Crypta

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II. El blog de Natalia (1) » La pieza que no encaja

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La pieza que no encaja

Siempre me he sentido como la pieza que no encaja en el puzle. ¿Alguna vez os habéis preguntado qué acontecimientos definen nuestro carácter, qué es lo que nos hace ser como somos? Yo sí, muchas veces. Me lo pregunto cada vez que pienso en lo que me ocurrió siendo una niña y de lo que mis padres no quieren hablarme. Aunque una vez me lo contaron, supongo que porque temían que tarde o temprano alguien lo hiciera.

Al parecer, fue un suceso muy sonado. Se comentó durante años. Creo que fui famosa cuando ni siquiera era consciente de lo que eso significaba.

Me perdí. Eso me dijeron. Solo dos palabras contra todas mis preguntas.

Por supuesto, no me pareció suficiente. Pregunté más. Quise saber. Tengo derecho a saber. Ya soy mayor. Aunque ellos no piensan lo mismo, está claro.

«Bueno, muchos niños se pierden, cariño —dijo mamá, zanjando la cuestión—, no hay que darle tantas vueltas».

Insistí. Le recordé algunos datos. Por ejemplo, estuve desaparecida durante tres días. Con sus tres noches. Setenta y dos horas en total. Es bastante tiempo.

«Bueno, cielo, fue horrible, sí, tu padre y yo lo pasamos fatal, creímos que te habíamos perdido para siempre».

Fue en la Sierra de Santo Domingo, durante una excursión escolar. Al llegar a este punto, mi madre echa aún más balones fuera.

«No sé cómo no denunciamos al centro. Fue algo inadmisible, se les hubiera caído el pelo. Mientras dura el horario lectivo los niños están bajo su tutela, jamás se debe desatender a un grupo de niños tan pequeños que pueden…».

Bla, bla, bla. No me interesa nada de lo que dice. Tenía tres años. ¿Qué niña de tres años puede sobrevivir en un bosque a finales de noviembre durante setenta y dos horas? Mi madre no soporta que se lo pregunte directamente, eso la pone histérica.

«Todo este asunto es muy doloroso para nosotros, cariño, deberías comprenderlo. No quiero hablar de ello, tu padre y yo lo pasamos fatal. Lo único importante es que no te ocurrió nada, ¿entiendes? Que te recuperamos. Y ya está. Deja de hacer preguntas».

Mi madre me escondía algo. Para ella, lo más doloroso no es lo que sucedió. Es lo que no se atrevía a decirme. Puede que ni siquiera se atreviera a pensarlo.

Necesitaba saberlo.

De modo que cuando tenía tres años me perdí en la Sierra de Santo Domingo durante tres días helados y logré sobrevivir, nadie sabe cómo. Tampoco yo lo supe durante mucho tiempo.

De pequeña, a menudo tenía sueños extraños que a veces se convertían en pesadillas, pero nunca se lo dije a nadie (yo también sé esconder información, mamá).

Luego, las pesadillas quedaron atrás. No ocurrió lo mismo con esta sensación, que ya nunca me abandona, de no pertenecer a la misma categoría que el resto de las personas que conozco. Como la pieza del puzle que por error se coló en otra caja y no encuentra su lugar porque en realidad su lugar está muy lejos de aquí.

Esa soy yo: habito un mundo en el que no encajo. Ya sé que decir esto a los diecisiete años puede sonar un poco dramático y hasta presuntuoso, pero es la pura verdad. Mi verdad, por lo menos. Desde siempre han dicho de mí que soy retraída, solitaria, «asocial» (esta última palabra es la que más han utilizado mis profesores de todas las épocas para definir mis dificultades para hacer amigos). También suelen decir que «estoy en mi nube» o que «vuelo muy alto», para referirse a que de vez en cuando parezco ausente, como si lo que ocurre en el mundo real hubiera dejado de interesarme.

Voy a dar mi versión de todo esto que, por supuesto, se parecerá muy poco a la suya. Tienen razón cuando dicen que a menudo lo que ocurre en el mundo real no me interesa. La gente me interesa poco, por ejemplo. No me gusta hablar durante horas solo para contarle mis cosas a alguien. No me lo paso bien en los lugares a donde van las personas de mi edad. No me gusta chismorrear, ni reír a carcajadas armando mucho ruido (qué vergüenza), ni ir de compras durante toda la tarde. No me gustan los trabajos en grupo porque suelo ser más rápida yo sola. No me gusta ir a casa de otros ni que nadie entre en mi cuarto (donde guardo cosas que no quiero que nadie toque), y eso es aplicable tanto a los adultos como a la gente de mi edad.

Supongo que no soy muy normal. Mi hermana siempre me llamaba «la friki». No me importaba. En el fondo, me siento orgullosa de ser rara. O es que he aprendido a aceptarme como soy, después de varios años yendo al psicólogo todas las semanas. Por cierto, que ha sido mi psicólogo, Flavio, quien me ha recomendado que escriba lo que se me pasa por la cabeza. Creo que cuando me lo dijo no tenía ni idea de cuántas cosas pueden pasar por mi cabeza en solo un día. Otro por cierto: absteneos de dejar comentarios idiotas. Si os pasáis, aunque sea un poco, dejaré de admitir comentarios. Por favor, respetad el derecho de los raritos a continuar siéndolo.

Ahora voy a cenar (mamá acaba de llamarme y se pone de los nervios si no acudo enseguida). En un rato os cuento por qué el invierno es mi estación del año favorita (tiene que ver con Bernal y con mi primer beso).

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