Crypta

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V. Crypta » Capítulo 4

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Si deseas que algo resalte, cuídate de resaltarlo. Esa es la filosofía que inspira esta parte crucial de la historia, donde voy a contar con cuánto dolor me llegó el placer más anhelado de mi vida.

Faltaban cinco minutos para la medianoche cuando me deslicé bajo la puerta de la habitación de Bernal y me agazapé en un rincón, junto al ropero, a la espera de que se produjera en mí la transformación que llegaba cada doce horas.

Lo había calculado minuciosamente. Apenas necesitaba un minuto para entrar en su cuerpo del mismo modo que había entrado en su casa, con una aclaración: lo primero solo pueden hacerlo los más poderosos, mientras que lo segundo lo hacen constantemente todo tipo de espíritus. Lo único que corría en mi contra era el tiempo, pero, por otro lado, el joven al que yo estaba a punto de poseer era tan apuesto como débil de espíritu. Ni de poder hacerlo se le habría ocurrido oponer alguna resistencia a lo que le iba a ocurrir. Nos conocíamos desde hacía tiempo y sabía que ni siquiera ahora era un enemigo para mí.

Jamás se debe iniciar una posesión mientras suenan las campanadas. Es importante ser paciente y esperar a que el eco de la última haya desaparecido. Debo reconocer que en aquellas circunstancias no fue nada fácil actuar sin prisas. Bernal se había metido en la cama y acababa de apagar la luz. Tuvo suerte, porque así se libró del susto de verme aparecer y abalanzarme contra él con todas mis fuerzas, filtrarme por cada uno de los poros de su piel y al momento hacerme con el mando de todo: su cuerpo, su conciencia, su pensamiento, su memoria…

Debo decir que en esto puede haber variaciones. Cuando entras en el cuerpo de un mortal, eliges qué quieres hacer con él. Puedes mantener sus sentidos y su conciencia intactos, puedes quedarte con la parte que más te interesa o, simplemente, desecharlo todo. Esto último suele ser lo más práctico, a menos que desees divertirte un poco con él y observar cómo enloquecen los humanos si de pronto recuerdan cosas que no saben que han hecho. En este caso, me libré de Bernal antes incluso de que fuera consciente de que algo raro le estaba ocurriendo. Lo dejé a un lado, hecho un ovillo, para que no estorbara, y me apoderé de todo lo demás.

La primera sensación después de entrar en alguien es de extrañeza. Cuesta un poco acostumbrarse a manejar otras manos, a mirar desde una altura diferente o a caminar de otra manera. Hay quien lo compara al primer día de conducir un vehículo nuevo, pero me temo que eso es mucho más complicado. Es bueno disponer de un poco de tiempo para familiarizarse con tu nuevo cuerpo, pero como de sobra está decir, en aquella ocasión yo no tenía ni un segundo que perder. Aún no había podido terminar de inspeccionar mis nuevos miembros cuando sonó un teléfono móvil que había sobre la mesilla y en la pantalla leí el nombre de Natalia.

Descolgué. Me asombró escuchar mi nueva voz.

—Me gustaría hablar contigo, Bernal —dijo, tímidamente.

—Bajo en cinco minutos —contesté, no sé si impostando la voz o es que de natural salía tan modulada.

Empleé ese tiempo en dos tareas muy necesarias. La primera, y la más importante, asegurarme de que aquel cuerpo mortal no me expulsaría cuando pasaran mis diez minutos de poder. Le di vueltas desde que comencé a trazar el plan, y no fue fácil encontrar el modo. Solo se me ocurrió una forma de conseguirlo, y debo reconocer que no fue muy delicado: le maté. Desde dentro es muy fácil, si estás acostumbrado a hacerlo. Que nadie se alarme sin motivo: fue una muerte pasajera, sujeta a cierta cláusula temporal. Tres horas. Ese era el tiempo que tardaría Bernal en recuperar su cuerpo y su conciencia y, por tanto, el mismo del que yo disponía para llevar a cabo mis propósitos. Una vez eliminado completamente a su legítimo propietario, empleé un par de minutos en controlar todas las funciones vitales —sobre todo las más asquerosas— y luego me vestí rápidamente.

«Espero que se haya duchado», me dije, mientras bajaba la escalera a más velocidad de la que cualquier mortal podría conseguir.

Justo en el último escalón, sentí que mis fuerzas menguaban muy deprisa. Pasaban ya diez minutos de las doce, y toda la esencia de mí mismo había desaparecido de nuevo, dejándome esta vez más limitado que nunca: mortal, humano y adolescente. ¿Podía haber algo peor?

En el portal, encogida de frío, esperaba Natalia. Mi primera sorpresa fue descubrir el extraño brillo que escondían sus ojos. Eran los mismos de siempre y, sin embargo, muy diferentes. Me dolió reconocer a qué se debía este cambio. No era ella la distinta, sino yo. Por primera vez, Natalia me miraba con amor y con el mismo deseo que yo sentía hacia ella. Eran los sentimientos que yo había querido desatar en su corazón durante tanto tiempo sin ningún resultado y que ahora se mostraban en toda su pureza ante mi vista, con la crueldad añadida de que no era yo, el gran Eblus, quien los despertaba, sino él, mi rival insignificante, el adolescente estúpido que no sabía apreciarlos.

—Hola —saludó ella, tímida—. Me moría de ganas de verte.

—Yo también de verte a ti —dije, con toda sinceridad.

Consultó su reloj. Arrugó el entrecejo. Algo no le cuadraba. Me miró achinando los ojos.

—¿En serio? —dijo.

Y como yo no contesté (estaba demasiado ocupado en descubrir hacia dónde debía colocarme el flequillo rubio que me tapaba los ojos), preguntó:

—¿Tenías ganas de verme?

—Lo deseaba con todas mis fuerzas —dije.

Sonrió. Se le escapó una risilla entre satisfecha y nerviosa. Añadió:

—Vaya, vaya.

—Estás preciosa —observé.

—Gracias. Tú, en cambio, llevas un zapato de cada color.

Ya me parecía a mí que el diseño era demasiado original. Hice aflorar un rubor a las mejillas pálidas del chaval y tartamudeé un poco al decir:

—Creo que me he vestido demasiado deprisa.

A las chicas les gusta estar seguras de que tienen el control. Aunque resultaba obvio, Natalia preguntó:

—¿Tenías prisa por verme?

Bajé la mirada y procuré mantener el color de las mejillas, que me hacía parecer encantador.

—Si hubiera podido volar, lo habría hecho.

Esa era otra verdad para la que no me hacían falta disfraces, pero tuvo efectos sorprendentes. Natalia me abrazó y comenzó a sollozar junto a mi oído.

No sé si seré capaz de describir la cantidad de sensaciones que provocó en mí ese gesto suyo. Había estado muy cerca de Natalia varias veces a lo largo de mi vida, pero ella jamás había aplastado su cuerpo contra el mío de esa manera. El día en que nos despedimos en el bosque, después de su formación, me dio un abrazo en agradecimiento por haberle regalado la muñeca, pero ni mucho menos fue parecido a este. Sus brazos me rodearon el cuello y mi cara quedó escondida entre su pelo negro y rizado. Sentí su olor, un olor a flores y a limpio. Me envolvió la nariz la suavidad de sus bucles, sentí cómo su cuerpo temblaba al compás de sus lágrimas y me estremecí de presentir bajo el abrigo la dureza de sus pechos. No es exagerado decir que me quedé petrificado. Procuré que no se me olvidara respirar, dejé que mis manos aterrizaran suavemente en su cintura y traté de retener todos y cada uno de los segundos que duró.

—Creí que me odiabas —sollozaba ella, junto a mi oído— y que nunca dejarías de hacerlo.

Sentí correr sus lágrimas por mis mejillas, le agarré la cara con las manos y la besé en los labios. Soñaba con este momento desde la primera vez que en su cuerpo de niña adiviné a la mujer que sería. Desde la primera vez que reprimí el impulso de comportarme con ella como hacía con las otras mujeres y aprendí a desear sin saciarme, a observar sin poseer, a esperar sin ultimátums. En ese sentido, es justo decir que con Natalia fui por primera vez humano. Y como mortal conocí el dolor mientras la tenía en mis brazos por primera vez. El dolor de lo que no puede retenerse porque no te pertenece.

El nuestro fue un beso largo y lento. Nuestras lenguas se entrelazaron sin prisas, se acariciaron, se probaron mutuamente. Ella enredó sus dedos en mi pelo y yo continué sintiendo el calor de sus mejillas en mis manos. Cuando nos separamos, el mundo era el mismo pero nosotros habíamos cambiado. Ella ya no lloraba pero sus ojos seguían llenos de lágrimas. Se le escapó una cuando sonrió y dijo:

—Tienes la nariz muy fría.

—Vamos —contesté, mientras le daba la mano.

Fue una buena idea, porque ni cinco minutos después vimos salir al padre de Bernal con dos grandes bolsas de basura. Nosotros nos habíamos refugiado solo a unos metros de allí, dentro de un portal muy estrecho y muy oscuro que dos grandes portones protegían de las miradas de los transeúntes.

—¿Cómo has hecho para salir sin que se dieran cuenta?

No tenía ni idea. Me encogí de hombros. Rio tapándose la boca con la mano.

—¿Cómo sabes que aquí no vive nadie? —preguntó, señalando la oscura vivienda que quedaba a nuestra espalda.

—Eso tampoco lo sé.

Rio de nuevo.

Casi no hablamos. No quería perder el tiempo. Creo que a los dos nos ocurría lo mismo. Primero nos besamos durante cuarenta minutos. De vez en cuando ella me susurraba al oído algunas palabras con las que yo no podía estar más de acuerdo.

—Cuánto te he echado de menos.

O:

—Te quiero más que a mis ojos.

Luego cerramos los portones. Natalia se quitó el abrigo. Llevaba una camiseta rosa muy ajustada y unos vaqueros de talle bajo. Deslicé una de las manos bajo la camiseta. No llevaba sujetador. Ella fue directamente a mis pantalones. Los desabrochó al tercer intento.

—Estoy nerviosa —dijo—. Es la primera vez que…

Y soltó una risita encantadora.

Me quité el jersey para ganar tiempo. La oscuridad era casi absoluta. Natalia buscaba mi cuerpo a tientas, como si se hubiera quedado ciega. Sus manos exploraban sin ver.

Yo, en cambio, conservaba mi visión nocturna, de modo que jugaba con cierta ventaja. Pude observar a mi antojo todos y cada uno de los pliegues de su cuerpo, mirarlos antes de acariciarlos, de besarlos, de hacerlos míos. La besé desde la nuca hasta la punta de los pies. Luego fue ella la que se tumbó en el suelo, sobre un lecho improvisado que había formado con nuestros abrigos. Me agarró por los hombros y susurró:

—Hazlo, por favor. Quiero que la primera vez sea contigo.

Cuánto había deseado escuchar aquellas palabras y qué dolor me producían ahora. Igual que su actitud entregada o el brillo de sus ojos, tan diferentes a aquella frialdad orgullosa que utilizaba cuando estaba a solas conmigo. Natalia estaba loca de amor por Bernal y yo no significaba nada para ella. Mientras hacíamos el amor en la oscuridad del portal me resigné a aceptarlo. No iba a hacer nada por cambiar las cosas a mi favor. Y en el fondo, salí ganando. A menudo, como dijo el poeta, es más útil perder que conservar.

De modo que al mismo tiempo que cumplía mi sueño, lo estaba enterrando para siempre.

Cuando terminamos, Natalia buscó a tientas su ropa y se vistió a toda prisa, como si de pronto le diera vergüenza lo que habíamos hecho. En el interior de mi chaqueta descubrí unas gotas de sangre muy roja. Las recogí con las yemas de los dedos, las chupé con deleite. Ella no se dio cuenta, porque aún no habíamos abierto los portones. Continuaba ciega, y de algún modo aquella falta de luz me permitía olvidar por un momento que era a Bernal y no a mí a quien ella quería y deseaba.

Ya vestidos, volvimos a besarnos.

—¿Nos veremos el fin de semana? —preguntó.

Respondí con otro beso. Pocos minutos después, se hacía tarde.

—Tengo que volver a casa —dijo—. Me van a regañar seguro. Y más ahora, que mis padres no duermen casi nada porque se pasan la noche entera cuidando del bebé.

La acompañé a su casa caminando por las calles desiertas. Me miraba de un modo muy raro, como si no se creyera lo que había pasado, o como si estuviera segura de que lo había conseguido ella. Ella y los superpoderes que el día anterior le había arrebatado a un diablo imbécil que siempre hacía lo que ella quería.

Junto a su portal, después del penúltimo beso y con las orejas coloradas de vergüenza, dijo:

—¿Puedo hacerte una pregunta? Es que si no te la hago… reviento.

Le di permiso para preguntar lo que quisiera. Bajó la mirada.

—¿Para ti también ha sido la primera vez?

Podría haberle contestado la verdad. Podría haberle dicho, por ejemplo:

—Contigo, adorada criatura por la que muero desde la primera vez que te vi, ya son más de dos millones las mujeres que han tenido la suerte de disfrutar de mis encantos carnales. Para ser exactos, han sido 2.019.456 —sin contarte a ti, caso singular— el total de mis amantes, de las cuales, 1.597.901 eran vírgenes; 145.367, viudas; 69.602 estaban casadas o en situación equivalente, 68.023 estaban muertas (a veces cuesta diferenciarlas de la categoría anterior), 83.160 eran prostitutas, 19.645 habían sido abandonadas o repudiadas, y las 35.758 restantes reunían varias de las condiciones anteriores. Pero ninguna de ella, lucero de mis días y mis noches, me hizo sentir jamás lo que he sentido hoy entre tus brazos.

No lo consideré apropiado. No conozco a ninguna mujer que disfrute con el recuento de las amantes que llegaron antes que ella. De modo que opté por darle otra respuesta, menos detallada que la anterior pero igualmente verdadera.

—Por supuesto.

Se marchó satisfecha, con las pupilas brillantes de amor y descubrimientos, sin dejar de mirar atrás. Con tanta intensidad me deseaban sus ojos que por un momento, breve y precioso, logró que olvidara que no me miraba a mí.

Consulté el reloj y vi que me quedaba poco tiempo. Corrí hasta la calle más cercana, en busca del centro de salud. Aparcada junto a la puerta principal había una ambulancia. Sentados en los dos asientos delanteros, los dos enfermeros escuchaban música mientras devoraban una pizza de tamaño familiar.

—Disculpad un momento —les dije, llamando a la puerta con los nudillos.

Bajaron el volumen de la canción. Me miraron con curiosidad y abrieron la ventanilla.

—Siento amargaros la cena, de verdad, pero necesito vuestra ayuda, porque dentro de cinco segundos estaré técnicamente muerto… Cinco, cuatro, tres, dos, ¡uno!

Bernal se desplomó sobre la acera y yo me retiré, con el ánimo más negro que nunca por haber dejado a mi rival en buenas manos. En un primer momento pensé en irme a casa, pero enseguida cambié de opinión.

La noche bien merecía ser rematada con una escena a la altura de todo lo demás. Ya que acababa de despedirme formalmente de Natalia, decidí hacer lo mismo con aquella rosaleda que mi pasión había hecho germinar solo para ella.

Llegué allí muy de madrugada. Paseé un rato entre las flores, respiré profundamente, me senté en el patio de la vieja casona a observar la gran extensión cubierta de rosas. Luego, hice llover fuego. No en el sentido literal —porque mis poderes no me lo permitían—, sino en el metafórico. Es fácil provocar un incendio en un lugar solitario y alejado de todo.

Los tallos, para mi sorpresa, prendieron enseguida. Las llamas recorrieron el jardín con la urgencia de quien aprueba mis intenciones. En cuestión de minutos, los arbustos ardieron como una inmensa pira. El rojo sangre de las flores se transformó en rojo fuego. Un fuego furioso, enloquecido. Hermoso como casi nada en este mundo.

Cuando de la rosaleda no quedaron más que pétalos carbonizados sobre tallos negros en una tierra humeante y oscura, decidí que había llegado el momento de regresar a casa.

Mi ánimo, por cierto, estaba igual que el paisaje.

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