Crypta

Crypta


I. Para empezar

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I

PARA EMPEZAR

Hablar y enseñar le corresponde al maestro.

Callar y escuchar es cosa del discípulo.

Regula monasteriorum

SAN BENITO DE NURSIA (AÑO 540)

Monasterio de San Juan de la Peña

Año 1075

Un hombre solo, vestido con una capa de terciopelo negro hasta los pies y con el rostro escondido dentro de un capuz, se detiene bajo la enorme peña. Es la hora del atardecer, y el sol se encuentra ya al otro lado del mundo, muy lejos de aquí. El monasterio se sumerge lentamente en las sombras de la tarde, que en este lado del monte parecen llegar mucho antes. Hace un frío tan intenso que es imposible respirar profundamente sin sentir en el acto una punzada de dolor. El silencio es tan hondo que parece vaticinar el fin de toda la actividad del mundo. Solo un rumor de hojas o el ulular de algún ave nocturna llegan de vez en cuando. El resto de los animales que habitan estos montes están a resguardo dentro de sus madrigueras. Es como si la muerte rondara por allí.

El recién llegado sonríe, satisfecho. Observa la piedra de color ocre, el recodo del camino donde los muros se alzan y piensa que este lugar tiene algo de locura, de obra de visionario. Había oído hablar de él, pero ahora que lo contempla, siente lo mismo que ante las obras de arte: por mucho que te las expliquen con lujo de detalles, nada supera verlas con los propios ojos. Allá arriba, más allá de la peña enorme bajo la que se construyó el pequeño monasterio, adivina una pradera soleada y piensa que jamás tuvo la tierra mejores cimientos. Echa a andar y el eco de sus pasos recorre las montañas muertas. Llega a la puerta principal y la golpea tres veces con la aldaba. El ruido perturba sus oídos, acostumbrados a esta quietud casi sobrenatural.

Un fraile joven asoma su cara de susto por una rendija de la puerta. Mira al viajero de arriba abajo, con ojos de no poder creer. No debe de estar muy acostumbrado a las visitas.

—La paz del Señor sea con vos —susurra el monje joven, a quien el frío parece haber robado la voz.

—Y con vos, hermano —contesta el recién llegado, con voz ronca y profunda—. Llego de muy lejos con la intención de ver al padre Aquilino, vuestro prior mayor.

El portero niega con la cabeza.

—Me temo que eso no es posible. El prior mayor no se encuentra en disposición de ver a nadie. Sin duda, no sabéis que está…

—¿Agonizando? Lo sé. Esa es la razón por la que estoy aquí. Fue su expreso deseo que le visitara en su lecho de muerte.

El joven observa al viajero con desconfianza. Dice llegar de lejos, pero trae las manos vacías. Evalúa cada pliegue de su atuendo. Repara en su sortija de oro en forma de pirámide. Es grande y aparatosa, propia de un gran hombre. O de un soberbio. Duda si debe o no dejarle pasar. Pregunta, para ganar tiempo:

—Entonces, ¿conocéis al padre Aquilino?

—Desde antiguo.

—¿Y decís que fue él quien os mandó llamar?

—Así podríamos decirlo.

El monje portero es demasiado joven para enfrentarse a grandes decisiones. Prefiere, sabiamente, arriesgar antes que equivocarse. Abre la puerta e invita al desconocido a pasar, extendiendo el brazo.

—Entrad, hermano. Os aconsejo que no os despojéis del abrigo. La casa es gélida y las tristes circunstancias por las que atravesamos hacen que lo parezca más aún.

El visitante sigue al frailecillo y comprueba en el acto que lo que acaba de advertirle es del todo cierto. Dentro de aquellas gruesas paredes de piedra el frío parece aún más vivo que fuera de ellas. «La muerte nunca ayuda a caldear el ambiente», piensa el visitante. El joven abre el paso y de vez en cuando vuelve la cabeza con disimulo para observar al hombre de la capa negra. El recién llegado le sigue, indiferente, con paso seguro. De este modo atraviesan una nave donde la humedad y el helor compiten por hacer inhabitable el lugar. Suben una escalera empinada y angosta, que se diría esculpida sobre hielo gris, y por una apertura estrecha como un sablazo salen a una especie de patio. Entonces el visitante repara en que no es un patio cualquiera, sino algo parecido a un claustro, el más extraño que ha visto en su vida, porque no hay ninguna cubierta sobre las columnas y los capiteles, sino que la inmensa peña que cobija el monasterio sirve también de techo a las galerías. A la derecha, una balaustrada se yergue imponente sobre el paisaje, y desde ella se alcanza a ver la vegetación que han atravesado mientras se dirigían hacia allí.

Finalmente, el joven fraile no puede aguantar más y pronuncia la pregunta que le quema:

—¿Cómo habéis hecho para llegar hasta este lugar apartado?

—Soy muy andarín —responde el hombre.

—No lleváis ropa ni calzado de peregrino —señala sus zapatos de ciudad, con hebillas doradas.

—Se debe a que soy tan elegante como vos impertinente —contesta el visitante mientras mira al frailecillo directamente a los ojos.

El método da resultado, pues el joven fraile no formula ninguna otra pregunta.

—Ya casi hemos llegado —dice, apretando el paso.

El viajero se da cuenta enseguida de que el claustro presenta un aspecto lamentable. La mayoría de las columnas están corroídas por la humedad. El resto, descabezadas o hechas pedazos. El suelo aparece sembrado de capiteles. No disimula una mueca de contrariedad al ver aquel penoso espectáculo. Su espíritu de artista se convulsiona de dolor, y no puede disimularlo.

Al otro lado del claustro distinguen un altísimo portón de madera que parece incrustado en la pared de la montaña. El fraile joven se apoya sobre él con las dos manos y empuja con todas sus fuerzas. Pronto se escuchan voces desde el otro lado, y otro par de manos acuden en su ayuda. La puerta es tan pesada que se requieren por lo menos dos hombres para moverla. Cuando lo consiguen, se abre un resquicio estrecho, por el cual entran el visitante y el joven fraile que le guía, con gesto torcido, a un vestíbulo de techos altos. Es poco confortable, como un lugar de paso. Un ventanuco muy alto permite el paso tímido de la luz del sol y un par de bancadas alineadas contra las paredes dan asiento a media docena de monjes, todos con expresión abatida. Alguno reza el rosario en susurros, desde un rincón.

Uno de ellos se levanta nada más verles aparecer. Es un hombre maduro, muy delgado, de aspecto saludable y movimientos ágiles. Luce un par de mejillas prominentes y la piel ligeramente coloreada, como si tuviera por costumbre dar paseos al sol.

—Padre Julián, el caballero desea ver al padre Aquilino —anuncia el joven al mayor.

—Bendito sea Dios —se santigua el padre Julián—, ojalá pudiéramos permitírselo. Pero nuestro queridísimo prior mayor se muere, hermano.

—Estoy informado —dice el visitante, sin descubrirse la cabeza ni hacer el mínimo gesto de quitarse la capa—, y es por eso que estoy aquí. El prior me está esperando. Tenemos una cita.

Los ojos del padre Julián se entrecierran. Su boca dibuja una mueca de sorpresa. La frente del más joven se llena de arrugas, el rastro de la desconfianza. La de los dos hombres es la misma incredulidad, separada por más de treinta años.

—Debe usted saber que el prior no está ya en sus cabales y no es capaz de pronunciar palabra. Sea la que sea la promesa que le hicisteis, él ya no la recuerda.

—Eso no importa, porque yo sí.

El padre Julián dirige al desconocido una larga mirada. Sonríe, complacido, tomando su respuesta por la de un hombre de principios que pone mucho escrúpulo en respetar la palabra que dio.

—Seguidme. Os llevaré hasta su celda. ¿Conocéis al padre Aquilino desde hace mucho?

—Desde hace varias décadas.

—Entonces, es probable que su aspecto os asuste. Me temo que la muerte no favorece a nadie.

—Estoy acostumbrado a vérmelas con ella, no temáis.

—Disculpadme, no os he preguntado si deseáis libraros de la capa.

—Prefiero conservarla, gracias.

Esta vez recorren un estrecho pasillo de paredes de piedra. Durante el camino, ninguno de los dos pronuncia palabra. Ya en la puerta del agonizante, el padre Julián recupera de pronto la locuacidad y previene de nuevo al visitante:

—Cuando aún podía hablar decía que un enjambre de espíritus como insectos revoloteaban alrededor de su cabeza día y noche. Desde que quedó mudo no nos habla de ellos, pero los sufre. Fijaos bien en el movimiento desquiciado de sus manos. Es como si los tuviera frente a los ojos. Resulta angustioso mirarle.

Bajo la puerta se ve brillar una luz pálida. El padre Julián abre sin llamar. La celda es más larga que ancha. Junto a la entrada, monta guardia un monje enjuto que dormita en un taburete, doblado sobre sí mismo. Al oírles, se despierta de un brinco.

—Está cada vez peor —anuncia, tal vez para justificar su siesta, antes de añadir en voz muy baja—: Dios quiera librarle lo antes posible de este sufrimiento.

El ambiente de la habitación es cálido, gracias al brasero de cobre que custodia la entrada. El lecho está al fondo, bajo un crucifijo hecho con ramas secas. Las llamas de media docena de cirios iluminan tristemente el lugar y lo llenan de sombras que bailan. Lo único que rompe el silencio son los gemidos del prior mayor.

Los dos hombres se acercan al lecho. Un esqueleto raquítico cubierto de piel amarillenta: eso es cuanto queda del padre Aquilino. Se contorsiona bajo las mantas y su cara refleja el más horrible de los padecimientos. Lleva una camisola sucia y cuatro pelos grasientos afean su cabeza. Para espantarle el frío, le han echado encima cuatro mantas de lana, pero ni eso da resultado, porque tiene el helor metido en el alma y no deja de tiritar. Por si no bastara, está enfrascado en una lucha titánica: a espasmos violentos y regulares, espanta de su cara con manos de uñas sucias un imaginario enjambre de insectos. Una y otra vez, sin descanso.

El viajero observa con curiosidad a quien en otro tiempo fue uno de los hombres más ambiciosos que jamás haya conocido.

—¿Podéis hacer algo por él? —pregunta el padre Julián.

—Para eso he venido —responde el visitante—, aunque requiero que me dejéis a solas con mi viejo amigo.

Los dos hombres salen, dóciles como corderos. Sea lo que sea lo que aquí va a ocurrir, ellos no están autorizados a saberlo. El desconocido de la capa negra se queda a solas con el prior, escucha cómo se cierra la puerta, amaga una sonrisa.

Se quita la capa y la deja sobre el alféizar de la estrecha ventana. Va vestido con elegancia de hombre rico. Su ropa presenta un aspecto pulcro, como si fuera nueva. Toma el taburete donde hasta hace un momento ha dormitado el monje enfermero, se sienta al lado del prior y lo observa fijamente.

Sus manos apergaminadas vuelven a sacudir el aire frente a su cara, sus labios se fruncen de dolor, su cuerpo se cimbrea bajo las mantas.

El extraño acerca una mano a su frente y chasquea los dedos.

—Largo de aquí, insulsos —dice.

En el acto, la mano del viejo prior cae sobre el lecho, agotada. Sus labios recuperan la calma. Emite un largo suspiro de alivio.

—Parece que las molestias se han marchado —aprueba el desconocido.

No obtiene respuesta. El padre Aquilino respira con dificultad, pero ya no se retuerce como antes.

—¿Puedes oírme, desgraciado? —pregunta.

El prior mayor respira varias veces, con mucho trabajo. Luego, intenta abrir los ojos. Los párpados le pesan como dos piedras. Muy despacio, asiente con la cabeza. Mueve los labios, pero de su garganta no sale ni el menor sonido.

—¿Eres capaz de hablarme, sabandija? —requiere de nuevo el viajero, jugueteando con su anillo.

El padre Aquilino niega, despacio.

El visitante suspira con cansancio. Chasquea los dedos por segunda vez.

—Háblame, hombre. No tengo todo el día.

Surge entonces un sonido sordo de dentro del prior. Algo que recuerda a un crujido y que poco a poco se transforma en un hilo de voz ronca que sílaba a sílaba consigue formar una frase:

—Os estaba esperando, mi señor.

El visitante toma asiento junto al lecho. Le gusta comprobar que el moribundo no ha olvidado cómo debe dirigirse a él. Le toma el pulso y comprueba la temperatura de su frente.

—¿Me queda mucho? —pregunta el prior.

El visitante se encoge de hombros con indiferencia.

—No sabéis cuánto lamento haceros perder el tiempo —balbucea, despacio, el moribundo.

—No seas hipócrita. No lo lamentas en absoluto —dice el hombre de negro.

De pronto, en los ojos del religioso centellea una ocurrencia.

—Supongo que los otros no vendrán.

—¿Qué otros? —pregunta el viajero, con una sonrisa burlona, antes de soltar una carcajada—: No hay nadie, sino yo y los míos.

—Lástima. Me habría gustado conocerles. Quedaban tan bien en los cuadros, con sus alas blancas y sus coronas doradas. —El prior lanza un suspiro y pregunta—: Entonces, si no hay peligro, ¿por qué permanecéis aquí, junto a mí?

—No he dicho que no haya peligro.

—¿Teméis que alguien más…?

—Mis negocios son complejos.

—¿Quién más puede ambicionar lo que ya es vuestro?

—No te importa.

Se hace el silencio en la celda del prior moribundo. Se escucha crepitar el fuego en el brasero y una sorda amenaza acompaña la caída de la noche. El moribundo se echa un sueño tranquilo, el primero desde que comenzó su agonía. Cuando despierta, tiene más facilidad de palabra.

—Habladme, por favor. He oído decir que os gusta contar historias.

El visitante no responde.

—No le negaréis a un moribundo su último deseo…

El prior tiene razón. Adora las buenas historias como valora la habilidad de un buen negociante. Habría querido que el viejo monje se humillara un poco más al rogarle esta última gracia, pero tiene tantas ganas de contar sus gestas que decide, por una vez, ser generoso. Después de todo, deseos de vanagloriarse de sus logros nunca le faltan.

—Muy bien, te otorgo tu último deseo. Te hablaré mientras espero para cobrarme lo que me pertenece. Pero antes, despéjame la puerta. No soporto tener a centinelas tan necios cerrándome la salida.

—Decidles que entren, mi señor.

Entran los dos hombres, intrigados. Nada más ver a su prior mayor, amagan un grito tapándose las bocas con las manos. Su mejoría es tan evidente que casi parece cosa de brujería. Y cuando le oyen dirigirse a ellos, a los dos se les saltan las lágrimas.

—Mi amigo va a quedarse, hermanos. Disponed su alojamiento y tratadle como si fuera yo mismo. Es mi última voluntad.

El viajero sonríe, tal vez pensando que él no lo habría dicho mejor. Los dos emocionados frailes se retiran a cumplir con celeridad las órdenes. El desconocido cierra otra vez la puerta, echa el cerrojo, toma asiento, carraspea dos veces, cruza las piernas y, mientras su sombra se alarga en las paredes, comienza:

—Te referiré el día en que conocí en el desierto a tres sabios astrólogos, que eran también hechiceros. Ellos estaban cansados de esos espíritus menores que revolotean alrededor de vivos y muertos, desasosegándoles en los momentos más importantes…

El prior cerró los ojos y se dejó transportar por esa cadencia de las cosas que han pasado, que tanto seduce a los mortales de cualquier edad y condición.

Durante cinco días permanecen así. El viajero cuenta y el monje moribundo escucha. A los habitantes del monasterio les parece que la entrega del desconocido hacia su amigo es ejemplar. Alaban la bondad de su corazón, el empeño con que demuestra su lealtad durante cinco días completos, con sus noches, y rezan por que Dios le ayude a continuar adelante. En ese tiempo, el viajero no deja de hablar ni un minuto, cada vez más alborozado, mientras el prior se marcha de este mundo consumiéndose en silencio. Disolviéndose, como la sal en el agua.

Antes del final, el monje desea pronunciar unas últimas palabras de agradecimiento, una despedida o tal vez una de esas frases que luego la posteridad recuerda, pero no le sale la voz. Mira a su visitante, amaga una tos, saca la lengua, se lleva las manos a la garganta. Se diría que se ahoga. Momentos después, muere con los labios entreabiertos y la cabeza ladeada.

Entonces el viajero se levanta, se coloca muy despacio la capa sobre los hombros y se detiene a los pies del lecho para mirar al monje muerto. Lo que el tiempo hace con los seres humanos siempre le ha parecido asqueroso. Se acerca a quien durante cinco días ha sido su oyente sin esconder una mueca de repugnancia. Escudriña en su boca, sabe que lo que vino a buscar no tardará en aparecer. No se equivoca. Algo se mueve bajo el paladar del prior, pugnando por salir. Ya asoma entre sus labios secos.

Un ala. Azul, de tonos delicadamente vivos y hermosos.

El viajero no hace nada, sino esperar. En pocos segundos, el ala se muestra por completo y él logra agarrarla con delicadeza, intentando no dañarla. Tira con suavidad. Una preciosa mariposa se agita entre sus dedos. Saca un pañuelo de su bolsillo y la envuelve con cuidado. Guarda su tesoro en su faltriquera y sale de la celda, satisfecho con el pago.

—Ha muerto como un hombre santo —dice a toda la comunidad, que lleva reunida varios días a la espera del triste desenlace.

—¿Recibió la extremaunción? —pregunta uno de los frailes, con la voz gangosa del llanto.

—Yo mismo se la di —responde el hombre de negro.

Al día siguiente se celebran unos funerales tristes y gélidos, en los que los monjes cantan con voces apagadas. Luego, el cuerpo del prior es depositado en la cripta, que es como decir que se le entierra en el vientre de la montaña, donde habrá de descansar eternamente. Son días de pesar en el monasterio. Las negras siluetas de los monjes son el rostro de la desolación. El silencio parece ahora más impenetrable. Incluso la naturaleza quiere sumarse al luto de la comunidad, y durante tres días envía una nevada espesa que cubre el monte de una gruesa alfombra de silencio blanco.

—Me gusta este lugar —murmura el viajero una mañana que ha salido a contemplar las peñas desde el maltrecho claustro.

Le responde alguien desde el fondo.

—Y a este lugar le gustáis vos. Lo percibo.

Es el padre Julián. Estaba meditando junto a la pared del fondo, la que queda más resguardada, y al verle se levanta y camina hacia él.

—Estamos impresionados por vuestra generosidad sin límites —le dice—, y también por la austeridad que habéis demostrado estos días. El hermano clavero, quien está a cargo del abastecimiento de nuestra despensa, asegura que no habéis comido ni una sola vez. Permitidme, señor, que os manifieste nuestra preocupación por vuestra salud. Creemos que antes de partir, si es que la nieve os lo permite, deberíais tomar algunos alimentos. Nuestra mesa es humilde, pero suficiente.

El viajero niega con la cabeza, sonriendo.

—También hay algo más. No os extrañará que vuestra presencia en el monasterio, aun en tan tristes circunstancias, haya representado para nuestra tranquila comunidad todo un acontecimiento. Hubimos de amonestar a los más jóvenes por divagar acerca de vuestra procedencia, que algunos han considerado llena de misterios. En fin, os pido que les perdonéis con benevolencia: los jóvenes necesitan algo con que alegrar el ánimo en un lugar como este. Sin embargo, hay quien afirma que con los dones que habéis demostrado solo podéis ser uno de los nuestros, y me mandan preguntaros si por casualidad sois parte de nuestra orden, porque en tal caso nos sentiríamos muy honrados, en caso de que eso forme parte de vuestros planes más inmediatos, si aceptarais vivir entre nosotros. Os aseguro que el monte proporciona paz y serenidad al espíritu. Se diría que aquí las horas cunden más que en otras partes. Es un buen lugar para alguien como vos, estoy seguro.

El extraño conversa entonces por primera vez desde que el prior murió. Y lo hace para darle la razón al padre Julián:

—Lo cierto es que decís bien. Me siento aquí como en mi casa.

El padre Julián no puede disimular la alegría que estas palabras le provocan.

—Apenas os conozco, pero por lo que he podido ver, sospecho que os adaptaríais bien a la vida monástica. Y para nosotros sería un honor y una riqueza teneros en casa. Se ve que sois hombre ilustrado.

El desconocido sonríe, por toda respuesta. Levanta la vista y ve la gran peña sobre sus cabezas, que es al mismo tiempo cobijo y amenaza.

—¿Cómo pueden estar seguros de que no se va a caer? —pregunta.

—No lo estamos. —Ríe el otro—. Cualquier día el diablo se levanta de mal talante y la empuja hasta aplastarnos.

Por un momento, solo el silencio responde.

—Me gusta este lugar —repite el viajero.

Luego, el padre Julián se levanta despacio, con las piernas entumecidas por el frío.

—Le diré al hermano camerario que os consiga un hábito. Bienvenido a nuestra comunidad, hermano…

—Elvio.

El padre Julián repite el nombre, lo saborea:

—Hermano Elvio. Vuestra decisión me alegra sinceramente. Algo me dice que con vos llegan a nuestra apartada casa importantes novedades.

El padre Julián da media vuelta y se aleja en dirección a la iglesia. El viajero, que desde este momento es el padre Elvio, posa los ojos en la enorme roca y musita:

—Amén.

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