Crypta

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VII. Mi amor es una rosa negra » Capítulo 7

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Tengo el vicio de disfrutar con lo que hago. A pesar de todo, de mis múltiples ocupaciones hay algunas que prefiero por encima de otras. Ya he dejado dicho que detesto las invocaciones, siempre tan inoportunas, que te hacen perder tanto tiempo. De ellas nada me agrada, desde la sensación de cosquilleo que las anuncia hasta la cara de memo que suele poner el responsable cuando te ve aparecer. Del mismo modo, me encanta desplazar objetos a voluntad, viajar en el tiempo o volar, como bien sabes. Y en lo que concierne a los espectáculos, a los que soy muy aficionado, los derrumbes de templos son mis favoritos. Aunque aquello que más disfruto, tal vez porque no abundan, son los rituales de repudio. ¡Procuro no perdérmelos por nada del mundo, así tenga que abandonar otra cosa para llegar a tiempo!

Ocurre que en nosotros, los Oscuros, un acto de repudio bien construido provoca una sensación en las extremidades similar a la de las invocaciones, solo que sin más consecuencias. El inconfundible cosquilleo que acabo de describir me sorprendió en pleno vuelo. Era intenso, lo cual únicamente podía significar que el artífice sabía bien lo que se traía entre manos. Envié un par de rastreadores a confirmar mis sospechas y al poco regresaron para comunicarme la posición exacta desde la que se estaba realizando el rito.

En ese momento supe que no podía perderme lo que, sospechaba, iba a ser el último acto de esta historia. Antes, eso sí, di un par de órdenes muy precisas a mis lacayos —que maldijeron no tener la noche libre, como creían hasta segundos antes— y revisé mi aspecto pasando en vuelo rasante sobre el pantano de Tiermas. Se habla mucho de la primera impresión, pero no conviene tampoco descuidar la última.

Cuando llegué, el rito acababa de comenzar. Natalia estaba de pie, en el centro de un círculo trazado con tiza en el suelo. Su padre, frente a ella, la observaba en silencio —y me pareció que bastante muerto de miedo— desde el interior de otro círculo idéntico. Había velas diseminadas por todas partes, en número par, formando una especie de estrella. Como escenario, la superviviente de los Albás había escogido el patio delantero de la antigua casona familiar, justo frente a la fachada principal, exactamente el lugar desde donde mejor se apreciaba la rosaleda carbonizada. Las rosas eran ahora negros espectros que expelían una fragancia pútrida.

Centenares de alas multicolores celebraron mi regreso desde dentro de la jaula de las mariposas. Algunos gemidos resonaron en la cavidad llena de ecos del pozo. Las muñecas del desván bisbisearon a coro, recibiéndome. Incluso la polvorienta estatua de Máximo se inclinó un imperceptible milímetro, saludando al verdadero dueño de todo. Ah, qué gusto da llegar a casa.

En un principio no me hice notar. Prefería observar sin ser visto. Así, de paso, daba tiempo a mis siervos a cumplir mi encargo. Tomé asiento entre los dos actores principales, muy cerca de ambos, y me puse cómodo. Fue entonces cuando reparé en un detalle. Natalia tenía algo a los pies. ¿Una almohada? ¿Un saco de dormir? ¿La vieja muñeca por la que tanto cariño sentía? Puse más interés y lo miré directamente. ¡Era un bebé, apenas un recién nacido! No me costó adivinar de qué niño se trataba. Natalia se había atrevido a traer a su hermano, que apenas tenía dos semanas de vida, al acto de repudio. Sensacional.

Bajo la mirada atenta de su padre, que abría mucho los ojos y tenía los labios cuarteados de puro secos, Natalia tenía los brazos extendidos, las palmas de las manos paralelas al suelo y los dedos muy estirados. Una postura impecable, desde luego. Con los ojos cerrados y una arruga dibujada en la frente, recitaba muy lentamente el rito, paladeando cada una de las sílabas con una entonación perfecta y sin un error:

Non Draco Sit Mihi Dux

Vade Retro Eblus

Numquam Suade Mibi Vana

Sunt Mala Quae Libas

Ipse Venena Bibas[13]

Lo repitió seis veces, como es menester. Luego, volvió hacia arriba las palmas de sus manos y proclamó, con voz fuerte y segura:

—Yo te repudio, Eblus. Yo te rechazo, Eblus. Yo te expulso de mi cuerpo y de mi mente, Eblus. Yo te abandono, Eblus. Yo te detesto, Eblus. Yo reniego de ti, Eblus. Yo proclamo que nunca te he conocido, Eblus. Yo prometo que nunca más volveré a escucharte, Eblus.

Escuché sin la menor reacción, de principio a fin. No me afectaron sus palabras. No, por lo menos, como lo habrían hecho poco tiempo atrás. Al fin y al cabo, estaba libre del maleficio del amor gracias a que tres buenos amigos se habían preocupado por mí. Pero no puedo escribir, siendo fiel a la verdad, que todos aquellos juramentos pronunciados con tanto entusiasmo me dejaran indiferente.

Estaba hermosa Natalia a la luz de las velas. Había algo en ella que no lograba identificar, un brillo extraño en el pelo, o tal vez en la piel, y que me pareció nuevo, distinto. Tal vez fuera el color violeta de la bufanda que llevaba alrededor del cuello. No recordaba haberle visto nunca nada de ese color. Le sentaba muy bien.

—Ahora debes repetirlo tú —le ordenó Natalia a su padre.

Cosme, que nunca se caracterizó por ser muy espabilado, hizo lo que pudo. Olvidó la mitad de las frases y cambió el orden del resto. Toda una calamidad. Si por él hubiera sido, el ritual habría resultado un verdadero desastre.

Natalia enfocó de nuevo las palmas hacia el suelo y comenzó con la segunda parte.

—Te exigimos, Eblus, que salgas de nuestra vida. Te exigimos, Maléfico, que respetes nuestros cuerpos. Te exigimos, Dueño de las Sombras, que no envenenes el aire que respiramos. Te conminamos, Morador de lo Oscuro, a que abandones nuestras pertenencias. Te conminamos, Ser de los Mil Nombres, a dejar de fisgar en nuestros asuntos. Te conminamos, Amo del Abismo, a que…

De pronto escuché un revolotear torpe junto a mi oído, seguido de un chapoteo.

—¿Otra vez estás aquí? ¿No te cansas nunca de este lugar ni de esta idiota? —inquirió Kul, que estaba cubierto de barro de la cabeza a los pies y me miraba con los brazos en jarras. Echó un vistazo sesgado a Natalia y preguntó—: Y a esta, ¿qué le ha pasado? ¿Ha tenido un encuentro nocturno?

No supe a qué se refería mi antiguo ayudante y tampoco me importaba lo más mínimo. Lo único que quería era saber si había tenido éxito.

—¿Has encontrado a mis amigos? —pregunté.

—Te están esperando en el edificio del Cónclave. Querían asearse un poco antes de presentarse ante ti. Lo considero una decisión acertada. No veas cómo estaban. Sobre todo Kashar. Los estómagos de las ratas deben de ser lugares muy desapacibles. ¡Hasta tiene reuma!

Eché un vistazo a sus orejas y a los dedos de los pies para asegurarme de que todo estaba en su sitio antes de decir:

—Veo que esta vez han sido más amables contigo.

—A pesar de todo, no me son nada simpáticos, que lo sepas. —Me pareció que hacía un gran esfuerzo por no cubrir a mis dos efrits de improperios—. Y ahora, gran Eblus, si me lo permites, me retiraré a mis aposentos a aprovechar el golpe de fortuna que ha hecho de mí un complemento, lo que siempre soñé. ¿No te apetece que hagamos juntos el viaje, por no perder las costumbres?

—Prefiero quedarme, pero te lo agradezco.

El sapo volador realizó una graciosa reverencia y se alejó, dejándome de nuevo con mi espectáculo.

El rito había avanzado bastante durante este intermedio que solo lo fue para mí, puesto que ni el sapo ni yo mismo resultábamos visibles —y menos aún audibles— para Natalia y su padre. Ahora Natalia había agarrado al bebé y lo sostenía frente a sus ojos, ofreciéndolo sobre las palmas de sus manos. Tenía los ojos cerrados y había vuelto a la cantinela en latín.

Non Draco Sit Mihi Dux, Vade Retro Eblus

Todo estaba muy bien y era muy entretenido, pero me pareció que había llegado el momento de mejorar la función. Me hice visible a sus ojos. El padre de Natalia dio un respingo que por poco se sale del círculo. Lástima.

—¿Llamaban los señores? —pregunté, con una sonrisa encantadora, sin descruzar las piernas.

Natalia se mantuvo casi imperturbable. Percibí un ligero temblor en su voz cuando dijo:

—No le hagas caso, papá. Continúa. Si está aquí es porque lo estamos haciendo bien. Repite lo que yo diga. ¡Y no le mires!

Por supuesto, Cosme no atinaba a cumplir las órdenes de su hija. El terror formaba parte de su anatomía lo mismo que su páncreas o sus pulmones. La verdad es que no merece la pena aparecerse a miedosos como él, no dan ningún juego.

Muy profesional, Natalia continuó con su rito. Su hermano el bebé comenzó a gimotear mientras ella recitaba el conjuro de alejamiento.

—Te repudio, Eblus, en nombre de mi hermano Rafael Albás. Te rechazo, Eblus, en nombre de mi hermano Rafael Albás. Te expulso de mi cuerpo y de mi mente, Eblus, en nombre de mi…

Mejor me ahorro transcribir el resto. Este tipo de rituales se pintan solos para terminar con la tensión narrativa. Y a estas alturas, no puedo permitirme tal cosa. De modo que tendrás que imaginarte la parte que falta, lector.

—Buenas noches, Cosme —saludé, mientras Natalia pronunciaba lentamente las sílabas que ya sabes.

Cosme comenzó a temblar. No dijo nada, siguiendo las instrucciones que su hija acababa de darle.

—¿Osas negarme la palabra, excremento? ¿Ya no recuerdas de qué soy capaz? —rugí.

—¡No le mires, papá! ¡No le dirijas la palabra! ¡Eso es lo que quiere! ¡Mírame a mí!

Buena idea. También yo obedecí la orden. Mirar a Natalia es algo que nunca me ha costado. Y menos ahora, que percibía en ella aquel no-sé-qué distinto que no lograba identificar.

—¿Qué tal te fue con tu querido Bernal, Natalia? —pregunté, solo por jugar un poco con ella—. ¿Es buen amante?

Ni siquiera parpadeó. Continuó con sus letanías, con sus latines, siguiendo punto por punto el manual del perfecto oficiante. El repudio que estaba llevando a cabo terminaría con éxito, si ningún contratiempo lo impedía.

Mi duda en aquel momento era: ¿podía causar algún contratiempo que mereciera la pena?

Y, por encima de eso, aún otra cuestión: ¿me interesaba aquel ser arrugado y desagradable que berreaba en manos de su hermana? ¿No era hora ya de terminar con aquel interés por la familia Albás por el que había estado a punto de perderlo todo, incluida la cabeza?

Hacía tiempo que conocía las respuestas a esas inquietudes. Sabía que había llegado la hora de retirarse de aquel juego tan poco emocionante. Aunque antes de hacerlo, decidí concederme una mano más. Subir la apuesta solo con la intención de hacer zozobrar la firmeza de Natalia.

—¿Recuerda algo Bernal de vuestra noche de amor a ciegas? —pregunté, sin descomponer la figura.

—¡Cállate de una vez, Eblus! Y déjame en paz. ¿Qué más necesitas para darte cuenta de que no me interesas? ¿Quieres que lo escriba con mi sangre en un pedazo de pergamino hecho con piel humana?

Pensaba que a Cosme le daba un síncope de escuchar a su hija. Él debía de pensar lo mismo de mí, porque mi sangre comenzó a hervir de pronto.

Menos mal que ocurrió algo que liberó de tensión el ambiente. Mis mensajeros, muy felices por haber cumplido el encargo, se presentaron ante mí trayendo lo que les había pedido, que no era otra cosa que Rebeca. La hermana que faltaba se unió a nuestra animada reunión con su palidez habitual y en estado invisible. Llegado el momento, sería una buena apoteosis mostrarla a los suyos.

—Tu hermana te está escuchando, Natalia. ¿Hay algo que desees decirle?

Mi cambio de tema provocó en la oficiante un nuevo desconcierto.

—¡Estás mintiendo! ¡Es uno de tus trucos para retenerme! ¡Te he dicho que te calles!

«Qué poco se acercan las hembras humanas a las motivaciones de quienes las pretenden, he aquí la razón por la cual sus relaciones siempre tienden al naufragio», me dije. Menos alegre fue esta segunda meditación: «Y qué poco me conoces, criatura, después de las ocasiones en que te he mostrado mis vísceras».

En fin. No era momento para recrearse en paradojas y mucho menos en estúpidos sentimentalismos, de modo que planteé la cuestión al otro bando.

—¿Y tú, Rebeca? ¿Hay algo que desees decirle a tu hermana? Piensa que es tu última ocasión para hacerlo.

Rebeca, lánguida como suelen serlo los espíritus que no tienen un lugar donde refugiarse para siempre, dijo algo que yo transmití palabra por palabra. Creo que no fue del agrado de Natalia.

—Apártate de Bernal, hermanita. Bernal es mío.

—¡Ya no! ¡Tú solo estás celosa! —gritó Natalia, sin permitirme ni terminar.

—Allá donde vivo ahora los celos ya no importan.

La respuesta descolocó un poco a Natalia. Mientras se preparaba para responder, Cosme se había hincado en el suelo y repetía, llorando con una desesperación que no lograba conmover a ninguna de sus dos hijas:

—Dios, Dios, Dios, Dios…

Finalmente, Natalia halló su respuesta.

—Tampoco a mí me sirven de nada si no conmueven a nadie.

¡Bravo! ¡Me encantan los buenos diálogos!

—Entonces —zanjó Rebeca—, tú y yo compartimos la misma desgracia.

Natalia ardía de ira. Era tan intensa que podía notarla, hacía vibrar la tierra, impregnaba el aire de olor a podredumbre quemada. La última frase de su hermana, que yo transmití con la misma fidelidad que las otras, la dejó desconcertada. Lo pensó un momento, preguntándose qué había querido decir. Luego, se sobrepuso y continuó con el ritual de repudio. El pequeño Rafael Albás, ajeno a todo y muerto de hambre, berreaba cada vez con más ansia.

—¿No crees que deberías alimentarlo? —pregunté—. Va a herniarse de tanto llorar.

—Tiene razón, hija… —terció Cosme.

—¡Cállate! —bramó Natalia, completamente fuera de sí—, ¡nadie saldrá del círculo antes de que yo termine el ritual!

Pensó un momento, para retomar el hilo de los conjuros interrumpidos, y prosiguió. Estaba histérica.

—Te exijo, Eblus, que salgas de la vida de Rafael Albás. Te exijo, Maléfico, que respetes el cuerpo de Rafael Albás. Te exijo, Dueño de las Sombras…

Bla, bla, bla.

Si había llevado a Rebeca a aquella agradable tertulia no era solo para desconcentrar a Natalia. Lo había hecho para darle a la primogénita de la familia, mi presa codiciada y cobrada, la oportunidad de despedirse de los suyos antes de liberarla de su condición de espíritu errante. Con cobrármela en vida ya había sido suficiente, aunque del resto no tenía la culpa yo, sino el renacuajo putrefacto que ahora se pudría en el Infierno. Ahora tenía mejores planes para ella, aunque aún no había tenido tiempo de comunicárselos. Esperaba que le gustaran.

—¿Quieres despedirte de ellos? —le pregunté a Rebeca, intentando no escuchar los berridos de su hermana.

—De mi padre, sobre todo.

—¿Quieres hacerlo ahora?

Asintió.

—Y si puede ser, me gustaría que me viera.

No todo lo que es posible es conveniente, hace mucho que lo sé. Sin embargo, el último deseo de un espíritu en tránsito debe escucharse. Sobre todo si se trata de un espíritu que debe su tránsito a tu amable intervención en su vida. Es una cuestión de elegancia.

De modo que hice lo que cualquier Ser Superior con un mínimo de decencia hubiera hecho. Congelé la escena, dejé a Natalia y al bebé en suspenso y les otorgué a Cosme y a su hija mayor un tiempo precioso. Debo reconocer que Cosme estaba tan aturdido por todo lo que había ocurrido que ni siquiera se dio cuenta de que Rebeca iba desnuda y estaba algo maltrecha. O puede que la viera con otros ojos. No con los de la verdad, sino con los de la ilusión. Puede que sea habitual en el modo en que los humanos miran a sus hijos, no lo sé. Intercambiaron las palabras que para ellos eran realmente importantes (que nunca son muchas) y se despidieron entre lágrimas.

Luego, Rebeca se acercó a mí y dijo:

—Natalia ya no es humana.

Fueron sus últimas palabras antes de lograr la paz de los espíritus sedentarios.

Para acompañarla en su último viaje, me ausenté unos segundos. Cuando regresé al patio de la casona donde estaba teniendo lugar el desenlace de esta historia, lo hice con la discreción de lo invisible.

De modo que recuperamos las cosas donde las habíamos interrumpido: los chillidos de Natalia, el llanto del bebé y el pánico de Cosme. Y también mi admiración sincera ante el espectáculo que a pesar de estar tocando a su fin continuaba despertando mi interés.

Habría aplaudido al final del último conjuro si no hubiera sido por un detalle que me dejó paralizado del asombro. Al terminar, acalorada como estaba por el esfuerzo y la tensión, Natalia se libró de la bufanda de color violeta y le dijo a su padre, mirando hacia mí:

—¿Lo ves? Se ha marchado. Nos ha dejado en paz.

Fue entonces cuando vi las inconfundibles marcas en su cuello. Estaban a un lado, cerca de la clavícula, justo sobre la vena yugular. Dos orificios oscuros, separados entre sí como lo están dos colmillos bien afilados.

Até cabos. Aquella era la diferencia que yo mismo había percibido en Natalia, aunque no había sabido reconocer. Kul la había notado, y también Rebeca, tal vez porque eran observadores más neutrales que yo, por mucho que no quisiera aceptarlo. Supe en el acto a quiénes debía pedir cuentas, si es que deseaba hacerlo, y comprendí con cuánta sabiduría habían actuado, también esta vez, mis tres sabios amigos. Me habían librado a mí de la estupidez amorosa, pero al mismo tiempo habían convertido a Natalia en una criatura de la noche, un ser entre la vida y la muerte, una inmortal que para subsistir necesita sangre fresca. Alguien, desde luego, con quien tarde o temprano volvería a encontrarme.

Más temprano que tarde, por cierto.

Eché un último vistazo a la escena. Cosme estaba devolviendo al pequeño Rafael a su carrito. Natalia fingía estar a sus cosas. Borraba los círculos del suelo, se arreglaba el pelo, volvía a anudarse la bufanda. En realidad, no le quitaba a su hermano el ojo de encima.

Reconocí en el acto los pequeños indicios. Aquel brillo en su mirada. La salivación. La lengua recorriendo el labio superior.

Hambre.

Era de Natalia de quien debía cuidarse el pequeño infeliz, no de mí.

De Natalia.

Se marcharon caminando deprisa. Parecían satisfechos. Cosme iba más tranquilo, pobre ignorante. Natalia disimulaba.

Como todos los depredadores, ella estaba esperando su oportunidad. Había elegido una presa fácil.

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