Cthulhu

Cthulhu


EL ATAJO

Página 3 de 4

EL ATAJO

JOSÉ MºTAMPARILLAS

Ilustración de CARLOS LAMANI

 

HAY Lugares peculiares, zonas muy concretas de geografías humanas y no humanas, de los que conviene mantenerse alejado y a salvo. Aquel camino era uno de esos lugares. Desde siempre, en el pueblo, se habían tejido cientos de historias que lo tenían como foco, personaje principal o mero elemento conformador; historias de esas que parecían creadas para asustar a los niños díscolos: que si alguien había desaparecido al tomarlo, de gentes que se habían encontrado con ánimas en pena al recorrerlo, de extrañas luces que surgían en el cielo, expulsadas de la hondura del barranco por el que serpenteaba… lo dicho, consejas de viejos. Sin embargo, mi padre, siempre que salía el tema a colación, y a nosotros a los dos hermanos, nos gustaba sacarlo de vez en cuando, cambiaba su habitual expresión afable, y adoptaba otra más enigmática y cerrada. Era tajante: nunca, nunca, por la razón que sea, debíamos tomar ese sendero, nos decía, y lo hacía apretando con fuerza mi antebrazo, la mirada perdida en el infinito, esbozando un leve temblor.

Pero no hay nada como ese miedo incierto, el misterio a la puerta de casa, un tabú a medias, nada que de forma tan gratuita y certera aguijonee la curiosidad de un niño y lo impulse a investigar.

Una tarde de verano, mientras jugábamos aburridos una partida de cartas, después de comer* entre bostezo y bostezo, surgió el tema, y de ahí a que al final decidiéramos hacerle frente a todo el temor que nos habían intentado inculcar, no hubo más que un par de frases cargadas de desdén y una mirada cómplice.

Teníamos que saborearlo, probar la fruta prohibida, verlo con nuestros propios ojos

Hacía calor. Era agosto. Las chicharras inundaban la atmósfera sofocante con su canto monocorde. Íbamos en bicicleta, pedaleando con calma, sudando a mares. Llegamos allí sofocados, pero la curiosidad, la posibilidad de enfrentarse a algo desconocido, a algo que marcaba el lugar con cualidad tenebrosa, nos hacía insensibles a la canícula.

Germán, cómo no, el mayor, el lanzado, el temerario, fue el primero. Siempre hacía gala de un valor mal entendido, de un exceso de celo en demostrar su valentía o su superioridad. Me miraba fanfarrón, diez pasos por delante, con los pies dentro del camino, como diciéndome: mira, mocoso, yo ya lo he hecho, no lo he pensado, no me ha hecho falta, ¿y tú?

El sendero era una línea de color claro, pedregosa, que partía del lado derecho de la carretera que llevaba al cementerio y al basurero. No estaba marcado. Era sólo un camino que nacía de repente, en una cuesta empinada que desaparecía tras una pequeña loma y que se suponía te llevaba al pueblo más cercano ahorrando unos cuantos kilómetros. La maleza crecía alrededor, lo abrazaba en un manto asfixiante de ramas sequizas. Se perdía más arriba, entre un pequeño conjunto de carrascas enfermizas, retorcidas.

Vi desaparecer entre esa insana espesura a Germán, de nuevo decidido, de nuevo retador. Yo tardé unos segundos, dubitativo, medroso, aunque jamás lo hubiera reconocido, medroso del silencio que emanaba de ese lugar, de un aire misterioso, escalofriante que se espesaba a mi alrededor como una sopa invisible.

Sí, hay lugares que no conviene pisar.

Picado, algo taciturno, comencé a andar, a seguir a Germán en su locura, porque aquello, entonces, quemado por el miedo, comenzaba a dibujarse como una locura sin sentido, sin un objetivo. Llegué hasta las carrascas, me rodearon, eran enormes, daban la sensación de ser cadáveres en descomposición, huesos de un monstruo extraño, a medio pudrir.

Grité.

Grité un par de veces. Había perdido de vista a Germán. Ni siquiera escuchaba sus pisadas, su respiración agitada. Me paré, no se oía nada. El ronronear de las chicharras había cesado como por ensalmo. Y su falta era todavía más escalofriante que su presencia desquiciante.

No, no me gustaba el silencio que se tamizaba en la atmósfera.

Así que llamé a Germán otra vez.

Lo imaginaba escondido, agazapado en cualquier revuelta, esperando para asustarme, dispuesto a reírse de mi miedo, oculto tras uno de esos troncos cuajados de cicatrices.

Volví a llamarlo, con idéntico resultado, así que hice de tripas corazón y volví a ponerme en marcha. La senda se empinaba. Mis pasos se iban haciendo inseguros conforme avanzaba. Iba lento, muy lento, con el temor pegado al cuerpo como un lastre. El miedo latía en mi corazón con desaforada intensidad. El miedo es una emoción cruel, juguetona. Cuando quiere muta, se agazapa, cambia, se muestra con el aspecto inocuo de una ligera picazón, que, contrario a lo que nos pudiera parecer, nos impulsa a avanzar más allá.

Respiré.

Mi hermano me esperaba sentado unos metros más adelante. Estaba sentado sobre una gran roca blancuzca, desgastada por la lluvia, llena de grietas y oquedades. Le daba la sombra de una gran encina de ramas combadas, un esqueleto levantado al borde del camino en el que unas pocas hojas amarilleaban, donde la maraña de ramas formaba una suerte de brazos de cadáver que rodeaban a quien se cobijase bajo ellas. Ese árbol era como una señal, como un símbolo de soledad y muerte.

Germán estaba cabizbajo, con las manos en el regazo, encogido, como si le doliera algo.

—No vayas más allá —me dijo en un susurro.

Su voz, paradójicamente, poseía un deje como burlón. Sin embargo conocía aquel tono grave y apagado.

Más adelante, el camino se retorcía en un quiebro brusco, se adentraba más todavía entre matorrales y carrascas, despareciendo tras una gran roca de color ocre.

—¿Qué hay ahí? —le pregunté.

Tardó unos segundos en responder. Lo hizo con la mirada puesta en el suelo.

—No pienso decírtelo, es lo mejor.

—¿Tú lo has visto?

Asintió. Vi cómo esbozaba una sonrisa escalofriante.

—Sólo quieres asustarme —le chillé.

—Quizá, hermanito.

Nunca me llamaba así; yo era su mocoso, el piojo, o a lo sumo, ese enano llorón.

Contraataqué.

—Pues si tú has ido, yo también lo haré.

Hizo un amago de levantarse. A mí me temblaban las piernas.

El sol estaba en lo alto, debía requemarnos la sesera, el alma, y sin embargo, allí, en medio de esa ninguna parte especial, el aire estaba frío. Demasiado frío.

—No —fue tajante en la contestación.

Yo llevaba una temporada larga algo harto de mi hermano. De su suficiencia, de sus arbitrariedades. Apreté los dientes, procuré enterrar bien hondo el terror que parecía tener controlados mis músculos.

Hice un amago.

—No, no lo hagas —estiró algo su brazo.

Su voz rezumaba tristeza, una tristeza infinita.

Comenzaba a ser consciente de que algo raro pasaba. Germán no me miraba, eludía mis ojos, con la cabeza gacha… pero yo estaba decidido a toda costa a demostrarle que no me dejaba amilanar por nada.

No me detuvo, no le hizo falta. Después de dar cuatro o cinco pasos, el hedor me paró en seco. Era como haber chocado contra algo sólido. Casi vomité. El atajo se escondía a pocos metros. Me llamaba, podía escuchar su cántico. Allí había algo, algo escondido, oculto, para mí y para mi hermano, un presente macabro, quizá… o una sorpresa agradable, o nada, sólo más camino, hacia ninguna parte.

Moscas. Había una gran nube de moscas por encima de mí, a mi alrededor, alrededor de mi hermano. Escuchaba su zumbido insistente, un enjambre oscuro que se movía animado por una fuerza indefinida y i ordenada.

Mi mente se hizo una composición de lugar.

—¿Qué hay? ¿Un bicho muerto? ¿Es eso, no?

Germán no me dijo nada, no levantó la mirada. Las moscas revoloteaban, se posaban en sus manos, en su pelo, en su cara. Grandes moscardas de color azul cobalto, de un azul metálico brillante, cerrado, casi negro.

—¿Es eso lo que está esperando que vea? Pues no me da miedo. No.

No podía ser otra cosa, el olor, las moscas… un perro, una oveja, cualquier animal muerto, descomponiéndose a toda velocidad gracias al intenso calor, hinchado, gris, agusanado…

Di un paso, otro.

Sentí el mordisco del frío.

Y también la mano de Germán, su mano derecha alrededor de mi muñeca, un apretón desmañado, sin fuerza, frágil. Estaba helada, tanto que sentí un dolor relampagueante, infinito.

—Déjame —dije enojado, pero con el pánico rebosando por mis neuronas.

¿Saben lo que es el miedo? ¿Saben lo que es el más profundo de los terrores?

Germán levantó la cabeza. Las moscas se encabritaron. Rasgaron el aire con ese sonido agudo y enloquecedor. Acosaban a Germán con una fiereza brutal. Iban, venían, chocaban con él… y no hacía nada por zafarse de tan sofocante presencia. Nada.

Y vio SUS ojos. Sus ojos vacíos, sellados por dos grumos oscuros, pequeños lagos hirvientes de vida, cientos de moscas, de larvas medrando en esas cuencas vacías… y vi su boca, cuajada de oscuridad, su piel apergaminada y cerúlea, su lengua amoratada y llena de pupas.

Nunca he logrado quitarme de la cabeza ese recuerdo postrero, jamás. Todavía, de vez en cuando, cuando recuerdo su figura cadavérica, sus últimas palabras, meros estertores ahogados en aquella marea oleaginosa, percibo un resto de olor, una vaharada de fetidez nauseabunda.

Hace ya años que salí de allí corriendo. Fue una carrera atropellada y silenciosa, sin mirar atrás.

Nunca encontraron a Germán. Pasó a engrosar la leyenda, uno más. Otra víctima del camino.

Mi padre no me habló durante años, cuando lo hizo, jamás mencionó nada de esto, ni a Germán. Hoy en día, de vez en cuando me mira con un dejo de reproche, una acusación muda. Mi madre nunca lo superó. Se convirtió en una cáscara vacía, en un fantasma que no hacía otra cosa que esperar a un hijo que nunca iba a volver, en un fantasma que rebosaba tristeza hasta en su tumba.

¿Y yo?

Muchas veces, cuando voy a girar una esquina, aquí en la ciudad, rodeado de una confortante turba de desconocidos, abrigado entre la masa, entonces, noto el olor.

Siento la presencia de alguien o algo al otro lado; es como un ramalazo de frialdad que me paraliza. Entonces cierro los ojos, lucho por librarme de ese estupor, apuro el paso y procuro volver por donde he venido. Algunas veces veo las moscas revoloteando en esas esquinas, rondando: como esperando a que siga, vaya más allá y encuentre aquello que me está esperando desde esa tarde de verano, al otro lado.

 

Fin

Ir a la siguiente página

Report Page