Crypta

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V. Crypta » Capítulo 3

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De vuelta a casa, no encontré ni rastro de Kul. Igual se había cansado de esperarme y, con un poco de suerte, se había ido a incordiar a otro. Como nada me entretenía de mis pensamientos, decidí leer un rato. Me refugié en la biblioteca y ojeé, con bastante desgana, mi primera edición del Kama Sutra, anotada de puño y letra (y en alfabeto abugida) por el propio Vatsyayana, su atlético autor. Estaba tan decaído que precisé de un buen rato antes de que la lectura comenzara a atraparme. Por fin tropecé, en el capítulo cinco, con unos pocos párrafos que me interesaron. Me encontraba a punto de leer el segundo de ellos cuando volvió a ocurrir.

El cosquilleo.

Alguien me estaba invocando de nuevo.

Maldije mi mala suerte y eché cuantos exabruptos me vinieron a la cabeza mientras la biblioteca desaparecía de mi vista, lo mismo que el precioso ejemplar que por fin había conseguido arrancarme de mis preocupaciones. Comencé a sentir un fuerte hedor a dióxido de carbono mezclado con humedad y me sumergí en una oscuridad gris y desvencijada que muy pronto se revelaría como un lugar de lo más infecto: ni más ni menos que un aparcamiento.

Me preguntaba, lleno de ira, quién sería el desgraciado que me estaba invocando en un lugar tan poco elegante cuando comencé a oír una voz en susurros:

Abyssis, abyssus invocat. Ego te invoco, blasphemus, maleficus, diabolus Eblus…[8]

Cuál sería mi sorpresa cuando me di la vuelta, aún algo desorientado, y descubrí frente a mí a la última persona a quien pensaba encontrarme, la misma en la que no dejaba de pensar ni un solo segundo: mi amada Natalia.

—Necesito tu ayuda —fue lo primero que me dijo.

—¿Qué te ocurre?

Intenté acercarme a ella pero, como es natural, el gran círculo que había trazado a su alrededor con tiza blanca me lo impidió.

—Dijiste que tengo poderes.

—Los tienes, pero no estás preparada para…

—¡Los necesito ahora! —chilló—, ¡quiero que me cuentes de qué soy capaz!

Lo que me estaba pidiendo entraba en mis planes, desde luego, pero aún no era el momento. Natalia no estaba preparada para utilizar ninguno de los conocimientos que había adquirido conmigo y mucho menos para ampliarlos. Negué con la cabeza y traté de decírselo por las buenas.

—Aún no ha llegado la hora.

—¡Me están machacando por tu culpa! ¡Líbrame de ella!

Por supuesto, no se me pasó por alto que Natalia estaba histérica. Tenía la cara colorada, los ojos llorosos, le temblaban las manos, llevaba el pelo revuelto y enredado y, por si fuera poco, vestía solo una camisola de dormir e iba descalza. Imaginé a la perfección lo que había ocurrido: Natalia había escapado de su casa y se había refugiado en el sótano, allí donde estaba el aparcamiento de la comunidad. Debía de ser muy tarde, porque todos los coches estaban en sus lugares correspondientes y nadie entraba ni salía del lugar. Había sido una solución improvisada, de emergencia, después de que algo la expulsara de su cama en mitad de la noche.

O mejor: alguien.

Yo sabía quién asustaba a Natalia y por orden de quién. Sus palabras se apresuraron a confirmar mi versión:

—Rebeca no me deja en paz. Se me aparece en todas partes. Quiere que la acompañe a alguna parte, pero no me dice a dónde. Está horrible: desnuda y llena de cortes por todas partes. Dice cosas raras que no entiendo. Que alguien me está esperando no sé dónde y que va a enfadarse mucho si no voy. Pero yo no quiero ir. Creo que quiere matarme. ¡Tengo mucho miedo!

Sollozaba, temblaba de pies a cabeza. Hubiera dado lo que fuera por librarla de aquella angustia, por ser el mismo de antes. Tenía razón Natalia al afirmar que todo aquello era culpa mía. Era mi interés por ella lo que atraía a Dhiön, igual que había ocurrido con Rebeca: yo la maté, pero él la atrajo después y la convirtió en un espíritu vengador a su servicio. El combate continuaba, como desde hacía siglos, y las dos hermanas Albás eran nuestro campo de batalla. Solo que ahora él tenía las mejores armas y yo estaba en mi peor momento.

—Borra el círculo para que pueda acercarme a ti —le pedí.

Se secó las lágrimas con la palma de la mano y fue rotunda:

—No. No quiero que te acerques.

Debió de darse cuenta de la crudeza de su respuesta, porque enseguida añadió:

—Te pido ayuda y tú me la niegas.

—Tengo mis motivos. No puedo ofrecerte ese tipo de ayuda, aunque podría intentar otras cosas.

Ahora hablaba serena, sin estridencias. Sus palabras eran certeras y afiladas como puñales.

—A mí no me sirven. Creía que sentías algo por mí.

Algo dentro de mí se revelaba por momentos. Tal vez podía devolverle pedazos de memoria, dejar que ejercitara parte de sus conocimientos, ponerla a prueba. Tal vez la había menospreciado pensando que no sería capaz de hacer buen uso de ellos. Estuve a punto de dejarme vencer por mi debilidad, cuando ella dijo:

—No me sirves para nada.

En ese instante lo vi claro: estaba cometiendo un error, Natalia no era como yo la había imaginado. Era vulgar, mezquina, idiota. Tenía la misma prisa y las mismas ínfulas que el resto de los mortales. Pero al segundo siguiente, mi otro yo, el embobado, el idiotizado por aquel sentimiento absurdo, estaba tomando las riendas de mis decisiones, y valoraba como una posibilidad real concederle a Natalia lo que me estaba pidiendo.

Qué agotador es tener un ánimo voluble. Lo descubrí entonces.

Finalmente, cedí.

—Está bien —dije—. A partir de esta medianoche podrás utilizar esos dones.

—¿A partir de hoy mismo? —preguntó, desconcertada.

—¿Para qué esperar más? —inquirí—, ¿no es lo que deseas?

Se mordió el labio inferior.

—¿Y cuáles son esos poderes? Espero que merezcan la pena.

—Te serán muy útiles. Recordarás un maleficio para apartar a los muertos de tu camino. Y un conjuro para encadenarlos.

—¿Qué hay del poder mental sobre los demás?

—También —tuve que reconocer, aunque hubiera preferido no hacerlo.

Sonrió por primera vez desde que me había invocado.

—¿Es seguro que con eso alejaré a Rebeca?

—Sin ninguna duda.

—¿Y el poder mental me servirá para que mis padres me dejen en paz?

—Por supuesto.

—¿Y para que Bernal haga lo que yo quiera?

Asentí.

Comprendí lo que estaba pasando por su cabeza y al principio sentí la punzada de los celos, pero de inmediato un pensamiento como una luz los eclipsó, y le dije:

—Debes saber que hay ciertos trucos que poco a poco irás aprendiendo.

—¿A qué te refieres?

—Pequeñas argucias para sacar aún más partido a tus poderes. Todo a su debido tiempo, Natalia.

—¡Si no me dices alguno ahora mismo te obligo a servirme como esclavo durante veinte años!

Desgraciadamente, Natalia recordaba bien esa parte tan desagradable del arte de la invocación diabólica. Cuando un humano te invoca siguiendo el ritual y lo hace con prudencia, ejerce sobre ti un poder enorme. Puede llegar incluso a obligarte a permanecer junto a él durante, como máximo, dos décadas, sirviéndole en cuanto ordene, a cambio de tu libertad y de su alma. Tal cosa no ocurre con frecuencia, porque para ser amo de un demonio de rango superior se requieren vastos conocimientos y un carácter muy fuerte, pero yo mismo tuve que sufrirlo en dos ocasiones.

La primera vez lo pasé en grande. Trabajé a las órdenes de un amo que ya era brillante incluso antes de conocerme, allá en el año 1813. Se llamaba Niccolò Paganini. ¡Ah, qué estupendos años aquellos! A su lado aprendí a componer, a tocar el violín y la guitarra, me introduje en la corte de la hermana de Napoleón —donde desempeñamos el cargo de director musical— y, cuando nos cansamos de la vida en los salones, emprendimos una rápida carrera hacia el éxito que nos llevó por toda Italia y más tarde por los mejores salones de Europa. Mi amo era un poco rarito, vestía como un excéntrico, perdía fortunas en el juego y bebía como un cosaco, pero a pesar de todo merecía la pena acompañarle.

Lo mejor eran los conciertos. La gente nos adoraba, en todos los sitios nos recibían con grandes aplausos, todos ardían en deseos de escucharnos tocar y nosotros demostrábamos ser el intérprete más rápido e innovador que jamás haya pisado un escenario. Nos gustaba sorprenderles con espectáculos atrevidos, como aquello de arrancarle tres cuerdas a un violín y tocar con la única sobreviviente, pero de tal modo que sonara como tres violines al mismo tiempo. Era tan prodigioso que la gente comenzó a darse cuenta de que había algo sobrehumano en todo aquello, y empezó a correr la voz de que Niccolò tenía algún trato conmigo. A pesar de todo, nuestra fama no menguó, sino todo lo contrario. Y así fue durante todos los años que permanecimos juntos. Como no podía ser de otro modo, se retiró en cuanto me libré de él. Y actualmente todavía hay musicólogos que estudian, muy intrigados, mis anotaciones (numerosas) en sus partituras y que no dejan de inventar teorías acerca de quién pudo ser su autor. Qué risa.

Del segundo caso apenas conservo algún recuerdo. Solo le serví —a la fuerza, claro— durante una década, pero me pareció un siglo. Y eso que dimos un golpe militar, ganamos una guerra y nos divertimos bastante con los que no eran de su bando —a mí me daba igual, hubiera hecho lo mismo del otro lado—, pero ni siquiera así conseguí que no me sacaran de quicio sus costumbres, desde aquel vicio de obedecer ciegamente las órdenes de una mujer estirada y de piel verdosa que, al parecer, vivía en su casa y dormía en su cama —creo que tenían una relación bastante estrecha—, su afición a las procesiones, su ilusión infantil de hacerse fotos con sus ídolos o de pronunciar discursos rimbombantes en un balcón ante una muchedumbre que le aclamaba —a la fuerza— en la Plaza de Oriente. Lo asombroso fue que cuando le dejé apenas modificó su conducta. Como si su conciencia acorchada fuera impermeable a mi influencia. En fin, ni siquiera recuerdo cómo se llamaba, pobre mamarracho.

—¿Me estás escuchando? —insistió Natalia, elevando la voz.

—Huy, perdón. Me temo que me he dejado mecer por mis recuerdos y me he ausentado un poco —le dije, y lo mismo te digo a ti, paciente lector de estas andanzas—. ¿Por dónde íbamos?

Sus ojos no pudieron disimular su furia. Sus modales intentaron contenerla.

—Ibas a contarme unos trucos para utilizar mis poderes.

—Ah, sí. Está bien, si me amenazas de ese modo tan temible —continué, procurando parecer realmente intimidado—, no tengo otro remedio que revelártelo, aunque te advierto que se trata de uno de los secretos mejor guardados del Averno.

—No se lo diré a nadie, te lo prometo —dijo ella.

«No hay ser más crédulo que aquel que necesita serlo», me dije, antes de concluir con la información que me interesaba transmitirle:

—Está bien. Tus poderes se verán incrementados hoy durante los diez minutos que preceden al toque de medianoche. Si a esa hora le haces una visita a tu querido Bernal, podrás comprobar tú misma lo que te digo.

Entrecerró los ojos. Repitió, aplicada:

—Diez minutos antes del toque de medianoche. Bien, lo recordaré.

«Así lo espero», pensé yo.

Haberse salido con la suya pareció relajarla un poco. Abandonó su rigidez inicial, aunque sin mover los pies del centro exacto del círculo que había trazado, y dijo, en un tono mucho más amistoso:

—Supongo que te interesará saber que mi hermano ya ha nacido —continuó ella.

Me interesaba, y mucho. Era una pieza nueva en la partida. Supongo que se la cobraría Dhiön, porque el otro jugador bastante tenía con mantener sus posiciones. Bah, no importaba tanto, al fin y al cabo.

—¿Quieres saber lo que siento por él?

Quería. Asentí.

—Me pasa algo raro cada vez que observo su piel rosada, sus piernas de conejo, su cuerpo indefenso. No te lo vas a creer. Tengo ganas de comérmelo.

Sus palabras no me sorprendieron en absoluto. Natalia estaba experimentando una compleja metamorfosis. Algo en ella estaba dejando de ser humano. Si seguía así, su hermano no estaría a salvo mucho tiempo. No sería la primera vez. En cierta ocasión, conocí a una mujer con un problema parecido que cuarteó a su hijo recién nacido y lo echó al arroz. Creo que a su marido no le gustó nada la receta.

—¿Aún sigues queriendo que borre el círculo? —preguntó, cambiando de tema para provocarme.

No contesté. Natalia a tan escasa distancia, vestida solo con una camisola y protegida tras aquella barrera que la hacía inaccesible para mí, era la peor derrota. Y ella, poderosa, lo sabía.

—Pronto volveremos a vernos. De momento, puedes irte.

«Yo no te enseñé a ser tan presumida», fue lo último que pensé mientras ella comenzaba a recitar las fórmulas nigrománticas que terminan con la invocación y devuelven todo (sobre todo a mí) a su lugar. El aparcamiento gris y apestoso comenzó a difuminarse, como antes lo había hecho la biblioteca donde tan apaciblemente leía, y en su lugar fueron apareciendo de nuevo los comentarios en sánscrito de mi admirado Vatsyayana, y del mismo modo ocurrió con mis trece mil volúmenes, que volvieron a acogerme con la calidez con que lo habían hecho tantas veces.

Me encontré, pues, de nuevo en casa, leyendo reposadamente aquel incunable cargado de palabras sabias. Frente a mí brillaron los mismos párrafos que se habían nublado ante mis ojos cuando comenzó el cosquilleo, y en especial reparé en las palabras que estaba a punto de leer un instante antes de ser arrebatado de allí. En esta ocasión puse cuidado en lo que me decían, y emocionado, interpreté el mensaje:

«Si una mujer quiere quitarse de encima a un amante, procurará primero apropiarse del máximo de riquezas posible. Para ello utilizará todas las tretas necesarias. Solo después de quitarle cuanto pueda lo echará de su lado».

Congelé un instante la mirada entre los lomos de mis preciosos libros, cerré el volumen de un golpe seco y me levanté de un salto.

Antes de que ocurriera lo que con tanta crudeza se me acababa de describir, había algo que aún deseaba hacer.

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