Crypta

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III. El viaje » Capítulo 4

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Nunca me ha espantado el mucho trabajo, ni siquiera cuando es arbitrario y tiene como única finalidad eliminarme. Tampoco soy amigo de dejar las cosas a medias. Más bien me caracterizo por un rigor profesional que lleva a la desesperación a todos mis ayudantes. No perdono una falta ni doy tregua. De otro modo, nunca habría llegado a donde estoy. ¿O tal vez debería decir donde estuve?

Cuando salí del Cónclave, de nuevo por la puerta destinada a los seres de rango inferior, encontré a mi nuevo compañero Kul entretenido en limpiarse la suciedad que se acumulaba bajo sus uñas. Nada más verme dio un respingo, se acercó a mí con un trote torpe y dijo:

—¿Nos vamos ya al Infierno?

Le pedí que no corriera tanto, porque antes de comenzar a trabajar había algunos asuntillos que debía resolver. Saltó, contento, y preguntó:

—Entonces, ¿a dónde vamos?

Consulté la hora en el gran reloj solar de la fachada. Eran poco más de las seis de la tarde. Faltaban aún varias horas para que pudiera disfrutar de mis primeros diez minutos de poderes recobrados, así que, mientras tanto, consideré muy oportuno aprovechar el amable ofrecimiento de mi amigo el geniecillo de las alturas. Por algún motivo que no sabría precisar, su olor había dejado de ofenderme. ¿Tal vez se había lavado en ese interludio? ¿Se habían acostumbrado mis fosas nasales a su fétida compañía? ¿O es que ahora me resultaba más simpático que antes y ya no le juzgaba con la misma severidad?

Le pedí a Kul que me devolviera a la casona de los Albás, en la frontera entre Sádaba y Layana, exactamente el lugar donde me había encontrado.

—¡Eso está hecho! —replicó, diligente, antes de levantar el vuelo y llevarme con él.

Es curioso que, tan aficionados como son los seres humanos a mesurar todo lo que guarda alguna relación con los demonios, nunca ninguno se haya preocupado de estudiar a qué velocidad vuelan las diabólicas criaturas. ¡He aquí un tema que sí merece interés!

En primer lugar, hay que aclarar que el vuelo de un espíritu no se parece al de un ave ni al de un insecto ni mucho menos al de ningún artefacto inventado por el hombre. Es un vuelo que podríamos calificar de etéreo, casi astral y, por tanto, en ninguna de sus partes dominado por las rígidas leyes de la física. Los seres de la Oscuridad nos despojamos del cuerpo al despegar y volvemos a recuperarlo con el aterrizaje. Eso permite que seamos criaturas rapidísimas, casi ultrasónicas, capaces de dar una vuelta completa a la Tierra en algo menos de un cuarto de hora. Del mismo modo podemos desplazarnos por los pasadizos subterráneos (y eso incluye hipogeos, cuevas y aparcamientos), pero sería largo y tedioso explicar ahora cómo lo hacemos.

Además, lector, no hay tiempo: volvemos a estar en el alféizar de la ventana del desván de las muñecas, y allí dentro, dormida en el diván, se encuentra Natalia, custodiada por las docenas de muñecas de Zita y por mis tres ayudantes.

Exactamente como deseaba encontrarles.

Me pareció apropiado darle una propina a Kul, recomendarle algunos bares de la zona y pedirle que regresara por la mañana. Me lo agradeció con un brinco y un meneo de su rabo atrofiado.

—Hasta la vista, Eblus —dijo, contento, antes de levantar el vuelo de nuevo.

Enardecido por el buen humor del volátil, me dispuse a entrar de nuevo donde me esperaba Natalia, pero antes me peiné con los dedos, apartando gruesos mechones de mi frente, y me alisé los faldones de la chaqueta.

—Ya estás aquí —dijo ella, despertándose despacio—, ¿ha ocurrido algo?

—Nada importante, en realidad. ¿Te encuentras bien?

Asintió, desperezándose. Afuera estaba comenzando a anochecer. Les di el resto de la noche libre a mis tres lacayos (que no se fueron a ninguna parte), me serví algo de beber, me senté frente a ella y crucé las piernas.

—¿Por dónde íbamos…? —pregunté, solo para retomar el hilo de mis pensamientos—. ¡Ah, sí! Creo que acababa de contarte con detalle qué tipo de criatura soy. No sé si comprendes bien lo que eso significa.

Ella no contestó. Tomé su silencio como una invitación a decirle lo que tanto deseaba.

—Cuando se tienen cuatro mil setecientos diez años es difícil tener la oportunidad de conocer cosas nuevas. Es lo peor que tiene vivir tanto tiempo, antes o después te das cuenta de que todo son repeticiones interminables de lo mismo. Pierdes curiosidad por todo. En realidad, no hay nada nuevo, ¿comprendes? Nunca.

Natalia me miraba sin parpadear.

—Pues bien. Quiero que sepas, mi querida niña, que lo que voy a decir a continuación incluso a mí me desconcierta: me ha ocurrido algo inaudito, de lo que nada sabía, que no esperaba, y que me ha agarrado por sorpresa. Por primera vez en una infinidad de tiempo, no reconozco lo que me ocurre. Nunca antes había experimentado nada parecido. Por un lado, disfruto con la novedad, y por otro, dudo si se debe a un desliz, a un error por mi parte. Solo sé que me siento mejor que nunca y que la euforia me arma con la fuerza de un titán. Soy insignificante a los ojos de los Superiores, pero jamás me había sentido tan fuerte. Y mi fuerza nace dentro de mí, en mi pecho, en el estómago, qué sé yo, en lo más profundo del ser depravado que siempre he sido. Y todo esto te lo debo a ti, Natalia, y solo a ti.

Adiviné por el modo en que me miraba que deseaba saber qué extraño fenómeno estaba sufriendo. Me apresuré a contárselo, eligiendo las palabras con cautela, para no asustarla demasiado. Pero como no se me ocurría nada elocuente que decir, tomé prestada una cita de un diablo amigo mío:

—«El más dulce de los sentimientos embriaga un corazón que nunca había sentido nada» —dije.

Mi amigo vivió en el siglo XVIII. Tal vez ese fuera el problema. Natalia no me comprendió. Siguió mirándome sin decir ni media palabra, esperando a que yo continuara. Lo hice, de un modo más comprensible.

—Me he enamorado, Natalia. No tengo mucha práctica en sentir estas cosas y mucho menos en decirlas, de modo que todo esto es muy incómodo para mí. El amor embriaga pero también debilita, y yo no soporto sentir esta flojera general. ¿Me sigues, querida?

Comprendí que no, y pensé que sería mejor hablar más claro todavía. Necesitaba que lo supiera.

—Te amo, niña mía. Haría lo que fuera por ti. Te daría incluso lo que no poseo.

Mis tres ayudantes, a quienes las palabras rescatadas del siglo XVIII también habían dejado fríos, prorrumpieron de pronto en una ovación entusiasta. Me hicieron sentir tan ridículo que los expulsé a patadas, gritándoles que se fueran a molestar a otra parte.

Y es que, bien pensado, ¿hay algo más patético que un diablo declarándose a una adolescente? ¿Cómo podía caer tan bajo y ni siquiera importarme?

El problema del amor, lo sabe bien todo el que alguna vez ha padecido este enojoso mal, es que resulta ridículo para todo el mundo excepto para el afectado. Cuando sientes tu corazón inflamado de deseo y de pasión, no te detienes ni un segundo a analizar si la imagen que te devuelve el espejo es en realidad la tuya. Eso me ocurría a mí por aquel entonces. Había enloquecido por Natalia de tal manera que llegué incluso a olvidarme de quién era en realidad. Debo añadir que no me siento orgulloso de mi comportamiento.

—No digas nada aún —me adelanté—. Quiero proponerte algo. Algo así como un trato. Los seres de la Oscuridad podemos contraer matrimonio con mortales. Al hacerlo, todos nuestros poderes se traspasan también a nuestra pareja. Eso significa que serás muy poderosa, Natalia. Tendrás cuanto gustes. Belleza, fama, dinero, sabiduría… Y juntos —aquí viene lo más interesante— podremos aspirar a cualquier cosa. Seremos invencibles.

Ella repitió en susurros algunas de mis palabras:

—Belleza, fama, dinero…

—¡Y mucho más! ¡Tendrás todo lo que se te antoje! ¡Puedo conseguirlo para ti!

—Pero ¿no dijiste que tus poderes habían menguado? ¿Que no eras el Ser Superior que yo conocí de niña?

Me alegró comprobar que me había escuchado, que algo de mi historia había calado en su conciencia.

—Lo dije, sí. Es una situación que, si todo sale como espero, será pasajera. Fui degradado por hacer ciertos favores poco usuales.

De nuevo callé, llegado a este punto, la parte fundamental. Los favores poco usuales fueron evitar que Dhiön saltara sobre Natalia como hizo luego sobre Rebeca. Es decir, que me degradé por salvarle la vida. O tal vez por un mero acto de egoísmo: por preservar su vida para mí. ¿No es siempre el amor una cuestión de mero egoísmo, al fin y al cabo? Proseguí:

—En este momento vuelvo a ser un espíritu medio, pero del mismo modo que lo conseguí una vez, seré capaz de lograrlo ahora. Me siento mucho más capacitado que entonces. Y soy más viejo y más experimentado. Recuperaré mi sitial y el lugar que me corresponde. Y puede que no tarde en llegar a lo más alto. Mi ambición no ha menguado. Nunca ha conocido límites.

En mi ánimo, mientras pronunciaba estas palabras, había un pedazo de hielo. Era cierto que una vez conseguí llegar arriba solo por mis méritos, pero también lo era que en aquella ocasión no había ningún enemigo mucho más poderoso que yo dispuesto a devorarme a cada paso. Esta vez Dhiön no iba a ponérmelo fácil y yo lo sabía. Existían muchas posibilidades de que no lo lograra. Aunque solo de pensar en Natalia me olvidaba de todas ellas y me sentía de nuevo invencible. Creo, por cierto, que jamás he sido más vulnerable que entonces. Aunque ahora no estoy hablando de Dhiön.

Por toda respuesta, ella miró hacia fuera, más allá del cristal de la ventana, y dijo:

—Es muy tarde. Tengo que irme.

Se levantó y comenzó a ponerse el abrigo. La ayudé, haciendo alarde de esos modales galantes que tanto encandilan a las hembras humanas. Luego le ofrecí mi brazo para bajar la empinada escalera de madera. Recorrimos los dos pisos calcinados del viejo caserío paladeando el silencio, disfrutándolo. Cuando salimos al jardín caminamos sin prisa, ella agarrada a mi brazo, yo sintiendo que el mundo me pertenecía un poco más solo porque ella estaba a mi lado (qué sentimiento más idiota).

No habíamos recorrido más de veinte pasos de aquel circunspecto modo cuando recordé los poderes provisionales que me había otorgado el Cónclave y le pregunté:

—¿Qué hora es?

Natalia sacó el móvil del bolsillo, miró la pantalla iluminada y me dijo:

—Las 11.47.

Ni me lo pensé:

—Si puedes esperar cinco minutos, me gustaría mucho enseñarte algo.

—Es que mis padres se van a… —se interrumpió, tropezó con mis ojos fijos y suplicantes y se corrigió—: Está bien, cinco minutos. Espero que valga la pena.

Me preguntaba de qué modo me daría cuenta de que mis dones habían vuelto a mí cuando comencé a sentir un cosquilleo que me subía por las extremidades. En cuestión de segundos, era como si estuviera poseído por una fuerza descomunal. Ah, qué sensación tan maravillosa, casi la había olvidado. Cuando sonreí supe que algo había cambiado también en mi expresión, puesto que Natalia me miraba fijamente, como si estuviera asustada.

—¿Qué ocurre? —preguntó.

—Nada, querida. Acompáñame. Por aquí.

Caminamos hasta el borde del sendero, allí donde el camino dejaba paso a la vasta extensión de terreno que alguna vez conformó la finca de los Albás.

Me concentré en la tierra, donde a la luz de la luna se veían los escuálidos tallos que mis ayudantes habían sembrado por todas partes, cumpliendo mis órdenes. Eran rosales de rosas rojas, pero si nadie les ayudaba tardarían varios meses en florecer. Extendí las manos, los miré con fijeza y me dispuse a proporcionarles un poco de ayuda.

—Prepárate para ver algo imposible, mi querida Natalia —anuncié.

En ese mismo instante, los tallos de los arbustos comenzaron a crecer, como si buscaran una luz inexistente. Surgieron nuevos brotes de la nada y al instante ya se estaban desarrollando como ramas, se hacían robustas, se partían en dos, se llenaban de espinas, adquirían una consistencia leñosa y de pronto en su extremo surgía un pequeño bulbo que al momento se convertía en un capullo verde y diminuto, comenzaba a engordar, eclosionaba, y en un instante ya era una hermosa rosa de color sangre y textura de terciopelo.

En menos de tres minutos, la extensión de tierra que rodeaba la casa, hasta donde alcanzaban a ver los ojos de Natalia, se había cubierto de rosales repletos de rosas rojas.

—¡Es increíble! —exclamó ella, emocionada.

Se acercó a una de las flores y la olisqueó, cerrando los ojos.

—Qué bien huele. ¿Son de verdad?

—Acepta esta rosaleda, querida niña, como prueba viva del amor que siento por ti. Mientras este sentimiento perdure, las rosas estarán vivas y olorosas, solo para que tú las disfrutes. Y desde este momento, este lugar se llamará La Rosaleda de Natalia. ¿Te gusta?

—Pensaba que habías perdido tus poderes.

—Aún no estoy en plenitud de facultades —dije, con una falsa modestia encantadora—. Esto no es nada comparado con lo que haré por ti si aceptas mi proposición.

Caminamos un poco entre las olorosas flores, que inevitablemente me hicieron pensar en Zita. Hasta que Natalia se detuvo y se volvió hacia mí como si hubiera tenido una idea.

—¿Cuándo los recuperarás? —preguntó.

—No puedo asegurarlo. Tal vez dentro de un mes —repuse, pensando en el plazo que me había otorgado el Cónclave para mi misión infernal.

Se tomó unos segundos antes de contestar.

—¿Puedo pensar en tu proposición durante unos días? No quiero precipitarme.

No era la contestación que esperaba, desde luego, pero al menos era una contestación. Y una esperanza (tan idiota como todo lo demás) a la que aferrarse.

—Claro, pero ¿me dejarías visitarte mientras tanto? —pregunté.

—Sí, pero solo si no es muy a menudo —repuso ella, apresurándose a explicar—: Tengo exámenes.

—De acuerdo, pero prométeme que me llamarás si me necesitas.

—¿Cómo puedo hacerlo?

—Hace mucho te enseñé a invocar, ¿recuerdas? Solo tienes que refrescar la memoria.

Lo pensó durante un momento.

—¿Es todo aquello del círculo en el suelo y las palabras en latín?

Asentí, satisfecho de que lo recordara sin necesidad de ayuda.

—Tal vez lo pruebe —añadió.

—Será un placer reencontrarte de ese modo. Y ten por seguro que vivir sin ti será una tortura más de las muchas que llenan mi vida.

Soltó una risita coqueta, complacida. Creo que le gustaba despertar en mí tanta pasión, a pesar de que no tenía la menor intención de corresponderme. Se agarró a mi brazo y echó a andar en dirección a la carretera, donde tenía planeado hacer autostop para volver a casa. Cuando pasamos junto a la jaula de las mariposas, me preguntó:

—¿Me explicarás algún día de dónde viene esa afición tuya por las mariposas?

—Desde luego, mi querida Natalia —dije—. Algún día del mucho tiempo que deseo permanecer junto a ti.

Aquella noche la pasé en vela, como los grandes guerreros míticos antes de entrar en batalla. La verdad es que nunca he tenido el vicio de dormir mucho (en eso, como en tantas otras cosas, soy muy distinto de los humanos). Me tumbé bajo las estrellas y pensé en mis cosas. Recordé historias de tiempos mejores, cuando yo era un ser con más futuro que pasado y el mundo parecía dispuesto para que yo lo tomara. Era muy de madrugada cuando me avergoncé de mi propia nostalgia. Me pregunté qué diantre me estaba pasando para volverme un blando, maldije los efectos del sentimiento que me tenía tan desmantelado y con la primera luz del día me propuse volver a ser yo sin esperar ni un segundo.

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