Crypta

Crypta


V. Crypta » Capítulo 2

Página 30 de 58

2

Esta vez prometo cumplir mi palabra, no presumir más de mis grandezas pasadas e ir al grano.

De modo que me encontraba de nuevo en San Juan de la Peña, en la compañía de Kul y completamente derrotado por culpa de una mortal en la que no podía dejar de pensar.

Kul intentaba convencerme de que debíamos regresar a nuestra misión y me recordaba lo cerca que habíamos estado de entrar en las profundidades del Infierno, allí donde Ábigor III esconde sus secretos y donde rara vez entra nadie que no sea de su servicio o de su familia (o ambas cosas). También pasaba revista minuciosa, con su desastrado estilo personal, a mis méritos pasados y a mis planes de futuro, que para mí habían dejado de tener importancia. Y como nada de todo eso daba ningún resultado, como último recurso se dio de bruces con el tópico. Comenzó a decir cosas como:

—¿No te irás a rendir ahora?

O bien:

—¿Para qué están los amigos?

Y antes de que yo pudiera contestar, espetó:

—¡Para ayudarnos en los malos momentos, claro! ¿No tienes el teléfono de nadie que pueda animarte, alguien especial, que ejerza sobre ti alguna influencia positiva, que pueda darte un buen tirón de orejas y devolverte a tus obligaciones…?

Sus palabras obraron como una llave mágica. De pronto, mi cerebro abotargado por la frustración reaccionó y me acordé de ellos y del tipo de ayuda que yo necesitaba, y al instante supe lo que me apetecía hacer.

—¡Debo ir a Colonia! —exclamé.

Kul puso cara de fastidio.

—No, no, no —dijo tratando de tranquilizar lo que él tomaba por ansias de huir hacia alguna parte—, ¡me niego a llevarte dando tumbos de un lado para otro! Lo que tú necesitas es centrarte en el trabajo de una vez, dejar de pensar en cosas que no tienen nin…

Uno de los muchos defectos de Kul era no poseer la fina capacidad auditiva que caracteriza a los Seres Oscuros. En eso más bien se parecía a los humanos: escuchaba aquello que deseaba escuchar y lo interpretaba de acuerdo con sus deseos. Por eso había entendido que yo albergaba algún deseo de gozar en Colonia de su compañía, cuando lo que más quería era perderle de vista de una vez por todas (y a poder ser, para siempre). Aquel era un asunto personal y nadie estaba autorizado a meter las narices. Y menos él, que las tenía tan peludas y tan sucias.

Hice los preparativos sin volver a dirigirle la palabra, consulté el horario de autobuses y por un momento valoré la posibilidad de realizar el viaje como cualquier mortal, adocenado en el asiento de un transporte público. Luego resolví que era mejor esperar a que fueran las doce y aprovechar mis diez minutos de gloria recuperada para llegar, por lo menos, hasta Barcelona, donde podría buscar un medio más rápido de desplazarme.

Fue una buena idea. En ese tiempo, sin embargo, Kul no dejó de protestar ni un segundo.

—No puedes marcharte ahora que el tiempo apremia. ¿Cuándo piensas regresar? ¿Cuánto tiempo piensas estar fuera? ¿No estarás planeando, fatalmente, abandonar la misión que nos encomendó el Cónclave? Eso supondría una falta gravísima, imperdonable. Nos ejecutarían. Y lo peor es que no solo a ti, sino también a mí, que en todo momento he obrado con diligencia y he velado por el cumplimiento de mis obligaciones.

Y así todo el tiempo. Bla, bla, bla… ¡Menuda murga!

Kul se estaba beneficiando de mis pocas ganas de todo, incluso de aplastarlo. Aunque, como todos los seres insignificantes cuando descubren que son capaces de encararse a un superior, no supo moderarse. Sus palabras fueron hinchándose cada vez más, elevándose a las alturas insoportables de la falta de prudencia, a la vez que cambiaban de textura para hacerse cada vez más ásperas, hasta que tuvo la fatal idea de pasar al terreno de lo personal:

—Realmente, no sé qué tiene contra ti el Ser Superior Dhiön, pero comienzo a pensar que la razón está de su parte. Jamás he visto una conducta más irresponsable que la tuya, Eblus; tal vez te mereces regresar a las arenas del desierto y volver con tus compañeros los djinns para, junto con ellos, volver a ser menos que na…

No tuvo ocasión de terminar la frase. Tan entusiasmado le tenía su verborrea que no se dio cuenta de que acababan de dar las doce. Y yo perdí tres minutos de mi precioso tiempo en convertirlo en pedrusco. Uno no muy grande, encaramado a lo alto del peñasco principal y asomado al vacío, donde cualquier pisada o cualquier ráfaga de viento fuerte podría hacerlo caer, siempre y cuando soplara durante las próximas doce horas, que era exactamente lo que tardaría en disolverse el hechizo.

Fue todo un alivio recuperar el silencio. Y con los siete minutos restantes emprendí mi viaje, aunque no logré llegar más que a Zaragoza. No era lo que había planeado, pero era menos que nada.

Hasta Colonia empleé quince horas y dos medios de transporte más, esta vez mecánicos y convencionales. Una vez en la ciudad, traté de reconocer algún lugar de los que me resultaban tan familiares, pero me topé con la modernidad y esa tendencia humana a rehabilitarlo todo hasta dejarlo irreconocible.

La única que seguía allí, tal y como yo la había dejado, era la catedral.

Ah, la catedral de Colonia, qué felicidad me proporciona verla y recordar el gran triunfo que supuso para mí. Fue, durante muchos siglos, el templo inacabado más famoso del mundo. Qué bien no haberlo derruido, como en algún momento se me pasó por la cornamenta y como hice con algunas otras catedrales de la época. Aquello fue tan sonado que perduré en la memoria del pueblo, que contó a su manera lo que allí había ocurrido.

Cuenta la leyenda, que siguen incluyendo casi todas las guías de la ciudad, que el arquitecto de la catedral, un tal Gerhardus, apostó su alma con el diablo a cambio de que este le construyera un acueducto con el que abastecer de agua la obra. El trato se cerró y el diablo cumplió su palabra, pero el arquitecto murió antes de tiempo. Según se dice, se arrojó del andamio más alto al no poder soportar sobre su conciencia el peso de lo que había hecho. Y tras su muerte, la construcción continuó gracias a los obreros que el propio Gerhardus había instruido, pero luego no hubo forma de encontrar otro arquitecto. Por mucho que el arzobispo intentó contratar a otros, ninguno se atrevió con una catedral de tan enormes proporciones y menos aún después del triste final de su predecesor. Y sin arquitecto, las obras se vieron interrumpidas, aunque, por fortuna, gran parte de las torres actuales ya habían sido construidas. Esta es, en resumen, la crónica de uno de mis mayores éxitos. Ya podéis aplaudir.

Ahora, tantos siglos y tantos líos más tarde, el lugar más alto de la ciudad de Colonia continúa siendo la torre norte de mi catedral. Mide 157,38 metros, exactamente siete centímetros más que su supuesta gemela, la torre sur. Desde su parte más alta se puede disfrutar de una panorámica estupenda de los tejados de la ciudad vieja, las olas suaves del Rin a su paso por esta orilla y las caras de estupor de los turistas que miran hacia arriba. Lástima que muy pocos nos atrevemos a encaramarnos a su cubierta, porque es un lugar fantástico.

Como llegué a la ciudad temprano y aún no se había puesto el sol, me entretuve en dar un paseo, me senté en una plaza a comer unas salchichas con chucrut y esperé mansamente a que anocheciera. Luego, entré en la catedral como un turista más, di un paseo por la nave central, admiré el sarcófago de oro macizo donde descansa aquel otro, más sencillo, que yo llené de puñados de arena, y me desmaterialicé justo cuando los vigilantes mandaban salir a la gente porque el edificio iba a cerrar.

Desde dentro vi cómo se encajaban las enormes puertas macizas y se apagaban las luces. El último guardia en ronda rutinaria pasó por mi lado mientras por teléfono le comunicaba a alguien que todo estaba en orden. Luego, se marchó dejándome en compañía de los cuatrocientos espíritus menores (más o menos) que viven en la catedral, que en mi presencia se hallaban bastante apaciguados.

—Tú —llamé a uno que tenía forma de tábano—, consigue un pendón rojo y cuélgalo en un lugar bien visible de la torre norte.

Cumplió los dos encargos con suma diligencia mientras yo me sentaba a esperar en el interior de un viejo confesonario de madera. Me debió de parecer un lugar muy confortable, porque no tardé en quedarme dormido como un tronco, a pesar de que apenas eran las nueve de la noche.

Me despertó un tañido destemplado. Las campanas daban las tres de la madrugada. Agucé el oído. Me pareció escuchar algo más que los bisbiseos de los cuatrocientos genios inferiores. Algo así como un rumor que venía de los pisos más altos de las torres… tintineos, restregar de telas, el susurro de una conversación y hasta risas apagadas.

Me desperecé y salí. Todo parecía en orden, salvo unos cuantos efrits dándose un chapuzón en la pila de agua bendita a los que tuve que regañar por escandalosos. Solo después de que bajaran la voz conseguí escuchar los pasos que hasta entonces solo presentía. Parecían corresponder a seis pies bien calzados, y se acercaban a mí a buen ritmo. Deduje, con ilusión, a quién pertenecían y me alegré ante la posibilidad de volver a ver a mis amigos (aunque bien mirado me precipité un poco, porque seis pies no eran ninguna garantía de tres humanos bípedos. Podrían haber sido también de dos demonios trípedos, de uno bípedo acompañado de un amigo cuadrúpedo o de uno de esos raros ejemplares de gul con seis patas… y ni mucho menos agoto todas las posibilidades). Pero ocurrió que, al revés de lo que pronosticaba el cálculo de probabilidades, los seis pies correspondían a mis tres amigos.

Como decía, me alegré mucho de volver a verles. Tenían un aspecto estupendo. No aparentaban más de treinta años cada uno (salvo Melchor, que parecía algo mayor, tal vez por el color de su melena, que seguía siendo blanca) y se les veía fornidos y musculosos, además de muy sonrientes. Vestían sus capas brillantes de otros tiempos, pero habían cambiado sus túnicas, tan pasadas de moda, por unos vaqueros negros de marca y unas camisas de seda muy entalladas, que llevaban abiertas mostrando pectorales. Al verles, cualquiera podía pensar que tanto en su apariencia como en su atuendo se habían inspirado en ciertos actores de moda. Y no era difícil deducir por qué motivo.

—Qué honor verte por aquí, noble Eblus —saludó Melchor, palmeándome el hombro—. Precisamente ayer hablábamos de ti.

—Sí —intervino Gaspar—, comentábamos el mucho tiempo que llevábamos sin recibir noticias tuyas.

—Aunque sabemos que tenerlas no es tan bueno, porque significa que estás metido en algún lío —añadió Baltazar.

—¡Pero no te quedes ahí parado, hombre! ¡Danos un abrazo! —exclamó entonces Melchor, que siempre fue el más cariñoso de los tres.

Les abracé uno por uno, siguiendo el orden de siempre. Terminado este tierno prólogo, Gaspar se cruzó de brazos, tensó los músculos de las piernas y preguntó:

—¿Cómo nos encuentras?

—¿Qué ha sido de vuestras barbas?

—Ya no están de moda. Ahora se llevan los cutis masculinos tersos, sin rastro de pelo. Toca, toca —me ofreció su mejilla—, ¿verdad que es increíble? Hay unos cosméticos maravillosos. Y somos adictos a todos.

—Debéis de tener mucho éxito con las chicas —reconocí.

—¡Mucho! —dijo Baltazar—. Desfallecen por nosotros. En cuanto nos ven, corren a ofrecernos sus cuellos, dispuestas a morir sin ni siquiera habernos presentado. Este —señaló a Gaspar— sostiene la teoría de que la culpa es de unos libros que tienen mucho éxito. No me extrañaría: creer todo lo que se lee es muy peligroso.

Melchor dio un paso al frente y se impuso en la conversación, que tal vez comenzaba a incomodarle.

—Bah, no mareemos a nuestro amigo con vanidades absurdas, compañero —terció, siempre tan sabio—. Sabemos muy bien que si estás aquí es porque nos necesitas. ¿Qué te ocurre, ingenio de las arenas? ¿No te habrás metido en algún lío?

Al formular la pregunta dejó caer una mano sobre mi mejilla, en un gesto que me pareció excesivo. Me aparté suavemente, para no ofenderle, y dije:

—Lo primero que debéis saber es que ya no soy el Ser Superior que conocisteis en Como durante la procesión, la última vez que nos vimos. He sido rebajado por el Cónclave.

La voz de Melchor sonó como una regañina paternal.

—¡Lo dices como si lo más bajo te fuera desconocido! ¡O imposible de superar! ¿Es que ya no recuerdas dónde naciste y cómo escalaste posiciones?

—Ahora es todo más complicado, querido. En la época que dices no tenía enemigos. Los ínfimos no estorban a nadie. Ahora, en cambio…

—Ajá —Baltazar levantó un dedo índice y achinó los ojos—, ¿quién es tu enemigo? ¿Quieres que vayamos a visitarle?

—Mi enemigo os haría picadillo de una sola mirada, amigos —les dije—. No, no se trata de eso. La pérdida de mi estatus no es lo único malo que me ocurre.

Esta frase les sumió en un profundo desconcierto. Me miraron con seis ojos interrogantes, esperando a que yo continuara. Hasta que Melchor, cansado de esperar, preguntó:

—Y, pues, ¿qué más te ocurre?

—Me avergüenzo de decíroslo —susurré, arrepintiéndome a cada palabra de haber viajado hasta allí.

Bajé todavía más la voz para decir:

—Deseo algo humano que no puedo poseer.

Se quedaron perplejos. Intercambiaron miradas, menearon las cabezas imitando los movimientos de los mochuelos, se encogieron de hombros.

—¿Humano? ¿Y por qué no puedes poseerlo? ¿Lo tiene ese ser que tanto te odia?

Comprendí que debía dejar de hablar en clave y enfrentarme a la dureza de mi propia verdad, por mucho que me avergonzara. Les miré a los ojos y anuncié:

—Estoy enamorado de una mortal. Y ella no me corresponde.

Me dirigieron una mirada cargada de reprobación.

—¿Y eso cómo ha sido, hijo? ¿Es bruja, o algo por el estilo?

Negué con la cabeza.

—¿Fue por culpa de un maleficio de tu rival?

Negué de nuevo.

—¿Entonces…? ¿Cómo has podido caer tan bajo?

Balbuceé una explicación, muy incómodo con la charla y su actitud.

—Conozco a su familia desde hace tiempo. De hecho, he devorado a varios de sus parientes. Ella me pareció diferente. La adiestré cuando era una niña. Me gustaba su compañía y luego… y luego no tengo ni idea de lo que pasó. Lo que me ocurre no tiene ninguna lógica. Es como si estuviera enfermo.

—Claro, hijo, lo que describes es un enamoramiento de lo más común —zanjó Melchor.

—La lógica del amor no la entiende nadie —agregó Gaspar—. Va de aquí para allá, dando tumbos, como un abejorro.

—Pero su picadura es peor, porque idiotiza a los más listos y vuelve blandos a los más fuertes —concluyó Baltazar.

Pronunciadas estas palabras, guardaron unos instantes de silencio apesadumbrado en que me miraron con los labios muy apretados y los ceños fruncidos.

—Y deseas que nosotros te ayudemos a salir de esta situación —continuó Melchor.

—Sí —dije—. En realidad, he venido a pediros un elixir de amor para Natalia.

—¿Natalia?

—Así se llama la mortal de la que os hablo. ¿Aún preparáis vuestras pócimas de amor? Los clientes venían de todo el mundo y hacían correr la voz de que nunca fallaban. ¿Recordaréis cómo se preparaban y haréis una para ella? Quiero que se muera de amor por mí. Que me desee. Que quiera pasar toda su vida conmigo.

Los tres magos se miraron tan estupefactos como nunca les había visto.

—Hay algo incomprensible en todo esto, Eblus —dijo Melchor, que había abandonado su tono paternalista por otro mucho más severo, casi de enfado—. Si tanto deseas a esa mortal, ¿por qué no la tomas, sin más? Hipnotízala y haz que diga lo que quieras escuchar. Domina sus pensamientos y sus acciones para que se entregue a ti, si tanto la deseas. O viólala, que es menos sofisticado pero al fin y al cabo es lo mismo. ¿A qué vienen tantos problemas?, ¿te has vuelto un remilgado a tus cuatro mil setecientos diez años?

—No quiero hacer nada de eso. Por esta vez.

No comprendieron nada. Y era lógico. Los remilgos no son propios de mí. Creí que les debía una explicación, antes de que me acribillaran a preguntas:

—El problema es la verdad. Ya sé que puedo tomar por la fuerza aquello que desee, como llevo siglos haciendo. Sé que puedo conseguir todo lo que ansíe, sobre todo de la voluntad humana, aunque ahora que mis poderes han menguado me cuesta mucho más trabajo. Lo que pasa es que, por una vez, deseo que las cosas ocurran por sí solas. No quiero emplear la fuerza, sino conocer el placer de ser correspondido por aquella a la que deseo. No quiero obligarla a acostarse conmigo, sino ser generoso con la que entra en mi casa por su propio pie, fascinada por lo que puedo llegar a ofrecerle.

Baltazar adelantó un índice acusador hacia mí.

—¡Tú lo que eres es un presumido! ¡No te cabe en la cabeza que una insignificante mortal no se derrita de amor ante ti, gran Eblus! ¡Esperabas que se rindiera a tus encantos nada más descubrirlos y la niña te ha salido más orgullosa que tú!

Tal vez tenía razón, aunque estaba hecho un lío.

—Está bien, dejémonos de análisis y seamos prácticos —retomó el hilo Melchor—. De modo que deseas que te ayudemos a conseguir el amor de esa mocosa.

—Así es.

—Hace mucho que no fabricamos elixires de amor —continuó Melchor, evaluando la situación— y tal vez nos costará más de una noche dar con la fórmula, pero estamos en deuda contigo y nos pondremos manos a la obra ahora mismo.

Me alegré mucho al escuchar aquellas palabras.

—No sabéis cuánto os lo agradezco, amigos.

—Por supuesto, tendremos que hacerle alguna visita a esa tal Natalia…, espero que no te importe.

—Tenéis todo mi permiso. Desgraciadamente, no podré acompañaros. Mi don de volar está muy menguado.

—No nos haces ninguna falta —concluyó Melchor—. Tú ocúpate de tus negocios, y trata de no desatenderlos. El amor nos vuelve inútiles para el trabajo. —Se volvió a Gaspar y le dijo—: Acuérdate de lo que te pasó a ti con todo aquel lío de las once mil vírgenes.

Nada más oír esa extraña mención, Gaspar enrojeció.

—¿Once mil vírgenes? —pregunté, picado por la curiosidad.

—Bueno, en realidad no eran tantas. Hubo un error de transcripción… —se defendió Gaspar.

—De hecho, la que importaba solo era una —intervino Baltazar, que también parecía muy informado del asunto—. Si la memoria no me falla, se llamaba Úrsula. Yo la mordí primero.

Las mejillas de Gaspar parecían a punto de explotar. Mientras tanto, Melchor torcía hacia abajo las comisuras de la boca y meneaba la cabeza, con mucha soberbia, para decir:

—No, no y no, compañero. Si no te importa, el primer mordisco que recibió Úrsula en su suave y níveo cuello de cisne fue el mío.

Gaspar saltó como si le hubieran ofendido:

—¿Otra vez con lo mismo? A Úrsula la convertí yo, y si no os lo creéis preguntadle a ella.

—Lo haríamos, si supiéramos donde está —dijo Baltazar—, pero no hemos vuelto a verla desde que tú le propusiste matrimonio. ¡Menuda ocurrencia! Por eso se marchó.

Iba a preguntarles de qué Úrsula estaban hablando, por si la conocía, pero preferí no decir nada para no alterarles más aún. Carraspeé, por si habían olvidado que estaba allí, y al instante me hicieron caso de nuevo.

—Me encantaría conocer esa historia, amigos, pero todavía más saber cuándo podréis tener lista mi pócima.

—¡No nos vengas con prisas! —dijo Melchor, enfadado como un Zeus—. ¡Setecientos sesenta años sin saber de ti y ahora todo son urgencias! La terminaremos lo antes posible, descansando solo para dormir durante las horas diurnas, como sabes que debemos hacer. Cuando la tengamos terminada, te la entregaremos personalmente allí donde nos digas. Y ahora, espíritu tórrido, te agradeceríamos que nos dejaras trabajar.

Les di mi dirección del monasterio, estreché sus manos varias veces y me despedí educadamente. La ciudad despertaba cubierta de niebla cuando atravesé el portalón de la catedral en dirección a la plaza. Pensé que me apetecía practicar un poco de ejercicio y me encaramé al tejado de la estación de trenes. Recorrí la ciudad de azotea en azotea (por el camino me comí un par de gatos) hasta que llegué a uno de los barrios más feos de la periferia. Desde allí, la catedral parecía un gigante agazapado bajo las nubes. Procuré grabar bien aquella imagen en mis retinas, me despedí de aquel lugar tan especial y me dejé caer sobre un camión que se dirigía al sur. Dormí como un bendito durante todo el viaje.

Ir a la siguiente página

Report Page