Crypta

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V. Crypta » Capítulo 1

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Retomo esta historia para hablarte de mis horas más bajas, insaciable testigo.

De modo que me retiré a San Juan de la Peña, un insólito lugar al que llegué por primera vez en tiempo del rey Sancho Ramírez, en virtud del contrato que había contraído con su abad. Fue un amor a primera vista. El monasterio fue construido bajo un gran peñasco que sobresale de la montaña y que parece a punto de desprenderse en cualquier momento. El lugar es escarpado, está cubierto de una frondosa vegetación y casi siempre se esconde bajo una espesa capa de niebla. Allí se alzan las gruesas paredes de la abadía a resguardo de la roca que las protegen de la lluvia, pero también las privan del sol, de modo que el edificio no recibe nunca los beneficios de la naturaleza pero sufre todas sus inclemencias. Aquellas estancias eran, la primera vez que las pisé, como auténticas neveras, donde los monjes tiritaban en silencio la mayor parte del año y llevaban, como escribió uno de sus abades, una existencia «de notable horror y desconsuelo» hasta que morían jóvenes, a causa de las enfermedades contraídas por tanto tiempo de soportar humedades y helor.

Cuando decidí instalarme allí, haciéndome pasar por uno de ellos, el monasterio era poco más que, según dijo alguien, «un lugar alejado de las pasiones del mundo y deleitoso para la vida sosegada de los monjes». Menudo aburrimiento. Hacía falta ser tonto para no darse cuenta del enorme potencial que tenía el sitio, más cuando el propio monarca lo elegía, año tras año, para pasar allí parte de sus vacaciones. Y yo, que después de una breve temporada como limosnero había conseguido el puesto de monje bibliotecario, aprovechaba cualquier ocasión para mantener con él largas charlas en las que le inoculaba algunas ideas muy útiles y muy avanzadas a su tiempo, y le daba permiso para utilizarlas como propias.

El Camino de Santiago, por ejemplo. Prestó mucha atención cuando le expliqué el provecho que podía sacar de cierto hallazgo de un obispo aficionado a hurgar en los cementerios. Se decía que el buen hombre, de nombre Taormino, después de ver centellear una estrella a ras de suelo, decidió escarbar en la tierra, donde fue a encontrar los huesos de un señor decapitado a quien tomó por santo y apóstol. Sobre el mismo ataúd levantó un altar y sobre el cementerio una capilla, en la que enseguida desearon entrar todos aquellos a quienes les contó la historia.

(Ya conoces mi amor por los paréntesis, lector, casi tan grande como mi afición a hacer bailar estrellas frente a los crédulos ojos mortales. Me ahorraré, así, las explicaciones. A qué se debió aquel curioso fenómeno que tanto impresionó al obispo, lo dejo al arbitrio de tu portentosa capacidad de deducción).

—Deberíais hablar con los monarcas de los otros reinos, en particular con el asturiano, que buena tajada supo sacarle a las reliquias del santo en cuestión —le decía a mi interlocutor, lanzando el anzuelo, y cuando me preguntaba de qué le estaba hablando me apresuraba a contestar—: Pues que con todo esto del apóstol, ha unificado sus reinos y los ha puesto bajo la protección de Santiago, aunque en ellos solo manda él. A mi modo de ver, una alianza de los reyes cristianos os reportaría muchos beneficios. Imaginen sus majestades que aúnan esfuerzos para barrer los caminos de piedras y construir en sus márgenes posadas, hospitales y conventos. Muchos peregrinos se atreverían a visitar estas tierras, solo con la excusa de pisar el lugar donde yace el apóstol. Y si, ya de paso, ampliáramos la capilla y construyéramos algo más grande, más a la moda europea…

Tal vez te extrañe un poco este interés por mi parte. Instar a la construcción de nuevos templos era el prólogo a impedir más tarde su conclusión. Mientras aún duraban las obras, el campo de batalla seguía abierto. Cuando los mortales colocaban la última piedra, el triunfo era de ellos. Si en ese tiempo yo lograba impedirlo, me apuntaba el tanto. He aquí el por qué de mi empeño en la reforma de la pequeña capilla: solo durante las obras podría intentar destruirla. Y algo me decía que iba a merecer la pena. Por otra parte, y no es un argumento menor, siempre he sido un espíritu afecto a los libros y a las manifestaciones culturales en general, de ahí mi interés en que los pazguatos humanos medievales construyeran de una vez buenos caminos por los que pudiera llegar algo digno de consideración hasta aquel lugar que yo ya había convertido en mi cuartel general.

Huelga decir que no me costó demasiado ganarme las simpatías de los monjes, con la sola excepción del hermano sacristán, aquel jovenzuelo que me abrió la puerta el día de mi llegada y que siempre me miró de un modo esquinado y receloso. Yo lo atribuía a su agriado carácter, fruto del demasiado tiempo que pasaba entre velas, incienso y ropa de misa. El nuevo prior, el padre Julián, me tuvo simpatía desde el primer momento. Fue él quien me autorizó a trasladar al monasterio mi biblioteca particular —trece mil volúmenes que había expoliado de aquí y de allá durante los últimos mil años— y acomodarla en la antigua cripta, justo en el vientre de la montaña de roca. En aquella madriguera subterránea, rodeado del aroma del pergamino y del papel, me sentía como en casa.

Allí pude dedicarme a alguna de mis aficiones favoritas, como la lectura o el dibujo (por aquel entonces aún no me atrevía a escribir). Instalé un scriptorium en aquel sótano helado y me afané durante jornadas enteras en enriquecer con ilustraciones muy coloridas algunos de los pasajes más aburridos de la Biblia. Dibujaba grandes letras capitulares al inicio de los capítulos y las cubría con pan de oro, o inventaba retorcidos tallos vegetales para separar las columnas de texto. Me quedaban muy bien, y la idea de mezclar letras con dibujos gustó tanto que todavía hoy se sigue practicando. De mis obras, se conservan unas cuantas en los museos del Vaticano, y cada vez que descubro a algún estudioso admirándolas siento la vanagloria inútil del artista.

Con el tiempo, me convertí en una institución en el monasterio. Los más observadores se habían dado cuenta de que todos mis compañeros monjes morían antes que yo, pero el hermano Elvio continuaba allí, imperturbable al paso del tiempo y eternamente lozano. Me vi obligado a cambiar de nombre varias veces, pero seguí practicando mis aficiones favoritas durante unos cuantos siglos, siempre que mis obligaciones me lo permitieron. De resultas, la historia del monasterio habla de «distintas generaciones de artistas iluminadores y miniaturistas, autores de unos cuantos centenares de códices únicos y bla, bla, bla…». Ya sabéis, pues, de quién hablan.

Me he referido ya a mis obligaciones en aquella época: debía evitar que prosperara la construcción de templos, ya que así me lo había encargado el Cónclave al nombrarme Ser Superior. Yo estaba encantado con el nombramiento e iba de un lado para otro vigilando a cualquier humano que tuviera la ocurrencia de apilar una piedra sobre otra. En el fondo, me caían mucho mejor estos constructores atrevidos que sus semejantes de dos siglos atrás, cuando sobre Occidente reinaba el oscuro románico, un estilo arquitectónico tan triste que solo pudieron concebirlo un puñado de constructores hambrientos. La verdad es que la gente de la Baja Edad Media me sacaba de quicio. Estaban tan necesitados que ni siquiera tenían tiempo para la depravación. Una vez me aparecí ante un campesino en un cruce de caminos, de noche, a la luz de la luna y mientras los lobos aullaban, y al muy desgraciado no se le ocurrió otra cosa que intentar comerme. Definitivamente, cuando la humanidad no tiene tiempo de pensar en su perdición, estamos apañados. Me pareció todo un acierto olvidarse de tanta bóveda de cañón y tanto arco de medio punto.

Pero entonces, de pronto, como para celebrar el cambio de los tiempos, alguien hizo caso de la idea que el rey Sancho Ramírez decía haber tenido, y empezó a edificarse un gran templo sobre la capilla de aquel señor decapitado. Y fue el comienzo de la locura.

Si algo iguala a los humanos de toda raza y condición es su capacidad para codiciar lo que otros poseen. Fue saber de la construcción del gran templo de Compostela y todos desearon tener el suyo. Por todas partes comenzaron a menudear los ideólogos, los constructores, los maestros de obra, los patrocinadores, las canteras, los picapedreros… y en menos de un siglo estaba toda Europa aporreando el cincel o proyectando la bóveda más alta, competían entre sí, enloquecidos. Los maestros de obra viajaban sin cesar, las grandes ciudades se peleaban por los arquitectos y los canteros tenían trabajo asegurado de por vida. Y si solo hubiera sido eso…

Pero el de los canteros y artesanos no fue el único colectivo que estuvo muy ocupado durante gran parte de la Edad Media. Hubo otros a quienes de pronto se les terminó la paz y el sosiego: el de los cadáveres célebres.

Y por fin llegamos a mis tres amigos sabios y temerosos de la muerte. Con el discurrir de los años —y habían sido muchos, más de mil—, no había yo olvidado la promesa que les hice en su día. Lo que ocurrió fue que con el trasiego de tanta catedral creciendo por doquier, tuve que postergar un poco el cumplimiento de mi promesa. Pensé que a ellos, al fin y al cabo, tampoco les importaría demasiado. Quien lleva muerto mil años bien puede esperar un par de siglos más.

La ocasión de reencontrarme con mis queridos Melchor, Gaspar y Baltazar se presentó de nuevo en el año 1164. Me encontraba en París, junto a la ribera del río Sena, contemplando extasiado el hundimiento de tres embarcaciones recién llegadas de la cantera de Bièvre y llenas a rebosar de bloques de piedra nuevecitos, listos para ser colocados en los futuros muros de una nueva catedral consagrada, precisamente, a aquella rubita joven y boquiabierta a quien conocí en los suburbios de Belén. Los conductores de las naves y los encargados de la obra se lamentaban, profiriendo grandes gritos de desesperación, y mis ayudantes —tenía un ejército, como correspondía a mi rango— se felicitaban los unos a los otros. En este ambiente tan animado, recibí la visita de un mensajero, un efrit joven que me traía noticias de los genios del desierto.

—Soy Tabbt, Ser Superior. Me manda con un aviso urgente un djinn que dice conoceros.

Hablaba como si le ofendiera traer el encargo de un espíritu tan menor.

—Habla —ordené.

—El mensaje es este: «Se llevan las tres momias camino de Colonia».

—¿Quién se las lleva? —pregunté.

Tabbt se encogió de hombros (y eso que casi no tenía).

—¿Te han dicho algo más?

—No, Ser Superior. Y lo que me han dicho no lo entiendo en absoluto. Imagino que es problema mío.

Odio a los subalternos parlanchines.

—¿Has terminado? —inquirí.

—Sí, Ser Superior.

—Entonces, ¿por qué no te marchas?

—Espero vuestro permiso para hacerlo, Ser Superior.

Ay, qué pesados los subalternos que se toman al pie de la letra el protocolo.

—Ea, lárgate ya —le dije.

—Como ordenéis, Ser Superior —añadió, antes de esfumarse ante mis narices.

Me dejó preocupado. ¿A quién se le habría ocurrido sacar de nuevo a pasear a los tres amigos difuntos? ¿Es que no podían dejarles en paz de una vez? Desde que me hice cargo de la custodia de su tumba, solo los primeros trescientos años habían sido de relativa calma. Luego comenzaron a aparecer cazadores de reliquias, desde la emperatriz Elena hasta algún que otro miembro del Cónclave, por no hablar de todos aquellos emperadores, príncipes y papas que también las codiciaban. Por culpa de todos ellos, el descanso de mis tres amigos había sido movidito. Estuvieron en Saba, Constantinopla y Milán, y en las tres ciudades fueron custodiados por mí o por mis ayudantes como les había prometido el día de su muerte.

Entendí lo que debía hacer: ponerme en camino de inmediato. Una lástima, porque la desesperación de los constructores de la nueva catedral de París me resultaba un magnífico espectáculo, pero nunca hasta ese momento había incumplido una promesa, y menos ahora que recién estrenaba mi condición de Ser Superior.

Además, siempre es un gusto reencontrarse con los viejos amigos, sobre todo si tú has prosperado y ellos siguen igual que cuando los dejaste.

Me resultó muy fácil dar con ellos. En parte, porque sus porteadores apenas habían recorrido unos pocos kilómetros desde su punto de partida, aunque también porque a alguien se le había ocurrido la brillante idea de revestir el viaje de mis amigos de un aire solemne y litúrgico que hacía mucho más lentas las cosas. Así pues, salieron de Milán en procesión dos cardenales, treinta obispos, ciento veinte frailes y unos trescientos miembros del cuerpo auxiliar, todos capitaneados por el arzobispo de Colonia, de nombre Reinald, y por el emperador más poderoso de su tiempo, un hombre orondo, presumido y de pelirrojas barbas, de nombre Federico y de apellido Hohenstaufen (le llamaremos Barbarroja, para simplificar).

Les intercepté en las proximidades del lago de Como, por donde la procesión seguía su curso entre cantos y fumarolas de incienso. Celebraban misa en cada ermita del camino y lo bendecían todo, desde las piedras a las cabras. A este paso, tardarían varias semanas en llegar a Colonia. Mi paciencia no estaba para acompañarles, pero lo hice durante un buen trecho, para planificar una estrategia sobre el terreno. Así pude ver que el sarcófago donde transportaban a mis tres amigos era el mismo que yo había conocido. Había sido abierto y no conservaba su cerradura, lo cual me hizo temer que su contenido no fuera el que yo deseaba. Por lo demás, todo parecía en orden.

Esperé a que cayera la noche para acercarme sigilosamente (en forma de vaho) hasta los centinelas que velaban las reliquias y despistarlos un poco. Les produje la ilusión de que una joven gimoteaba fuera de la tienda donde montaban guardia. Salieron a toda prisa y yo aproveché para colarme bajo la tapa del sarcófago (en forma de olor a humedad) y echar un vistazo a su interior.

Mis amigos estaban intactos, iguales a como los había dejado (solo que un poco más revueltos, por tanto vaivén). Llevaban sus ropajes de seda y oro, sus capas de plateados brillos y tenían las barbas como recién peinadas. Melchor lucía sus blancas melenas, Gaspar sus dorados bucles y Baltazar su tostada tez. Y los tres parecían dormir plácidamente, como si la muerte no fuera con ellos. Les encontré, eso sí, mucho más delgados, pero me pareció natural, dado el caso.

—Ha llegado el momento de cumplir mi promesa, amigos —susurré.

Entre los muchos dones que los Superiores poseen se encuentra el de insuflar vida a la materia inerte. Dicho de un modo más sencillo: resucitar a los muertos. Hay algunas variantes que afectan a la dignidad futura de no-difunto (a mi juicio, es mucho más elegante ser un espectro incorpóreo que un desecho viviente de los que se conocen por «zombis»), pero de todas, la que prefiero es la del bebedor de sangre, también llamado «hematófago». En eso me dispuse a convertir a los tres sabios, precisamente, en tres hematófagos (existen nombres más populares, pero el cine los ha librado de todo su encanto).

Dejé caer mis manos abiertas sobre sus cabezas y soplé sobre ellas varias veces mientras repetía:

Hematophagus sum, hematophagus sum, hematophagus sum

Luego, conté hasta siete y repetí la fórmula, pero esta vez en lengua avéstica:

Uncturmeri longok, uncturmeri longok, uncturmeri longok

Despertaron por el mismo orden que siguieron al morir. Melchor abrió los ojos el primero, miró a la derecha, a la izquierda, y me vio. Se incorporó doblando el cuerpo en un ángulo recto y soltó un bostezo. Luego me habló:

—Ya te dije que prosperarías, espíritu de las arenas. Supongo que ya no toleras que te llamen djinn, y haces bien. ¿Qué hora es?

Antes de que pudiera contestarle, despertó Gaspar. Besó a su amigo Melchor, muy feliz de reencontrarse con él, y luego estrechó mi mano, como se saluda al doctor que te ha operado con éxito. Carraspeó y dijo:

—¿Dónde estamos?

Baltazar fue más lacónico que sus dos compañeros. Repartió abrazos, derramó lágrimas y prodigó besos. Luego salió del sarcófago de un salto y dijo:

—Vamos.

Antes de dejarles marchar, les di instrucciones precisas sobre su nuevo estado.

—Solo podéis vivir de noche. Si veis la luz del sol, o esta toca un solo centímetro de vuestra piel, os desintegraréis como si estuvierais hechos de polvo. Os recomiendo que elijáis un lugar donde dormir y que regreséis a él cada noche. No podéis ingerir alimentos sólidos, aunque sí beber, sobre todo vino y sangre. Esta última será, a partir de ahora, vuestro sustento principal. Podéis tomarla de los animales, pero la humana sabe mucho mejor. Haréis bien en elegir piezas grandes: las pequeñas no alimentan y dan mucho trabajo. Cada vez que toméis una ración de este líquido precioso, recuperaréis la fuerza y también el aspecto que teníais en vuestra juventud. Esa es la parte buena de todo esto. La parte mala es que lo vuestro es contagioso. Cada vez que mordáis a alguien, le estaréis convirtiendo en un ser de vuestra misma condición, otro joven para siempre y otro adicto a la sangre fresca. Aunque os cueste creerlo, eso no es lo que desea la mayoría, así que debéis estar preparados a que más de uno os tenga ojeriza. Solo hay, desde ahora, un modo de mataros, y debo reconocer que es bastante desagradable: clavar una estaca de madera directamente en vuestro corazón. Si tenéis presente cuanto acabo de deciros, os auguro una larga y feliz existencia en este nuevo mundo, amigos míos.

Del exterior de la tienda llegaban los pasos de los vigilantes, que regresaban con las manos vacías y más intrigados que antes. Mis queridos sabios, ahora convertidos en hematófagos, se apresuraron a salir, pero antes, Gaspar susurró:

—¿Volveremos a verte?

—Quién sabe —repuse—, nuestros destinos tienen tendencia a cruzarse.

—¿Qué haremos si te necesitamos?

Iba a contestar: «Procurad no necesitarme más, sabios dependientes», pero resolví ser más conservador. Nunca se sabe lo que nos reserva el destino.

—Enviadme recado con uno de los muchos espíritus menores que siempre os rondan. Os admiran mucho, harán cualquier cosa por complaceros.

Entonces Melchor, que había escuchado con el ceño fruncido, empleó su tono más cavernoso (supongo que consecuencia de haber permanecido callado tanto tiempo) y dijo:

—También él puede necesitarnos, compañero. ¿Qué harás tú, gentil espíritu, si requieres nuestra presencia?

No se me había ocurrido, pero me pareció interesante.

—Colgaré un pendón rojo de la torre más alta de la ciudad de Colonia. Cuando lo veáis ondear, sabréis que os necesito.

—No comenzaremos una sola noche de correrías sin antes buscar tu señal en las alturas —dijo Baltazar, que en todo estaba de acuerdo con lo que allí se decía.

Antes de marcharse, Melchor tuvo un gesto más. Me agarró de un brazo, me atrajo hacia sí, me miró como si tuviera mucho que decirme pero no supiera cómo hacerlo y me dio un gran abrazo fraternal.

—Estamos en eterna deuda contigo, gran djinn —añadió.

Después de que se hubieron marchado, rellené el sarcófago con algunos puñados de arena, a fin de engañar a los porteadores, bajé la tapa con mucho cuidado y salí por detrás, justo a tiempo.

Temía que después de tantos años de retiro y quietud, las nuevas existencias como no-muertos de los tres sabios pudieran resultar algo disipadas, de modo que me propuse vigilarlos, al menos hasta que se hicieran a sus nuevas costumbres. No descuidé mis negocios, pero me preocupé un poco por ellos, preguntando a unos y a otros si les habían visto. Como nadie me dio noticias, abandoné de nuevo las obras de Notre Dame y regresé a Colonia. Justo a tiempo de ver entrar la procesión por las calles engalanadas y cerciorarme de que todo había salido según lo previsto. Desde lejos, distinguí la cabeza del desfile, con Barbarroja muy ufano, acompañado del señor arzobispo, que parecía agotado de tanta caminata.

Hablando de procesiones. Esto me trae a la memoria otra muy posterior, celebrada en la misma ciudad y casi con el mismo motivo unas cuantas décadas más tarde, allá por el 1246. De nuevo, el ambiente de la ciudad, tan aficionada a este tipo de celebraciones tumultuosas, no podía ser más festivo. El motivo lo valía: se había decidido darle a las tres momias su paseíto anual por las calles que rodeaban el solar donde se proyectaba construir la nueva catedral. Por supuesto, nadie se había preocupado de comprobar el contenido del sarcófago, en cuyo interior seguía la arena que yo dejé. Las gentes llenaban las calles y parecían sinceramente felices de contar entre sus tesoros con tres momias ausentes. Los vendedores ambulantes habían tomado al asalto las calles, que apestaban a fritangas y a fruta pasada. Por todas partes se veían cómicos representando entremeses protagonizados por tres hombres coronados a quienes llamaban «los Reyes Magos».

Afinando el oído sobre las conversaciones ajenas, recolecté alguna información interesante.

—Han dicho que mientras duren las obras, el sarcófago se quedará en la iglesia vieja, bien custodiado por un par de centinelas para que no lo roben los ladrones de reliquias —decía una mujer oronda.

—Pues yo he oído que la nuestra será la catedral más alta del mundo entero. Lo cierto es que para albergar los cuerpos incorruptos de los Reyes se está construyendo un relicario gigante, de oro macizo y piedras preciosas, que pesa más que un hombre grueso.

—Yo pienso que ya nos merecíamos tener en propiedad algo de lo que dice la Biblia —opinaba una tercera—, y esta vez de verdad, no como aquella otra que nos quisieron vender plumas del Espíritu Santo y resultaron de grulla. ¡Las tres coronas no quedan en ninguna parte tan vistosas como en nuestro escudo!

Señaló un pendón que sujetaba un paje, donde, en efecto, se veían tres coronas superpuestas al escudo de la ciudad que, antes de ese ornamental detalle, debía de ser bastante insípido. Dejé a las tres mujeres dándose noticia de sus conocimientos y corrí a esconderme en el primer lugar que encontré abierto, que no fue otro que una taberna de mala nota que la procesión había dejado completamente despoblada. A una de sus mesas, frente a una jarra de vino, se sentaba un hombre todavía joven, bien vestido y completamente borracho. Nada más verme, levantó la copa y brindó en mi dirección.

—Brindo por los hombres que detestan las procesiones —dijo.

Le contesté que yo no detestaba las procesiones, más bien todo lo contrario, pero que tenía mis motivos para desertar de la que estaba teniendo lugar allá fuera (no entré en detalles). Añadí también que no era un hombre. Creo que le extrañó más lo primero que lo segundo, porque preguntó:

—¿Cómo puede ser que os gusten las procesiones? ¿También os gustan las catedrales?

Le pedí otra copa al tabernero, me senté con el desconocido y compartí su vino. Me sentí inclinado a ser sincero con él.

—Por supuesto —dije—. El arte me parece lo único que merece la pena de cuanto ha inventado la especie humana.

Me dirigió una larga mirada vidriosa. El aliento le apestaba.

—¿Eso creéis?

—Ni más, ni menos.

—¿Admiráis entonces el trabajo de los constructores y el de los arquitectos?

—Lo admiro por encima de muchas otras cosas.

—¿Qué cosas, por ejemplo?

—Por ejemplo, las procesiones.

Soltó una risotada burda, tomó un buen trago de vino y espetó:

—Entonces, acabáis de conocer al objeto de vuestra admiración, porque soy el arquitecto que ha designado el arzobispo para construir la nueva catedral. Gerhardus Maese Petri, para serviros.

Se levantó y me dio un abrazo, producto de la euforia del vino. Luego volvió a sentarse, se sirvió otra copa y la apuró de un trago.

—No te veo muy contento. ¿Qué haces que no estás ahí fuera, celebrando algo que tanto te atañe?

—Me pasa al contrario que a vos. No me gustan las procesiones. —Bajó la voz y añadió—: Y tampoco el arzobispo.

Aquel tipo me estaba cayendo bien. Podría decirse que teníamos gustos comunes. Con menos coincidencias se forjan grandes amistades. Iba a preguntarle qué tenía contra el arzobispo cuando el alcohol le soltó la lengua.

—Ese hombre tiene la cabeza de alcornoque. No entiende que hay empresas que no pueden realizarse. No puede construirse una catedral en cualquier parte, igual que no puede hacerse brotar agua de donde no la hay. Y aquí, mi querido amigo, tenemos un problema de agua. No hay agua, ni la habrá, en esa planicie yerma donde se ha empeñado en levantar esa colosal criatura de piedra. Y si no hay agua, tampoco hay criatura.

—Pero el agua puede traerse de alguna parte —apunté.

—¿Ah, sí? ¿De dónde, si puede saberse? ¿Sois vos un experto en agua?

No contesté por no mentir. En realidad, soy experto en los cuatro elementos, pero el agua es el que mejor domino. Y en el que mejor ejerzo mi poder.

—Todo esto de las catedrales es una locura —susurró mi compañero de mesa, bebiendo de nuevo—. Lo único que quieren son puertas, grandes puertas por las que llegar al cielo, por las que recibir la luz del Altísimo sobre sus cabezas huecas. ¿No veis cuál es su máxima obsesión? ¡Piden ventanas y más ventanas! Y olvidan que el vidrio no sirve para sostener bóvedas. ¿Y los colores de los vitrales? ¿Los habéis visto? ¡Son estridentes, nunca vistos, para que hagan creer a los ingenuos que están ante algo sobrenatural, cuando lo único que contemplan es la perpetuación del mal gusto! Detesto tanta modernidad. No me gusta tener que doblar el cuello para saber dónde está el techo que me cubre. ¿Y qué me dice de la música? ¡Esos ruidos retruenan, encerrados en esas naves gigantescas, como si los estuviera interpretando el mismo diablo!

Después de nombrarme se desplomó. Durmió aproximadamente una hora, roncando como un marrano. Cuando despertó, yo seguía allí y había decidido divertirme un poco a su costa.

—Me alegro de verte de nuevo, Gerhardus. ¿Te encuentras bien?

—Me duele la cabeza.

—Es natural. Bebe un sorbo de agua. ¿Te gusta jugar? Quiero apostar contigo. ¿Estás en condiciones de escucharme?

Cabeceó afirmativamente.

—Bien. Entonces, apuesto a que puedo construir un acueducto subterráneo desde Trier hasta Colonia y traer el agua hasta la catedral antes de que comiences a reclutar a tus obreros.

Negó con la cabeza, mientras en sus labios dibujaba una sonrisa de desprecio.

—Eso es imposible —dijo—. Trier está muy lejos. ¿Cómo planeáis hacerlo?

—Si te lo digo no hay juego. ¿Aceptas o no?

Golpeó la mesa con las dos manos.

—Con los ojos cerrados. ¿Antes de que reclute a mis obreros? —Rio—. Estáis completamente loco.

Le tendí la mano. La estrechó sin dudarlo. Luego preguntó:

—¿Y cuál es la apuesta?

—Eso lo decidirá el que gane.

—¡Trato hecho! —exclamó—, ¿dónde podré encontraros a la hora de cobrar?

—Tranquilo, yo te encontraré a ti.

Pagamos la cuenta a medias, nos estrechamos otra vez las manos y nos despedimos hasta más ver.

Al día siguiente, el acueducto estaba terminado.

Mandé llamar a Gerhardus y se lo mostré. Ya he dicho varias veces que se me dan bien las obras hidráulicas. Nada más ver mi acueducto supo que no podía haber salido de manos humanas.

—Ahora escúchame bien, arquitecto. Te dejaré trabajar en tu catedral durante veinticinco años. Transcurrido ese tiempo, todos creerán que te has quitado la vida por desavenencias con los obreros y con el arzobispo. La verdad será que trabajarás para mí en calidad de informador y consejero. Me vendrá bien alguien como tú, ducho en la materia. A cambio, yo conservaré tu juventud. Pactaremos a cada trabajo. Si cumples mis encargos, renovaré mi promesa. Si dejas de servirme como es debido, comenzarás a envejecer. ¿Lo has comprendido?

—Sí, Príncipe de las Tinieblas —musitó.

—Ay, no seas redicho y llámame Eblus, a secas. No soporto tanta grandilocuencia. Y ahora, si me disculpas, tengo que encontrar a tres momias chupasangres.

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