Crypta

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III. El viaje » Capítulo 5

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Conozco docenas de lugares llamados «Boca del Infierno», «Puerta del Infierno», «Garganta del Infierno» y cosas por el estilo, pero ninguno de ellos es realmente la entrada al Inframundo. Resulta evidente: ¿cómo iba a tener un lugar tan secreto entradas tan notorias? Gran parte del único y verdadero Infierno es un misterio incluso para muchos de nosotros, los Oscuros, y ello es así porque desde que el abuelo de Ábigor (también llamado así) lo creara, quiso que fuera un lugar exclusivo, al que no se pudiera acceder solo con desearlo. De modo que puso todo su empeño en proteger los accesos. ¿Y cómo se protege algo tan grande para que nadie halle el camino que conduce hasta allí? Creando mil falsas entradas expuestas a las miradas de todos y una sola verdadera que no levante sospechas y casi nadie conozca. Muy hábil.

Sobre el Infierno circulan muchas creencias equivocadas, y no solo con respecto a su puerta de entrada, también sobre su uso y su naturaleza. Hay que decir que desde los tiempos de Ábigor I hasta nuestros días, el lugar ha cambiado un poco. Ya no es solo el club donde se divierten los amiguitos del jefe, sino que desempeña importantes funciones militares y administrativas (Ábigor II era un pragmático, además de un enamorado de la vida castrense). Hoy día, en el Infierno se encuentran los campos de entrenamiento de las hordas demoníacas, cada una de ellas comandada por un capitán y formada por mil diablos. Cuando yo trabajé aquí, había más de seis millones de ellas. Imagino que ahora su número será aún mayor. Pero hay otra utilidad aún más importante que es lo que convierte la antesala del Infierno en un lugar realmente transitado y del todo insoportable: la administrativa. Enseguida llegará el momento de referirme a eso, pues no hay modo de eludirlo si penetras en el Inframundo, que es exactamente lo que vamos a hacer.

Pero volvamos por un momento a donde estábamos. Yo yacía, blando y despatarrado, entre los rosales recién florecidos de la antigua mansión de la familia Albás. Miraba el firmamento estrellado y me dejaba llevar por un letargo que algo tenía de embriaguez amorosa y algo de desdicha existencial. Pensaba en mis cosas, que no atravesaban precisamente por un buen momento, meditaba acerca de la muerte casi segura que me esperaba allá abajo, en los dominios de Ábigor, y recordaba a Natalia del modo atontado e impropio de mí que ya conoces, lector. Podríamos decir, aunque resulte chocante, que me hallaba en una nube. La misma de la que vino a rescatarme ese pedazo de realidad apestosa y locuaz llamado Kul, a la sazón mi ayudante en la más alta misión que jamás se me haya encomendado.

—¿No deberíamos ponernos en marcha, gran Eblus?

Una rápida observación del cielo me permitió saber que eran poco más de las cinco de la mañana. En otras etapas de mi vida, a esas horas solía llevar ya un buen rato trabajando, pero en aquellas menguadas condiciones había descubierto una flojedad inédita en mí: la pereza. Habría dado cualquier cosa por deshacerme del genio de las alturas y seguir mirando el cielo hasta el penúltimo día del universo.

—¡Vamos, poderoso djinn, iza tus huesos! ¡Tenemos trabajo! —gritó Kul.

Me levanté al instante, de un salto casi ingrávido, pero me dejé caer multiplicando mi peso por mil, justo sobre las pezuñas del impertinente. ¿Qué se había creído aquella tortuga sin coraza para nombrar mi origen con tanta familiaridad y para hablarme de ese modo? En otro tiempo, ni siquiera le hubiera estado permitido verme sin explotar al instante y, por supuesto, la más mínima referencia a mi humilde cuna le habría hecho merecedor de la muerte.

Mi deslenguado ayudante soltó un aullido de dolor.

—Recuerda, sucia mota de polvo, que soy muy superior a ti y que muy pronto lo seré aún más —rugí, junto a sus orejas de cerdo, rebosantes de cera—. Si quieres conservar tus moléculas unidas, más te vale aprender a tratarme con el respeto que me debes. ¿Lo has entendido?

Por la comisura de sus labios de buzón caía una baba amarillenta cuando inclinó la testuz y dijo:

—Sí, sí, sí, gran Eblus. Te pido perdón humildemente diez millones de veces. Este genio diminuto solo deseaba despertarte.

—En lo inmediato, abstente de tomar decisiones, Kul.

—Claro, mi señor.

—Y las bromas te las reservas para los de tu calaña.

—Entendido, mi señor.

En realidad, no se me escapaba lo que le ocurría a mi ayudante ni la causa de su impaciencia. Estaba tan ansioso por ir al Infierno que la espera se le estaba haciendo eterna. Probablemente, desde que supo que el Cónclave le había elegido para ser mi compañero en esta misión estaba contando los minutos que le separaban de la puerta del Averno. Es lo que ocurre con ese lugar: levanta expectativas enormes y luego pasa lo que pasa.

Yo, en cambio, no sentía ningún deseo de volver.

Siempre he tenido un gran sentido del deber, y si bien en esta ocasión el ánimo no me acompañaba, decidí que había llegado el momento de cumplir con la misión. Le pedí a mi dispuesto guía que me llevara hasta el lugar que todos los de mi condición conocemos por su primer y hermoso nombre, Ophel. Tal vez a vosotros, lamentables seres, os suene más por alguno de los que ha ostentado después: Urshalim, Al-Quds, Bayt al-Maqdes, Salem, Roshlamem, Yerushalayim, Jerusalén.

Kul estaba muy contento de haberse puesto ya en camino y creo que disfrutó bastante con el paisaje, que incluye una estupenda panorámica del mar Mediterráneo, a cuyas orillas se extiende la ciudad. Una vez allí, mantuvimos nuestros estados inmateriales para circular por el hervidero de gente de sus calles más antiguas. Atravesamos varias puertas, sobrevolamos grupos humanos de distinta naturaleza (los había vestidos de negro y con sombrero de copa, vestidos de blanco y con babuchas, vestidos con vaqueros y con cámaras de fotos y hasta de uniforme y con metralletas) hasta alcanzar nuestro destino.

Aterrizamos en una explanada llena de gente, flanqueada en uno de sus lados por un imponente muro de bloques de piedra de unos cien metros de largo. Junto a la pared, con la frente tocando la roca, una hilera de personas rezaban en actitud humilde. El resto tomaban fotografías, consultaban sus guías de viaje, cantaban muy inspirados, iban en procesión, levantaban la cabeza para observar el vuelo rasante de los aviones militares o, simplemente, observaban con la boca abierta.

—¿Qué están haciendo? —preguntó mi acompañante, refiriéndose a los que estaban más cerca del muro.

—Sería largo de explicar —contesté, solo de imaginar el aburrimiento que me acarrearía relatarle por qué los humanos son tan propensos a creer en cualquier cosa y cómo se las ingenian luego para sacarlo todo de quicio.

—Parecen enfadados —dijo Kul, muy observador.

—Tienen sus motivos —expliqué, haciendo gala de mis conocimientos—. Este muro es lo único que queda de un templo que se alzó aquí hace dos mil años y que mandó construir uno de los reyes más sabios que ha dado esta tierra, llamado Salomón. En el templo empleó todos sus conocimientos, su sensibilidad y su buen corazón y de resultas levantó una joya que desde que brilló el primer día fue admirada y codiciada. Para colmo, no puede decirse que fuera un edificio discreto. No había forma de que pasara desapercibido. No hubo invasor que al tomar la ciudad no arrojara contra él su artillería. Varias veces lo dejaron hecho una pena, hasta que las tropas de un tal Tito lo destruyeron casi del todo, y solo respetaron esta pared que ven tus ojos. Desde entonces, esta gente reza a la intemperie y se lamenta de su pérdida. Y la verdad es que yo les comprendo.

Kul fruncía el entrecejo. La duda le hacía apestar más aún.

—¿Y por qué no lo reconstruyen en lugar de lamentarse?

Temiendo que nos pasáramos el día en una especie de lección inacabable, eché a andar sin darle respuesta. Justo a la izquierda del muro donde se apiñaban los oradores se abría un arco de piedra por el que se accedía a una especie de plazuela. Me dirigí a él con paso seguro, pero antes de llegar me pareció conveniente prevenir a mi amigo de lo que iba a pasar:

—Prepárate para entrar en un lugar completamente diferente. ¡Y ni una pregunta más!

Aceptó mi nueva orden sin rechistar, si bien me di perfecta cuenta de que le costaba permanecer callado. No era para menos: atravesamos el umbral del arco junto al muro como quien se adentra en una espesa capa de gelatina, aunque enseguida encontramos una cortina de color púrpura de lino fino que nos cerraba el paso. Después de apartarla, nos encontramos en un espacioso atrio de planta cuadrada, suspendido sobre columnas de bronce con basas de plata cuyas paredes estaban forradas de planchas de madera de acacia. Los mosaicos del suelo eran de mármol de distintos colores y formaban un tapiz muy hermoso. Al fondo, un pórtico sin puertas era custodiado por dos seres alados altos como columnas. Eran arcángeles. Los pocos que quedan trabajan todos aquí, como guardianes. Me encantó verlos (en el fondo, soy un romántico) y al hacerlo lamenté las desventajas que la ambigüedad de su naturaleza ha traído a los de su especie. No se puede formar parte del Mal con un aspecto tan inocente sin que te acarree problemas.

Entre nosotros y los arcángeles, por cierto, se apiñaban unas veinte mil personas. Y llegaban más a cada segundo.

—¿Quiénes son todos estos, mi señor? —preguntó Kul.

No contesté. Pensé que sería mejor explicárselo una vez atravesáramos el portal.

Él saltaba de impaciencia.

—¿Entramos ya? —preguntó.

No iba a ser complicado superar el Primer Sello. No para mí. De un salto, adelantamos varias posiciones, hasta situarnos exactamente bajo las barbas (es un decir) del colosal guardián, que a su vez se hallaba apostado justo debajo de la inscripción que decía:

FACILIS DESCENSUS AVERNUS[7]

Una vez aquí todo ocurrió según lo esperado: el arcángel me preguntó a dónde iba y qué me traía hasta allí.

—Soy Eblus —respondí elevando la voz, como hacen los militares—, excapitán de ochenta legiones infernales. He venido a visitar a mis antiguos soldados. Y celebro descubrir que los de tu estirpe han logrado superar sus problemas de supervivencia.

El guardián sonrió, halagado, y se apartó para dejarme pasar, diciendo:

—Adelante, capitán, nos honra su… ¡Un momento! ¡Lleva un volátil pegado a los talones! ¡No se mueva! ¡Ya lo ten…!

Salvé a mi ayudante por los pelos. Le agarré por los pliegues del cogote y le levanté del suelo justo en el momento en que el afilado filo de una espada atravesaba el hueco que acababa de dejar su rollizo cuerpo. Pataleó un poco en el aire, pero se calmó enseguida.

—Es mi nuevo criado —le expliqué al rápido vigilante de la entrada—, y es inofensivo.

El guardián soltó una risilla nerviosa, guardó el arma en su vaina y dijo, a modo de disculpa:

—Lo siento mucho…, je, je…, esos bichos son tan apestosos que es difícil no matarlos…, je, je.

Todo aquello le aguó un poco la alegría a mi ayudante, que se adentró en los dominios de Ábigor muy enfadado por lo que acababa de ocurrir. No solo había estado a punto de morir atravesado por la espada de un arcángel, sino que había tenido que soportar que yo le llamara «mi criado». Por suerte, el enfado le duró muy poco: se transmutó en sorpresa nada más pisar por primera vez el enorme vestíbulo que oficialmente se conoce con el nombre de «la antesala del Infierno».

Es comprensible que quienes se tomaron en serio todo aquello del fuego eterno y los pecadores que se consumen en las llamas se desilusionen al conocer la realidad. La primera imagen que recibe el visitante al llegar al Infierno es la de un lugar oscuro, poco ventilado, donde se hacinan miles de personas en docenas de colas diferentes, esperando durante días, semanas, a que llegue su turno. Son cosas de la burocracia infernal, que es endiabladamente lenta. Hasta aquí llegan los difuntos recién fallecidos, con esa expresión de cándida curiosidad —a veces de infinito temor— que les pinta la muerte en el rostro, y se encuentran con esta especie de terminal de aeropuerto internacional en día de huelga de pilotos.

De modo que ya lo sabes, suertudo lector, he aquí la solución al enigma que lleva torturando a la humanidad desde que las neuronas comenzaron a hacer su trabajo. Más allá de la muerte te espera una inacabable sucesión de oficinas, ventanillas, impresos y colas junto a varios miles de personas que llegaron antes que tú y otros tantos que llegarán después. Aquí el dinero no vale nada y los funcionarios no se dejan impresionar por tonterías como la riqueza o la posición social. No es raro ver en la cola general a astros del fútbol mundialmente famosos, algún prelado de las curias eclesiásticas o miembros de las realezas europeas, todos con esa inconfundible expresión de hastío que proporciona este lugar. Para los políticos, tanto los jubilados como los muertos en ejercicio de sus funciones, hay una cola especial, mucho más lenta, pero también numerosísima.

No es que no haya distracciones. Hay salas de televisión, pero están siempre abarrotadas. El hilo musical no se oye a causa del ajetreo. La oscuridad no facilita ciertos juegos, como el ajedrez, el parchís o el veo-veo. Y determinados entretenimientos del gusto de los demonios no suelen agradar a los visitantes, por muy muertos que estén. Eso ocurre, por ejemplo, con la competición de lanzamiento de heces con la que los soldados infernales se entretienen en su tiempo libre. Hay varios equipos y las normas son sencillas: hay que manchar de caca a cuantos más humanos, mejor. Un rey, un cardenal, o un ministro de Hacienda dan puntuación doble. Ah. Y las instalaciones del Infierno no son malas, por norma general, pero no hay duchas.

Después de observar un rato a su alrededor, Kul se atrevió a formularme una pregunta.

—¿A qué esperan?

Se refería a los humanos hacinados en las distintas hileras. No es fácil explicarlo a gritos, entre un desconcierto de voces como aquel, pero lo intenté.

—Los de la primera ventanilla aguardan para recoger el informe de sus vidas recién terminadas. En la segunda, se lo sellan. En la tercera, un arcángel revisa que todo esté correcto. El impreso se entrega en la siguiente ventanilla, donde un comisionado lo recoge y les entrega en su lugar una papeleta. Entonces deben esperar ahí hasta que les llamen —señalé una especie de vestíbulo inmenso y oscuro, repleto de seres humanos aburridos—. Cuando la megafonía pronuncia su nombre, acuden a la ventanilla cuatro. Es donde se les comunica la nota que han obtenido por los méritos de su existencia pretérita y, en consecuencia, qué vida les corresponde en su siguiente encarnación. Si no están de acuerdo pueden reclamar en la ventanilla cinco, pero no es aconsejable, porque las solicitudes tardan años en ser atendidas. Se dice que hay algunos personajes célebres en esa sala: Walter Scott, el joven zar Alexis Nikoláyevich Románov, Edgar Allan Poe o una tal Mary Jane Kelly, pero yo nunca les he visto, tal vez solo sean leyendas, como tantas otras que circulan sobre el Infierno. Y, por último, en esas ventanillas de allí —señalé la seis y la siete—, te asignan una acompañante para dirigirte a tu nuevo destino. En total, de la primera ventanilla a la última pueden pasar unos cincuenta años. Aunque, como supondrás, el tiempo en el Infierno es diferente. Aquí pasa mucho más despacio.

Kul estaba tan impresionado que no conseguía articular palabra. Miraba con sus ojos amarillentos y babeaba de asombro.

—De modo que no hay calderas ni fuego… —susurró.

—Bueno, en los niveles inferiores hace más calor, en parte debido a las hogueras que los diablos encienden para ahuyentar la humedad. Y calderas hay muchas: en las cocinas infernales, donde centenares de cocineros trabajan a destajo para alimentar a las miríadas de diablos hambrientos. Son muy aficionados a las sopas, y los ingredientes a menudo incluyen carne y guindillas. Les encanta el picante. Se dice a menudo que su carácter se debe a las digestiones pesadas. Quién sabe. ¿Satisfecho?

No contestó, pero cabeceó afirmativamente.

—Parece más bien un aparcamiento… Nunca lo hubiera dicho —añadió.

Mi ayudante observaba, con desilusión, las franjas amarillas y azules de las paredes cuando una bella señorita se le echó encima, amagó una mueca de asco y se alejó sin pedirle ni disculpas, agitando las vaporosas sedas negras de su traje.

—¿Por qué hay tantas tías buenas aquí? —preguntó.

—Son las moiras. Trabajan para Ábigor y técnicamente se considera que forman parte de las legiones infernales. Solo que su misión no es defensiva ni ofensiva. Más bien desempeñan una especie de misión de paz. Recogen a los moribundos en su último estertor y los acompañan hasta la entrada que acabamos de atravesar. La suya es una doble función: evitan que la agonía se convierta en un último acto interminable y libran al mundo de un montón de espíritus desorientados vagando de un lado para otro en busca del Infierno. Gracias a las moiras todo resulta mucho más fácil. Les traen hasta aquí, les dejan en la cola correspondiente y se marchan a buscar más.

—La verdad… Cuando lo cuente, nadie me va a creer.

—Espera un poco, impetuoso genio. Aún no has visto nada.

Mientras manteníamos esta conversación, el apestoso diablo de las alturas y yo habíamos logrado atravesar los tumultos que acababa de describirle y nos encontrábamos frente a algunas de las salas de espera. Este era un espectáculo patético: miles de espíritus humanos macerándose en su propio aburrimiento. Recordaba haber visto por aquí, en otro tiempo, una pequeña biblioteca, y me pregunté qué habría sido de ella. Tal vez la habían expoliado los demonios, siempre tan ávidos de letra impresa, o acaso la habían cerrado por considerarla demasiado para los estúpidos humanos. Yo estoy de acuerdo con ellos. Hay privilegios que jamás deberíamos haberos traspasado, insulsas criaturas, y el de la lectura es uno de ellos.

Más allá de las salas de espera, las tinieblas de un pasadizo muy estrecho nos amenazaban. Mi acompañante se detuvo en seco al verlas.

—Por aquí no hay salida —dijo.

Sonreí, superior.

—Eso es lo que tú crees. Camina.

Me encantan los espejismos del Infierno, son lo mejor de ese lugar. Puedes creer, porque así te lo indican tus sentidos, que caminas por un angosto paso hacia un muro de ladrillos y, en cambio, hallarte sobre una pasarela colgante a varios centenares de metros sobre el suelo, camino de otro portón y otro par de centinelas.

Kul daba saltos de alegría (aunque le indiqué que un puente colgante sobre el abismo no es el mejor lugar para hacerlo) cuando se dio cuenta de que yo tenía razón: el estrecho túnel sin salida era solo una ilusión óptica. Una que solo conocemos quienes hemos pasado mucho tiempo en este lugar, por supuesto.

Resoplé de alivio al llegar a una zona menos poblada. Mucho menos, para ser exactos, ya que sobre la pasarela no había nadie, y los custodios de la entrada —que esta vez tenía puertas de madera maciza— nos miraron como preguntándose por qué estúpida razón perturbábamos su silencio.

Los dos guardianes eran dos espíritus medios de edad avanzada, seguramente antiguos capitanes retirados a los placeres de una vida menos ajetreada. Para su puesto de guardia habían adoptado la forma de dos bestias similares a dos elefantes, pero con algunas variaciones imaginativas (tenían cornamenta y lanzaban fuego por la boca). A pesar de su aspecto feroz, se doblegaron rápidamente a mi petición, del mismo modo que lo había hecho su compañero, el arcángel. Para evitar problemas, aclaré de buen comienzo:

—El apestoso es mi ayudante.

Los portones se abrieron solemnemente y nos tragaron como habrían hecho unas fauces hambrientas. Kul no cabía en sí de gozo.

—¡No me lo puedo creer! ¡Estoy en el Infierno! ¡Nadie me va a tomar en serio cuando lo cuente!

Descendimos por una pendiente inclinada en forma de espiral. En el centro se adivinaba un abismo cuyo fondo no alcanzábamos a ver. Kul miraba hacia abajo y lanzaba palabras soeces. La escarpada orografía infernal parecía liberar su lado más vulgar. Tuve que pedirle que se comportara.

—Un poco de respeto, caramba, que vamos camino al centro de la Tierra —le dije.

Cuando llegamos a la Tercera Puerta, después de mucho bajar, la encontramos cerrada y sin centinelas. Aunque era un engaño más: los centinelas estaban allí (les oía respirar junto a mi oído), solo que eran invisibles. La puerta, la penúltima antes de que comenzara lo más difícil, era de brillante ónice negro, y estaba rematada por un frontón donde se leían unas palabras inquietantes, que me complació encontrar en mi camino:

ENTRÉ POR LA SENDA DURA Y SALVAJE

De buena gana le habría contado a mi necio acompañante en honor a qué insigne peregrino infernal se habían grabado aquellas palabras en aquel lugar, pero consideré que no era momento de hacerlo y me empeñé en establecer algún tipo de contacto con los guardianes de la puerta. Repetí —por tercera vez en lo que iba de día— mi presentación, a modo de saludo:

—Distinguidos guardianes de la Tercera Puerta, mi nombre es Eblus y una vez fui capitán de ochenta legio…

—¡Eblus, mi señor, qué honor volver a encontrarle! —gritó una voz, instantes antes de que frente a nuestros ojos se materializara un guerrero con torso desnudo y cabeza de lechuza. Le reconocí enseguida. Era Andras. En mi última época como capitán de legiones, fue uno de mis mejores efectivos.

—¡Andras, viejo amigo! —saludé, realmente contento de encontrarle (su presencia allí me era muy ventajosa, como cualquiera puede suponer).

Al instante, el otro vigilante apareció como por arte de magia. Se parecía al primero, pero diría que su cabeza era de mochuelo, de autillo, ñacurutú o qué sé yo, las aves rapaces nocturnas me parecen todas iguales. A pesar de todo, procuré distinguirle con un trato exclusivo cuando Andras me lo presentó:

—Es el capitán del que tanto te he hablado, Alocer, ¡el mejor que he conocido en mis años de carrera militar!

Aquello me incomodó un poco, sobre todo por la pérdida de tiempo. Nunca sé qué contestar a los empalagosos halagos de un fan incondicional. Puede parecer impostura, pero prefiero los insultos. Por lo menos, me permiten destripar al autor y hacerme un collar con sus intestinos. El compañero de Andras me estrechó en un abrazo tan exagerado que cualquiera habría pensado que también había servido en mis filas.

—A la vista está que has prosperado —observé, para cambiar de conversación.

Andras sacó pecho (lo tenía depilado), juntó los talones en un simulacro de saludo militar y exclamó, muy orgulloso:

—Ahora soy Gran Duque. Tengo el honor de comandar quince legiones. Por ahora.

—¡Enhorabuena! —contesté, como un maestro a quien nada le complace más que los progresos de su alumno.

En realidad, por dentro estaba pensando: «¿Por qué a mí nadie me nombró nunca Gran Duque? En este momento podría serme de alguna utilidad».

Como si además necesitara presumir de sus logros, el otro sacó pecho (peludo, qué asco) y le imitó en todo:

—También yo soy Gran Duque, mi señor. Y otras quince legiones obedecen mis órdenes.

«Treinta legiones entre los dos», pensé. Me convenía ser amable, por si necesitaba los servicios de los entregados nobles infernales. Mientras yo tramaba con la demostrada cautela, mi acompañante no apartaba sus fascinados ojos de los dos vigilantes.

—¿Y puedo preguntarle qué le trae por aquí, mi señor? —quiso saber Andras.

—Viajo con mi mascota —expliqué— en calidad de comisionado oficial del Cónclave de Los Seis.

Sabía que tal anuncio les dejaría impresionados. Su silencio lo confirmó. Para dar más color a mis palabras, aunque sin faltar a la parte esencial de la verdad, añadí:

—Mi misión es secreta, pero en confianza te diré que debo llegar hasta el Séptimo Sello y entrevistarme con Ábigor. La mascota es para despistar.

Ambos movieron la cabeza para clavar en Kul sus pupilas fijas y amarillas. Luego, resoplaron al mismo tiempo, y también al unísono abrieron sus picos para murmurar:

—¡Guau!

—De modo que me veo en la obligación de dejar nuestra conversación para otro día y pediros que me permitáis cruzar la puerta que con tanta diligencia custodiáis. Debo llegar hasta mi destino y mucho me temo que lo más difícil, como reza la inscripción del frontón, apenas ha comenzado todavía.

Los dos me dieron la razón en silencio, al igual que Kul, y se afanaron en abrir la puerta de ónice utilizando una llave de oro. Kul no daba crédito a tanta pompa como veían sus vulgares ojos.

—Espere un instante, señor —dijo Andras, cuando nos disponíamos a cruzar el portal.

Chasqueó los dedos con mucho donaire y al instante se materializó de la nada un genio volador de piel rosada y alas transparentes, como de cristal. Era lo más espantoso que había visto jamás. Parecía el producto del romance entre un cerdo y una libélula. Además, relinchaba.

—Será mejor que se lleve a este grígor. Muéstrelo a los guardianes de las siguientes puertas. Es un ser prodigioso, que solo nace en lo más profundo de nuestro mundo. Le servirá como llave maestra. ¡Y mucha suerte, señor! ¡Ha sido un placer volver a verle! Ojalá regrese pronto a visitarnos.

«No creo que lo haga», me dije, tomando al grígor y metiéndomelo en el bolsillo de la levita. El bicho relinchó un par de veces y se quedó muy quieto, expectante. O tal vez fuera miedo, porque desde el primer momento me di cuenta de que a Kul no le resultaba simpático en absoluto.

Me despedí de los dos Grandes Duques infernales y esperé a que la puerta se cerrara a mis espaldas para continuar, como es costumbre en estos caminos tan poco transitados. En cuanto emprendimos de nuevo la marcha me di cuenta de que Kul caminaba mucho más cerca de mí de lo que era deseable y que no dejaba de olisquear mi bolsillo derecho, allí donde había guardado nuestra llave maestra con alas.

—Déjale en paz, Kul. Esta formidable criatura es nuestro salvoconducto.

Mi acompañante no parecía muy dispuesto a obedecerme. Le ordené que caminara por el lado izquierdo, pero había algo superior a él en la atracción que sentía por el grígor. Constantemente se cruzaba en mi camino, por mucho que yo le hubiera ordenado por qué lado debía ir, y enredaba su cuerpo escamoso entre mis piernas, de modo que en más de una ocasión a punto estuvo de hacerme caer. Tuve que amonestarle, amenazarle con echarle al siguiente abismo y hasta quitarme el cinturón y azotarlo allí mismo. Pero ni con esas. El grígor, entretanto, relinchaba sin cesar (sospecho que de miedo) y, por si fuera poco, Kul comenzaba a aburrirse de tanto caminar y de vez en cuando preguntaba cuánto faltaba para llegar. Así que mi descenso a los Infiernos, desde ese preciso instante y por culpa de mis dos volátiles acompañantes, se convirtió en una verdadera pesadilla. De no ser porque las ventajas de llevar con nosotros al cerdito alado prometían ser considerables, de buena gana le hubiera estrellado también a él contra cualquier saliente de la roca.

Sin embargo, fue llegar al siguiente puesto de vigilancia y alegrarme de no haberlo hecho. Esta vez se trataba de una puerta de marfil coronada por una nueva inscripción:

QUIEN TENGA OÍDOS, QUE ESCUCHE

A los lados, posados sobre columnas de plata, esperaban dos cuervos.

«Parecen inofensivos, pero seguro que son dos demonios de los más destructivos», pensé, nada más verlos.

—Prepárate para entrar en lo peor. A partir de aquí, el Infierno no va a decepcionarte —le dije a mi ayudante, a modo de advertencia.

Saque de mi bolsillo al grígor y lo sostuve entre las manos mientras me acercaba a la puerta, para que los centinelas pudieran verlo con total claridad. Debían de ser gente de pocas palabras, porque sin decir nada accionaron el mecanismo que abría los portones. Me gustó esa actitud, que me evitaba las relaciones públicas y me hacía ganar tiempo. Kul, sobrecogido por el entorno, esperó a mi lado en posición de firmes a que la puerta terminara de abrirse para pasar.

Recordaba bien qué había tras las blancas puertas labradas. Nada más entreabrirse ya percibí el ruido que provenía del otro lado. Era un coro infame formado por miles de voces. Hombres, mujeres, niños, todos aullando, chillando, susurrando, disertando al mismo tiempo. Kul se tapó los oídos en cuanto atravesamos el umbral.

—Sígueme y no me pierdas de vista —le dije, antes de que se cerrara la puerta.

No sé si me oyó. Es difícil hacerlo en ese lugar. Luego, el portón se cerró dejándonos al otro lado, justo en la mitad de un camino de piedras aplanadas que atravesaba lo que parecía un cauce seco custodiado por dos elevaciones rocosas.

Nos encontrábamos en el Valle de las Voces Eternas.

Atravesarlo fue, como sabe todo el que alguna vez estuvo en ese lugar, un verdadero suplicio. Se dice que el Valle vuelve locos a quienes se atreven a adentrarse en él, aunque a mí siempre me ha parecido exagerado. En cualquier parte del mundo, quien escucha todo lo que le dicen pone a prueba su cordura, de modo que este largo paso entre la Cuarta y Quinta Puertas, antesala de la verdadera morada de los demonios y receptáculo de todas las palabras que se han dicho alguna vez sobre la Tierra, no es en eso una excepción. Solo se trata de atravesarlo con buen paso y fuerza de voluntad, sabiendo que es un lugar cruel en el que se te van a recordar todas aquellas cosas dolorosas que alguna vez oíste, e incluso las que se pronunciaron contra ti sin que te hallaras presente. Y todas ellas con la misma voz y entonación de quien las dijo la primera vez. El Valle de las Voces Eternas recuerda a quienes lo atraviesan, a veces demasiado tarde, que hay palabras que pueden arrastrarte a insondables abismos. Por eso es un lugar solo apto para seres sin cicatrices en su pasado, como era entonces yo mismo. Y, deduzco, mi amigo el lamentable.

Dicho lo cual, concluiré que mi acompañante demostró, por una vez, ser más sensato de lo que creía. Se agarró a una de las perneras de mi pantalón y se dejó llevar, tapándose de vez en cuando los pabellones auditivos con las palmas de las manos. Llegamos al otro lado algo mareados, pero íntegros (y no solo por fuera). Cuando alcanzamos la Quinta Puerta, nos sentíamos dos Ulises llegando a Ítaca. Era una falsa impresión, claro, porque quedaba aún mucho camino por recorrer. Pero aquel pequeño éxito, y la presencia del pequeño grígor, me hicieron sentir eufórico por un momento.

Me detuve frente al antepenúltimo portal, un gigantesco pórtico de cristal de roca en cuyo frontón también se apreciaban unas letras. Me costó un poco distinguirlas, pero finalmente lo conseguí:

PEQUEÑA ES LA FORTUNA

Y GRANDE EL INFORTUNIO

No me sonaba de nada ni tenía idea de quién podía ser su autor (y por allí no parecía haber nadie dispuesto a explicármelo). Los dos custodios de la puerta eran dos diablos grandes como montañas, con forma de machos cabríos, que no parecían muy aficionados a los aforismos. Nos vigilaban sin quitarnos ojo de encima (y tenían ocho en total).

Dejé que Kul, mucho más tranquilo, saltara de mi pernera y diera varios brincos de alegría a mi alrededor. Agarré al grígor por las alas para sacarle de mi bolsillo y noté cierta resistencia por su parte. No se me ocurrió pensar que vislumbraba un peligro que a mí me era totalmente ajeno. Y es que, llevado por la euforia, no supe ver que la alegría de Kul comenzaba a desbordarse demasiado y presentaba ciertas características de un comportamiento disoluto y grosero, que con facilidad podía terminar fatal.

Para mi desgracia, así fue. En cuanto Kul, histérico como estaba a causa de nuestro éxito, olisqueó al grígor que yo acababa de sacar de mi levita, se lanzó contra él con toda la fuerza de sus instintos y lo devoró de un bocado. Ni siquiera tuve tiempo de evitarlo. Cuando quise darme cuenta, sus labios rezumaban sangre tibia y entre la poderosa quijada crujían las cristalinas alas de nuestra llave maestra.

—Pero ¿qué has hecho, insensato? —pregunté, un segundo antes de que los dos colosos con cuernos nos miraran con interrogante urgencia de saber qué narices estábamos haciendo ante su puerta.

Kul eructó, escupió lo que quedaba de las alas del cochinillo volador y por toda respuesta dijo:

—Parecía más sabroso.

Comprendí que si aún me quedaba una sola oportunidad de atravesar aquella puerta la perdería si sus guardianes me veían discutir con un volátil como si le tomara en serio. Por eso fingí la tranquilidad que acababa de perder, carraspeé un par de veces para ver si se me ocurría algo original que decirles y finalmente solté:

—Soy Eblus, excapitán de ochenta legiones infernales. Estoy aquí en misión secreta, como comisionado del Cónclave de Los Seis. Este mamarracho es mi esclavo. Solicito el favor de entrar en los dominios de Ábigor, a quien conozco y respeto desde antiguo.

Las dos cabras gigantes me miraron de hito en hito, como preguntándose cómo alguien que decía ser quien era iba tan mal acompañado.

—No se comporta como un esclavo —dijo uno de ellos.

—Aún le estoy adiestrando —dije, mientras me quitaba de nuevo el cinturón y le propinaba veinte correazos a mi torpe ayudante.

—Muéstrame tus poderes de Ser Superior —dijo el otro.

Al escuchar esto y sin dejar de frotarse las marcas que sobre su piel de sapo habían dejado mis golpes, Kul explotó en una grosera carcajada.

—Eso, eso, mi amo —rio—, ¡muéstrale tus poderes!

Jamás he creído en la suerte. Mucho menos en el azar. Sin embargo, en aquella ocasión los mecanismos del mundo giraron a mi favor. Por lo menos, durante un rato. ¿Cómo puedo explicar, si no, que precisamente en ese instante comenzaran a sonar campanadas en algún lugar cercano, y que ni siquiera me hiciera falta contarlas para saberme poseído por una fuerza monumental, asombrosa, familiar, que extrañaba con cada molécula de mi ser como solo puede extrañarse lo que alguna vez ha formado parte de ti mismo?

Sí, asustado lector, créelo: en ese mismo instante sonaron doce tañidos por las doce horas que anuncian el mediodía. Y yo, ser rebajado a quien el Cónclave otorgó un poder miserable, recuperé de un soplo mis poderes de espíritu superior.

Lo primero que hice fue elevarme unos cuantos metros del suelo para hablar con los guardianes sin levantar la cabeza. Me situé a escasa distancia de ellos, en un punto equidistante, les insulté telepáticamente por estar haciendo perder el tiempo a un comisionado del Cónclave y de una sola mirada fundí sus collares de oro macizo. Los goterones, incandescentes, cayeron a los pies de Kul y por poco le socarran las uñas. Lástima, porque no le habría venido mal una manicura. Aún estaban las dos moles peludas observando el espectáculo cuando, utilizando mi poder mental, les prohibí cualquier movimiento. Se quedaron rígidos como estatuas, ventaja que yo aproveché para volver al suelo y concentrarme en una desmaterialización como las que practicaba antaño. Es el modo más rápido de viajar que se ha inventado jamás, pero solo está al alcance de los de mayor rango: consiste en evaporarse (simplifico, el proceso es técnicamente mucho más complicado) de un lugar cualquiera para al cabo de solo un segundo aparecer en otro, no importa lo distante que se encuentre del primero. De modo que, dispuesto a llegar de un parpadeo hasta la última de las puertas de aquel camino interminable, agarré al seudosapo por los pellejos del pescuezo y recité el conjuro apropiado.

Todo habría sido perfecto si no hubiera concurrido en este punto de la historia la segunda de las casualidades del día, que para variar no tenía nada que ver con la suerte sino al contrario, y que dio al traste con el feliz modo en que estaban discurriendo los acontecimientos.

Me invocaron.

Comencé a sentir el molesto cosquilleo al iniciar el recitado de la fórmula (en arameo clásico, qué refinamiento), pero no fui consciente de lo que me ocurría hasta que se me nubló la vista y el suelo empezó a desvanecerse bajo mis pies.

Hacía mucho que no me ocurría —los espíritus medios no solemos estar muy solicitados—, pero bastaron los primeros tres segundos para recordar lo mucho que detesto ser arrancado de este modo de mis quehaceres para comparecer ante un humano inútil que la mayoría de las veces solo desea saber si existes realmente. Me enfadan tanto que suelo comérmelos sin contemplaciones, a menos, claro está, que hayan tenido la precaución de protegerse como es debido. Aunque lo peor, en realidad, es que no tienes modo de negarte. Los humanos te hacen perder tiempo y tú, por superiores que sean tus dones, no puedes hacer otra cosa que comparecer ante sus estúpidas narices. Luego, regresar a lo que estabas haciendo suele ser muy complicado, si no imposible. La carne de un triste humano no compensa tanta molestia, ciertamente.

Aunque en este caso no fue exactamente así. Quien me invocaba no era un grupo de incautos adolescentes decididos a jugar con fuego hasta quemarse, ni un anciano cultivado que quería librarse de las garras de la muerte en el último momento, ni una mujer despechada cuyo corazón estaba desbordado de odio hacia su rival… No, esta vez era alguien a quien conocía bien y a quien en otro momento quizá tal vez me hubiera alegrado de volver a ver: el mismísimo Gerhardus Maese Petri, uno de los mejores arquitectos con quien he tenido el gusto de tratar, a la par que una de las personas más faltas de escrúpulos que he conocido. Trabaja para mí desde que nos conocimos, allá por el año 1246, en calidad de espía e informador. A cambio de tales servicios, conserva su juventud. Su piel no envejece y se diría que su espíritu también es el mismo de hace siete siglos y medio. Ni que decir tiene que en mis actuales circunstancias no habría podido contraer con él un trato de estas características, pero por fortuna Gerhardus no pareció darse cuenta.

Cuando terminó el molesto zarandeo que acompaña a toda invocación, me encontré en una ciudad desierta —me pareció Barcelona—, bien entrada una madrugada (a juzgar por el silencio y la falta de tráfico rodado) de un mes de pleno invierno. Frente a mis ojos, un semáforo cambiaba sus colores solo para nosotros. Gerhardus se había situado, como recomiendan todos los manuales de invocaciones diabólicas, en un cruce de caminos, había trazado un círculo de tiza en el suelo y desde su interior dirigía la maniobra, que nos involucraba al sapo volador y a mí mismo.

(Para los aficionados a rastrear incoherencias en cualquier narración, y que estén en estos momentos arrugando el hocico al recordar que hace un par de párrafos han sido las doce del mediodía y ahora estamos próximos al amanecer, aclaro que los husos horarios del Infierno no siempre coinciden con los de la Tierra, por no entrar en otros pormenores, como que entre Jerusalén y Barcelona hay, desde un punto de vista mortal y humano, algunas horas de diferencia. De modo que no os daré la satisfacción de hollar tesoros entre mis palabras, rastreadores de erratas. Soy consciente y muy consciente de lo que estoy contando).

Gerhardus vestía a la moda del momento (le había conocido ya toda clase de indumentarias), llevaba el mismo pelo grasiento de siempre y estaba más o menos igual de orondo. Al parecer, el bombardeo informativo acerca de las costumbres saludables de los humanos de principios del siglo XXI no había hecho en él ninguna mella. No me alegré de verle, pero sentí cierta curiosidad por lo que tuviera que decirme.

—¿Dónde estamos? —preguntó Kul, frotándose los ojos para librarlos de basuras y legañas.

—Bienvenidos, diabólicos espíritus —saludó Gerhardus—. Permitid que despeje vuestras dudas. Os encontráis en la confluencia de Mallorca con Sicilia.

—¿Cómoooooo? ¿Qué has hecho? ¿Se acerca el Apocalipsis? —se alarmó Kul al oír aquellas extrañas coordenadas del callejero de Barcelona (que, sin duda, desconocía).

—Espero que sea importante —le dije al invocador, con cara de malas pulgas y vozarrón de bisonte afónico.

Vi cómo sus piernas empezaban a temblar.

—Eso me parece, gran Eblus —repuso—, y deseo que mi invocación no haya interrumpido nada importante.

—Juzgaré después. Habla.

El semáforo cambió a verde pero no afectó a nadie.

—Han ocurrido algunas cosas desde la última vez que nos vimos, Eblus. Ahora soy un hombre importante. Tengo un despacho, varias secretarias, teléfono directo, visto traje y corbata casi todo el tiempo y hasta doy ruedas de prensa. Esta tarde, sin ir más lejos, he dado una. Incluso he salido en televisión. Toma, aquí tienes mi tarjeta.

Lanzó un rectángulo de cartulina por los aires, que yo cacé con la lengua, al vuelo. En él leí su nombre y el cargo (de varias líneas) al que acababa de referirse. Me lo guardé en el bolsillo superior de la levita y le dejé continuar. Por ahora, no me había dicho nada que mereciera realmente la pena.

—¡Me han nombrado director general de planificación estratégica de la Compañía Nacional de Ferrocarriles!

Hizo una pausa teatral, para comprobar los efectos que tenía sobre mí esa ristra de palabras. Como no tuvo ninguno, prosiguió:

—Me encargo de tomar decisiones importantes. Por ejemplo, por dónde debe ir el trazado de los nuevos túneles del tren. ¡Me encanta agujerear el subsuelo! Es mucho mejor que construir catedrales góticas, te lo aseguro.

—Creo recordar —dije, al borde de mi paciencia— que te ordené infiltrarte en unas obras, aunque fuera como vulgar obrero. No dijimos nada de horadar el suelo.

—¡Esto es mejor, te lo aseguro! Confía en mí. Conseguiremos el mismo resultado que obtuvimos en la catedral de Beauvais, que, sin duda, debéis recordar.

Por supuesto que lo recordaba. ¡Fue un derrumbe precioso! ¡Lo mejor del siglo XIII! Mermó tanto los ánimos de los constructores que nunca se atrevieron a continuar las obras. La catedral quedó inconclusa para siempre, y así sigue. Creo que Beauvais tiene la culpa del cariño que siento por el Norte de Francia.

Gruñí, molesto. No acababa de fiarme de Gerhardus ni quería mostrarle mis emociones. Era bueno, pero le gustaba poco trabajar. Sus palabras me inquietaban. A este paso, tendría que prescindir de sus servicios y hacerme cargo yo mismo de su cometido, y no podía decirse que estuviera muy sobrado de tiempo, últimamente.

—Déjame que te explique, gran Eblus. Me pareces más inquieto que de costumbre, pero te juro que no hay motivo. La empresa para la que trabajo planea trazar un túnel de alta velocidad que atraviese la ciudad de extremo a extremo. Dejaron en mis manos la elección del proyecto ganador y yo lo aposté todo a una idea descabellada: la vía subterránea pasará justo por debajo del templo que quieres eliminar. Más o menos por este lugar en el que estamos, solo que a varios metros bajo tierra. ¡Atravesará de lleno los cimientos de la Sagrada Familia!

Interpretando ese nombre como una invitación a admirar una de las obras más sorprendentes del modernismo, Kul y yo nos volvimos hacia las ocho torres puntiagudas que quedaban a nuestra espalda. Eran apenas una silueta oscura, pero parecían ocho dedos amenazadores alzándose hacia el cielo, en petición de clemencia. Algo que yo, por supuesto, no estaba dispuesto a concederles. Y no porque no aprecie su valor ni me haya extasiado muchas veces al contemplarlas. Todo lo contrario: soy un gran admirador de la obra de Gaudí. Cuando aún vivía, y tenía su taller en los sótanos de este mismo lugar, solía pasar horas observándole trabajar, escondido en algún cajón o camuflado en su propia sombra, aprendiendo de su ingenio. Intenté negociar con él durante años, pero era un hombre incorruptible. Si me hubiera escuchado hubiera muerto de un modo más heroico, y no bajo las ruedas de un tranvía.

—De modo que has logrado que un túnel horade la base del templo —dije.

—Así es.

—¿Y tienes alguna idea de los efectos que tendrá una obra tan disparatada?

—Por supuesto. He encargado un montón de estudios. Los arquitectos oficiales también tienen los suyos. Están desolados, por cierto, no pueden creer lo que ocurre, dicen que nos hemos vuelto locos, que somos unos irresponsables. Ya no saben cómo calificarnos. Incluso han llamado a una comisión de expertos japoneses para que apoyen su versión. Y están recogiendo firmas a pie de calle. Todo para detener las obras. Pobrecitos.

—¿Y qué ocurrirá si lo consiguen?

—No lo conseguirán. Las obras ya han comenzado y se terminarán en un tiempo récord. Yo mismo he firmado la orden.

—¿Y los vecinos no protestan?

—Claro que sí, constantemente. También ha habido informes para ellos. Todos oficiales y enriquecidos con mi firma. Les tranquiliza saber que un hombre de mi trayectoria no ve ningún peligro en todo esto. No hay papel donde no se afirme lo mismo: que sus casas no corren ningún riesgo, igual que el templo, porque el túnel no va a hacerles ni cosquillas.

—Y, por supuesto, esa no es la verdad.

—La verdad es que toda esta zona quedará hecha una ruina. Como si la hubieran bombardeado.

—¿También el templo?

Sobre todo el templo. Ese es nuestro principal objetivo, ¿no es verdad?

Comencé a alegrarme de estar allí. Aunque continuaba lamentando haber sido arrancado del Infierno de aquel modo, debía reconocer que había merecido la pena.

—¿Y cuándo tendrá lugar el espectáculo?

—Para eso te he hecho venir, gran Eblus. El instante se acerca. La gran máquina llamada «tuneladora» hace un par de semanas que comenzó su trabajo. Avanza lentamente, unos diez metros por jornada, en los días mejores. Justo ahora está exactamente bajo vuestros pies.

Kul se miró las pezuñas, pensativo.

—¡Eso significa que puede ocurrir en cualquier momento! —dije, exultante.

—¡Eso es, Eblus! —exclamó mi confidente—, en cualquier momento a partir de las ocho de la mañana, la hora en que los obreros pondrán en marcha la máquina para seguir perforando. He pensado que, si no tienes otra cosa que hacer, te proporcionaría placer dar al templo su empujoncito definitivo. ¡Será un espectáculo fabuloso!

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