Crypta

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IV. Társila

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IV

TÁRSILA

Para todas las cosas hay sazón

y para todas su tiempo bajo el cielo:

tiempo de nacer y tiempo de morir.

Tiempo de plantar y tiempo de recolectar.

Tiempo de dar muerte y tiempo de dar vida.

Tiempo de derribar y tiempo de edificar.

Tiempo de llorar y tiempo de reír.

Tiempo de luto y tiempo de gala.

Tiempo de esparcir piedras y tiempo de recogerlas.

Tiempo de abrazar y tiempo de desasirse.

Tiempo de ganar y tiempo de perder.

Tiempo de guardar y tiempo de derramar.

Tiempo de rasgar y tiempo de coser.

Tiempo de callar y tiempo de contar.

Tiempo de guerra y tiempo de paz.

Tiempo de amar y tiempo de aborrecer.

ECLESIASTÉS, 3, 1-8

Me llamo Társila y el mayor acto de amor de mi vida fue tocar mal el piano.

Yo era una niña tímida, pálida, de dedos afilados, que había crecido sin hermanos ni amigas en los silencios de una casa demasiado grande y demasiado oscura. Incapaz de pronunciar palabras desenvueltas, me pasaba las tardes leyendo en la biblioteca. Los sirvientes me consideraban una niña enfermiza y medio tonta. Mi padre apenas me conocía, tan inmerso en sus negocios en la capital que llevaba cinco años sin pisar la casa. Mi madre, la única persona de mi vida que me quiso alguna vez, y quizá la única que llegó a comprenderme, murió antes de mi décimo cumpleaños.

Durante los meses del curso escolar permanecía interna en un colegio de monjas que en todo me recordaba a mi hogar. El verano era insufrible. Encerrada en los amplios y ventilados salones de aquella casa enorme, sin más distracción que el paisaje de la ventana y lo que mi imaginación pudiera extraer de los libros.

Era una tortura.

Amadís llegó de pronto.

—Me envía tu padre —dijo, detenido en el umbral, aferrado con las dos manos a su maletín de piel—. Soy tu nuevo profesor de piano.

Sentí un escalofrío, como si acabara de ver a un espectro. Me pareció extraño que mi padre recordara mi pasión por la música, la atracción que ejercía sobre mí el viejo piano de mamá, olvidado en un ángulo del salón, tan triste y abandonado como yo. Me gustaba recordar los dedos finos y pálidos de mi madre deslizándose sobre el teclado. Algunas noches incluso me parecía escucharla en sueños tocando aquella melodía delicada y frágil como ella, como su salud, como todo en el mundo al cual pertenecimos alguna vez: el Preludio Número 17, de Chopin.

No es de extrañar, pues, que recibiera al profesor de piano con alborozo. Para una chica de vida tan gris como la mía, aquello significaba todo un acontecimiento. Incluso llegué a pensar que mi padre me conocía mucho más de lo que había supuesto y que con aquel regalo pretendía reparar un poco su ausencia, conseguir mi perdón, reconciliarse con lo único que le quedaba de lo que fue alguna vez.

Por entonces, desconocía la verdad. No podía sospechar que para mi padre yo solo era parte de un pasado que se esforzaba en olvidar todos los días. Ignoraba que el dolor intenso a veces se convierte en olvido. Ni siquiera imaginaba que con el tiempo llegaría a comprenderle muy bien, a fuerza de aplicar sobre su memoria la misma amnesia.

Mi nuevo profesor también parecía un poco tímido. Era unos dos palmos más alto que yo, de talle fino y pies grandes. Caminaba un poco desgarbado, doblando las rodillas y avanzando la cabeza, pero vestía y se comportaba con suma elegancia. Me impresionaban sus modales aristocráticos y su manera de hablar sin levantar la voz.

La primera lección fue más bien una coreografía. Me enseñó cuál es la postura que debe adoptar una señorita cuando se sienta ante el teclado, cómo debe erguir la cabeza y cómo las manos jamás deben parecer dos tórtolas desmayadas. Luego, buscó el metrónomo y lo dejó sobre la mesita.

—Aprender a tocar música es aprender a escuchar el latido del mundo. El mundo late en dos por dos o en cuatro por cuatro. Lo demás, lo dejamos para el Más Allá, que siempre va más deprisa.

Me gustaba escuchar a Amadís. Me estremecía cuando sus manos tocaban las mías para enderezar una postura. Su aliento junto a mi oído disparaba los latidos de mi corazón.

Pronto me di cuenta de que mi interés por él era mucho mayor que mi interés por la música. Y como la pasión por el piano me acompañaba desde siempre, comencé a sospechar que me había enamorado locamente de mi profesor. Esta revelación fue lo más importante que me había ocurrido jamás. Estaba a punto de cumplir quince años. Llevábamos unos seis meses de lecciones y mis progresos eran evidentes. Fue entonces cuando comencé a tocar mal.

Amadís apenas se dio cuenta. De algún modo, esperaba mi falta de habilidad y venía cargado con grandes cantidades de paciencia con que combatirla. Jamás se daba por vencido. Cuanto más torpe era yo, con más suavidad hablaba él. Me corregía con aquellos modales refinados, me recordaba cualquier detalle una y otra vez y sonreía, encantador, cuando yo volvía a equivocarme.

Esperaba sus lecciones con desasosiego, como el sediento espera su dosis insuficiente de agua. En realidad, mi día se dividía en las profundas y oscuras horas en que deseaba la llegada de Amadís y las tibias y nostálgicas en que ya se había marchado pero aún se podía sentir su presencia: su olor impregnando el aire de la sala, sus palabras flotando en la memoria, sus instrucciones para el estudio, que me apresuraba a cumplir como si de una prenda de amor se tratasen. Las horas en que estaba con él, radiantes, luminosas, dulces, discurrían como en un sueño. Sus palabras eran para mí faros en medio de la tormenta, el único antídoto contra la soledad y la tristeza que por aquel entonces asolaba mis días.

A veces le preguntaba, coqueta:

—¿Podré tocar algún día Après une lecture du Dante, la fantasia quasi sonata de Franz Liszt?

Él jamás dejaba de sonreír. Hablaba despacio.

—Esa obra es de las más difíciles que se han escrito jamás para piano, Társila, querida. No digo que no seas capaz, solo que los más diestros pianistas han necesitado ayuda antes de enfrentarse a la Dante Sonata. No tengas prisa. El secreto del éxito está en elegir bien las metas.

Todo transcurría en una corrección sin mácula.

Hasta que un día, mientras estudiábamos una de las escalas más difíciles, dejé a propósito mi dedo índice a un centímetro de caer sobre el sol sostenido, como si temiera no acertar con la nota correcta, y le miré fingiendo desolación o sorpresa o pánico o qué sé yo, porque en su compañía, todos los sentimientos se arremolinaban y resultaba imposible distinguirlos.

Entonces reparé en que tenía los ojos de un azul muy claro. Parece raro, pero hasta ese momento no me había sido posible saberlo, ya que nunca, ni una sola vez en los catorce meses de lecciones de piano, había logrado mirarle a los ojos ni un segundo. Aquel día me atreví a hacerlo. Volví la cara, tomé la decisión, me enfrenté directamente a sus pupilas radiantes, sostuve con firmeza las mías, tan quietas como mi índice, como si también ellas temieran caer en el vacío o en el error. Y así permanecí, dispuesta a no renunciar a aquella valentía, hasta que fue él quien apartó la mirada y susurró:

—Te estás haciendo mayor, Társila.

Quise besarle. Ese pensamiento atravesó fugazmente mi mente, como un relámpago. Tomarle al asalto, por sorpresa, estrellar mis labios contra los suyos. Ojalá lo hubiera hecho, pero no fui capaz. Me faltó el valor de quien está entrenado en la osadía. O tal vez recordé las instrucciones de mi madre acerca de lo que jamás debe hacer una señorita.

Él se levantó y recogió las partituras con mucha prisa. Las guardó en su maletín, se alisó la chaqueta y salió sin despedirse, tan desgarbado como siempre, andando como a saltitos sobre sus piernas demasiado largas.

—Continuaremos mañana —anunció, mientras salía.

Aquella noche, apenas logré dormir. Me ardían las mejillas, sentía un extraño hormigueo en las extremidades, no podía dejar de pensar en aquellos ojos, aquellos dos puntos de color celeste, atónitos en mitad de la lección por algo que solo había provocado yo.

Cerré los ojos y soñé que tenía un hijo de mi profesor de piano. Fue una iniciación. Los detalles me asustaron. Desperté bañada en sudor. El cosquilleo era ahora más persistente. Me costaba respirar. No podía apartar ciertas imágenes de mi mente. Desde el salón del piano me llegaban los acordes de una melodía familiar.

Bajé sigilosamente. El gran ventanal estaba abierto. Las copas de los grandes árboles estaban tan quietas que parecían formar parte de un paisaje ficticio. El frío era intenso. El piano estaba cerrado.

Regresé a mi cuarto, y traté de volver a dormir.

No lo conseguí. La música de Chopin continuaba sonando.

Al día siguiente, dediqué toda la mañana a arreglarme para Amadís. Pedí a los sirvientes la llave del vestidor de mi madre. Al principio, se negaron a entregármela, pero utilicé con ellos la misma estrategia que el día anterior había dado tan buenos resultados con el hombre a quien más amaba del mundo. Les aguanté la mirada y repetí mi orden en voz alta, con firmeza. Mi petición no era negociable, ni tampoco algo sobre lo que ellos pudieran opinar. Traté de hacerles ver que, en ausencia de mi padre, yo era la dueña de la casa, la única persona con derechos legítimos sobre todo cuanto allí había, incluidos ellos.

Funcionó. Mi sorpresa fue mayor que la suya.

El vestidor de mi madre olía a polvo y a naftalina acumulados durante más de cinco años. El gran ropero en forma de U, iluminado desde dentro, estaba repleto de tesoros. Pasé varias horas probándome los modelos que más me gustaban, poco después de descubrir que tenía exactamente la misma talla que mamá y que, por tanto, sus vestidos parecían hechos para mí. Y lo mismo ocurría con los zapatos, todos del número 37. El mío.

Al fin, después de muchas dudas, decidí ponerme un traje ajustado de terciopelo negro, con bastante escote y falda larga hasta los pies. Me recogí el pelo en un moño sobre la nuca y busqué en la caja de bisutería de mi madre un par de pendientes que conjuntaran bien con mi nueva indumentaria. Encontré unos de plata envejecida rematados por una piedra azabache. Ya solo me faltaban un par de sandalias de tacón, que rescaté del fondo del zapatero.

Cuando me miré al espejo, descubrí a una desconocida que me observaba sonriendo.

Así ataviada, me senté frente al piano. No me hacía falta la partitura: de tanto leerla, tenía la Dante Sonata en mi cabeza. Liszt siempre fue mi compositor favorito. La toqué sin torpezas fingidas ni disimulos, de principio a fin. Me asusté al imaginar la espera de las almas en el Infierno, lo que el autor quiso mostrar, y el terror cargó mis manos de pasión. Abordaba la segunda parte, que corresponde a la Gloria, cuando me pareció oír un susurro a mi espalda. Pensé que podía ser ella, mi madre, que me miraba desde el orgullo de quien se ve emulada y superada. Luego supe que no era ella. Era Amadís.

De modo que decidí continuar. Con más entusiasmo todavía. Marcando bien los énfasis, recreándome en los silencios, resaltando lo mejor de aquella bella sinfonía a la que durante tanto tiempo había tenido que asistir impedida por mi propia mentira. Toqué como nunca antes, lo sé bien. Tengo la seguridad, y entonces también la tenía, de que fui una de las mejores alumnas de Amadís. Aunque él no lo supo hasta aquella tarde. Hasta que alcancé, triunfante, el fin. Entonces me volví despacio hacia la puerta, lista para recibir el aplauso admirado de mi querido profesor.

Pero en la puerta no había nadie.

Corrí tras él, bajé la escalera a toda prisa tropezando con la falda de terciopelo, me asomé a la balaustrada del piso superior, continué bajando hasta el vestíbulo principal, salí al jardín… Solo pude distinguir su coche alejándose entre una nube de polvo.

Aquella fue la primera de mis interminables noches de insomnio.

El piano me acompañó desde la distancia, pero yo no quise escucharlo. De pronto me pareció que el Preludio Número 17 de Chopin se me había quedado pequeño, como los zapatos en edad de crecimiento.

Por la mañana, el servicio me trajo una nota. Estaba escrita de puño y letra de Amadís. Solo decía:

Querida mía:

Dado lo mucho que has progresado, creo que lo honesto es retirarme. Tu padre ha entendido mis motivos y se ha alegrado mucho de mis noticias. Te auguro un futuro brillante como concertista. Tal vez en algún teatro del mundo nos volvamos a ver algún día, cuando tú seas una pianista famosa y yo un viejo profesor que aplaude desde la última fila.

Tuyo para siempre,

Amadís

Tuyo para siempre.

Esas tres palabras me llevaron directa a la locura. De pronto me sentí poseída por una fuerza descomunal. Bajé al salón del piano, bajé la tapa del instrumento al que había dedicado tanto esfuerzo durante los últimos años, posé mis dos manos sobre él y empujé con todas mis fuerzas. Al principio, apenas logré moverlo un centímetro, pero insistí. Empujé y empujé, hasta que la misma inercia del movimiento se puso de mi lado y el pesado trasto comenzó a deslizarse sobre el desgastado suelo de mosaico, y continuó haciéndolo cuando abrí la balconada, como si una mano invisible me estuviera ayudando en aquella empresa heroica. Y forcejeé un poco para dirigirlo a donde yo quería, y continué. Después de un último esfuerzo, el piano cayó por el balcón. Se escuchó un crujido seco, catastrófico, y una especie de maullido de veinte gatos destemplados que lloraban de pena por la muerte de algo tan hermoso.

Luego, cerré la balconada y lloré toda la noche.

El vaticinio de mi profesor se cumplió con creces. Salvo en un detalle. Nunca más volví a verle, a pesar de que siempre le esperé. Mientras los aplausos se prolongaban al final de cada concierto, yo miraba hacia las últimas filas. Los focos me cegaban. Jamás me retiré del escenario con la plena certeza de que él no había estado allí.

La mía era una esperanza absurda, la de quien no puede reconocer que el ser a quien más ha amado en el mundo no siente por ella ningún interés.

Los años pasaron de viaje en viaje, de gira en gira, de triunfo en triunfo. Todo lo conquisté y nada me supo lo bastante dulce.

Hasta que hace una década, cuando contraje el mismo mal que se llevó a mi madre, decidí retirarme para siempre. La noche en que ofrecí mi último concierto, en un teatro lleno a rebosar, distinguí lágrimas en los ojos de mis espectadores. Me alegré de que alguien lamentara mi marcha, y por primera vez pensé que había merecido la pena. En el camerino me esperaba un gran ramo de rosas rojas con una tarjeta sin firmar. En ella solo se leía:

Nunca he olvidado que aún te debo un beso.

La letra me pareció la de Amadís. Aunque, ¿es posible recordar una caligrafía después de cincuenta y siete años?

La enfermedad avanzó deprisa, implacable. La gente me olvidó a una velocidad aún mayor. De vez en cuando, mientras aún estaba viva, a algún empresario de los teatros que tanto frecuenté se le ocurría ofrecerme un homenaje en el que participaban antiguos colegas y nuevas estrellas cuyos nombres nunca conseguí retener. Yo ya no me encontraba en condiciones de acudir a esas galas. Lo hacía mi representante para leer en mi nombre unas palabras amables que nunca había escrito yo. La vida había comenzado a ocurrir sin mí. Lo peor era que no me importaba lo más mínimo.

Mis recuerdos eran el único lugar que aún me interesaba.

Mi agonía transcurrió de puertas adentro, en el silencio imperturbable de la vieja casa familiar. Los silenciosos sirvientes estaban ahí —eran distintos a los de mi niñez, pero en el fondo eran los mismos de siempre—, y sobre mi cama me observaba, severo, el retrato de mi padre. No fui a su entierro. Cuando murió, de pronto, era un completo extraño para mí.

De modo que mi única familia era mi pasado. Y una breve esperanza. Hasta el último minuto, intacta, brillando a mi lado. Todo lo que me quedaba en el mundo. Las cenizas de mi juventud.

Cuando le vi aparecer, pensé: «Claro. Tenía que ser así».

Amadís.

En el umbral: alto, desgarbado, media melena lacia, joroba prominente entre los omóplatos y aquellos inolvidables ojos azules. Estaba igual, exactamente igual a como lo conservaba mi memoria. Solo que mi discernimiento, en el umbral de la muerte, era ahora más certero.

Quiero decir (y qué difícil resulta): su verdadera naturaleza no me agarró por sorpresa.

Se acercó a mi cama, se sentó a mi lado, me agarró la mano. Las suyas seguían suaves y tersas como entonces, cuando era mi profesor de piano. Las mías estaban ásperas y llenas de manchas.

—Vengo a pagar lo que te debo —dijo.

Con mi última lucidez logré entender que estábamos en una negociación. Con mi último aliento le pregunté qué quería a cambio.

Sonrió, socarrón. Encantador.

—No soy muy original en los negocios —dijo, antes de acercarse a mi oído y estremecer mi piel vieja con su amado aliento—: Quiero tu alma, querida mía. Te prometo considerarla una de las piezas más preciadas de mi colección.

Fingí pensarlo durante unos segundos. En ese tiempo, disfruté de su incertidumbre, de su nerviosismo imposible de disimular. Me hizo feliz sentir con tanta viveza que aún había algo de mí que él codiciaba.

—Con una condición —le dije, sin resuello.

Le hice esperar mi respuesta. Sufrirla.

—Que merezca la pena —añadí.

Por toda respuesta, se acercó a mí, sin dejar de sonreír. Sostuve fija la mirada en sus pupilas. Los ojos apenas cambian, por muchos años que pasen. No estoy segura de si ocurre lo mismo con el deseo insatisfecho.

Me besó. No fue el primer beso de mi vida. Aunque haya omitido ese detalle sin importancia, hubo muchos amantes en mis noches mundanas.

Fue el primer beso deseado de mi vida. Y mereció la pena.

Solo me queda añadir que desde entonces soy una de las mejores piezas de su colección. Una mariposa de grandes alas verdes y moradas, a la que aquel a quien yo llamé Amadís suele referirse como «una de mis piezas favoritas, acaso una de las más hermosas».

Soy capaz de recordar, pero solo lo hago si él lo necesita.

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