CUBA

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El viejo Lucas pasaba los dedos sobre el rejón del arado calculando el tiempo que llevaba sin usarlo por la mancha que la herrumbre le dejaba en la mano, cuando sintió unos pasos a su espalda y lo primero que vio fueron las polainas del soldado.

―El cabo que se llegue por el puesto, Lucas. Hay noticias que darle.

Lucas se puso en pie con una ligereza que ya no era para sus años y buscó afanoso la cara del soldado, pero el guardia dio media vuel­ta alejándose y Lucas se quedó con una pregunta en los labios que le estaba quemando el corazón desde veinte meses atrás.

Sintió impulsos entonces de volverse al portal y darles la noti­cia a la vieja y a las tres hijas, pero enseguida se detuvo y echó a andar hacia su caballo. Un momento después hincaba el pie en el estribo y por primera vez no supo calcular instintivamente la al­tura del naranjo. Sintió las hojas y las espinas arañarle el sombre­ro y metió las espuelas a la bestia.

Luego, al primer golpe de viento, unas hojas maduras del na­ranjo cayeron del sombrero a la montura, y al verlas, Lucas tuvo un recuerdo de quince años atrás.

Fue una tarde de chubascos y de tierra caliente. Él mismo puso en las manos de Fernandito la postura del árbol, y abriendo un hoyo en la tierra con sus dedos largos y duros, le habló al hijo:

 ―Entiérrala bien y espera. De esta postura tú mismo vas a ha­cer la mancera para el arado.

Y la cosa se cumplió. Fue el único gajo que se le arrancó al na­ranjo, pero al llegar el hijo a los veintidós años, desnudó la rama de su corteza mientras Lucas miraba complacido las espaldas del mocetón donde la camisa empapada mostraba dos lomas de múscu­los separadas al medio por la espina dorsal.

Todavía estaba el arado sujeto a su cabo de naranjo, todavía es­taba en los dedos de Lucas el polvo de la herrumbre. ¿Cuánto tiem­po hacía entonces que la mano de Fernando no apretaba la mancera con los bueyes por delante y las gallinas detrás, cazando a picotazos los bichos del suelo?

No lo sabía justamente, porque unos meses antes de irse Fer­nando hubo muchas aguas y la tierra no pudo ser arada enton­ces. Bueno, ¡qué más daba eso si ahora iba a tener noticias!

Pensando así, Lucas no se dio cuenta de que estaba en el linde­ro de don Federico Luna, pero las patas de su caballo sobre el puente de madera le avisaron la noticia.

¡El viejo don Federico Luna!

Una vez le dijo, entre sonreído y malicioso, que hablaba dema­siado del hijo. Todo porque Lucas, sin intención, al mentar la gente a su Fernando, añadió por su parte:

―Miren ustedes, yo cojo un camino de noche y atrás Fernan­do me saca de perderme, porque todo lo que van dejando de ver mis ojos, empiezan a verlo los suyos para el y para mí. Y otra cosa es cuando me fallan las manos, sí, señor. Antes, de dos tajos, yo cortaba un mangle nuevo. Ahora que me voy poniendo viejo, lo hago de uno y medio... ¿Por qué? iAh!, porque detrás del golpe mío viene el de Fernando y con medio tajo me acaba la obra el muchacho.

Y como viera en la cara de los compadres una sonrisita como en la de Luna, sentenció para disimular su adoración del hijo:

―No porque yo lo quería para mí y de ahí le vea la gracia y la exagere, no. Yo digo que mi muchacho es completo, pero tam­bién digo que los hijos son como las semillas de la ceiba, que hay que darlas para otras tierras y para otros hombres.

Pero bien lejos había ido a dar ahora su Fernando; pensó en cuanto el caballo abandonó los tablones del puente y enderezó por la vereda que iba al cuartel. Bien lejos, tanto que él no podía saberlo. Porque una tarde vino el cabo con el teniente y dos nú­meros, y se levantó comité o cosa así, en la misma casa de Lucas, y la juventud de la zona vino a inscribirse.

Luego pasó el tiempo y un día vino la orden para que Fernando saliera de la casa a la capital. Hubo pocas palabras. La vieja estu­vo un rato prendida al cuello del hijo y luego los veinte meses justos sin salir de la casa. Él, por su parte, acompañó al mocetón hasta el caballo y el muchacho, quizá por no tener mucho que decirle, o acaso por callar lo mucho que pensaba, se volvió al ara­do y logrando una sonrisa:

―No me pruebe la mancera nueva hasta que yo vuelva, viejo.

Quiero darme el gusto.

Así habían pasado las cosas al principio. Luego vinieron los comentarios:

―Dicen que el mundo se está cayendo a pedazos.

―Hasta la naturaleza, amigo. Nunca hubo esta seca tan larga.

―iOiga, que no es de creerlo! Dicen que la tierra se queda hirviendo y no hay semilla que le venga bien, luego que pasan sobre ella, lo mismo de un bando que de otro.

Todos los comentarios hablaban de lo mismo, sólo que el viejo Lucas tenía una sentencia en la boca y muy mal humor para decirla por respuesta:

―No hagan caso, basura de muchas bocas siempre crece más al decirse.

Pero por lo bajo era como darles la espalda a las cosas que esta­ban mucho más allá de las montañas azules... ¿Total, para qué... ? No había más que una razón: Fernando no fallaba nunca, y si dijo que volvería a apretar con sus manos el cabo del arado, allí esta­ría para hacerlo alguna vez.

En este punto de sus reflexiones, el viejo Lucas sintió que el caballo se inclinaba de atrás, y vio que estaba subiendo la lomita frente al puesto de la rural. Metió los ojos en el portalito y miró las cosas de siempre: los taburetes recostados a los lados de la puerta y un muchacho del poblado con camisa gastada de un guar­dia, limpiando unas botas en el portal.

Lucas recordó las palabras del cabo: “Cuando hay cartas no se las mando con nadie, no, señor, con gusto se las guardo yo mismo”.

Esto había sido lo último que habló con el militar tres meses antes, cuando le entregara la primera carta de Fernando y Lucas suspiró ahora:

―iEste cabo cumple su palabra!

Así, pensando ni desmontarse siquiera, se apareó al portalito saludando. Mas en la silla del cabo había otro hombre. El viejo lo reconoció enseguida y enderezó sobre la bestia. Era el alcalde de barrio, pero al momento la voz y los pasos del cabo vinieron des­de el otro extremo del portal:

―iDesmóntese, Lucas, aquí dentro lo esperamos!

Lucas quiso responder, mas comprendió que había algo evasi­vo en la actitud y los pasos del militar. Entonces se desmontó li­gero detrás de él.

―¿Qué pasa, cabo, no hay cartas?

―Mire, esto es para usted y tenemos que informarle ―esta vez hablaba el alcalde, tendiéndole un objeto de metal entre los de­dos. Lucas quiso mirarlo, pero vio primero los yugos rojos del puño de la guayabera y recordó otros iguales que viera una tarde en la tienda del pueblo, pensando regatearlos para su Fernando―. Tome, Lucas ―y el viejo vio ahora el objeto. Era una cadenita de metal, cifrada. Esto era de su hijo. Se lo ponen a los soldados para identificarlos.

―¿Era?

La palabra quedó en el aire, y parecía no tener respuesta nunca más, hasta que el cabo levantó la cabeza: ―Ha muerto en campaña, Lucas.

Había que conocer al viejo Lucas para saber por qué pasó aquello. Ninguno de los hombres pudo entenderlo. Lucas dio media vuelta, y cuando el cabo quiso alcanzarlo en el portal ya estaba so­bre la montura de su caballo. Luego las cosas empezaron a barrarse ante sus ojos, y supo que había pasado el puente de don Federico Luna porque otra vez le avisaron las patas de su caballo.

Fue mucho tiempo después, cuando ya estaba medio curado el muñón del naranjo y la hierbaluisa ahogaba las azucenas de los canteros. El cabo Pérez irrumpió una mañana en el sitio en busca del viejo:

―Ahora no se sabe nunca de fijo dónde está ―dijo la vieja, ves­tida de negro y medio asomada a la puerta―. A veces por la casa de tabaco; otras por los corrales, pero siempre por donde menos haya con quién hablar.

El militar dio las gracias, y paso entre paso de un trotón, andu­vo por el batey hasta que vio al viejo cerca del pozo, recostado al brocal y destornillando la mancera del arado.

Los ojos del cabo miraron por un momento el rejón oxidado, y tirando de las riendas fue a desmontarse frente a Lucas.

―¿Cómo andamos, viejo Lucas?

―Ya puede ver. Haciendo que se hace.

Su voz sonó baja, pero profundamente. Era otra voz y otro hom­bre que no levantaba la cara de lo que hacían sus manos. ―Sabe, Lucas, yo vengo a ver si me da una manito si puede.

―Usted dirá.

―El caso es que la capitanía no para de tenerlo a uno en jaque: Hoy son unos maderos que conseguir y mañana un censo a la carrera, todo pedido por circular de ordeno y hágase.

―Sí, señor.

―Ahora... Usted sabe que la guerra sigue todavía...

―Sigue.

―Pues como ayuda a la causa piden material desechado, lo que no sirva para nada, hierro viejo, digamos. ―Sí, señor.

―Y claro, yo no puedo dejar que mi puesto quede mal. Algunos cacharros que no sirvan tengo que conseguirme. Malo que esto no es zona de industria, que si no, en un ingenio lo conse­guía todo de un golpe.

―Tiene razón, sí, señor.

―Pero, bueno... ―y el cabo se detuvo, corriendo la vista sobre el rejón entre las piernas del viejo Lucas―, pedazo a pedazo lo consigo si usted me da una mano con ese rejón.

―¿Este arado, cabo?

―Ese y lo que pueda, si hay más.

Lucas calló un instante sin quitar los ojos del cabo, y luego, apretando entre sus manos la mancera del arado:

―Dígame... ¿Para qué quieren el hierro?

―Bueno..., para ganar la guerra... Dicen que todo el material que se consiga siempre es poco. ―Poco para matar, no?

―Justo, Lucas.

Los dos hombres callaron. El cabo Pérez no entendía los ojos del viejo ahora. Estaban muy lejanos de los suyos, y porque no los entendía fue que creyó añadir una hermosa razón para el co­razón de Lucas.

―Mire, tal vez este hierro sirva para matar al que mató a su hijo; así son las cosas de la vida, Lucas. Todo llega a su tiempo.

Lentamente, como si fuera creciendo desde el mismo suelo, el viejo se puso en pie. Ahora una extraña luz le brillaba en los ojos, como el día en que dijo adiós al hijo en el lindero.

―Cabo, y ese que mató a mi hijo, ¿no será un muchacho como él, con veintidós años y unos pobres en su casa esperando que regrese?

―Ese... , es un enemigo, Lucas.

Lucas no preguntó más. Se le fueron las manos para el arado, tiró del tornillo libre de la tuerca, zafó el rejón, y levantándolo en sus brazos dio dos pasos hacia el brocal del pozo. La voz del cabo sonó extraviada a su espalda:

―¿Qué va a hacer, Lucas?

Pero el viejo no contestó nada. Por él habló el chapuzón pro­fundo en la entraña del pozo, y cuando se volvió, sus brazos es­taban limpios de carga, dispuestos a levantar del suelo la mancera, hecha con el gajo arrancado de allí donde todavía esta­ba curándose al sol el muñón del naranjo crecido.

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