Crystal

Crystal


Capítulo 4

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PUESTA EN ESCENA

 

T

helma se animó durante la cena en cuanto empezó a contarme el último capítulo del culebrón. Como seguía sintiéndome culpable por lo que había hecho, fingí que me interesaba la historia y los personajes. En realidad me parecía una bobada que la gente se enamorara tan apasionadamente y luego se desenamorara con tanta facilidad, que las parejas se engañaran a pesar de haber confiado unos en otros durante años, y que los hijos pudieran despreciar tanto a sus padres. Para Thelma, sin embargo, lo que ocurría en los culebrones era el evangelio. Era como si algún profeta bíblico escribiera los guiones.

Hasta cierto punto, no podía culparla. La mayoría de los protagonistas masculinos parecían seres divinos, perfectos. Las mujeres tenían un aspecto espectacular incluso recién despertadas por la mañana. Cuando pregunté inocentemente si pretendían hacemos creer que se acostaban maquilladas, Thelma dijo que cuando se es tan guapa, siempre se da la impresión de ir maquillada.

—Pues yo nunca he conocido a nadie tan guapo —comenté, y ella se echó a reír de un modo que me hizo sentir que la que no tenía ni idea era yo.

—Por eso son mi gente favorita —dijo—. ¿Entiendes ahora por qué me gusta ver telenovelas?

Supongo que no tiene nada de malo verlas, pensé, siempre y cuando recordemos que la vida real no es como un culebrón. Nuestras vidas no estaban llenas de acontecimientos dramáticos, y la gente rara vez se apasionaba tanto por algo como hacían continuamente en la pequeña pantalla.

—Lo que ha pasado entre Nevada y Johnny Lee me ha llegado al alma —dijo Thelma mientras acabábamos de cenar. Sonrió, y las lágrimas asomaron a sus ojos. Entonces miró a Karl y alargó el brazo hacia él.

Karl me dirigió una mirada fugaz cuando Thelma puso una mano sobre la de él. Parecía incómodo, pero no la detuvo ni apartó la mano, y me pregunté qué clase de vida amorosa compartirían mis nuevos padres. En todas las fotografías que había de ellos en la casa tenían un aire tan formal... Karl siempre posaba envarado y Thelma siempre parecía temerosa de cometer una inconveniencia de proporciones garrafales.

Más tarde, aquella noche, descubrí exactamente qué clase de vida amorosa tenían. Como de costumbre, había subido a acostarme antes que ellos. Cuando les dejé en la sala de estar, Karl leía Business Weekly, y Thelma estaba viendo un capítulo de un culebrón que había grabado en vídeo y que no había podido ver en su momento porque tenía cita con el dentista. Acabé de leer mi libro y me sentía un poco cansada. Una vez más, le pedí disculpas a Thelma por el mal rato que le había hecho pasar al irme sin avisar, y prometí que no volvería a suceder.

—Eres un encanto por decirme eso, cariño. Desde el momento en que te vimos, Karl y yo supimos que eras una jovencita responsable, y que nos darías pocos disgustos, si es que nos dabas alguno. Todo está perdonado —afirmó con inesperada teatralidad, alzando la voz y agitando las manos en un ademán melodramático. Hasta Karl levantó la mirada de su revista y la observó con preocupación durante un momento.

Thelma extendió los brazos para que me acercara y, cuando lo hice, me abrazó al tiempo que se balanceaba hacia atrás y hacia delante y musitaba en tono de salmodia:

—Tenemos que ser buenos los unos con los otros, amables, considerados y cariñosos.

Has sufrido tanto, mi pequeña, y mi vida estaba tan vacía sin ti... El amor que sentimos es casi sagrado. Guárdanos siempre un rinconcito en tu vida, siempre. ¿Prometes hacerlo, Crystal? ¿Me lo prometes?

—Sí —respondí, sin saber exactamente qué le estaba prometiendo.

Ella exhaló un profundo suspiro, sin dejar de abrazarme.

—Thelma —dijo Karl con suavidad—, la niña está cansada y quiere irse a la cama.

—Sí, a la cama —susurró ella—. Buenas noches, cielo. Buenas noches, buenas noches, buenas noches —me canturreó al oído, y me dio un beso en la coronilla.

—Buenas noches —les dije a ambos, y subí a mi habitación.

¿Era posible que alguien realmente me necesitara a mí más que yo a ella?, me pregunté. Nadie me había abrazado nunca así, y mucho menos durante tanto rato, y aunque el personal femenino del orfanato me había besado alguna que otra vez, eran besos fríos y rápidos, casi como palmaditas en la mejilla o en la frente. No sentía nada al recibirlos, no había amor ni preocupación sincera por mí en ellos. A pesar de todos sus defectos, Thelma realmente hacía que me sintiera querida, reflexioné, ¿y qué había más importante que eso?

Acababa de cerrar los ojos y de acurrucarme bajo la manta cuando oí pasos en el pasillo. Entonces, en una voz que apenas reconocí, oí a Thelma llamar a alguien. Desconcertada, me incorporé en la cama y escuché con atención.

—Johnny Lee —la oí decir—. Por lo que más quieras, perdóname, por favor. No me odies, por favor.

Al principio pensé que simplemente estaba repitiendo una frase que le había gustado del capítulo que acababa de ver, pero entonces oí a Karl responder:

—No te odio. Nunca podría odiarte, Nevada.

—Quiero entregarme a ti —afirmó ella—. Quiero entregarme a ti como jamás me he entregado a ningún otro, Johnny Lee.

—Lo sé. Yo también te deseo —dijo Karl.

Se hizo un silencio y entonces se oyó el sonido tenue de unas pisadas. Me acerqué a la puerta y la entreabrí para asomarme. Estaban en el pasillo, besándose en los labios. Me quedé pasmada. Karl deslizó la mano izquierda bajo la blusa de Thelma.

—No —dijo ella, apartándose.

—¿Por qué no? —preguntó él, levantando la voz.

—Porque no es así. Eso no pasa hasta que ella empieza a llorar —replicó Thelma.

Karl retiró la mano de debajo de su blusa y atrajo a Thelma hacia él.

—De acuerdo, de acuerdo —dijo—. Se me había olvidado.

—Lo estás estropeando —le recriminó ella.

—Te he dicho que se me había olvidado.

—Empieza otra vez —le ordenó.

—¿Cómo dices? ¿Por qué?

—Tienes que empezar otra vez —insistió ella.

—Eso es una tontería, Thelma.

—¡No me llames Thelma! —exclamó—. ¡Lo estás estropeando!

—Vale, vale. Lo siento. Empezaré otra vez.

Karl dio media vuelta y se alejó. Cerré la puerta con sigilo rápidamente para que ninguno de los dos me viera espiándolos, aunque, de todos modos, el corazón me palpitaba con tanta fuerza que parecía retumbarme en el pecho y temí que oyeran los latidos. Seguí escuchando con atención. Oí que Karl recorría el pasillo, cerraba una puerta y luego la abría.

—Nevada —dijo.

Volví a entreabrir la puerta. Ahora Thelma estaba de espaldas a mí. Se giró lentamente, con una expresión desconocida en su rostro. Realmente parecía estar interpretando un papel.

—Johnny Lee —susurró, enjugándose las lágrimas. Advertí que lloraba de verdad—. Por lo que más quieras, perdóname, por favor. No me odies, por favor.

—No te odio. Nunca podría odiarte, Nevada.

—Quiero entregarme a ti —volvió a decir ella—. Quiero entregarme a ti como jamás me he entregado a ningún otro, Johnny Lee.

—Lo sé. Yo también te deseo —dijo Karl, repitiendo exactamente las mismas palabras que había pronunciado unos momentos antes.

Entonces se acercó y ambos se abrazaron, pero sin besarse. En esta ocasión, él mantuvo las manos en las caderas de ella. Thelma se echó a llorar, y el cuerpo le temblaba de los sollozos. Karl la estrechó con más fuerza entre sus brazos, atrayéndola hacia su pecho, besándole el pelo, las mejillas. Luego le alzó suavemente la barbilla para besarla en los labios.

Después deslizó la mano bajo la blusa de ella y le acarició los pechos. Ella gimió.

—¿Será distinto esta noche, Johnny Lee? ¿Será como estar en el séptimo cielo?

—Tal como te prometí —dijo Karl, rodeándole la cintura con el brazo derecho y llevándola hacia el dormitorio, mientras Thelma apoyaba la cabeza en su hombro. Los miré alejarse hasta que entraron en su habitación y cerraron la puerta tras de sí con suavidad.

Sabía que no estaba bien que los escuchara a escondidas, pero la curiosidad era como un imán que me atraía hacia el tabique que separaba nuestros dormitorios. Me acerqué y oí el sonido apagado de sus voces y de los débiles sollozos de Thelma. Con cuidado, pegué el oído a la pared y cerré los ojos.

—Oh, Johnny Lee —dijo ella—, esta vez quiero sentir tus manos acariciar todo mi cuerpo. Haz lo que prometiste que harías. Quiero que me hagas enloquecer de placer.

—Lo haré.

Entonces se callaron, pero escuché el sonido inconfundible de los muelles del somier. Los gemidos de ella se hicieron más fuertes, más prolongados. Luego se oyó una mezcla de gemidos y jadeos que me llenaron aún más de curiosidad. ¿Hacer el amor era doloroso a la vez que placentero? ¿Cómo es que él no gemía también?

Finalmente, tras un gemido largo y sonoro, se hizo el silencio. Continué escuchando un rato más y después me acosté. ¿Era así como se suponía que debía ser? Yo conocía todos los detalles del proceso físico. Podía describir las hormonas, el flujo sanguíneo, incluso los impulsos nerviosos, pero las emociones me resultaban confusas. Una cosa era el sexo, pero se suponía que el sexo con amor era otra bien distinta.

De repente, oí que se abría una puerta y, a continuación, unos susurros. Me levanté de la cama y entreabrí la puerta de mi cuarto.

—Buenas noches, buenas noches, despedirse es un dolor tan dulce...

Ambos se rieron suavemente.

Karl estaba en el pasillo, mirando hacia el dormitorio. Lanzó un beso al aire. Se había vuelto a vestir.

—Ojalá pudieras quedarte —dijo Thelma.

—Sí, ojalá.

—Algún día.

—Algún día —repitió él, y giró sobre sus talones.

Retrocedí cuando pasó frente a mi cuarto. Oí que Thelma cerraba la puerta de su dormitorio.

¿«Ojalá pudieras quedarte»? ¿Adonde iba Karl? ¿Qué significaba eso?

Durante un largo momento todo siguió en silencio. Entonces los pasos de Karl resonaron desde el fondo del pasillo, como si quisiera que se oyeran. Asomé de nuevo la cabeza y lo vi pasar camino de su dormitorio. Cuando abrió la puerta, le oí decir:

—¿Todavía estás levantada, Thelma?

—No podía dormirme —repuso ella—, así que decidí leer un rato, pero ahora tengo sueño.

—Bien. Ya va siendo hora de irse a dormir —dijo Karl, entrando en el dormitorio y cerrando la puerta tras él.

Pegué el oído a la pared y escuché. Oí correr el agua en el lavabo y, después, el sonido de la cisterna. Ninguno de los dos habló durante largo rato, y entonces oí que Karl decía:

—Buenas noches, Thelma.

—Buenas noches, Karl —respondió ella.

Todo se sumió en silencio. Volví a acostarme, pero tardé mucho en conciliar el sueño. ¿Cómo era posible que los adultos se comportaran como niños, jugando y fingiendo ser alguien que no eran? ¿Cómo sería el amor para mí, si es que alguna vez me llegaba? ¿Qué clase de hombre me encontraría atractiva? ¿O acaso no le parecería atractiva a ninguno, y yo también me vería obligada a imaginar una vida ficticia?

Ojalá tuviera una hermana mayor o una amiga íntima, alguien en quien no temiera confiar, con quien poder compartir mis secretos más celosamente guardados. Eso era lo verdaderamente maravilloso de la familia, pensé. Cuando tenías una familia, no era necesario guardarte todas tus preocupaciones y miedos, sino que podías acudir a ellos sin temor y abrirles tu corazón. Podíamos ayudamos, apoyamos los unos en los otros para alejar los temores.

¿No era eso lo más importante?

 

 

Como es lógico, a la mañana siguiente no les dije nada a Thelma y Karl sobre lo que les había visto y oído hacer la noche anterior. Además, me sentía culpable por haberles espiado. Karl había decidido regresar pronto a casa para que él, Thelma y yo pudiéramos ir a comprar las cosas que me harían falta para las clases, que empezaban al día siguiente. En un principio, él tenía intención de indicarle a Thelma cuáles eran las mejores tiendas y que fuésemos nosotras solas, pero ella le dijo que aquello era algo que debía hacerse en familia y que él debía participar. Karl reflexionó y estuvo de acuerdo.

—Tienes que perdonarme —me dijo—. No estoy acostumbrado a pensar como un padre. Claro que iré con vosotras. Por supuesto que quiero participar en todo lo que sea importante.

Advertí que intentaba relajarse y aparentar que sería divertido, pero no iba con su manera de ser: para Karl, comprar era algo muy serio y simplemente no podía verlo de otra manera. Thelma había hecho una lista de la ropa que me hacía falta, y yo había preparado otra de material escolar. Karl estudió ambas listas e hizo un trabajo concienzudo. Averiguó exactamente dónde ofrecían el mejor precio para cada artículo. La moda, el estilo o el color de una prenda eran lo de menos para él. Planificó con eficacia nuestras compras, incluso decidió adonde iríamos a comer y hasta cuál era el plato más económico.

—Una familia —me explicó Karl mientras comíamos— es realmente como una pequeña empresa, un negocio entre socios. Cuanto más se planifique, mejor funcionará.

—Karl incluso organizó nuestra boda y la luna de miel para aprovechar algunas ofertas de viajes, ¿verdad, Karl? —dijo Thelma con orgullo.

—Sí. Era temporada baja, después del día de los Trabajadores, la mejor época para encontrar buenos precios.

—Pero ¿fuisteis a un sitio que queríais ir? —le pregunté.

—Si el precio es bueno, el lugar me interesa —repuso Karl—. La gente paga más por las cosas que quiere y necesita porque no se molesta en hacer las averiguaciones necesarias y planificar un poco.

—Karl incluso ha comprado nuestra última morada y lo ha dispuesto todo para nuestros funerales, ¿a que sí, Karl? —dijo Thelma—. Lo hizo al poco de casamos.

—¿Tan pronto? —pregunté inocentemente.

—Hacer que los familiares se ocupen de los últimos preparativos es un error, sale por un ojo de la cara. Uno mismo tiene que encargarse en vida de dejarlo todo dispuesto. No tengas miedo de prever las cosas, Crystal. Nunca dejes que nadie te intimide haciéndote creer que estás siendo demasiado práctica. Nunca se puede ser demasiado práctico —me aleccionó.

Los padres de Thelma nos habían pedido que pasáramos por su casa cuando acabáramos de hacer mis compras. Dijeron que tenían algo que querían darme. Mientras íbamos en el coche hacia su casa, Karl le recordó a Thelma la hora que era y cuánto tiempo quería que nos quedáramos.

Mis nuevos abuelos tenían una casa pequeña pero muy acogedora. Thelma me contó que Karl la había encontrado poco después de que el padre de ésta se jubilara.

—Se ajustaba perfectamente a su nuevo presupuesto —afirmó él con orgullo—. Ésa es otra cosa para la que nunca es demasiado pronto para pensar: en tu jubilación. La mayoría de la gente no ahorra lo suficiente y luego sufre las consecuencias.

—Pero no es nuestro caso —apostilló Thelma.

—No, no lo es —convino Karl con una sonrisa.

Lo que mis abuelos tenían para mí era una cartera de piel marrón con mi nombre grabado en letras doradas en la solapa. Su regalo me hizo más ilusión que cualquier otra cosa de las que Thelma y Karl me habían comprado ese día.

—No hacía falta que se lo comprarais de piel auténtica, Martha —le dijo Karl a mi abuela.

—Claro que sí —repuso ella, y me dirigió una sonrisa—. ¿Por qué no habría de tener Crystal las cosas más bonitas?

Tomamos el té y la abuela sacó una bandeja de galletas caseras hechas por ella, que encontré deliciosas. Luego empezó a contamos anécdotas de sus tiempos de colegiala. Había estudiado en una pequeña escuela rural. Explicó que tenía que caminar casi tres kilómetros para llegar hasta ella.

—¡Incluso cuando nevaba!

—Incluso cuando nevaba, porque en aquel entonces no teníamos autobuses de transporte escolar como tenéis ahora.

El abuelo intentaba meter baza contando sus propias anécdotas, pero ella no hacía más que rectificarle y decirle que estaba exagerando. Los dos eran muy graciosos y encantadores. Estaba pasándomelo en grande cuando Karl anunció que era hora de volver a casa.

—Mañana es su primer día en un colegio nuevo —afirmó cuando mi abuela se quejó de que apenas habíamos estado una hora con ellos—. Tiene que acostarse temprano.

—Bueno, llámame en cuanto puedas y cuéntame cómo te ha ido tu primer día en la escuela, Crystal —dijo la abuela.

—Lo haré. Gracias otra vez por la cartera —repuse.

Ella me abrazó.

—De nada. A nuestros años, no tenemos mucho en qué gastamos el dinero, salvo en medicinas y cosas por el estilo.

—Tenéis el mejor seguro de enfermedad —intervino Karl.

—Oh, no quiero hablar de eso —replicó la abuela rápidamente—. Ahora que tenemos una nieta, no quiero hablar de mis achaques.

Nos dimos las buenas noches y nos marchamos.

—Si no contaran con el seguro de enfermedad que les aconsejé —rezongó Karl cuando subimos al coche—, tu madre ya estaría arruinada después de pagar esos medicamentos que toma para el corazón. Las pastillas que le recetan son carísimas.

—Ella lo sabe —le aseguró Thelma—. Lo que pasa es que está muy ilusionada por lo de Crystal. Todos lo estamos —añadió—. Ojalá pudiera ir a clase contigo mañana, Crystal. Ojalá tuviera tu edad y pudiera empezar de nuevo.

—No resulta fácil adaptarse al cambiar de colegio —afirmó Karl—. No es como para sentir envidia.

—Lo sé. ¿Has leído Amor sobre ruedas, la historia de una familia que vive en una caravana y tiene que ir de un sitio a otro, de pueblo en pueblo, siguiendo el itinerario de los trabajos agrícolas?

—No —contesté.

—Justo cuando Stacy encuentra el amor de su vida, tiene que marcharse y dejarlo. Te la prestaré —me prometió Thelma—. Aunque, bien pensado, deberías leer todas mis novelas. Así podríamos hablar de ellas, de toda mi gente favorita. ¿Verdad que sería agradable?

No me apresuré a responder.

—Estará demasiado ocupada ahora que empieza el curso —intervino Karl, acudiendo en mi auxilio.

—También tendrá que tener tiempo libre, ¿verdad? ¿Qué mejor manera de emplearlo que leyendo? —arguyó Thelma.

Menuda gracia, pensé. Me pondrían deberes en el colegio y también en casa. No me cabía la menor duda sobre cuáles le parecían más importantes a mi madre.

Tras llegar a casa y guardar todo lo que habíamos comprado, me di cuenta de que Karl tenía razón: necesitaba acostarme y descansar. Estaba tan nerviosa por lo que me depararía el día siguiente que me costó conciliar el sueño. Karl también estaba en lo cierto en otra cosa: no resultaba fácil cambiar de colegio, hacer amigos nuevos, ni acostumbrarme a profesores distintos y normas nuevas.

Casi era como perder la memoria y empezar de nuevo con una identidad diferente, como si fuese otra persona.

¿Y acaso no era eso exactamente lo que yo era? ¿Una persona nueva con un apellido nuevo y una familia nueva?

Mi antiguo «yo» se acurrucó en un rincón oscuro de mi interior, tembloroso, vulnerable y solitario.

«¿Qué será de mí?», me preguntó.

«Con el tiempo —le dije—, desaparecerás.»

Era un pensamiento cruel, pero era lo que yo deseaba que ocurriera, ¿verdad?

También era lo que me hizo encogerme de miedo en mi nuevo rincón del mundo, sintiéndome tan vulnerable y asustada por el día de mañana.

 

 

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