Cuba

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Uno se cansa de Cuba. Un país dibujado con la punta de un cuchillo en el agua, tatuado con bronce en la piel del aire. Cuba: la carcajada de un triste. Cuba: una encerrona de la que es imposible escapar con vida.

Uno se cansa de Cuba, uno pierde la paciencia, el deseo de completar este crucigrama de país. En el espeso letargo cubano se apagan las más furiosas ideas, se desvanece la fe de cualquier mártir, se rompe la voluntad del más vigoroso de los titanes. Cuba es una morgue, uno nace ya muerto en Cuba, sin destino, sin causa, sin alfabeto. Cuba: una región preliteraria. Cuba: que convierte cada palabra escrita o dicha por los suyos en una piedra de silencio.

Yo estoy, francamente, cansado de Cuba. Del azul celeste, del canto calcáreo del sol. Del ronco carrusel de las falsas ilusiones, de los héroes de sal de la patria. De los poetas cubanos, dentro de los cuales siempre está lloviendo. De los políticos cubanos, cuyas bocas están cosidas con cristal. De la noche de Cuba, tiroteada, pintarrajeada. De cada día de Cuba, que cae sobre nosotros como una losa de mármol. De Cuba y de su reverso, de Cuba y de su ausencia. De estar en Cuba y de estar fuera de Cuba. De que Cuba no me deje estar en otro lugar completamente. De que Cuba siempre se meta en el medio, de que interrumpa las conversaciones entre mis amigos y mi sombra, de que se cuele en mi cama casi cada noche. Cansado de que no sea un país de verdad, un país como debe ser, una nota en el pasaporte y nada más, sino un defecto congénito, una especie de irremediable, vergonzante cojera. De que defina tanto, de que haya desarreglado tanto. De la risilla burlona en su rostro, de su catatónica crueldad. De que me mire así, como diciendo, “Te jodí”.

No quisiera decirlo de nuevo, pero la verdad es que estoy infinitamente cansado, y que comienza a no importarme nada, mucho. Cansado de que Cuba se multiplique tan golosamente, de que haya más Cubas que cubanos, tantas, que si las repartiéramos bien, quizás no fuera tan pesado, tan inglorioso, llevar una o dos de ellas a cuestas. Yo solo, llevo como un millón de Cubas en mis hombros. Un día, las voy poner a todas en el suelo, y me voy a sentar a descansar, infinitamente. ¿Qué puede hacer uno con Cuba, tacharla en el mapa, escribir encima de su nombre otro, “Austria”, o “Zanzíbar”? ¿Romper el pasaje de vuelta? Uno tendría que coger su propio cerebro con las dos manos, sacudirlo vigorosamente, dejarlo en blanco, ponerlo de vuelta en cero. Aprender francés o ruso perfectamente, olvidar cómo se respira y se muere en español.

Ah, Cuba, Cuba, que vida me diste, pícaramente. Una suerte de vida, una vidita como un susurro, una casi vida. Una vida sin estaciones, sin temporadas, sin sucesión de edades. Yo nací viejo en Cuba, en el polvo egipcio de La Habana, mi memoria ya estaba llena de miedo y amor al empezar. Pero uno no puede amar en Cuba, créanme, yo traté. Uno sí puede temer en Cuba, sin embargo, es lo que mejor se puede hacer allá. El miedo es el gran poema nacional de Cuba, nuestra Ilíada. Miedo a meter los pies en el mar, miedo a mirar hacia arriba, miedo a diciembre y a julio. Es el único arte en el que somos Miguel Ángel. Yo he temido tanto como el que más, en Cuba, y fuera. Pero hasta de eso estoy cansado, mi miedo no es terrible y flamígero, es cobarde y discreto, nada bueno va a salir nunca de él. Ni un poema, ni una delación.

Yo pude ser otro, pero soy el que he sido, insistentemente. Cuba es la que no ha sido, la que no es, la que nunca sería. Estoy harto de esa inmaterialidad de Cuba, de que sea su forma de ser, no ser, de que uno no camine sobre ella, no pueda construir sobre ella una casa, no pueda plantar en ella un naranjo o un rosal, sino solo un grito o un recuerdo. Pero es difícil decir si lo que uno recuerda de Cuba es un recuerdo o no, lo más probable es que sea algo que uno ha visto o hecho en otro lugar, y, luego ha creído que lo ha visto o hecho en Cuba, porque uno tiene que llenar con algo su propio país, si lo encuentra, como en este caso, vacío. Las cosas que yo creo que me pasaron en Cuba, tienen que haberme pasado en realidad en Roma o en Londres, hay algo en esos recuerdos que no está bien, la infelicidad no puede haber sido tan severa como yo la recuerdo, la felicidad no puede haber sido tan fugaz. Ambos recuerdos deben ser simplemente literatura. Recuerdo un día que no se terminaba nunca, un paseo a la salida del teatro, yo era perfectamente invisible, la gente pasaba a través de mí, sin sentir nada, sin notar siquiera todo lo que había todavía entonces dentro de mí, las bibliotecas, los minotauros. Yo era como de aire, o a lo mejor eran los otros los que no tenían carne y deseo. Eso es lo que yo recuerdo de Cuba, mi invisibilidad, que yo era libre porque era extranjero. Quizás estoy confundido.

Yo debería matar a Cuba, es decir, poner la punta de la pistola en mi boca y apretar el gatillo. Tenemos que matar a Cuba, librarnos de ella, enterrar su cadáver lo más hondo que podamos, para que se nos rompan las manos antes de que podamos desenterrarla. A mí me queda poco tiempo, si no me apuro, Cuba terminará por matarme a mí, tanto nos detestamos ya. Yo nunca le gusté demasiado a Cuba, me lo hizo saber muy pronto, desde el principio dejó claro que yo no era lo que ella quería. Ahora, ya ha pasado demasiado tiempo, nada tiene arreglo, nuestra mutua hostilidad es incurable, y lo peor es que, al final, Cuba es lo único que yo tengo, lo único que me queda, el último de mis acompañantes, ahora que todos los otros se han ido por ahí. A mí me cansa este enemigo mío, y sé que debo desprenderme de él, urgentemente, cuestión de mera supervivencia, pero, cuando lo mate, ¿qué?

Lo veo: Cuba ha desaparecido, ni siquiera sé qué es Cuba, jamás he oído hablar de ella. Un edén precubano, en el sitio donde estaba solo hay mar. Y yo tampoco estoy ya en ninguna parte.

Source juanopg.blogspot.com

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