Crypta

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VII. Mi amor es una rosa negra » Capítulo 5

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Me tengo por un ser agradecido y con buena memoria. Jamás un triunfo me ha hecho olvidar lo que otros hicieron por mí.

Aquella madrugada decidí permanecer en el edificio del Cónclave cuando todos se retiraron a descansar. Tenía mucho que hacer, pero sobre todo deseaba volver a sentirme privilegiado en un lugar al que ya había entrado desde todas sus puertas, incluidas las más pequeñas. Sobre las cuatro de la mañana decidí hacer una pausa para descansar y refrescarme. Salí a dar una vuelta por la terraza conocida como la Balaustrada de los Poderosos, observé las estrellas durante largo rato, disfruté con el ensordecedor ruido de las entrañas del mundo, que nunca se detiene y que solo podemos escuchar nosotros, los Oscuros, y supongo que hice balance de la sucesión de méritos y azares que me habían llevado de nuevo hasta allí. Luego, más sereno de lo que estuve jamás, regresé a mi gabinete y resolví algunos asuntos urgentes.

Me habían asignado cincuenta ayudantes personales, entre ujieres, oficiales, secretarios y asistentes —otro día explico la diferencia entre unos y otros—, y me encontraba revisando su documentación cuando me acordé de mis amigos Sakhar y Kashar, mis fieles ayudas de cámara que habían sido condenados solo por servirme. Si no recordaba mal, el chambelán me había contado que el primero estaba bajo el mar en un cofre sellado y que al segundo lo había ingerido una rata, en cuyo estómago daba vueltas y vueltas sin descanso. Mandé llamar a mi primer ujier sin esperar un segundo más y le di instrucciones precisas:

—Busque al oficial que dio la orden y a los genios que la cumplieron. Que nadie descanse hasta que los dos efrits estén de vuelta.

El lapso de tiempo que me separaba del amanecer lo empleé en redactar un informe exaltando la fidelidad y el valor de Andras, mi viejo soldado, convertido ahora en Gran Duque y en guardián del Tercer Sello, sin cuya ayuda no habría llegado jamás al final de mi yincana subterránea. Al final del documento solicité que se le concediera un ascenso y que además se incluyera su nombre en la primera posición de la denominada Nómina Áurea (sí, lo sé, tiene un nombre muy rimbombante, los demonios somos muy proclives a la grandilocuencia, ya sabes), y que en realidad no es más que una lista de espera de los posibles candidatos a ocupar los sitiales en el Cónclave. Una lista de espera que rara vez sirve para nada, por cierto, como todas, pero incluirle era lo único que podía hacer por él en aquel momento, a la espera de nuevas y mejores oportunidades.

Estaba despuntando el día cuando resolví algunas cuestiones prácticas. Rellené los formularios rechazando la residencia que, como Ser Superior, me corresponde en el mismo edificio del Cónclave (detesto vivir cerca de la oficina y amo demasiado mi monasterio bajo el peñasco para renunciar a él), encargué setecientos doce trajes, pensando en cada ocasión de la temporada que se avecinaba, y ya me decidía a salir cuando vi que mi primer ujier regresaba corriendo en estado de excitación nerviosa.

—¡He encontrado al genio que ejecutó la orden, Ser Superior! —me dijo, derrapando un poco al detenerse frente a mi mesa—. Y tenemos un problema.

—¿Cuál? ¿No recuerda dónde dejó a los dos efrits?

—Sí lo recuerda, señor. Pero no quiere ir a buscarlos.

—¿Por qué?

—Dice que quiere contároslo él mismo. Yo le he dicho que eso es imposible, señor, que a los inferiores les está prohibido entablar conversación con un ser de vuestra categoría, pero él insiste. Y es testarudo, Ser Superior.

—Si no fuera porque precisamos esa información, le haría explotar.

—Yo he pensado lo mismo, Ser Superior —dijo mi primer ujier. Y se corrigió de inmediato (un ujier no puede pensar lo mismo que uno de Los Seis, va contra el reglamento)—: Huy, perdón, Ser Superior. Quería decir que he pensado casi lo mismo.

—¿Dónde está ese genio insolente?

—Espera abajo, Ser Superior, en el Vestíbulo de los Desafortunados.

Ay, qué manía la de nombrar todas las estancias de la casa. En algunas se te quitan las ganas de poner los pies.

—Ve por él y tráele hasta aquí con los ojos vendados.

—Enseguida, Ser Superior.

Mientras mi primer ujier se alejaba por el corredor a toda velocidad, aproveché para hacer limpieza de algunos cajones que su anterior propietario —un golem que regresó a su montaña tres mil años atrás— había dejado lleno de huesos humanos (al parecer era aficionado a comer en el trabajo).

No había hecho más que terminar cuando escuché los pasos de ocho patas por el corredor. Seis pertenecían a mi primer ujier, de modo que las otras dos solo podían ser del inferior, al que, contrariamente a lo que dicen las normas del lugar, iba a recibir en mi gabinete. Debían de ser grandes y patosas, porque sonaban como las de un sapo obeso.

El primer ujier llamó con los nudillos y pidió ceremoniosamente permiso para entrar. Nada más abrirse la puerta reconocí al inferior insolente.

—¡Kul! —exclamé, tratando de moderar mi alegría para no causar al ujier una mala impresión.

—¡Señor! —contestó Kul, reconociendo mi voz al instante, quitándose la venda y lanzándose a mis brazos en un gesto que me pareció demasiado efusivo.

Mi primer ujier fruncía los labios en una mueca de contrariedad. Seguramente se estaba lamentando de lo mucho que han degenerado los tiempos —algo a lo que son muy propensos los funcionarios inmortales— si los Seres Superiores permiten que una piltrafa voladora como Kul se les acerque e incluso les toque.

—¿Cuál es tu nombre, primer ujier? —le pregunté, para que se animara.

—Me llamo Scrúpulus, Ser Superior —repuso, adusto.

—Está bien, Scrúpulus. El genio volador es un viejo conocido y supongo que debes saber que la amistad, como el amor, no atiende a las mismas reglas que el resto de relaciones, ¿verdad?

Por el modo en que me miró comprendí que para mi primer ujier el amor y la amistad eran tan desconocidos como la teoría matemática de Mohr-Coulomb sobre la resistencia del hormigón a la tensión constante (que, por cierto, resulta muy útil para derrumbar edificios), de modo que me apresuré a añadir:

—No te preocupes, Scrúpulus. Puedes dejarnos solos. Yo mismo acompañaré a Kul hasta la salida.

Se marchó enfurruñado, después de fulminar al sapo con la mirada. No bien hubo cerrado la puerta, abracé a mi viejo ayudante con la efusión de dos camaradas que se encuentran después de muchos años, y le pregunté qué tal le iban las cosas. Observé que estaba tan sucio, tripón y maloliente como siempre.

—Bien. Me han dado de comer y me han ascendido a la categoría de «complemento».

—¿Complemento? —pregunté.

—Es el máximo rango al que puede aspirar el material —dijo.

—¿Eso te satisface?

Se encogió de hombros.

—Hay menos trabajo —dijo— y ya no me encargan misiones peligrosas, como las de los dos efrits que estás buscando. ¿Para qué quieres encontrar a esos dos malnacidos?

Comprobé que Kul se transformaba en un ser rabioso al hablar de mis dos antiguos ayudas de cámara. Me pareció oportuno ocultarle la entrañable relación que me había unido a ellos, por lo menos de momento.

—¿Te dieron muchos problemas? —pregunté.

—¿Problemas? ¡Por poco me matan! ¿No ves todas estas cicatrices?

Me las mostró, aunque no hacía falta, porque resultaban evidentes. De hecho, fue lo que más me llamó la atención la primera vez que se estrelló contra mi ventana.

—¡Me las hicieron ellos, los muy caníbales! ¿Dónde crees que fueron a parar el pedazo de oreja y el dedo que me faltan, eh?

Me sentí orgulloso de mis amigos los efrits. Fueron condenados a la humillación y el castigo, pero no lo aceptaron sin oponer resistencia. Como dijo el admirable abad don Juan de Montemayor, antes de enloquecer en una orgía de sangre y fuego, ¡mejor morir matando!

Kul se dio cuenta de mi media sonrisilla.

—Búscate otro para esta misión, mi señor. Yo ahora soy un complemento. Mi trabajo consiste en comer, dormir, fornicar si se presenta la ocasión y esperar a que un Ser Superior me reclame para decorarle la noche.

Me caía bien Kul. Me traía buenos recuerdos. Pero no podía permitir que desoyera una orden. Asimismo, mi condición me impedía azotarlo como antes. Lo mejor era rugir un poco y recordarle quién mandaba.

—¿Me contradices, miserable? ¿Quieres explotar aquí mismo? ¡Estás en presencia de uno de Los Seis! ¡Compórtate como es debido!

El rugido suele dar buenos resultados. Kul se enderezó, bajó la mirada y musitó, aunque poco convencido:

—Sí, Ser Superior. Partiré de inmediato a buscar a esas dos encantadoras criaturas.

—Te sugiero que antes de sacarles de donde están les digas quién te envía. —Se me escapó una risilla sarcástica—. No vaya a ser que pierdas más dedos.

Se marchó maldiciendo su suerte, como debía ser. Un Ser Superior, y más cuando es el único aspirante al Gran Trono de lo Oscuro, jamás debe satisfacer los deseos de espíritus tan innobles como Kul.

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