Crypta

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III. El viaje » Capítulo 3

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Para un espíritu medio —y eso era yo ahora— es un gran honor que el Cónclave te mande llamar. No comportarse con la debida sumisión y el debido respeto a los Seres Superiores es una falta grave que se castiga con la muerte. Por supuesto, no acudir también.

Comencé a olerme que ocurría algo extraño un instante antes de llegar, cuando para entretener el viaje le pregunté a Kul cuál era su cometido en el Alto Órgano y me dijo que se encontraba desde hacía apenas un par de semanas a las órdenes de los Seres Superiores y que para ellos hacía de todo, desde limpiarles la mugre de debajo de las uñas hasta servirles tentempiés.

Fascinante. Se me consideraba de la misma categoría que la porquería o los canapés.

Hacía un tiempo de perros en Uruk. Es allí, muy cerca de Agadé, donde el Cónclave se reúne desde el mismo día de la Creación del Mundo. La leyenda dice que seis Seres Superiores se encontraron aquí en la noche de los tiempos y por pura diversión jugaron a crear cosas con la única finalidad de competir entre ellos. Intentaron impresionarse unos a otros modelando los seres más vistosos, los más grandes, los más feos, los más repugnantes. Así, a lo largo de aquella curiosa partida se fueron arrojando unos a otros murciélagos, lagartos, langostinos, ballenas, pavos reales o rinocerontes. Cuando quisieron darse cuenta, los bichos pululaban por el mundo en un orden desconcertado y ninguno de ellos sabía cuál era su lugar (ni su pareja). Para acomodarlos a todos, modelaron la Tierra para formar cordilleras, la hollaron para abrir abismos, la llenaron de agua para dar forma a los océanos. Un rato después, cuando ya solo les salían bichos desinspirados o idénticos a otros se echaron a dormir en este mismo lugar y no despertaron hasta cincuenta mil años más tarde. Cuando abrieron de nuevo los ojos soñolientos, repararon en que había muchos más bichos de los que ellos habían dejado, y decidieron inventar un depredador que pusiera un poco de orden en aquel nuevo mundo. Pero no consiguieron llegar a un acuerdo acerca de las características que debía reunir aquel asesino en potencia. Unos decían que debía tener garras descomunales y otros decían que precisaba un cerebro más desarrollado, para gobernar el mundo con su crueldad y su saña. Como no hubo modo de llegar a una decisión conjunta, resolvieron escoger a uno de ellos para que dirimiera la cuestión. Fue así como eligieron al primer Gran Señor de lo Oscuro, sobre el que recayó la responsabilidad de crear el ser más cruel que se hubiera visto hasta entonces sobre la faz de la Tierra. Resultó elegido el Gran Lucifer, y a la criatura que modeló con sus propias manos la llamó Adán.

Pero me estoy yendo por las ramas.

Regresemos a mi llegada a Uruk, lector. No es cosa de distraernos con historias que ya todo el mundo conoce.

Kul me dejó en la puerta de atrás, la que se destina a visitantes de rango inferior. Comprobé mi aspecto (presentarse desaseado ante un Cónclave es una falta muy grave) y me enorgullecí de llevar mi gabán de terciopelo negro, que lucía como nuevo. Había elegido aquella indumentaria para impresionar a Natalia, pero serviría también en esta otra ocasión. Un par de efrits me esperaban a la entrada para conducirme hasta la recepción. Me miraron de arriba abajo. A punto estuve de lanzar sobre ellos una vaharada de fuego, pero me contuve pensando que no me convenía perder los modales tan pronto. Me comporté como si no me diera cuenta de nada mientras les seguía por el pasillo hasta el ascensor.

¿Dónde estarían ahora Sakhar y Kashar, mis dos fieles ayudas de cámara, efrits también, que me sirvieron durante todos los años en que formé parte del Cónclave y con quienes, a pesar de las diferencias de rango, entablé una amistad sincera? ¡Nos lo pasábamos tan bien contándonos historias! ¿Era posible que siguieran trabajando en Uruk? ¿O tal vez mi expulsión les había deparado también a ellos el peor de los destinos?

—Ya no están aquí —contestó la voz rotunda del chambelán.

El ascensor acababa de abrirse y el viejo funcionario acudía a saludarme, tal vez aquejado de un inútil ataque de nostalgia. Alejó a los dos efrits de un manotazo (uno de ellos cayó dentro de un jarrón) y echó a andar por el corredor, sin mirarme siquiera.

—Tus dos ayudas de cámara fueron humillados el mismo día que tú —especificó—. Sakhar fue castigado a regresar al océano, donde deberá permanecer mil años dentro de una urna sellada con platino. ¡No envidio al pescador que encuentre la urna por casualidad, si es que hay alguno! Con respecto a Kashar, fue tragado por una rata y condenado a dar vueltas en su estómago durante otro milenio.

La compasión no es una de las emociones que mejor conozco, debo reconocerlo, pero debía de estar en horas bajas, porque la sentí hacia mis antiguos ayudantes. Habían sido colaboradores dispuestos y rápidos, que no descuidaban ni un detalle de cuanto se esperaba de ellos, y ahora habían sido castigados por algo de lo que solo yo era responsable. ¿Acaso tenían razón mis antiguos acólitos cuando alababan mi benevolencia con los más pequeños? ¿O es que me estaba volviendo un blando?

—Tal vez te estás dando demasiados aires —añadió el chambelán, quizá leyendo mis pensamientos, y me hizo un gesto para indicarme que penetrábamos en la «zona de silencio».

A partir de ese punto estaba totalmente prohibido pronunciar una sola palabra. A los Seres Superiores no les afecta tal prohibición, puesto que poseen el don de la telepatía, que les sirve para husmear en los pensamientos de los demás y también para comunicarse. El arte de intervenir en las conversaciones ajenas está al orden del día en el Cónclave. Para mi desgracia, perdí ese don en el momento en que fui rebajado, de modo que debía tener cuidado con lo que pensaba a menos que no me importara hacer partícipe de ello al chambelán, quien, por otra parte, es uno de los mayores profesionales que he conocido: lleva cincuenta mil años desempeñando su oficio con la misma angustiosa expresión de desinterés absoluto.

En la zona de silencio, media docena de efrits (me pareció que todos femeninos) terminaron de prepararme. Cepillaron mis ropas, peinaron mi cabellera y lustraron mis zapatos. Luego, dejaron caer sobre mis hombros una túnica de saco, negra y áspera, rematada con una caperuza que me cubrió la cabeza. Lamenté no poder conservar mi aspecto atildado y a la moda para presentarme ante los Altísimos Señores, pero comprendí que los seres rebajados no estamos en disposición de exigir nada (y tal vez tampoco de seguir la moda). No podía evitar sentir una punzada de angustia por lo que me esperaba dentro del círculo, lo que diría Ura cuando volviera a verme o cómo me las arreglaría para contener el deseo de destripar a Dhiön. Pero, sobre todo, me preguntaba para qué había sido convocado, qué podían querer los poderosos de mí, un vulgar espíritu medio recién expulsado.

Cuando el chambelán comenzó a andar, indicándome que le siguiera, comprendí que muy pronto iba a saberlo. Recorrimos el pasillo de piedra, decorado con los rostros tallados de los seis espíritus originales, y nos detuvimos frente al gran portón, que justo en ese instante comenzaba a abrirse para mí. El chambelán se detuvo, dándome a entender que a partir de aquel punto debía continuar solo, y lo hice con pasos pequeños y con la cabeza gacha, como manda el protocolo.

Igual que la primera vez que entré en la sala del Cónclave, el espeso silencio y la oscuridad casi absoluta me sobrecogieron. Me adentré en ellos como quien entra en el mar. Esperé a que uno de los ujieres de sala me indicara —con tres golpes de su vara— que había llegado al centro de la circunferencia, y allí me detuve, impávido, con la espalda recta y la cabeza gacha, esperando a que se me autorizara a hablar.

La espera se me hizo eterna. Sentí los cinco pares de ojos clavados en mí como doce aguijones helados. Aunque no podía verlos, sabía perfectamente quién era cada uno. Justo frente a mí estaba Ura, el presidente del Cónclave, encargado de otorgar la palabra y dirigir las sesiones. A su derecha, en primer lugar, el viejo Them, a quien todos llaman «el anciano». A mi espalda, el linajudo Phäh, siempre preocupado por las apariencias. Al otro lado, el noble Rufus, con su habitual mueca de desprecio. A la izquierda de Ura, Dhiön, mi enemigo, cuyo placer al verme arrastrándome a sus pies podía percibir a la perfección. Mi sitial, entre Them y Phäh, continuaba vacío, y verlo de nuevo me produjo mucho más dolor del que había supuesto. Por un instante volvió a mí la rabia que sentí en el momento en que fui rebajado, mientras era privado de mis ropas nobles y obligado a contemplar la destrucción de mi nombre grabado en la piedra. Logré contenerme. No debía mostrar debilidad bajo ningún concepto. Además, debía controlar mis pensamientos en todo momento, para no darle a mi enemigo ninguna ventaja sobre mí.

Escuché la voz de Ura susurrar:

—El recién llegado debe saludar.

Procuré que mi voz sonara alta y clara cuando obedecí la orden como debía (lo cual no significa que me hiciera ninguna gracia):

—El espíritu medio Eblus, su humilde esclavo, saluda a los Seres Superiores y promete sumisión a cuanto deseen ordenarle.

Acompañé mis palabras con una reverencia teatral que, pensé, iba a ser del agrado de más de uno.

Dhiön cuchicheó algo al oído de Ura y acto seguido el presidente de la sala dijo:

—Se conmina al rebajado Eblus a que repita el saludo de rodillas.

La rabia me ardió en el estómago, aunque no me sorprendió. Sabía que podía esperarlo todo de aquella sanguijuela viscosa. Me concentré en dominar mis pensamientos, hinqué mis dos rodillas en tierra, bajé la cabeza más aún y repetí lo que ya había dicho. Se hizo un silencio absoluto.

Ura lo rompió con una nueva orden:

—Nuestro Hermano en la Superioridad Dhiön desea escuchar una crónica de los progresos de la misión que te fue encomendada.

«¿Para eso me han hecho venir? ¿Para que les cuente cómo hago los deberes?», me pregunté. No, sabía que no era eso. Procuré que mi voz no sonara como la de un ser humillado.

—Con el debido respeto, Seres Superiores, apenas he tenido tiempo de conseguir resultados. He entablado contacto con los constructores de la catedral de Saint John the Divine, de Nueva York, y creo que podré evitar que la obra prospere. También vigilo las obras de la Sagrada Familia de Barcelona. Gracias a las influencias ejercidas sobre ciertos funcionarios municipales logré que una nueva línea de tren pasara justo por debajo del templo. Creo que es solo cuestión de tiempo que consiga…

Una voz atronadora me interrumpió.

—Todo eso son logros ínfimos, basura del desierto. ¿Eso es todo lo que tienes que ofrecernos? ¿Se puede saber en qué has ocupado tu tiempo?

Reconocí al instante la voz de Dhiön. Puse todo mi empeño en controlar mis instintos asesinos que, por otra parte, no me servían de nada en ese momento. No contra un ser de mayor rango. Y menos aún en el Cónclave.

Procuré abstraerme y cumplir con mi deber, que era contestar. Ninguna pregunta formulada por un Ser Superior debe quedar jamás sin respuesta. Me apresuré a atender los requerimientos del impertinente moho de pantano antes de que me buscara más problemas:

—Me temo que no tengo nada más por ahora, Ser Superior, vuestro esclavo os pide humildemente disculpas y os promete mejorar en el futuro, para hacerme merecedor de vuestra confianza.

No sé cómo no vomité al pronunciar estas palabras. Por otra parte, hasta yo debía admitir que no me había esforzado mucho últimamente en cumplir los designios del Cónclave. Había estado demasiado ocupado en autocompadecerme y en pensar en Natalia.

—He dedicado mucho tiempo a la misión que se me encomendó, Ser Superior. Solo que en mi nueva situación como ser rebajado, los desplazamientos son costosos.

Sabía que esa nueva humillación aplacaría a Dhiön. Aunque solo fuera por un instante. Escuché otro cuchicheo en la sala. Supe que Dhiön estaba más inquieto que de costumbre y lo interpreté como una buena señal. En efecto, Ura no tardó en tomar de nuevo la palabra.

—El Hermano en la Superioridad Dhiön desea saber si ha prosperado tu relación con la mortal Natalia.

—La relación ha prosperado, Ser Superior. Su humilde esclavo le agradece al Ser Superior Dhiön su sincero interés —dije, sin que la voz me temblara ni un ápice.

Hubo más susurros, pero esta vez Ura no debió de atenderlos. Por el contrario, dijo:

—Bien, dejémonos de cuestiones sentimentales que en absoluto interesan a este alto organismo y centrémonos en el motivo principal por el que has sido requerido, espíritu medio Eblus.

Escuché en una expectación creciente.

—Con la intención de facilitar tu ascenso, y dado que no pareces tener mucho éxito en la cuestión de las iglesias, los Seres Superiores hemos decidido encargarte otra misión.

¿Con la intención de facilitar mi ascenso? Hubiera creído sinceras las palabras de Ura, que siempre me tuvo simpatía, si Dhiön no hubiera formado parte del Cónclave.

—Hemos tenido noticias —continuó Ura— de que el Gran Ujah se encuentra retenido en el Infierno en calidad de huésped de Ábigor, el rey de las huestes infernales. Todos sabemos lo difícil que resulta tratar con el caprichoso y cambiante Ábigor. El Cónclave ha enviado varios emisarios con el fin de hacerle razonar, pero no ha consentido en hablar con ellos. Al último lo echó en una sopa de tortillas de maíz y lo sirvió para cenar. —Hizo una pausa, llegado a este punto—. Tu misión consistirá en hacer una visita al Infierno y lograr que Ábigor libere al Gran Ujah para que así este pueda atender sus obligaciones, que se acumulan desde hace demasiado tiempo.

La cabeza me daba vueltas: ¿los Superiores me encargaban liberar al Señor Absoluto? ¿A mí, un simple espíritu medio? ¿Dónde estaba el truco? ¿Cuál era la trampa?

Tan atribulado estaba por mis dudas que me olvidé del control mental. Escuchaban mis pensamientos.

—No te preguntes cuál es la razón por la que ponemos en tus manos, rebajado Eblus, una misión de tanta importancia. Debo confesarte que, a pesar del aprecio que he sentido por ti y del estupendo trabajo que has desarrollado a lo largo de tu carrera, nunca se me hubiera ocurrido llamarte para esto. Particularmente, soy de la opinión de que insultaste a esta institución al cambiar tu sitial por la vida de una vulgar mortal, y la decepción es una herida que tarda mucho más en cicatrizar que la rabia o el dolor. De modo que no ha sido por mí que has sido convocado, sino por Dhiön. Ha sido él quien nos ha hecho ver que tu relación con el difícil Ábigor viene de antiguo y puede ser decisiva en este caso. Y también, con no poca generosidad, ha hecho notar que tu condición de ser rebajado que desea recuperar su perdido estatus podía llevarte a trabajar con entusiasmo. Y mucho me temo que para esta misión se necesita mucho entusiasmo, Eblus. Así que es a Dhiön y a nadie más a quien debes el honor de esta oportunidad única que se te ofrece, de un modo totalmente irregular. Creo que harías bien en agradecérselo como merece.

Sabía muy bien a lo que estas palabras me obligaban. «Agradecérselo como merece» en un lugar como aquel solo significaba una cosa.

Sin erguirme ni un centímetro y sin levantar las rodillas del suelo repté como pude hasta el sitial de Dhiön. Me incliné completamente, hasta que mi frente rozó la punta de sus zapatos. De mi boca salieron unas palabras que me hicieron sentir repugnancia de mí mismo:

—Agradezco tu generosidad por la oportunidad que me das, Ser Superior Dhiön. Tu humilde esclavo no lo olvidará jamás y te deberá lealtad hasta la muerte.

No todo era mentira. Desde luego, no olvidaría jamás cuanto estaba ocurriendo. No decía la muerte de quién. Las palabras y su ambigüedad, qué delicia. Guardaría buena cuenta de todo lo que le debía a aquel gusano descompuesto. Cuando terminé con ese enojoso trámite del agradecimiento, regresé al centro del círculo, donde permanecí de nuevo de rodillas y con la cabeza gacha, en espera de instrucciones. Aunque no haya dicho nada hasta ahora, supongo que no resulta difícil hacerse una idea, impávido lector, de lo que aquella actitud rastrera flagelaba a un alma noble y orgullosa como la mía.

A pesar de todo, la reunión no había terminado. Se me había encomendado una misión, pero faltaba la parte más importante, la única que realmente revestía para mí algún interés: la contraprestación. Cada vez que el Cónclave asigna una misión a un ser de su confianza, le otorga ciertas ventajas que garantizan una parte del éxito. Armas, poderes, acompañantes, cabalgaduras… O, según la importancia del encargo —y este era realmente importante—, todo al mismo tiempo. De modo que esperé a que llegara esa parte, ansioso por recuperar una porción de los poderes que había perdido.

—¿Albergas alguna duda que podamos resolver, espíritu medio Eblus? —preguntó la voz de Ura.

Me desconcerté. Esa pregunta debía venir al final, una vez me hubieran beneficiado con lo necesario para llevar a cabo la misión. El protocolo del Cónclave es muy rígido, y la memoria de Ura, prodigiosa. Que la pregunta se formulara en ese momento solo quería decir una cosa: que no pensaban otorgarme ningún beneficio especial. Para ellos era un proscrito, un espíritu totalmente prescindible. A nadie preocupa que no tenga éxito un ser irrelevante. En otras palabras: el Cónclave me estaba mandando a la muerte.

Decidí jugar la única carta que me quedaba. La de la compasión.

—Deseo pedir algo a los Seres Superiores, si se me permite el atrevimiento.

—Te escuchamos —dijo Ura.

—Soy consciente de que mi vida no tiene ningún valor después del error que cometí. Sin embargo, la del Gran Ujah es valiosa para todos nosotros. Con las armas de que dispongo, difícilmente podré defenderla de cualquier ataque. Por eso os solicito humildemente que me sea concedida alguna ventaja que garantice el éxito de la misión que me habéis encomendado. Si lo consideráis demasiado atrevimiento, Seres Superiores, pongo a disposición mi vida desde este mismo instante.

Una voz destemplada se impuso al resto.

—Un espíritu rebajado no tiene derecho a ostentar armas, basura.

Por supuesto, volvía a ser Dhiön. Mi humildad le revolvía las tripas. Por lo menos, en algo estábamos de acuerdo. Sabía que mi discurso encendería su cólera del mismo modo que sospechaba que conmovería al justo Ura.

—El espíritu medio tiene razón —dijo el presidente—, no podrá salir del Infierno, y puede que ni siquiera entrar, si no le ayudamos un poco.

—¡Me niego a conceder poderes a un degradado! —exclamó Dhiön.

Por una vez, otro de los Superiores tomó la palabra. Fue Phäh, recién salido de su letargo. Dijo:

—Ura tiene razón, Hermano en la Superioridad Dhiön. En su estado actual no tiene ninguna posibilidad. El Infierno es un lugar peligroso.

—¡Que nuestro comisionado conoce bien! —replicó el moho—, ¡solo está intentando conseguir poderes que no merece, chantajear al Cónclave con sus malas artes de genio del desierto!

Estas palabras fueron lo mejor que había ocurrido hasta ese momento, una chispa de felicidad, un motivo para la esperanza. Dhiön había tenido que recurrir a recordarles a todos mis modestos orígenes, qué magnífica señal. Aunque procuré que el alborozo no se me notara en absoluto.

—Está bien. Votaremos —sentenció Ura, salomónico—. Yo lo hago a favor de ofrecer alguna ventaja a nuestro comisionado. Expresaremos nuestra decisión en voz alta, para que no haya disputas ni errores. ¿Te importa repetir tu parecer, Ser Superior Dhiön?

—Por supuesto. Soy contrario a dar ventajas a esta comadreja.

—¿Them?

—Yo no veo mal que disponga de ciertos poderes, siempre y cuando no sean muy extensos. El Gran Ujah merece que nuestro empeño no sea ridículo.

—¿Phäh?

—Creo haber dejado claro que estoy a favor de otorgarle ciertos privilegios.

—¿Rufus?

—Ni siquiera sabemos qué está haciendo el Gran Ujah en el Infierno. Puede que solo esté de vacaciones. Voto en contra de otorgar poderes de ninguna clase al espíritu medio. En mi opinión, nos ha dado motivos sobrados para retirarle nuestra confianza.

—Bien —concluyó Ura—, los resultados de la votación arrojan dos votos negativos contra tres positivos. Y entre estos, los hay más entusiastas que otros. Tal vez lo más acertado sea seguir el consejo del Hermano en la Superioridad Them y otorgar a nuestro comisionado alguna ventaja, pero muy limitada.

Aquella opción no satisfizo a todos los presentes (y mucho menos a mí), pero fue un avance.

—Así pues, este consejo te otorga los poderes ilimitados de que gozabas siendo un Ser Superior, con la única excepción de los contratos con humanos… —dijo Ura, elevando la voz.

Dhiön ya iba a protestar (y yo no daba crédito) cuando el presidente añadió:

—… pero solo durante los diez minutos que preceden a la medianoche y los diez minutos que suceden al mediodía. El resto del tiempo tendrás los dones que corresponden a tu rango.

Se hizo un silencio espeso y prolongado, que nadie rompió. Eso significaba que la decisión estaba tomada por mayoría.

—Ah, una cosa más —dijo Ura—. Te otorgamos también un acompañante.

Contuve la respiración. Si me asignaban un dragón o un unicornio sería una suerte inmensa. Aunque, por experiencia, sé que en las cuadras de Uruk hay muchos bichos inútiles y muy pocos que realmente puedan servirte de algo en una situación de necesidad.

Por desgracia, no era un bicho.

—Irá contigo Kul, en calidad de paje —añadió Ura.

Menuda faena. Ni queriendo habría podido encontrar una compañía peor para ir al peor de los sitios. Aunque, por lo menos, volaba. Algo es algo.

—Por supuesto —continuó Ura—, esta nueva misión no te libera de la anterior. El asunto de las iglesias sigue siendo de tu incumbencia. Esperamos que le prestes más atención que hasta ahora, dicho sea de paso. Solo nos queda desearte mucha suerte, Eblus. Quedas emplazado a rendir cuentas de tu trabajo ante este Cónclave dentro de treinta días a contar desde este mismo instante.

No pude evitar escuchar el susurro de Dhiön. Lo dijo con deleite, casi con pasión (toda la que puede demostrar un bicho acuático y de sangre helada como él):

—Suponiendo que sobrevivas.

Luego, Ura puso fin a la audiencia con una orden para mí:

—Ahora retírate, Eblus.

Ni siquiera tuve tiempo de agradecérselo cuando Dhiön intervino de nuevo:

—No, no, que se retire de rodillas, como corresponde a su estatus.

Creo que dejé escapar un bufido. Fue el odio, que ya no soportaba estar aprisionado por más tiempo. Me despedí como ordena el protocolo. Es decir, humillándome de nuevo:

—Vuestro esclavo y servidor, el espíritu medio Eblus, os agradece la confianza que ha recibido y se despide respetuosamente, Seres Superiores.

Y dicho esto, salí sin erguir la cabeza ni darles la espalda, arrastrando las rodillas por el áspero suelo de piedra, una y otra vez, tragándome la humillación y la vergüenza, y repitiéndome a cada nuevo movimiento que no descansaría hasta ver a Dhiön arrastrarse de aquel modo ante mí, que no estaría en paz conmigo mismo hasta que escuchara salir de su boca de anguila una súplica tras otra, que no me daría por satisfecho hasta paladear el divino placer de negarle todas y cada una de sus peticiones.

Sin excepción, sin clemencia, sin piedad.

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