Crystal

Crystal


Capítulo 1

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UN NUEVO COMIENZO

 

E

l trayecto en coche hasta la casa de los Morris fue como hacer una visita guiada por sus vidas. Tenían un Sedán de precio módico que, según Karl, habían escogido por su bajo consumo y por figurar entre los primeros del ranking de la revista Informes para el consumidor.

—Karl es quien toma las decisiones sobre cualquier compra que hacemos —me explicó Thelma, con una risita que punteaba casi todo lo que decía—. Dice que un consumidor informado es un consumidor protegido. No te puedes fiar de la publicidad. Los anuncios, sobre todo los de la televisión, están plagados de información engañosa, ¿verdad, Karl?

—Sí, cariño —convino Karl.

Yo iba sentada atrás, y Thelma se había girado de manera que pudiera hablarme durante todo el camino hasta su casa —mi nuevo hogar—, en Wappingers Falls, Nueva York.

—Karl y yo nos hicimos novios cuando éramos unos críos. ¿Te lo he dicho? —Continuó hablando antes de que pudiera responderle que sí—. Empezamos a salir juntos cuando estábamos en primaria, y cuando Karl se marchó a estudiar a la universidad, yo le fui fiel, y él a mí, también. Después de licenciarse y de que le dieran un puesto en IBM, planeamos nuestra boda. Karl ayudó a mis padres a organizar hasta el más mínimo detalle, incluso dónde comprar las flores al mejor precio, ¿verdad, Karl?

—Así es —dijo él, asintiendo con la cabeza y sin apartar los ojos de la carretera.

—Normalmente, a Karl no le gusta tener conversaciones largas mientras conduce —me explicó Thelma al tiempo que lo miraba y sonreía—. Dice que a la gente se le olvida que conducir un coche es algo que requiere toda tu atención.

—Sobre todo hoy en día —afirmó Karl—, que hay muchos más coches circulando por la carretera, y muchos más conductores adolescentes y también ancianos. Esos dos grupos de edad son los responsables de más del sesenta por ciento del total de accidentes.

—Karl tiene toda clase de estadísticas como ésa en la cabeza —aseguró Thelma con orgullo—. Fíjate, la semana pasada pensé en cambiar nuestra cocina de gas por una eléctrica, y Karl hizo un cálculo de las unidades térmicas británicas... ¿así es como se llaman, Karl?, ¿unidades térmicas británicas?

—Sí.

—Pues calculó el coste y me hizo ver que el consumo de la cocina de gas era mucho más económico. ¿No es estupendo tener un marido como Karl que te ayuda a no tomar decisiones equivocadas?

Sonreí y miré por la ventanilla. El orfanato no distaba más de ochenta kilómetros de la localidad donde residían mis nuevos padres, pero yo nunca había viajado tan al norte. Salvo alguna que otra excursión escolar al campo, la verdad era que apenas había ido a ningún sitio. El mero hecho de salir del orfanato y recorrer veinte kilómetros en coche representaba toda una aventura para mí.

El verano tocaba a su fin, y los frescos vientos otoñales procedentes del norte ya habían comenzado a soplar. Las hojas de los árboles empezaban a adquirir tonalidades ocres y anaranjadas, y cuando contemplé el espectacular paisaje de montañas boscosas que se extendía ante mí en la distancia, me dije que el despliegue de colores era de una belleza sobrecogedora. Hacía un día espléndido y soleado. El cielo estaba de un color azul penetrante, y las nubes que lo surcaban se alejaban presurosas hacia el horizonte, impulsadas por el viento, hasta difuminarse en una estela vaporosa. A lo lejos, hacia el sur, un avión se convirtió en un diminuto punto plateado y después desapareció entre las nubes.

Me sentía feliz y llena de esperanza. Tendría un hogar, un sitio que podría considerar mío, y alguien por quien interesarme y que me importara —aparte de mí misma—, además de alguien que se preocupara y sintiera afecto por mí, o al menos eso esperaba. Por sencillo que eso pareciese, por mucho que la mayoría de la gente lo diera por sentado, para una huérfana como yo era algo maravilloso, desconocido y preciado.

—Karl es el mayor de tres hermanos y el único que está casado. Su hermano Stuart trabaja de vendedor de aparatos de aire acondicionado en Albany; y Gary, el hermano menor, estudió en la escuela de hostelería de Poughkeepsie, donde vive el padre de Karl. A Gary lo contrataron de cocinero en un crucero, así que no tenemos muchas noticias de él y casi nunca nos vemos. Karl y sus hermanos no se llevan muchos años, pero no están muy unidos que digamos. Nadie de su familia lo está, ¿verdad que no, Karl?

Karl estuvo a punto de volverse hacia ella para mirarla. Hizo ademán de girar la cabeza, pero se detuvo para reducir la velocidad al ver que un automóvil salía de un camino de acceso situado unos cincuenta metros más adelante.

—Si no hablaran por teléfono de vez en cuando, ni siquiera sabrían quién seguía con vida en la familia y quién no. El padre de Karl aún vive, pero su madre murió hace... ¿cuánto, Karl?, ¿dos años?

—Mañana hará un año y once meses —repuso Karl mecánicamente.

—Un año y once meses —repitió ella, como si estuviera haciendo de intérprete.

Así que tengo dos tíos y un abuelo por parte de Karl, pensé. Aún no me había dado tiempo a preguntarle a Thelma si tenía familia cuando ella se anticipó a darme la información.

—Yo no tengo hermanos —me explicó—. En teoría, mi madre no debería haber tenido ningún hijo. A los diecisiete años le descubrieron un cáncer de pecho, y los médicos le aconsejaron que no tuviera hijos. Pero el caso es que, mucho después, al poco de cumplir los treinta años, se quedó embarazada de mí. En aquel entonces mi padre tenía cuarenta y uno. Ahora mi madre tiene cincuenta y ocho años, y mi padre, sesenta y nueve. Seguro que te estarás preguntando cómo es que nosotros no hemos tenido hijos propios. Antes que a ti, me refiero —se apresuró a añadir Thelma.

—No es asunto mío —le dije.

—Pues claro que sí. Todo lo que es asunto nuestro ahora también es asunto tuyo. Vamos a ser una familia, así que tenemos que compartirlo todo y ser sinceros entre nosotros, ¿verdad, Karl?

—Por supuesto —afirmó al tiempo que ponía el intermitente para cambiar de carril y adelantar un coche.

—La cuenta espermática de Karl es demasiado baja —me informó Thelma con una sonrisa, como si estuviera encantada.

—No sé si deberíamos hablar de eso, Thelma —dijo Karl, y advertí que la nuca se le ponía roja como la grana.

—Oh, claro que sí. Ella ya es lo bastante mayor y probablemente sepa todo lo que hay que saber. Los chicos y chicas de hoy en día están muy avanzados. ¿Cómo no van a estarlo, con todo lo que ven en la televisión? ¿Tú ves mucho la televisión, Crystal?

—No —respondí.

—Vaya —musitó y, por primera vez desde que nos habíamos conocido, de su cara desapareció todo rastro de animación. Sus ojos parecían dos linternas diminutas a las que se les estuvieran acabando las pilas. Entonces se le ocurrió algo y volvió a sonreír—. Bueno, eso será porque al vivir en el orfanato con tantos chiquillos, no habrás podido verla mucho. Volviendo a lo que hablábamos: el caso es que Karl y yo sí que intentamos tener hijos. En cuanto él hizo cálculos y vio que era económicamente sensato, pusimos manos a la obra, ¿verdad, Karl?

Él asintió en silencio.

—Pero no pasaba nada, por mucho que nos esforzáramos. Utilicé un termómetro para tomarme la temperatura, señalaba los días fértiles en el calendario, incluso planeé algunas veladas románticas —dijo sonrojándose. Encogió los hombros—. Pero no había manera. Pensábamos que simplemente no acertábamos. «Apunta mejor», solía decirle a él, ¿verdad, Karl?

—Thelma, estás haciendo que me sienta incómodo —murmuró él.

—Oh, pamplinas. Somos una familia. No debemos sentimos incómodos —insistió ella.

La naturalidad y franqueza con la que Thelma hablaba de los detalles más íntimos de su vida me fascinaba.

—Como te iba diciendo —prosiguió, volviéndose hacia mí—, Karl se documentó sobre el tema y leyó que debía mantener el escroto frío. Evitaba ponerse ninguna prenda ajustada, dejó de tomar baños calientes y procuraba mantenerse frío, sobre todo antes de que intentáramos concebir a un niño. Incluso dejábamos pasar más tiempo entre un intento y otro porque los períodos de abstinencia sexual suelen incrementar la calidad del esperma, ¿a que sí, Karl?

—No hace falta explicárselo con pelos y señales, Thelma.

—Claro que sí. Quiero que Crystal lo entienda. El otro día leí un artículo en una revista, Padres Modernos o algo así, que decía que era fundamental que las madres y las hijas fuesen sinceras y hablaran sin tapujos sobre cualquier tema para así crear una relación de confianza —afirmó Thelma—. ¿Por dónde iba? Ah, sí, la calidad del esperma. Bueno, pues cuando eso tampoco dio resultado, decidimos acudir a un médico. ¿Sabías que el varón medio produce entre ciento veinte millones y seiscientos millones de espermatozoides en una sola eyaculación?

—Con lo que te suele costar retener otros datos y estadísticas, ¿cómo es que no se te olvida ésa, Thelma? —le preguntó Karl con suavidad.

—Pues no lo sé. No es fácil de olvidar, supongo —contestó ella, encogiéndose de hombros—. Bueno, entonces supimos que el esperma de Karl estaba muy por debajo de la media, y que daba igual lo que él hiciera. Aun así seguimos intentándolo durante un tiempo, lógicamente, pero al final nos decidimos por la adopción. La verdad es que la idea se me ocurrió al leer Latidos del corazón, de Torch Summers. Entonces se lo planteé a Karl y a él le pareció una buena idea.

»Pero criar a un bebé no es tarea fácil. Da mucho trabajo, tienes que levantarte por las noches y acabas tan cansada que a la mañana siguiente no estás en condiciones de hacer nada, ni siquiera de ver la televisión. Por eso preferimos adoptar a alguien mayor, y te encontramos a ti —concluyó.

—Nuestro problema para tener hijos no es tan insólito —intervino Karl, aprovechando el primer momento de silencio de Thelma—. La esterilidad solía considerarse un problema básicamente femenino, pero la causa estriba en el hombre en un treinta y cinco por ciento de los casos.

—A Karl le sabe mal, pero yo no le culpo de nada —comentó Thelma en voz tan baja que apenas era un susurro—. Es como lo que pasa en La segunda oportunidad del amor, la novela de Amanda Fairchild. ¿La has leído? Me han dicho que lees mucho.

—No la he leído —repuse—. No me suena.

—Vaya. Pues creo que el año pasado fue número uno durante cuatro meses en la lista de éxitos de novelas de amor. Verás, el amante de April tiene el mismo problema que Karl, pero él no se entera hasta que April se queda embarazada (de otro hombre, evidentemente). Es tan triste cuando al final April muere al dar a luz...

Ante mi asombro, a Thelma se le llenaron los ojos de lágrimas. Entonces se removió en el asiento y sonrió.

—Pero no pensemos en cosas tristes. Hoy es un gran día para todos nosotros. Esta noche iremos a cenar a un restaurante, ¿verdad, Karl?

—Sí. He pensado que podríamos ir a La Concha Marina. ¿Te gusta el marisco, Crystal? —me preguntó.

—Casi no lo he probado, pero sí —contesté.

—Normalmente no solemos salir a comer fuera. No es práctico —dijo Thelma—. Pero Karl opina que La Concha Marina es donde ofrecen una mejor relación calidad-precio.

—La langosta y las gambas son caras, especialmente en restaurantes, pero en éste sirven unos platos combinados estupendos, con una buena ensalada y pan. Me gustan. Están muy bien de precio —señaló—. Te encantará su surtido de postres. Seguro que te gusta la tarta de chocolate.

—Es mi favorita —reconocí. Tanto hablar de comida me estaba despertando el apetito.

—¡Tenemos tantísimas cosas que explicarnos! —me dijo Thelma—. Quiero saber cuáles son todas tus cosas favoritas, como por ejemplo tus colores favoritos, tus estrellas de cine preferidas, todo. Espero que coincidamos en un montón de ellas, pero aunque no sea así, no importará —me aseguró, asintiendo con tanta vehemencia que daba la impresión de que en realidad se lo decía a sí misma.

Al cabo de poco más de una hora, enfilamos una calle residencial y entramos en el camino de acceso de una casita tipo bungalow con revestimiento exterior de aluminio gris claro y postigos negros del mismo material. Frente a la fachada se extendían dos parcelas minúsculas de césped separadas entre sí por una pequeña acera flanqueada de setos que conducía a la puerta de la vivienda, con un arce rojo a la izquierda. Delante, un buzón grande de aluminio rezaba: «MORRIS», y debajo, la dirección.

—Hogar, dulce hogar —dijo Thelma mientras se elevaba la puerta del garaje.

Entramos con el coche en el garaje, que tenía un aspecto más ordenado que muchas habitaciones del orfanato. En la pared del fondo había unas estanterías con cajas perfectamente alineadas, cada una con su etiqueta correspondiente. El suelo del garaje incluso estaba enmoquetado.

Karl me ayudó a bajar mi equipaje y mi caja de libros. Les seguí por una puerta que comunicaba con la cocina.

—Karl diseñó nuestra casa —me explicó Thelma—. Pensó que sería práctico poder entrar directamente del garaje a la cocina porque así podríamos sacar cómodamente los comestibles del coche y guardar cada cosa en su sitio.

La cocina era pequeña pero estaba muy limpia y ordenada. Había un rincón para desayunar a la derecha, con una ventana en saliente que daba a un jardincito vallado de la parte trasera de la casa, de dimensiones casi tan reducidas como el de la parte delantera.

Colgado de la pared, sobre la mesa, había un corcho con notas prendidas con chinche— tas y un calendario con fechas marcadas con un redondel. Fijada a la puerta del frigorífico había una pizarra magnética con una lista de alimentos pendientes de reponer.

—Por aquí —me dijo Karl.

Salimos de la cocina y recorrimos un corto pasillo que conducía a la sala de estar y seguía hasta la puerta principal de la casa, donde había un pequeño recibidor con un armario empotrado para los abrigos. A continuación, una salita con las paredes cubiertas de estanterías con libros, un sofá y varios sillones colocados frente a un gran televisor. Justo al lado estaba el comedor. Todos los muebles eran de estilo colonial.

Mi dormitorio no era mucho más amplio que el del orfanato, pero las paredes estaban empapeladas con un dibujo floreado de tonos alegres, tenía vaporosas cortinas de algodón blancas, una mesa escritorio con estanterías en la parte superior, una cama camera con un edredón y almohadones rosas y blancos. A la izquierda había un armario, y a la derecha, otro más pequeño.

—En el armario más pequeño puedes guardar todo lo que no sea ropa —me explicó Karl.

Me detuve ante el escritorio y, al abrirlo, vi un ordenador.

—¡Sorpresa! —exclamó Thelma, dando palmadas—. Te lo compramos hace dos días. Karl estuvo comparando precios hasta encontrar la mejor oferta.

—Es lo último en ordenadores —afirmó Karl—. También te he conectado a Internet, así podrás consultar todo lo que te haga falta desde tu habitación cuando empieces a ir al colegio, dentro de unas semanas.

—Gracias —dije, abrumada. Nadie me había comprado jamás algo que fuese caro. Por un momento me quedé sin aliento, y me limité a pasar los dedos por el teclado para asegurarme de que era real.

—Eso sí, no se te ocurra hacer como algunos de esos chicos de los que se oye hablar —me advirtió Thelma—, que se pasan las horas a solas y embobados delante de la pantalla del ordenador. Queremos ser una verdadera familia y pasar tiempo juntos mientras cenamos y vemos la televisión.

—Yo también —le aseguré, asintiendo con la cabeza. Estaba demasiado eufórica para escuchar lo que me decía—. Gracias.

—No hay de qué —repuso Karl.

—Te ayudaré a deshacer las maletas y así veremos qué necesitas de ropa. Haremos una lista con todo lo que te hace falta, y Karl nos dirá el mejor sitio para ir a comprar, ¿verdad, Karl?

—Por supuesto.

—¡Ay, por Dios! ¡Oh, no! —exclamó de repente Thelma, llevándose la mano al corazón. El mío me dio un brinco. ¿Habría hecho algo mal sin darme cuenta?

—¿Qué ocurre? —le preguntó Karl.

—Fíjate qué hora es —dijo ella, señalando con la barbilla hacia el pequeño reloj que había sobre la mesa del ordenador—. Son más de las tres. Me estoy perdiendo Corazones y Flores, y hoy es cuando Ariel se entera de si Todd es el padre de su hija. ¿Sueles verla?

—me preguntó. Miré a Karl en busca de ayuda. No tenía la menor idea de lo que me estaba hablando.

—Es una telenovela. ¿Cómo quieres que la vea, Thelma? A la hora que la dan, lo más seguro es que ella aún estaría en clase o volviendo del colegio.

—Claro, no había caído. Bueno, ya sabes que cuando tengo que perderme un capítulo suelo grabarlo. Pero hoy, con los nervios, se me ha olvidado programar el vídeo. ¿Te importaría esperarte un ratito, cielo? Te ayudaré a deshacer el equipaje en cuanto acabe el capítulo.

—Muy bien —repuse al tiempo que colocaba una de las maletas sobre la cama y la abría—. No tengo gran cosa que hacer.

—No, no, no, Crystal, cariño —dijo, cogiéndome de la mano—. Tú te vienes conmigo. Veremos el capítulo juntas —afirmó—, y después nos ocuparemos de tu habitación.

Dirigí una mirada furtiva a Karl, con la esperanza de que acudiese en mi ayuda, mientras Thelma tiraba de mí hacia la puerta.

—Thelma, recuerda que tenemos que estar listos a las cinco en punto para ir al restaurante —le dijo él.

—De acuerdo, Karl —repuso ella mientras tironeaba de mí y prácticamente me sacaba de la habitación.

—Bien venida a nuestro feliz hogar —gritó Karl a mis espaldas.

 

 

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