Cthulhu

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AMIGO INVISIBLE

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AMIGO INVISIBLE

JOSÉ Mº TAMPARILLAS

Ilustración de LUCAS ORUETA

 

—HASTA luego, señorita Bea.

—Hasta luego, Marta… Hasta mañana Luis… Pórtate bien, Lidia…

No importa cuántas veces se repita la misma ceremonia, cada viernes, después de la siesta, llueva o el sol derrita el asfalto de la calle: las mismas caras, idénticas expresiones, despedidas acarameladas, furtivas sonrisas; las madres, los padres, cogen de la mano a sus pequeños tesoros. No importa que el cansancio entibie su expresión, porque siempre queda ese rescoldo de alegría, de reencuentro; la carne reconoce a la misma carne, la sangre late al unísono, en una danza hipnótica. La tristeza que empaña los gestos de los niños y niñas, eso de tener que dejar hasta la semana siguiente a sus amigos y amigas, se ve difuminada por esa otra alegría más visceral e instintiva: volver al hogar, sin horarios

Beatriz Esteban disfrutaba en silencio de esos minutos. Observaba con expresión tranquila a los niños y niñas Veía a sus padres, apareciendo como de la nada, genios de lámparas improvisadas, cogiéndolos en sus brazos, balanceándolos, besándolos, para por fin recogerse, marcharse a otro lado a disfrutar de su particular alegría.

El aire desordenaba su lacia melena castaña con talante revoltoso. Ella se apartaba el cabello con un ademán simple, un gesto que producía decenas de prematuros enamoramientos en aquellos corazoncitos maleables.

—Adiós, seño.

—Adiós, hasta mañana, Edu.

Poco a poco la guardería se iba vaciando. El amplio recibidor, cuajado de garabatos, dibujos, recortes y fotografías de fiestas pasadas, se iba quedando desnudo de vida: vacío, con el peso real que la palabra produce en las almas sensibles.

Todo anverso tiene su reverso, pensó Beatriz. Todo aspecto positivo lleva emparejado un hermano siamés negativo. La algazara de aquel torbellino de niños se descomponía, tras su desaparición, y dejaba como residuo una tristeza indefinida, una melancolía que se pegaba a la piel como la melaza, penetrando la epidermis, entrando en lo más hondo del espíritu, apocándolo, ajándolo cada día un poco más.

Una vez había pensado que el silencio que invadía el aire, cuando la guardería terminaba de desocuparse un viernes, era la mejor definición de vacío absoluto de desolación que se podía dar y comprobar.

Viernes.

A Beatriz no le gustaban. Ese día concreto era sinónimo de soledad, de otro fin de semana encerrada en su casa. A solas con sus fantasmas, sin la alegría que derrochaban aquellos gamberretes, sin esa energía que la vivificaba, que la impulsaba seguir adelante y dar un paso más, sin desintegrarse, sin abandonar.

Soledad.

Sólo quedaba un niño. A un lado, en una esquina, de espaldas, cabizbajo.

—¿Hola?

Beatriz frunció el ceño, sus hermosos ojos aguamarina se entornaron en un ademán de preocupación.

El silencio se cerró. La primavera se convirtió en un momentáneo y pasajero otoño de tonalidad gris y atmósfera fría. La luz se apagó un poco, las sombras se hicieron más densas, más palpables, presentes por doquier. La tonalidad alegre de los colores de los dibujos se amortiguó al compás de su apresurada respiración.

Beatriz dio un paso hacia la pequeña figura. A primera vista no sabía cuál de sus alumnos podía ser. Sin querer se llevó la mano al antebrazo, allí donde el vello se erizaba y la piel se estremecía.

No, no se parecía a ninguno de ellos, con ese pelo rubio y crespo, con esa ropa oscura, fuera de tono, anticuada; era incluso mayor que todos ellos, al menos un año o dos.

—¿Hola? ¿Quién eres? ¿Has venido a buscar a tu hermano? ¿Dónde está tu mamá? ¿O tu papá?

Quizá había hablado, quizá le había hecho esas preguntas con tono vacilante, con un susurro cargado de temor instintivo. O sólo las había imaginado, sólo había amagado, pensado, sin atreverse a hablar.

Mientras, el chico, ahora sentado de espaldas a ella, en aquel rincón donde se amontonaban varios juguetes formando una pila desordenada y multicolor, seguía sin moverse, sin hacer caso de su presencia, ni sentirse azuzado por esa preocupación latente. Como un autista, ajeno a ella, mirando de forma obsesiva alguno de los juegos.

Aquella quietud enturbiaba con suave caricia su ánimo, la ponía tensa; Beatriz no dejaba de tocarse la cabellera, ese gesto instintivo al que se aplicaba con repetitiva querencia cuando los nervios, la inquietud o la duda la atenazaban. La inmovilidad había echado zarcillos invisibles, una corriente que perturbaba el aire con una vibración malsana, que llegaba hasta ella, la ataba, la asustaba, la mantenía quieta, atenta, en espera.

Un grito, un chillido apagado por la lejanía, la despertó de su ensoñación. Era una voz de mujer, un repetitivo sonsonete que pronunciaba un nombre con marcada impaciencia y que, poco a poco, se acercaba. El hechizo terminó de romperse cuando el niño, otro chaval, entró corriendo en la guardería,

—Luisma, Luisma… quieto. Espera Luisma —La voz ganaba en cercanía.

Luisma entró con el pelo revuelto, la ropa arrugada, el semblante expectante; buscaba algo o a alguien. El pequeño respiraba agitado, sus ojos color almendra, hinchados, se enrojecían con la presencia inminente de unas lágrimas, su rostro, afilado, escuálido, denotaba esa pose típica de los niños que detienen el correr del mundo ante un capricho intenso y perentorio.

—¿Luisma? —alcanzó Bea a decir— ¿Te has dejado algo, Luisma?

El chico era uno de sus alumnos preferidos, uno de esos muchachos sensibles y esquivos, algo óseo, pero con un potencial bien visible. La inteligencia que delataban sus pocas palabras, sus acciones, su mirada, se ensombrecía con aquella pose lastimera, con aquellos ademanes desesperados de quien se siente ahogado, metido en una existencia que no merece.

Estaba tan delgado, taciturno, ausente, pensó ella. Lo había hablado con las otras profesoras. Todas habían llegado a la conclusión de que algo extraño había sucedido de repente en la vida de Luisma, algo que había socavado su aplomo, el leve germen de entereza que demostraba cuando su timidez le constreñía. Ya apenas hablaba, apenas jugaba con sus conocidos, apenas participaba en las actividades.

Una figura agitada, un rasgo de color gris, de movimientos espasmódicos y mirada desquiciada entró en la guardería.

Era la madre.

—Luisma… niño ¿Qué haces? Ya te he dicho que no está, que no existe…

La mujer mostraba las facciones de quienes están siempre cansados

Pero Luisma, ahora sonriente, iluminada su carita por ese esbozo de reconocimiento, de relajación, miraba con fijeza al otro niño, al desconocido silencioso. Lo hacía con la satisfacción de quien recupera una vieja amistad largo tiempo perdida.

—Hola, Beatriz… disculpa. Se me ha escapado en la parada del autobús.

La mujer respiraba a trompicones. La carrera le había dejado agotada. Vestía un desaliñado vestido que antes había sido de color negro y que ahora griseaba por el tiempo y el descuido. Las arrugas que lo recorrían de arriba abajo, se hermanaban con aquellas que enmarcaban el rostro, ajándolo, apartando a patadas cualquier atisbo de juventud y belleza que hubiera latido en la mujer.

Había tanto cansancio, tanta tristeza en aquellos ojos aguanosos.

—No pasa nada… no pasa nada. Se habrá dejado algo olvidado, un juguete, un dibujo, su rotulador…

Intentaba calmar a la mujer.

Luisma se acercaba al muchacho silencioso. Musitaba algo, un nombre.

—Rudy…

Una y otra vez

—Rudy.

Obsesivo.

—Discúlpanos tú, Bea. Seguro que ya ibas a cerrar. Pero es que esta criatura, cuando se le mete algo en la cabeza.

Dejó la frase colgando.

—Claro, son así. No hay quien las pare si quieren algo. Hay que tener paciencia.

No pensaba lo que decía, se limitaba a hablar de forma mecánica, a expresar cualquier frase para salir del paso. Su atención estaba centrada en Luisma, en ese acercarse entre medroso y expectante. En el rostro del muchacho silencioso, que se había girado y que, ahora, miraba al otro niño y a ella de forma alternativa.

Era un semblante tan hermoso, unos rasgos perfectos, angelicales. Tan perfecto que le producía escalofríos

—Menos mal que por esta calle apenas hay coches. Me he dado un sofoco cuando se ha soltado y ha salido corriendo, cruzando sin mirar.

Un niño perfecto, eso era: perfección, simetría, ¿crueldad?

Porque en esa belleza enmarcada en la cabellera rubia, esa belleza cincelada en los pómulos de mármol, en el iris azulado, se escondía una crueldad implícita, voraz.

—Y es que está emperrado en que tiene que despedirse de su amigo, de ese dichoso amigo invisible… de ese Rudy de marras… —la mujer no percibía el distanciamiento de la maestra.

Y Bea inició el retorno a la niñez, sin saber bien el porqué, los recuerdos se fusionaron, cambiaron el escenario y la depositaron de nuevo en el cuarto que compartía con su hermana, en una noche de invierno, fría, en soledad… sí, ellas dos a solas, con sus padres en el teatro. Ella había visto esos ojos, esos dos ojos a través de la ventana, ojos preñados de dolor, de ira, de crueldad, unos ojos perfectos, iguales a los de ese niño fantasmal. El mismo día en el que su hermana se había caído por las escaleras, como si un ser invisible la hubiera empujado.

Presente y pasado se fusionaron. El grito de su hermana, el grito de Luisma al escuchar las palabras apuradas de su madre.

—¡Mentira!

—Pero Luisma…

—Mentira, mentira y mentira… Rudy es real, es mi amigo, mi mejor amigo… y ahora está ahí ¿No lo ves? ¿A que sí, señorita, a que está ahí?—Luisma señalaba a su compañero de juegos con ademán dolido, los ojos medio llorosos, buscando complicidad.

La saliva amargaba en el paladar de la profesora. El estómago se replegaba sobre sí mismo, encogido por el miedo. Los nudillos blanqueaban.

—No hay nadie, Luisma. No veo a nadie —terminó por decir.

¿Por qué mentía? ¿Por qué apartaba de sí la evidencia? ¿Por qué engañaba al niño? ¿De qué huía?

—Ves, ves, Luisma. Hasta la señorita piensa como yo.

Bea recordó.

—¿Los viste? ¿Tú los viste, Bea. Esos ojos? ¿Lo viste luego, en el pasillo? —la voz de su hermana reverberaba a través de miles de telarañas, de años de olvido, de dolor.

Por un instante fugaz, distinguió la silla de ruedas de Patricia, su perfil aguileño, su cara contrita, desencajada. Tan parecido al rostro desesperado de Luisma.

—No, no hay nadie, no había nadie… no sé quién te empujo —musitó.

—¿Y ahora, hermana, ahora, no lo ves? ¿Está a mi lado, sentado, acechando? Espera a que me duerma, y entonces se mete en mí, me habla. Me susurra cosas horribles.

La voz, aterciopelada, susurrante, la mala imitación de la voz quebrada de su hermana, se hizo un eco en su cabeza.

Beatriz se echó a temblar.

—¿Te sucede algo, Bea?

El roce de la mano de la mujer actuó como una descarga eléctrica. La maestra despertó de su ensimismamiento como quien lo hiciera de una pesadilla.

—No es nada, nada.

La madre sonrió. Cientos de pequeñas arrugas se rompieron, se expandieron y rehicieron.

—¡Maldita sea, Luisma, ahí no hay nadie! —gritó de repente.

Claro que hay alguien… claro que sí. ¿Verdad?

Luisma volvió la mirada. Beatriz no para de ver la complicidad que se establecía entre el fantasma y su alumno. De vez en cuando, el otro niño se acercaba a Luisma sonriente, con sus ojos abiertos clavados en ella, en la madre, y le susurraba algo al oído, algo que lo ponía tenso, algo que luego le hacía sonreír, que le iluminaba la cara.

Perversidad.

Un fantasma.

La palabra había aparecido atraída por un hechizo silencioso, sutil, un hechizo anclado en el pasado

Sí, aquella era la palabra adecuada, exacta.

—Estos niños no saben que hacer para llamar la atención…

La voz de la madre era un simple susurro, un eco distorsionado por el vacío, por la angustia que se desarrollaba como una planta carnívora en el cerebro de Beatriz; una angustia creciente, que no se focalizaba sobre nada concreto, más un prurito que una evidencia.

Otra vez el fantasma acerco su faz angelical al oído de Luisma, les miró a ella, ala madre y luego a la puerta

Fue entonces cuando Luisma se echó a correr, después de que su invisible amigo le volviera a susurrar algo al oído, algo que le hizo dar un brinco de sorpresa, algo que rumió un par de segundos, para luego salir disparado. Pasó a su lado empujándola, casi haciéndola caer, arrastrando unos papeles que había en una mesa. La escena, sin embargo, a los ojos de Bea, se desarrollaba con una lentitud exasperante, como si al tiempo le fuera difícil llevar su constancia normal, como si el aire que les rodeaba tuviera una consistencia tan densa, amalgamado por un mal invisible, que frenase ese discurrir necesario.

Mientras, el tal Rudy, con su aspecto fantasmagórico, le sonreía, una expresión casi cándida.

Luisma pasó cerca de su madre. Ella intentó atraparlo sin éxito. La risa de Luisma era dolorosa, cruel. Su rostro se teñía mostraba la dureza de quien ha tomado una decisión vital, de quien aparta todo aquello que le aparta de su consecución.

La puerta se abrió de golpe. Una ráfaga de aire frío se coló dentro. El sonido de la ciudad entró distorsionado; un coche de color azul pasó por la calle a toda velocidad, un borrón, un heraldo, un aviso que hizo ponerse en marcha a la madre?

Hay que tener tanto cuidado con los coches. Apenas pasan por acá, ¿verdad, Bea? Cuidado cuando echas el pie en la escalera. Siempre hay accidentes, ¿o no, Bea? ¿Se lo preguntamos a tu hermana?

El espectro, que permanecía sentado, había puesto su atención de nuevo en el montón de juguetes esparcidos, alargaba el brazo, los rozaba, sin atreverse a tocarlos, como si un abismo le separase de ellos. Bea estaba segura de que era su voz la que escarbaba en su cerebro, la voz de algo demoníaco, ajeno a su realidad, un viejo amigo maligno que no se había olvidado de ella.

¿Crees que mamá llegará a tiempo? Todas las madres son unas pesadas. No saben entender a sus hijos… y los niños son impredecibles. Nunca sabes qué van a hacer.

Cruzar una calle.

Caerse por las escaleras.

Un segundo coche apareció. Esta vez era blanco, de un color inmaculado. Luisma corría sobre el asfalto, bordeando la acera de enfrente, alejándose. El conductor apretó el pedal del freno. Bea sintió la angustia del hombre, aquel tipo de aspecto vulgar que, en un esfuerzo por evitar la catástrofe, pisaba con todas sus fuerzas el freno y se aferraba al volante como si la vida le fuera en ello.

Bea vio el cuerpo de la madre salir despedido producto del brutal choque. Quizá escuchó un grito, un grito apagado por las últimas reverberaciones del chirrido de los neumáticas, un grito vacío, muerto.

El tiempo, entonces, volvió a discurrir con normalidad. De golpe, casi acelerado

El coche paró, produciendo un seco chirrido, la mujer cayó y rodó desmadejada unos metros sobre el asfalto, salpicando con macabras cuentas de un collar sangre la chapa de los coches aparcados. Rodó sobre sí hasta detenerse en una posición imposible, formando un nudo de carne muerta.

Bea se tapó la cara. El rostro del cadáver, congestionado, pálido, la miraba, sus ojos abiertos en una atroz mueca de dolor, de confusión, de reproche.

La gente apareció de la nada. Siempre que hay un accidente, hombres y mujeres parecen nacer del suelo, de las puertas que antes parecían no existir; gente anónima atraída por la desgracia, por la curiosidad. Un grupo que se arremolina en el más absoluto de los silencios alrededor del muerto. Miraban consecutivamente a la víctima y al verdugo: un pobre tipo que se no soltaba el volante del coche y balbuceaba palabras inconsistentes, que intentaba por todos los medios a su alcance gritarle a aquellos desconocidos que él no ha tenido la culpa: la mujer se le ha puesto delante sin más, cuando corría detrás de el niño… ese maldito niño.

Pero no había ningún niño ya.

Luisma, vio Bea, había vuelto. Había entrado a paso lento en la guardería, como si nada hubiera sucedido, sin apartar la vista de los juguetes, de Rudy. Apenas había echado un vistazo fugaz a la escena que se desarrolla en la calle, como si no fuera con él, como si el zapato que se podía ver sobre la acera hubiera pertenecido a una desconocida.

Luisma pasó a su lado, hasta le saludó tímidamente. Se acercó al rincón donde su amigo silencioso le esperaba. Cogió un gran cubo de color bermellón, lo observó, lo tiró, como si no acabara de gustarle para jugar. Terminó por decidirse por un coche de madera, Rudy asintió: sí, parecía decirle, ese es un buen juguete. Las ruedas hacían un ruido seco sobre el parqué de la guardería, una de ellas salió rodando, rota. El niño se sorprendió. La miró. Parecía asustado, como si hubiera hecho algo malo.

—Lo siento, seño —le dijo— lo siento, lo arreglare, fue sin querer.

El otro niño la miraba con la expresión satisfecha, disolviéndose en la nada.

—Tienes que perdonarlo, Bea; es sólo un niño. No sabe lo que hace.

 

Fin

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