera, delante de mí?

—Véalo usted mismo —responde el hombre.

Quattermain enciende sus faros: le dan frente seis coches alineados de una fachada a otra: una bicicleta no podría pasar.

—Debería entrar —repite el hombre flemático.

Abre la portezuela, o más exactamente la arranca a medias, sin parecer asombrado de que ya sólo sea un arrugamiento de plancha. Luego se aparta, con las maneras de un chófer de lujo.

—¿Y detrás? —pregunta Quattermain.

Su interlocutor levanta una mano indolentemente y, como respuesta a esa señal, se enciende una hilera de faros.

—Ya veo —dice Quattermain.

Cuatro hombres se encuentran en el interior del café. Tres están de pie; uno de ellos es, evidentemente, el dueño de la casa (tiene los pies descalzos y está en camisa: acaban de sacarle de la cama); los otros dos tienen absolutamente el aspecto de lo que son: hombres de armas. El cuarto está sentado junto a una estufa que zumba. Se levanta, con una servilleta en la mano. Es bajito, pelirrojo, rechoncho, y está vestido con un traje claro, de seis botones, que Quattermain juraría que está cortado en Londres.

—Me llamo Gregor Laemmle —dice este cuarto hombre—. Señor Quattermain: estoy seguro de que tiene usted mucha hambre, después de toda esa cabalgada. ¿Me hará el honor de cenar conmigo?

—¿Un poco más de foie gras? —interroga Gregor Laemmle.

—No, de verdad.

—Yo sí lo tomaré, Soëft.

El hombre flemático con rostro de mujer vuelve a sacar del gran cesto de mimbre la lata de foie gras y efectúa el servicio.

—¿Champaña, entonces?

—Tampoco.

Gregor Laemmle le sonríe.

—Es usted muy simpático.

—Gracias —dice Quattermain.

Éste sostiene la mirada castaño-amarilla. Desde que han comenzado a cenar en la sala del café aldeano, han hablado de Estados Unidos y sobre todo de literatura: Emerson, Thoreau, Melville, entre otros. La cultura de Gregor Laemmle parece enciclopédica, y su inteligencia es sin ninguna duda fuera de lo común.

—Muy simpático —repite Gregor Laemmle—. Se va usted a reír: hace una hora o dos estaba absolutamente decidido a matarle. Ahora, vacilo.

—Lo cual me encanta —dice Quattermain, luchando ferozmente contra su embotamiento.

—¿Conoce usted a Joachim Gortz?

—En absoluto.

—Él sí le conoce. Conoce sobre todo a sus primos.

—¿Y quién es ese Gortz?

—El que me ha prohibido que le mate. Pretende que usted vale más que Thomas.

Quattermain bebe un poco de champaña y pregunta:

—¿Quién es Thomas?

—Divertido. Soëft, ¿qué puede usted ofrecemos ahora?

—Escalopes de langosta con trufas en aspic —dice el hombre flemático.

Ach, la-guerra-no-es-cosa-buena —dice Gregor Laemmle, con un acento alemán exagerado.

Sonríe:

—Dese cuenta: he necesitado unas horas para comprender que no sólo el Niño no iba en su coche, sino también que no había pasado el puente con usted… y que, por lo tanto, se quedó en la otra orilla. He sido muy mal secundado, pero de todos modos habría debido darme cuenta en seguida de que usted había sido sacrificado, como se hace con una pieza en el ajedrez.

El hombre flemático saca del cesto dos platos y los coloca delante de cada uno de los dos hombres.

—Juego muy poco al ajedrez —dice Quattermain.

—Y he aquí que ahora siento de nuevo deseos de matarle —dice Gregor Laemmle, y pasa por detrás de Quattermain, que se inmoviliza de repente.

Pero el llamado Soëft continúa. Camina hacia el dueño del café y la velocidad de su brazo es asombrosa: surge el arma en su mano, el cañón se apoya en el lugar del corazón. Dispara dos veces y en el momento en que el cuerpo se desploma, retiene al dueño del café por el cuello de su camisa y dispara una tercera bala entre los dos ojos.

Luego acompaña al cadáver en su descenso hacia el suelo.

—¿Quattermain?

Éste ha cerrado los ojos. Los vuelve a abrir y encuentra de nuevo la mirada amarilla.

—Quattermain —dice Gregor Laemmle—, le he matado por poder, en cierto modo. Donde usted me ve, tengo en estos momentos un nerviosismo extremado. Seguro que el Niño no ha pasado el Ródano y ha hecho la única cosa que podía sorprenderme: ir hacia el oeste y, al hacer esto, dirigirse directamente hacia alguien llamado Jurgen Hess. Temo lo peor, Quattermain.

El cadáver ensangrentado yace a menos de un metro de la mesa.

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