Crypta

Crypta


III. El viaje » Capítulo 1

Página 19 de 58

1

—Lo más fácil será comenzar por lo más cercano —le dije a Natalia en cuanto se puso en mis manos.

Le pedí que me acompañara al viejo caserío abandonado. Recorrimos los alrededores y apreciamos la magnífica naturaleza antes de detenernos en la estatua de mármol negro de Máximo, que aún se yergue en el abandonado jardín, sucia y maltrecha. Le conté que Máximo fue uno de los seres más ambiciosos y exquisitamente perversos que he conocido en mi larga vida. Aún lo es, ya que si mis cálculos no fallan, sigue vivo.

—Además, fue el padre de tu tatarabuela —añadí.

Me pareció un modo delicado de recordarle que la casa había pertenecido a su familia hasta que se incendió, hacía más de cien años. Fue una excusa deliciosa para hablarle de algunos de sus antepasados, a quienes tan bien conocí. Camino del desván nombré a Zita, la segunda señora de la mansión, cosmopolita y encantadora, que vivió entregada a su obsesión por coleccionar muñecas y cultivar rosas.

—Llegó a tener el jardín entero sembrado de rosales. En primavera, el aroma de las flores lo perfumaba todo.

Natalia asintió, mientras murmuraba:

—A mí también me encantan las rosas. Sobre todo las rojas.

Pareció muy impresionada cuando atravesó la puerta de goznes chirriantes y entró en aquel espacio que me he preocupado de preservar casi intacto. Le expliqué lo que de algún modo ella ya sabía: que el desván y todo su contenido fue la parte del caserío que menos sufrió el efecto devastador de las llamas. Las muñecas de la antigua propietaria seguían allí, colgadas de las paredes, como ella las dispuso. Todas menos una. La que en cierta ocasión le regalé a Natalia.

—¿Puede ser que yo ya haya estado aquí antes? —dijo mi acompañante.

—En efecto, querida, en más de una ocasión.

Preferí no entrar en detalles. Aún no. Ella observaba las muñecas con detenimiento. Señaló un lugar vacío en la pared.

—Mi muñeca estaba justo aquí, en este hueco. Lo recuerdo.

—Tú misma elegiste la que más te gustó. Yo solo me limité a complacerte.

—¿Fuiste tú quien me secuestró?

—Fui yo quien te adiestré.

Fruncía el entrecejo. La invité a sentarse en el viejo diván. Serví un par de bebidas frías, le ofrecí un bol repleto de anacardos (creí recordar que le encantaban) y acerqué una silla. Me dije que la situación requería lentitud, paciencia y pocas alteraciones del orden cronológico (¡la cronología es siempre tan soporífera!). Detesto explicar demasiado las cosas, me aburro antes de llegar al meollo. Esta vez, sin embargo, convine que merecía la pena hacer una excepción.

—Entre mis facultades perdidas estaba la de lograr el olvido ajeno. Podía hacer que, a mi voluntad, las personas olvidaran episodios completos de su existencia. En algunas ocasiones lo hacía para evitarme molestias. Los seres humanos tienden a obsesionarse con ciertos pasajes de su vida hasta resultar patéticos. En otras ocasiones lo hice por previsión, porque siempre hay un momento en que el conocimiento debe mostrarse, y este aún no había llegado. Es lo que hice contigo, Natalia, y no solo cuando eras pequeña, sino todas las veces que a lo largo de estos años he querido gozar de un rato de tu compañía. Comprenderás que no tenía otro remedio. Charlábamos un rato, admiraba tus portentosos avances y te devolvía a tu vida con la mente en blanco, por lo menos en lo que a mí respecta. Casi todas nuestras reuniones, por cierto, tuvieron lugar en este desván. Es uno de mis refugios favoritos en la comarca y me parecía que a ti también te resultaba agradable. Has pasado aquí mucho más tiempo del que crees.

Natalia continuaba mirando a su alrededor, como si quisiera corroborar con imágenes lo que mis palabras le estaban diciendo.

—¿Querías estar conmigo? —preguntó—, ¿por qué?

Ah. Hay cuestiones que no admiten una respuesta breve. ¿Cómo resumir algo tan complejo en una sola frase?

Hace muchos años que vigilo de cerca a la familia Albás. Los acecho con las mismas intenciones que las que usa el cazador con su presa. No olvido, ni perdono, que una Albás se burló de mí hace mucho, incumpliendo el trato que habíamos firmado después de que yo le pagara mi parte. Para ella construí ese pozo que aún resiste, intacto, en la vieja finca (me encanta la arquitectura y debo reconocer que no se me da mal), y le prometí que lo haría antes del amanecer. Ella, a cambio prometió que me entregaría su alma, pero luego se las apañó para que el gallo cantara antes de tiempo, cuando a mí me faltaba aún una piedra (¡una sola!) por colocar. De modo que me engañó. Y yo, si bien aplaudí su malicia, juré que me vengaría de ella en todas y cada una de las generaciones de muchachas Albás que la siguieran.

Soy un ser constante y metódico. Desde entonces, y en cumplimiento de aquel juramento, me he cobrado puntualmente a todas las primogénitas de la familia el mismo año en que cumplían los diecisiete. De modo que la familia Albás y yo tenemos una relación íntima fundamentada en la muerte, la venganza y ciertos puntos en común que en un principio no podía ni sospechar.

Máximo, por ejemplo. Su ambición era tan grande que llegó a proporcionarme más víctimas de las que yo había previsto y, por descontado, se benefició de ello. Fue entonces cuando me di cuenta de que existía en ese linaje, el de los Albás, algo que les hacía únicos, una especie de predisposición para la oscuridad que no había conocido jamás en otros seres humanos. Aunque el don no se daba en todos los miembros del clan, por supuesto. También había en la familia seres mansos y temerosos, que habrían hecho cualquier cosa —y de hecho la hicieron— para evitar que yo clavara mis garras en la tierna piel de sus hijas. Pero esos corderitos eran la excepción, y en la siguiente generación aparecían nuevos monstruos con aptitudes asombrosas. Al principio me lo tomé como un juego. Me propuse instruirlos, convertirlos en mis discípulos. No esperaba de ellos más que un rato de diversión, un entretenimiento que me librara de las rutinas de una vida inacabable. Debo admitir, sin embargo, que conseguí mucho más que eso. Los varones de la familia nunca lograron interesarme demasiado. César, Uriel, Cosme… un puñado de asustadizos. Las chicas, en cambio, resultaron fascinantes. Cómo olvidar a Ángela, cuya codicia y ambición nació entre los muros del convento donde quiso esconderla (de mí) su padre. O a Micaela, anegada para siempre en su propia tristeza. O a la propia Zita, tan elegante que me hubiera complacido llevarla conmigo a un baile de sociedad de los que tanto le gustaban. Descendiendo por esta cadena familiar arribamos a Natalia. Solo que ella no es una más. Lo supe desde que la vi llegar al mundo. Entendí que en ella había confluido, en un cóctel irrepetible, lo mejor de la sangre de todos ellos. La ambición de Máximo, la elegancia de Zita, la inteligencia de Ángela y la capacidad de sacrificio de Micaela, todas unidas para alumbrar un ser excepcional que reconocí al instante y que al instante deseé hacer mío.

Aunque nunca sospeché en qué se transformaría ese deseo.

Decidí casi desde el principio que la convertiría en mi discípula. Por eso me la llevé del Barranco de Calistro aquella fría mañana, durante la excursión escolar. La traje aquí, al desván de las muñecas, y durante un año la instruí en todo cuanto necesita saber un ser de la oscuridad que quiera prosperar: un poco de historia, otro poco de teología, algo de gramática, numerología, astrología, lenguas muertas —se le dio muy bien el arameo y en latín hablaba mejor que en su propio idioma—, magia negra, brujería… En fin, un puñado de asignaturas básicas por las que ella, a pesar de que solo tenía tres años, se mostró muy interesada.

Pasamos juntos trescientos sesenta y cinco días antes de que yo la devolviera al monte. El día en que debíamos separarnos (el único conocimiento que persiste es el que se deja reposar), la peiné con mis propias manos, la perfumé con su colonia favorita. Antes de dejarla marchar, le dije que quería que se llevara una muñeca de la colección de su tatarabuela. La invité a elegir la que más le gustaba. Las miró con ilusión, valorándolas una por una. Se decidió por aquella de pelo moreno y brillante que vestía un traje de terciopelo de color vino.

—Nunca me separaré de ella —me prometió antes de salir.

Pensé que la muñeca sería mi cómplice, mi fiel vigilante. Mientras la tuviera, algo de mí permanecería junto a esa criatura excepcional a quien no tenía más remedio que devolver a su mundo. La observé mientras se alejaba, escoltada por los trasgos revoltosos. Les encomendé que la dejaran en un claro del bosque y les di indicaciones precisas. Cerca de allí vivía un guarda forestal que era un buen conocedor del terreno. También les ordené que, después de dejar a Natalia, se aseguraran de que el guarda forestal saliera de casa y tomara el sendero adecuado, el que le conduciría hasta la niña. Por último, creé la ilusión universal de que solo habían pasado tres noches desde la desaparición de la niña. Se me escapó algún cabo suelto. La altura, por ejemplo. En un año, Natalia había crecido varios centímetros. La ropa que traía cuando llegó le había quedado pequeña en los zapatos apenas le cabían los pies. Pensé que nadie se daría cuenta, pero la madre lo notó. En las fotos que publicó cierto periódico nefasto (que leí con avidez) se ve a Natalia en brazos de Fede, quien sostiene en las manos los zapatos que ya no encajaban en los pies de su hija.

Tampoco tuve en cuenta las extraordinarias capacidades de Natalia. A pesar de que había puesto todo mi empeño en que olvidara lo que aprendió durante nuestros ejercicios, su interés por el latín y el arameo era tan grande que su despierto cerebro retuvo una parte de lo aprendido. Creo que sus padres se asustaron mucho cuando descubrieron que la pequeña pronunciaba unas palabras extrañas que nadie era capaz de comprender. Algunos de los psicólogos que la trataron, en busca de traumas que no existían, apuntaron algunas de las expresiones que repetía su dicharachera paciente. Por ejemplo, cuando le daban una orden o le pedían que hiciera algo, Natalia solía decir:

Tit abed reuta-kh.[5]

Cuando le regañaban por no prestar atención, o por decir cosas incomprensibles, ella susurraba:

U shebokh.[6]

Hasta que uno de ellos, esposo de una profesora de lenguas semíticas, fue capaz de identificar una parte y se lo comunicó a la familia. Me hubiera gustado estar presente en el momento culminante del anuncio, cuando el asustado analista les dijo a Fede y a Cosme, tal vez sudando de nervios:

—He descubierto que su hija de tres años habla arameo perfectamente. Y también latín con mucha fluidez. De hecho, habla esas dos lenguas muertas mucho mejor que ninguna otra.

Qué divertido. Y qué fascinante niña, mi Natalia.

La madre tenía, a todo esto, los nervios desquiciados. No dejaba de pensar en lo que había ocurrido en el bosque, se preguntaba cómo era posible que su hija hubiera crecido en tres días lo bastante como para no caber en su indumentaria, se preguntaba —con buen tino, por cierto— si todo esto no podía ser obra del Maligno y no se atrevía a contarle a nadie todo lo que pasaba por su cabeza, por miedo a que la tomaran por loca. Finalmente, se decidió a hacer algo al respecto. Preguntó a un par de sacerdotes conocidos. Un párroco al que frecuentaba desde hacía años, y que había bautizado a sus dos hijas, le recomendó que hiciera una visita a un buen amigo suyo, monje salesiano y de vocación (extraoficial) exorcista. Ay, qué lacra, los aficionados. ¡Con la cantidad de exorcistas oficiales que corren por el Vaticano! La aterrorizada Fede siguió su consejo y se presentó en el convento en busca de asesoramiento, arrastrando con ella a mi querida Natalia. El salesiano fue tajante. Ni siquiera vaciló al dictaminar:

—Su hija necesita con urgencia un exorcismo.

Fede, como la mayoría de las madres humanas que he conocido, habría hecho cualquier disparate si pensaba que con ello favorecía a su hija. Actuaba con desconocimiento y miedo, dejándose guiar por su atrofiado olfato. Lo único que le puedo criticar es que perdiera el tiempo de aquel modo y que sometiera a Natalia a la tortura de un viaje en autobús que duró varias horas.

Por lo demás, el exorcismo fue una pantomima muy chistosa, como todos. El monje hizo pasar a mi querida niña a la iglesia del convento y le ordenó arrodillarse entre la imagen del Cristo y el busto de la Virgen.

—¿Está bautizada? —preguntó, muy profesional.

—Sí, sí, por supuesto —se apresuró a responder Fede.

Por descontado, el monje estaba convencido de que ese ritual húmedo del bautismo servía para alejar al diablo, y con fe lo seguía practicando, a veces rodeado de una nube de inquietos y fisgones demonios a los que no hay fuerza sobrenatural que los aleje si están dispuestos a no perderse algo.

El monje apagó las luces de la iglesia y atrancó la puerta por dentro. Se acercó a la pila de agua bendita y llenó un pequeño cuenco. Con él entre las manos, se aproximó a Natalia. Yo acechaba, muy atento. Había encontrado un escondrijo estupendo que me permitía estar muy cerca de la escena sin llamar la atención, aunque debo reconocer que era un poco asqueroso. Justo debajo del altar se cobijaba la urna con las reliquias de sor Sinfónica Ardorosa (puede que no leyera bien el nombre), que consistían en una mano (derecha, creo) más tiesa que un bacalao y un hueso largo y medio deshecho que identifiqué como una tibia (aunque bien podría haber sido un peroné). En la caja había espacio de sobra para los restos de la monja despedazada y para mí, que había adoptado para esta ocasión la consistencia y el olor del incienso. Todo muy eclesiástico, en concordancia con el entorno. Me gusta cuidar los detalles.

Pero volvamos al supuesto exorcismo del salesiano. Decía que yo acechaba en silencio, esperando un mínimo desliz del supuesto liberador de almas que perjudicara un solo cabello de mi Natalia para abrirle el vientre de un zarpazo.

En estas, dijo el monje:

—Tengo entendido que fue en el bosque, durante los tres días de su desaparición, donde la niña fue poseída.

Suspiré, aburrido. Fede asintió.

El religioso hurgó en uno de sus bolsillos y extrajo una pequeña bolsita con sal. «Ah —me dije—, es un clásico». Eso hizo que, por un momento, me cayera mejor. Adoro las formas y los rituales. No hay nada que me haga más feliz que un complicado protocolo. Añado, para que se entienda, que son muchos los supuestos eruditos en la materia que creen que la sal aleja a los demonios. También por eso hasta no hace tanto se instaba a los niños a chupar una barrita de sal durante el bautismo, por eso se cree que trae buena suerte echar sal por encima del hombro y tal vez por eso los seres humanos echan sal a cualquier cosa que vayan a llevarse a la boca. Por eso y porque desconocen que la sal no nos hace ni cosquillas, pero en fin… El monje echó sal al agua bendita y removió el caldo con un hisopo.

Natalia le miraba con sus ojos muy abiertos, expectante, como preguntándose qué estaba haciendo aquel señor raro y qué tendría que ver con ella. En cuanto la mezcla estuvo lista, el monje se acercó, hisopo en mano, a mi querida niña, levantó el instrumento y lo dejó caer varias veces con movimientos compulsivos de muñeca, como si siguiera un ritmo frenético. Lo remojó de nuevo en el cuenco y volvió a espolvorear a Natalia. Tres veces más. De resultas de esta operación, sobre ella cayó una lluvia de agua bendita con sal que le dejó el abrigo como si hubiera estado expuesta a una tormenta de verano. También le mojó la cara, si bien no pareció importarle. Más bien al contrario: sacó la lengua y recogió un goterón que resbalaba por su mejilla derecha en dirección a su boca. Luego, soltó una carcajada que resonó en toda la iglesia. El monje clavó sus ojos furiosos en Fede, que mandó callar a su hija.

—Este es un asunto muy serio, señora —dijo el religioso—, y conviene que la niña se comporte.

Ay, qué risa. Si no hubiera estado tan desnutrida, habría abrazado a la difunta Sinfónica y bailado con ella un zapateado con un solo pie, para que estuviéramos en igualdad de condiciones. Así de feliz me hacía saber que Natalia se tomaba aquella representación como lo que era en realidad: la escena de una comedia absurda. Aunque no estaba mal, me decía para mis adentros, que comenzara a saber cómo se comporta el estamento eclesiástico. Si algún día trabajaba conmigo, como era mi deseo, le vendría bien conocerles desde antiguo. Pero sigamos con la comedia. El salesiano, cada vez más circunspecto (en realidad estaba ofendido porque Natalia no le tomaba en serio), se puso muy derecho y exclamó, solemne:

—¡Proclamamos, oh, Señor, la fe en los Evangelios, el poder absoluto del Espíritu Santo, la fe en la divina misericordia de la Santísima Virgen María y en nombre de todos ellos te conminamos, Espíritu Maligno, a abandonar este cuerpo inocente en el que moras y alejarte de nosotros para siempre!

Extendió las manos, las levantó hacia el techo y luego las bajó, muy lentamente, como en una coreografía, hasta dejarlas caer sobre ambas mejillas de Natalia. Fue el único momento en que la niña le miró con seriedad. Aunque apenas duró, porque al instante el monje levantó un poco la cara de su clienta, la encaró a la suya y sopló con todas sus fuerzas. Una, dos, tres veces. Natalia cerró los ojos a cada soplido, sorprendida. Al tercero, dejó escapar una risita por debajo de la nariz. El monje se enfureció y repitió la perorata en un tono exaltado, como si estuviera regañando a Dios y al Diablo al mismo tiempo. Natalia continuó riendo, parecía que se lo estaba pasando en grande con aquel espectáculo. Yo, desde mi escondrijo, también me desternillaba de la risa.

Entonces el monje tomó un crucifijo que había preparado sobre el altar y lo acercó tanto al rostro de Natalia que ella tuvo que bizquear un poco para mirarlo.

—¡Perentoriamente te ordeno, Satanás, que abandones a tu víctima en este momento y te alejes de ella para siempre!

Repitió esta orden de mando, cada vez más alterado, una media docena de veces. La última, gritando de tal modo que los trasgos de mi comitiva tuvieron que taparse los oídos. A continuación se calmó un poco para rezar el Padrenuestro, que a pesar de todo sonó destemplado y autoritario, y luego comenzó lo mejor, porque fue en latín. Murmuraba el monje:

In nomine meo demonia eicient si autem es extra creaturam islam deiomoino et numquam ad illan, tu, nelcum socis, nel fine illis reverfurus es, non redeas autem es rediturus, tibi in eadem Christi virtute praecipio et impero sub omnibus poenis a me impositis cum ipsarum augmento.

Comenzaba a dormirme arrullado por la música de aquellas palabras cuando el cura regresó a su propia lengua y comenzó a bramar:

—¡Bestia infame e infernal, baja la cabeza, arrodíllate, ofrécete de una vez a todos los reinos del mundo!

He de reconocer que resultaba muy gracioso. Aún me estaba partiendo de risa cuando, después de repetirlo una docena de veces, el hombre recogió el crucifijo, el recipiente del agua bendita y el hisopo, se volvió hacia Fede y dijo, inalterable:

—He hecho cuanto está en mi mano, señora, dadas las peculiares circunstancias en que me he visto obligado a trabajar.

Fede dejó un generoso donativo en el cepillo de la iglesia. Mientras madre e hija se alejaban, escuché a Natalia decir, risueña y feliz:

—¡Qué divertido, mamá! ¿Volveremos otro día?

Decidí quedarme un rato más. No me desagradaba mi descuartizada compañera y aquel silencio me resultaba muy inspirador. Además, los miembros de mi comitiva estaban distraídos lanzándose unos contra otros desde las altas ventanas de medio punto, de modo que era una buena ocasión para relajarme un rato.

Allí me encontraba, ajeno a cualquier preocupación que no fuera flotar y apestarlo todo, como corresponde a una fumarola de incienso, cuando vi al monje exorcista correr hasta la puerta, cerrarla de nuevo por dentro y luego dirigirse al cepillo donde Fede había dejado varios billetes para, con la misma llave larga y oxidada de la puerta, hurgar en su interior con la intención de apropiarse de ellos. Le costó un buen rato de forcejeo, pero lo consiguió. Sudaba como un cochinillo asado cuando contó el dinero recién robado del fondo común y se lo guardó en el bolsillo, bajo la sotana, con expresión de usurero.

Aquello terminó con mi descanso y con mi paciencia. Salí de la caja de reliquias, no sin antes agradecerle a la hospitalaria Ardorosa su compañía, me planté justo en mitad del pasillo de la iglesia, a escasos cincuenta centímetros del ladrón, y me materialicé en mi forma más monstruosa: la de gigante de piel oscura y cuarteada, con colmillos de elefante, pezuñas de ñu y cuernos de macho cabrío. Todo un canon de belleza brutal que suele dar unos resultados formidables. Con la cornamenta rayando el techo y embistiendo a las lámparas de la iglesia, le recordé al capellán que la codicia era un pecado mortal. Él, que había sido alumno de mi amado Corrado Balducci, el mejor en la materia y, por tanto, estaba muy familiarizado con el protocolo, se apresuró a buscar algo en el bolsillo con que trazar en el suelo un círculo protector. Como buen conocedor, sabía que el Diablo puede sorprenderte en cualquier parte, de modo que nunca salía a la calle sin un carboncillo negro con que trazar círculos en el suelo. Aquel día también se apresuró a protegerse. Demasiado tarde. Le arrebaté el dinero, asegurándome de que no faltara nada, le expulsé del círculo inacabado de un empujón y se lo entregué a mis traviesos acompañantes para que lo arrojaran también a él desde las ventanas románicas. No duró ni tres lanzamientos y quedó hecho una verdadera piltrafa. Vaya, parecía más resistente.

Luego llamé al orden a los miembros de mi comitiva, que ya se habían divertido bastante, devolví el dinero al cepillo, le pedí disculpas a la monja maltrecha por el alboroto y salí sin dejar más rastro que mi característico tufillo a azufre.

Ir a la siguiente página

Report Page