Crypta

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III. El viaje » Capítulo 7

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Pero regresemos al amanecer barcelonés que había de ser el final de mi mala racha y sentémonos junto a esos dos seres invisibles y raritos que arrojan guijarros a un lago de pega mientras uno de ellos habla sin cesar y el otro escucha embelesado. El sol está haciendo ya de las suyas en el horizonte, la ciudad se llena de actividad frenética, los comercios alzan sus persianas y los vecinos recogen las caquitas de sus perros, pasan las palomas en vuelo rasante sobre las altas torres del templo, pero los obreros no aparecen por ninguna parte. Las garitas que alojan sus vestuarios no se han abierto aún, el jefe de obra no ha comparecido y el arquitecto, que no entiende nada, llama por teléfono con cara circunspecta desde el borde de la escalinata principal.

Algo estaba ocurriendo.

Envié a Kul a espiar la conversación que tenía lugar en lo alto de la escalera. Regresó poco después con una terrible noticia:

—Las obras del túnel se han paralizado momentáneamente.

—¿Cómo es posible? Pero si no hace ni tres horas que Gerhardus nos ha dicho que…

—Lo que tengo que decirte no te va a gustar, Eblus —añadió mi ayudante, contrito—. Es horrible.

Y se quedó callado, paladeando mi expectación. De buena gana le hubiera degollado allí mismo, el justo castigo a quien da rodeos innecesarios.

—Suéltalo de una vez —ordené, en un tono bastante ofensivo (incluso para él).

—La orden viene del director general de Estratificación planisférica.

—Planificación estratégica —corregí.

—¡Eso! Según he oído, esta mañana muy temprano ha revisado los informes periciales y se ha dado cuenta de que uno de ellos contiene varios errores. Según dice ahora, el templo corre peligro de derrumbamiento. Por eso ha detenido las obras. Los vecinos están muy contentos.

—¡Rata traidora! ¿Qué tripa se le ha roto? —exclamé, dando tal puntapié a un pedrusco que lo dejé hecho gravilla.

Creo que asusté a Kul, porque empezó a apestar con más fuerza. Para tranquilizar mi rabia, y de paso poner remedio a aquella molestia tan persistente, lo arrojé al estanque, del cual salió igual de apestoso pero mucho más enfadado.

—¡Te parecerá bonito! Echar a tu socio al agua. ¿Te has preocupado por saber si sé nadar? Si ese charco llega a ser más profundo habría podido ahogarme.

La verdad es que me importaba poco el destino de Kul. Busqué la tarjeta que Gerhardus nos había entregado y le ordené a mi húmedo colaborador que me llevara de inmediato a la dirección que figuraba en ella. Lo hizo enfurruñado y porque no le quedaba otro remedio. El Cónclave le había nombrado mi ayudante y desatender sus obligaciones habría sido una falta grave.

El constructor medieval de catedrales góticas tenía su despacho en una arteria principal y muy transitada del barrio de Gracia. El edificio donde radicaba ahora era de estilo neoclásico, con grandes balconadas que daban a una plaza con nombre y apellido, desde uno de cuyos flancos ejercía de mirador. Había un ascensor de esos que nunca tienen todas las puertas cerradas, una portera siempre ausente (incluso cuando estaba allí) y un atajo de vecinos de la burguesía más rancia, incluido algún político en activo. La única excepción era una agencia literaria que ocupaba el quinto piso, liderada por una tal Sandra, pero debo reconocer que al llegar no le presté ninguna atención.

La mesa de Gerhardus estaba junto a uno de los grandes ventanales, de modo que fue fácil atinar en el aterrizaje y agarrarle por el pescuezo (todo en uno). Esta maniobra provocó un revuelo de papeles oficiales y un sobresalto en la secretaria (talludita), que en aquel momento entraba con unas carpetas.

—¿Por qué me has engañado, desgraciado? —rugí, mientras aún resbalaba sobre la superficie de la mesa.

El arquitecto intentó librarse de la garra que le oprimía la garganta (con poca fortuna) y también golpearme con el Código de Urbanismo (con menos suerte aún), mientras balbuceaba una defensa que en realidad era un reproche:

—Empezaste tú…

Pensé que sería oportuno permitirle hablar y dejé de estrangularle. Cuando se llevó las manos al cuello me di cuenta de que estaba visiblemente desmejorado. Se sirvió un vaso de agua, bebió dos largos sorbos, recuperó la compostura en su butaca de piel y con un gesto elegante despachó a la pálida secretaria con la recomendación de que fuera a tomarse un calmante y me indicó que me sentara frente a él. Kul hizo lo mismo, encantado de poder imitarme. Al momento, compusimos una estampa similar a la que debía de formar con los clientes más distinguidos que le visitaban (hablo por mí, no por el sapo, claro).

Gerhardus adoptó un aire muy profesional, con las manos entrelazadas sobre la mesa y una arruga en la frente perfectamente perpendicular a la superficie de la mesa. Solo cuando confirmó su imagen en el cristal de la ventana comenzó a hablar.

—Tú y yo teníamos un trato, Eblus. Yo cumplo con mi parte y tú con la tuya. Es un negocio, con su justa contraprestación por ambos lados. Yo te sirvo bien maduros algunos triunfos y te informo de todo lo que quieras saber. Tú, a cambio, me mantienes eternamente joven. Soy un profesional y puedo presumir de no haber fallado jamás a mi palabra. He cumplido, sin una excepción, durante setecientos sesenta años. Y ahora tú me pagas con un engaño vil.

Hizo una pausa, creo que para conmoverme, o tal vez para espiar mi reacción, y enseguida continuó:

—La firma que estampaste ayer en el contrato no tiene ningún valor. Has perdido la legitimidad para comprometerte. Tu sangre se borró incluso antes de darme tiempo a llegar a casa. De modo que no tenemos ningún trato. Me has fallado, Eblus. Y lo que es peor: me has engañado. Ya sabes lo que significa que una de las partes incumpla el contrato: la otra queda, automáticamente, liberada de él. Por eso esta noche no he dormido y a primera hora he hecho unas llamadas. No muchas, las suficientes para informar a un par de políticos del peligro que corren si continúan con las obras. Ninguno de ellos quiere perder las próximas elecciones por culpa del derrumbe de unos cuantos edificios, si bien en realidad la arquitectura les importa un pepino y creo que del Modernismo apenas saben lo que aprendieron en el colegio, pero ha funcionado. Ellos se han encargado del resto. Y los vecinos han descorchado champán, para celebrarlo.

Se hizo otro silencio, amenizado por los bocinazos que llegaban desde la calle.

—De modo que así están las cosas, gran Eblus. Si yo envejezco, tu templo no se derrumba. Mientras tu firma no tenga valor, tampoco lo tienen mis palabras. Al margen de todo eso, creo que me debes una explicación.

Odiaba reconocerlo, pero Gerhardus tenía razón. En su lugar, yo habría hecho lo mismo (o puede que más). Por no hablar de lo bien que conocía la ira que despertaba el engaño, porque la había sufrido varias veces en mis tratos con su especie.

Llegados a este punto, ponderé las posibles continuaciones a aquella conversación, descartando varias hasta quedarme con tres:

1) Cortar en daditos a Gerhardus y reservarlo para preparar con él alguna imaginativa receta. Era, sin duda, la solución más cómoda, pero no me convenía en absoluto.

2) Pedirle disculpas con brevedad y sin resultar rastrero, ni patético, ni demostrarle que le daba la razón, ni permitirle que se creciera ante mí, ni… No, no. Lo descarté de inmediato, por demasiado intrincado. Además, disculparme no se me da bien. Cada vez que lo he intentado, he terminado comiéndome a mi interlocutor. Bonita manera de disculparse.

3) Organizar un espectáculo que le agarrara por sorpresa. Es cierto que no poseía tantos recursos como un tiempo atrás, pero aún me quedaba alguno. Podía gritar, patalear, hacerme el ofendido, añadir a mi reacción uno o dos efectos especiales y luego esfumarme sin dejar rastro, mientras pensaba otra cosa mejor que hacer. No sirve de mucho, pero por lo menos te permite una retirada digna.

Elegí la tercera. Me levanté con tanta fuerza que lancé mi silla a través del ventanal (que no estaba abierto). Elevé mi voz hasta los ciento cuarenta decibelios (un poco más hace estallar las cabezas humanas, de modo que no es recomendable) y bramé:

—¿Cómo te atreves, insignificante mortal, a hablarme de ese modo? ¿Con quién te crees que estás tratando, miserable, con uno de tus capataces? ¿Desde cuándo te está permitido tutearme, levantarme la voz, ni siquiera ofenderte ante mis reacciones? ¡Ofréceme el respeto que te enseñé a tenerme, sabandija humana, y póstrate ante mí!

Obedeció en el acto. Se hincó de rodillas en el suelo y metió la cabeza bajo la mesa. Por la habitación corrían los pisapapeles y se arremolinaban los documentos, produciendo bonitos efectos. Kul palmoteaba. Se me ocurrió que mi acompañante se lo pasaría en grande en el cine, donde estas cosas ocurren constantemente, con la ventaja de que no suelen ser verdad.

En cuanto Gerhardus estuvo completamente rendido a mis pies, decidí que había llegado el momento de irse. Para que la violencia surta el efecto deseado, siempre hay que retirarse en lo más interesante. Esta vez elegí la puerta para mi salida del escenario. La descuajaringué de un golpe y me topé con la cara de pánico de la secretaria. Para no defraudarla, hice lo propio con la del rellano, y salí con mucho señorío a pesar de ir acompañado del torpe de siempre.

En el ascensor me encontré con una rubia interesante. De buenas a primeras me preguntó si iba «a la agencia», y como yo no sabía de qué me estaba hablando, contesté afirmativamente (por si acaso). Me venía bien un receso (y un escondrijo), así que entré en lo que parecía su oficina. Enseguida me gustó, porque era un departamento completamente inundado de libros (no todos de mi gusto) donde descubrí con agrado que las palabras impresas y aquellos que las inventan estaban en todas las conversaciones. Mereció la pena perder allí un poco de mi tiempo, por algo que se entenderá al final, aunque Kul me dio algún que otro quebradero de cabeza: en un momento en que me despisté, devoró unos cincuenta y seis ejemplares de una novela sobre no sé qué catedral, que le produjeron una flatulencia muy molesta (y que me tocó sufrir cuando nos quedamos a solas). Al margen de eso, conocer a la rubia Sandra fue una suerte para mi carrera, como pronto se verá.

A lo largo de mi dilatada vida he conocido situaciones en que me ha faltado la oportunidad, o la suerte, o la ayuda, o la cabalgadura apropiada, o el interlocutor inteligente, o la luz para ver más allá de mis narices, o la prudencia para no meter la pata y hasta el control mental para no destripar a nadie, pero jamás, jamás me había faltado el ánimo. Hasta entonces.

Cuando salí del despacho de la rubia Sandra, caminé unos veinticinco kilómetros sin rumbo, hasta que encontré unas ruinas de mi agrado donde sentarme a descansar. Eran los restos de un castillo, con su torre del homenaje casi intacta sobre un promontorio desde el que se podía disfrutar de una estupenda vista sobre el Mediterráneo. Desde el horizonte se extendía una bóveda de nubarrones de color plomizo que me libraba del molesto sol. Por su belleza, era un lugar perfecto para desanimarse.

Le pedí a Kul que me dejara a solas y le di el día libre. Empleé mi tiempo en velar mis armas, como los caballeros medievales que, sin duda, moraron, tiempo atrás, entre aquellas piedras caídas. Pero, a diferencia de ellos, yo no lo hice para entrar de inmediato en combate, sino para todo lo contrario: para desaparecer de él de una vez por todas. No me reconocía en aquel pesimismo, ni en aquella falta de ganas para todo. De pronto, todo mi mundo me parecía un lugar hostil en el que yo había dejado de tener cabida. Otros se habían apostado conmigo todo lo que me pertenecía y habían ganado la partida con tanta ventaja que casi habían aniquilado mis posibilidades de revancha.

«Tal vez —me dije—, deba rendirme a la evidencia. Viví unos años de gloria que como djinn no podía esperar, les exprimí todo su jugo, me lo bebí con deleite y ahora debo resignarme a que se haya agotado. Tal vez deba regresar a casa, a mis dunas, unirme humildemente a mis compañeros y dedicarme a extraviar viajeros el resto de mi vida en lugar de insistir en estos sueños de grandeza».

Entonces pensé en Natalia. En sus sentimientos hacia mí, lo único que en ese momento me interesaba de cuanto ocurría sobre la faz de la Tierra. Pensé que en ella encontraría refugio para mis males y acaso un manantial donde recuperar las fuerzas. Decidí hacerle una visita sin esperar ni un segundo.

Fue la peor decisión. El mayor error que haya cometido jamás mi raciocinio.

Solo un colofón, para preparar lo que ha de venir: ¿Has conocido alguna vez el amor? Te lo pregunto a ti, receptor mudo de estas líneas. ¿Sabes de qué estamos hablando cuando encadenamos estas cuatro letras: a-m-o-r?

Yo te lo diré: el amor es el número circense en el cual tu vida pende de un hilo sobre un barranco infinito y una criatura sin escrúpulos se acerca a ti mostrando los filos hambrientos de unas tijeras.

Siento haberte estropeado la sorpresa.

Cuando regresó Kul, con la tripa llena a rebosar de piedras del camino, le pedí que me llevara a Layana. Me miró arqueando una de sus cejas tupidas como alfombras.

—¿No deberíamos regresar al Infierno? —recordó—. El tiempo corre, Eblus.

—Métete en tus asuntos.

—Es lo que hago. Trato de evitar que estropees mis asuntos.

Se dejó caer sobre una roca y expelió hasta media docena de ventosidades al mismo tiempo (no preguntéis cómo) y me lanzó una mirada de reprobación, como la del maestro al alumno poco aplicado. Tuve que pararle los pies.

—Obedece, mosquito descarado —ordené, a una potencia de cuatrocientos decibelios—, ¡nos marchamos ahora mismo! ¡Levanta el vuelo de una vez!

Lo hizo de mala gana. Las piedras que se había tragado tampoco ayudaron mucho. Le costó horrores desmaterializarse para despegar. Cuando aterrizamos en la ventana de Natalia, parecía indispuesto.

—Espera aquí —dije, colándome a través de los cristales sin causar ningún estropicio.

Mi querida niña estaba sentada ante el ordenador y aporreaba el teclado con furia. Tenía los ojos inundados de lágrimas y de vez en cuando hacía una pausa para frotarse las mejillas con las palmas de las manos y sonarse los mocos. Luego, continuaba escribiendo, con la misma rabia que antes. Me preocupó aquella actitud, y por un momento temí, en mi ingenuidad, tener algo que ver con ella. ¿Tal vez había hecho mal en dejarla sola durante aquellos días? ¿Había desatendido sus necesidades preocupándome únicamente de mí mismo?

Conturbado, me pegué a su espalda sin hacerme notar y leí por encima de su hombro. Fue como asomarme a lo más profundo de su corazón. Fue como si una voz justiciera me susurrara al oído: «Acércate y descubre aquello que nunca poseerás».

Esto era lo que Natalia escribía y lo que yo leí:

ADVERTENCIA

 

Hoy he vuelto a llamarte por teléfono. Hoy he vuelto a escribirte un correo. He vuelto a llamar al timbre de tu puerta. Tu madre me ha dicho que no quieres verme. Cinco sílabas claras, concisas: no-quie-res-ver-me.

Cinco sílabas que hasta un bebé sería capaz de comprender.

Cinco sílabas que me parten el corazón, Bernal.

Que lo cambian todo. Porque solo significan una cosa: no hay esperanza. He dejado que todo dependa de una posibilidad absurda. Nunca me has querido, nunca has estado enamorado de mí. No he sido más que la tonta de la que puedes burlarte porque sabes que siempre va a esperarte. Que te desea mientras tú besas a otra. Que se muere por ti mientras tú juegas con ella. He sido una idiota. Una idiota que te quiere como a nada en el mundo.

Hace ya algún tiempo que escribo este blog, pero nunca me había dirigido directamente a ti. Si hoy me he decidido a hacerlo es porque quiero que sepas de una vez que has sido un cerdo conmigo. Me engañaste manteniendo la esperanza, para luego dejarme caer desde más arriba. Ahora que me he estrellado de pronto, tal vez necesitaré un tiempo para recuperarme, pero no pienso desaparecer de tu vida. Esa es la otra cosa que quería decirte. No pienso rendirme. Nunca voy a querer a nadie más que a ti, nunca. Puedo fingir frente a otra persona, aprovecharme de lo que me ofrece, tomarle el pelo a cambio de algún beneficio, pero mi corazón solo te pertenece a ti.

Debo decirte, además, que me considero más fuerte que tú y mucho mejor persona. Esperaré a que te arrepientas de lo que has hecho y vengas a pedirme perdón. Puede que me distraiga un poco saliendo con otro solo para despertar tus celos, pero nunca lo reconoceré. Esperaré en silencio, como los cazadores nocturnos. Mientras tanto, te odiaré tanto como te quiero.

No puedo describir con lenguaje articulado lo que sentí al leer aquellas palabras y reconocerme en ese «otro» al que se refería Natalia. Lo había escrito con total claridad: «Puedo fingir frente a otra persona, aprovecharme de lo que me ofrece, tomarle el pelo a cambio de algún beneficio, pero mi corazón solo te pertenece a ti».

Comprendí.

Reprimí mis ganas de hacer estallar todos los cristales de la casa, de incendiar el edificio, de hacer añicos la pantalla donde había leído aquellas verdades que lo cambiaban todo y de hacer cosas parecidas, o aún peores, con Natalia.

En lugar de eso, salí en silencio, me senté un instante en el alféizar de la ventana e hice algo vergonzoso:

Lloré.

Luego, me sobrepuse y me regañé por dentro: «No merece ser candidato al sillón de lo Oscuro quien derrama lágrimas por una jovencita insolente». Allí mismo celebré un juicio contra mi maltrecha personalidad. Arrojé acusaciones feroces que solo perseguían mi condena. Me quedé mudo cuando la defensa tuvo que hacer su trabajo y no halló argumentos con los que contraatacar. Luego, llegó la hora del veredicto, y decidí que me correspondía la mayor condena y el castigo más inclemente. Decidí que había llegado mi final. Y todo esto, por descontado, sin alzar la voz ni una sola vez ni levantar ninguna sospecha.

Es curioso, pero antes de aplicarme mi propio castigo, me acordé de alguien. Una criatura a quien tuve una vez la suerte de tratar y a la que tal vez no valoré lo suficiente. Su historia se presentó ante mis ojos con una claridad cegadora, y me reproché no haber sabido comprenderla.

Se llamaba Társila. Durante un rato, me pareció oír su voz contando nuestra historia. Fue un inesperado consuelo.

En cuanto me vi capaz de dar órdenes chasqueé los dedos para llamar a Kul y le anuncié que cuanto había ido a hacer a aquel lugar había terminado. Le dije que nos marchábamos.

—¡Ya era hora! —exclamó, feliz con la noticia—, ¿volvemos al Infierno?

—No. Vamos a San Juan de la Peña. Es en aquella dirección —señalé hacia el sudoeste, donde quedaban las estribaciones de los Pirineos que cobijan ese lugar único.

—¿Y qué hay allí? ¿Otra puerta secreta del Averno?

—Un monasterio —dije, desganado.

Kul gruñó de furia.

—¿Un monasterioooooo? ¿Y se puede saber qué vamos a hacer allí? ¿Guardar silencio hasta que también a nosotros vengan a buscarnos las moiras?

Me pareció mejor no contestar.

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