Crypta

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II. El blog de Natalia (1) » Ya es hora de contar la misma historia desde mi punto de vista

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Ya es hora de contar la misma historia desde mi punto de vista

Luego, llegó el verano. Es una historia que conoce mucha gente, porque fue sonada. Precisamente por eso deseo contar mi versión.

Unos días antes de San Juan, Bernal vino a verme. Rebeca estaba en sus clases de danza y mis padres habían salido de compras. De modo que su visita no podía ser más oportuna. Dijo que venía a por un disco de mi hermana, que ella le enviaba. No le creí. Traía ese tipo de expresión taciturna de quien planea decir cosas importantes. Pasó a mi cuarto. Se quedó como un bobo mirando las paredes, los pósteres de la tabla periódica, del Partenón o del alfabeto griego. Sí, ya sé que no son lo más normal del mundo.

—Di lo que sea —le solté.

—Estoy hecho un lío —fue su única respuesta.

Y me besó.

Suspiré. Aquello ya era excesivo. Hacía demasiado tiempo que sufría por culpa de su cobardía y su indecisión. A ojos de todos era el novio de mi hermana, pero siempre que se quedaba a solas conmigo intentaba besarme (a veces lo conseguía) o me decía cosas que me dejaban hecha polvo. No tenía ganas de que aquello volviera a pasar, de modo que le corté en seco:

—No quiero saber nada de tus líos, Bernal. Vuelve cuando te hayas aclarado.

Hice ademán de cerrar la puerta, terminar con aquello de una vez. Un portazo en las narices tal vez le ayudara a darse cuenta de que no podía seguir jugando conmigo. Adiós y punto, como diría mi madre.

—Mañana voy a cortar con Rebeca —anunció.

Abrí la puerta de nuevo. Soy tonta, lo sé. Le creí. Le miré a los ojos. Le besé. En ese instante pasó una vecina y se nos quedó mirando. Le besé otra vez delante de la vecina. Bernal sonrió.

—Me gustas mucho —me dijo—, durante todo este tiempo no sé qué me ha pasado. En realidad, Rebeca no es mi tipo. Todo el mundo lo dice. Somos completamente diferentes. Estoy como atontado.

«Mi hermana tiene ese poder sobre los chicos —me dije—, en cuanto le miran las tetas se vuelven tontos».

Aquella tarde le tomé en serio. Me prometió muchas cosas. Solo debía esperar veinticuatro horas, tal vez menos, para que todo estuviera resuelto y Bernal volviera a ser solo para mí. Dormí feliz, deseando que llegara el día siguiente.

Habíamos quedado los tres de siempre —Rebeca, su novio y la carabina oficial— para ir a las fiestas de Ejea de los Caballeros. Si os estáis preguntando por qué iba con ellos os diré que mis padres me obligaban. A Rebeca no le dejaban ir si yo no iba. Y en el fondo lo prefería, porque la alternativa era quedarme en casa viendo la tele con mis padres. Aunque aquella noche, para variar, me apetecía acompañarles. Quería asistir a la apoteosis final de su relación. A mi triunfo sobre Bernal, a la caída en desgracia de la gran Rebeca.

Fuimos en autobús. Podíamos haberle pedido a mi padre que nos llevara, pero no lo consideramos una buena alternativa: detesta las fiestas de los pueblos vecinos y se duerme en el coche cada vez que tiene que esperarnos. Para volver, le dijimos, ya buscaríamos a alguien de Layana que quisiera traernos. Nunca había problema con eso, aquí nos conocemos todos.

En las fiestas de Ejea nos lo pasamos en grande. Era la primera juerga del verano, y merecía la pena aprovecharla. Me pareció que en la plaza había más gente que nunca, y eso me agobió un poco, a pesar de que había buen ambiente. Rebeca bailó hasta sudar la camiseta. Bernal nos trajo calimochos a las dos y habló un poco con cada una. Yo estaba tan animada que incluso me atreví a bailar, a pesar de que no se me da nada bien y nunca lo había hecho delante de mi hermana. Durante todo el rato estuve preguntándome si Bernal ya habría cortado con ella. Observaba sus caras y llegaba a mis propias conclusiones, casi todas equivocadas. Si veía a mi hermana seria, concentrada en su baile, imaginaba que estaba a punto de llorar. Si veía a Bernal hablando junto a su oído, escrutaba sus facciones para detectar el rictus de rabia en el mismo momento en que se produjera. La cara de la chica más guapa del instituto en el momento de saber que su novio la deja por su hermana, la empollona subdesarrollada. Era mi momento triunfal, mis quince segundos de gloria. Pero luego veía reír a Rebeca, de ese modo casi violento en que ella solía reír, y sabía que nada de todo aquello había ocurrido aún. Cuando se besaban —y lo hicieron varias veces durante la noche, sin que yo pudiera saber con certeza quién buscaba a quién—, mi euforia se convertía en ansiedad, en deseo de que ocurrieran las cosas que tanto anhelaba para ser feliz.

Cuando decidimos marcharnos a casa eran casi las cuatro de la mañana. Habíamos confiado demasiado en encontrar a alguien que nos llevara, pero a la hora de la verdad no había nadie. Solo borrachos que no debían conducir y jóvenes como nosotros sin posibilidades de hacerlo. No quisimos llamar a papá, ni tampoco al padre de Bernal. Decidimos —o tal vez decidieron ellos, no lo sé— caminar.

Nada más ponernos en marcha supe que Bernal me había mentido la tarde anterior al hacerme todas aquellas promesas. Reía sin parar, agarraba a Rebeca por la cintura, la besaba con más furia que nunca y juntos cantaban sin cesar las canciones que habíamos bailado en la plaza de Ejea. Y yo estaba allí, en mi papel eterno de pieza sobrante, aguantándome las ganas de llorar y de estrangularles.

Entonces a Bernal se le ocurrió la brillante idea de visitar el Pozo del Diablo en la antigua finca que perteneció a mis antepasados. Bueno, en aquel momento no sabíamos que se llamaba así, ni tampoco que teníamos algo que ver con sus antiguos propietarios. Lo único que supimos, porque nos lo contó Bernal, fue que el pozo había sido construido muchos años atrás en la finca de una de las familias más ricas que jamás vio la comarca, y que la abandonaron después de un incendio que lo destruyó todo, incluidas varias vidas. Si hubiéramos caminado un poco más tal vez habríamos podido admirar la imponente silueta del antiguo caserío. Me recorrió la espalda un escalofrío. También descubrimos una gran jaula. En su interior habríamos cabido los tres sin problemas. Al acercarnos, nos dimos cuenta de que estaba llena de mariposas. Movían sus alas a la luz de la luna, como si quisieran decirnos algo. Me parecieron tristes. Mientras tanto, Bernal y Rebeca solo tenían ojos el uno para el otro. Y yo no hacía más que mirar las zarzas del suelo, para no verles.

Llegamos al pozo recorriendo un intrincado camino plagado de maleza y zarzas secas. Una vez allí, a Bernal se le ocurrió aquella idiotez de las moneditas. Pedir un deseo. A Rebeca le entusiasmó, claro. Las estupideces siempre le entusiasmaban. Buscó una moneda. Pidió un deseo y la arrojó al vacío. Sonó un plof lejano y multiplicado por un eco minúsculo. Decidieron que era mi turno. Encontré una moneda en el bolsillo de mis vaqueros. Pedí el único deseo que rondaba por mis pensamientos desde hacía mucho rato. ¿Lo adivináis? Tiene que ver con Rebeca. Y con mi futuro.

Mi moneda cayó mal. Rebotó en alguna parte. El pozo tenía una hilera de agarraderos metálicos en uno de sus lados y un estrechamiento abajo, a varios metros de profundidad. Rebeca se asomó para ver qué había pasado, no dejaba de reírse. Su móvil cayó al agua. Estaba tan eufórica que se le ocurrió la brillante idea de bajar a por él, y no hubo nadie —ni siquiera Bernal— capaz de detenerla. Minutos después estaba dentro del pozo, gritando cosas absurdas como que se estaba muy bien allí porque era un lugar muy fresquito. Y nos animaba a bajar para comprobarlo por nosotros mismos. Creo que incluso encontró el móvil. Esa parte no la recuerdo bien, porque mientras ella jugaba a los espeleólogos yo le decía a Bernal lo que estaba pensando: que era un cerdo y que tuviera cuidado de que Rebeca se enterara de todo lo que había hecho conmigo.

Se comportó como si no fuera con él. Se justificó, creo, de un modo absurdamente infantil. Dijo que ya hablaríamos. En aquel momento, o quizás un poco antes, dejamos de escuchar la voz alegre de Rebeca y él comenzó a preocuparse de verdad.

Los hechos le dieron la razón, porque mientras yo le reprochaba a Bernal su conducta, Rebeca había desaparecido. Cuando la llamamos, no respondió. No lo hizo tampoco cuando Bernal le pidió, casi llorando, que no bromeara con algo tan serio, y le dijo que estábamos (no sé por qué hablaba en plural) asustados de verdad. Como Rebeca no contestaba, Bernal decidió bajar a buscarla. Se aferró a los agarraderos y desapareció. Su voz sonaba como desde una dimensión paralela. Sola arriba, yo comenzaba a estar muerta de miedo.

En ese momento, me pareció ver a alguien entre la vegetación. Una sombra muy alargada, como de un señor muy alto. No le hice mucho caso, y no solo porque no volví a verle, sino porque las noticias que Bernal berreaba desde dentro del pozo acababan de acaparar toda mi atención.

Rebeca no estaba allí. Había desaparecido sin dejar rastro. Ni en el agua ni fuera de ella.

Del resto se habló mucho en los periódicos en los días que siguieron a nuestra gran noche. Los bomberos desecaron el pozo y nos ofrecieron la única explicación razonable: los acuíferos que recorren las entrañas de la tierra son como ríos subterráneos que comunican grandes extensiones de terreno. Lo más probable, dijeron, sería que el cuerpo de mi hermana terminara apareciendo en alguna otra parte, tal vez lejos de allí, nadie podía decir cuándo.

Es curioso, pero de aquella noche terrible guardo en mi memoria solo cabos sueltos, pequeñas escenas como fogonazos.

Por ejemplo, el instante en que Bernal se echó a llorar, histérico, mientras gritaba:

—Mi padre me dijo que nunca trajera a nadie a este lugar. Tenía razón: lo que le haya pasado a Rebeca es culpa mía y solo mía.

O la cara de mi madre cuando el jefe de bomberos le pidió que se fuera a casa.

—Pero no voy a dejar a mi hija ahí dentro —susurró, como sonámbula.

Y el bombero pronunció una frase terrible, de esas que por mucho que vivas nunca podrás olvidar:

—Señora, no depende de usted. Su hija aparecerá cuando las aguas quieran.

Por último, en mi memoria aparece el mensaje que recibí nada más subir al coche, mientras mi madre lloraba sin consuelo y mi padre se enjugaba las lágrimas y trataba de aparentar fortaleza. Como si también mis recuerdos fueran la pantalla de un teléfono móvil. Letra blanca sobre fondo negro:

Me di cuenta, en ese instante, de que acababa de empezar algo terrible. Algún periodista amante del sensacionalismo lo llamó, con acierto: «La maldición de las hermanas Albás».

Entonces no podía sospechar que lo que nos estaba ocurriendo era solo la continuación de una historia muy antigua. Que nosotras, mi hermana y yo y por extensión toda nuestra familia, solo éramos las piezas que dos contendientes feroces mueven sobre un tablero de ajedrez inmenso. Que nuestra vida, la vida de todos nosotros, desde hacía generaciones, no era más que el campo de batalla donde unos seres insospechados dirimían sus diferencias.

¿Os suena demasiado fantasioso todo lo que digo?

Esperad a conocer la historia completa.

Y no juzguéis antes de tiempo. Lo que nos ha pasado a mí y a los míos, cualquier día os puede ocurrir a vosotros. No lo olvidéis.

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