Crypta

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V. Crypta » Capítulo 5

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Al llegar al monasterio, algunas horas más tarde, me encontré con una agradable sorpresa. Los tres sabios depilados me estaban esperando en el claustro, admirando las escenas esculpidas en los capiteles a la pálida luz de la luna. Como buenos vanidosos, les encantó descubrir que protagonizaban varias de ellas. La mejor, según mi gusto, es aquella en que se les inmortaliza cabalgando tras la estrella que les hizo tan famosos. El escultor, gran amigo mío, disfrutaba tanto con esta historia que nunca se cansaba de escucharla.

Al verles, nadie habría creído que los tres señores cheposos de la escena inmortalizada en la piedra y los tres bizarros galanes que me esperaban con una botella de vino fueran el mismo trío.

Les invité a pasar a la biblioteca y dispuse cuatro copas de cristal sobre una mesa auxiliar que cierta vez le robé a Calígula.

Melchor sirvió el vino y también fue el primero en levantar la copa.

—¡Brindo por tu futuro! —exclamó.

Reconozco que no estaba yo muy animoso. No tenía ganas de brindis ni de celebraciones. Además, no me parecía que mi futuro fuera algo por lo que mereciera la pena brindar.

—No creo que sea una buena idea —dije—. A este paso, mi futuro será breve o miserable. O tal vez ambas cosas.

Al pronunciar estas palabras, pensaba en Dhiön y en cómo el destino se estaba poniendo de su parte. Si todo seguía igual, me aniquilaría sin siquiera despeinarse.

—¡Brindemos entonces por tu rápida recuperación!

Los tres levantaron la copa. Yo me abstuve nuevamente. Melchor torció el gesto. Fue Gaspar quien rápidamente encontró algo nuevo por lo que beber. A juzgar por su cara, debía de parecerle muy buena idea.

—Ya sé, brindemos por esa chica a la que quieres. ¿Cómo se llamaba? ¡Antonia!

Otra vez se quedaron con las tres copas en alto, esperando que yo hiciera algo.

—Se llama Natalia —dije—, y no pienso brindar por ella.

Intercambiaron miradas preocupadas, pero procuraron fingir normalidad. Baltazar insistió, ante la mirada ceñuda de Melchor, que comenzaba a cansarse del numerito:

—Podríamos brindar por Gerhardus. ¿Le recordáis? Gracias a él comenzó tu mejor momento, ¿no es así?

Me acordé de la jugarreta de Gerhardus y a punto estuve de derramar el vino sobre la alfombra. Supe contenerme y dejé la copa sobre la mesa auxiliar.

—Dejadlo, amigos, de verdad.

Mientras Gaspar y Baltazar miraban alternativamente la copa y a mí, Melchor susurró:

—El genio del desierto está de malas.

—¿Y si nos propones tú mismo algo por lo que brindar que no te moleste demasiado? —saltó de pronto Baltazar, que parecía muy preocupado.

—Está bien. —Crucé las piernas, tomé la copa, la levanté con mucha ceremonia y lancé mi brindis—: Por una muerte corta y un recuerdo largo.

Apuré mi copa de un par de tragos. El vino tenía un sabor dulce, delicioso, que nunca había probado. Cuando quise darme cuenta, los tres sabios estaban observándome como tres mochuelos.

—¡Por fin! —exclamó Melchor, levantándose de su butaca para darme un abrazo—, ¡pensé que no terminaríamos nunca! Dime, ¿cómo te sientes?

Reparé en que el contenido de sus copas continuaba intacto.

—¿Por qué no habéis bebido ni un sorbo?

Ellos no me hacían ni caso. Devolvieron con cuidado el líquido de las copas a la botella, la taparon y la guardaron en una especie de macuto que Baltazar llevaba colgado en bandolera.

—Dime, hijo —insistió Gaspar—, ¿te sientes indispuesto? ¿Tienes el lecho muy lejos de aquí?

Comenzaba a encontrarme un poco mareado. Se ofrecieron a acompañarme hasta la cama, que estaba allí mismo, justo detrás de unos anaqueles llenos de libros.

—¿Me habéis hecho beber la pócima de amor de Natalia? ¿No es a ella a quien deberíais…?

Melchor sonreía de un modo muy enigmático.

—En efecto, acabas de tomar la pócima que hemos fabricado para ti. Esperamos que no te importe que no te lo hayamos dicho, pero es uno de los requisitos para que tenga éxito. Quien la bebe, jamás debe saber que lo está haciendo.

La habitación daba vueltas a mi alrededor. Melchor seguía hablando, pero yo ya no estaba seguro del buen funcionamiento de mis sentidos.

—¿El elixir hará que se enamore de mí?

—Bueno —respondió Melchor, con voz cantarina—, nos hemos tomado algunas libertades que más adelante sabrás. El elixir surtirá efecto, mas tal vez no el que tú deseas. Lo que puedo asegurarte es que te será muy útil. De momento, descansa. El elixir da sueño. Dormirás unas veinte horas. Cuando despiertes, te sentirás mucho mejor y todas esas bobadas que tanto te preocupan se te habrán ido de la cabeza. ¡Serás el de siempre!

Entre Gaspar y Baltazar cargaron conmigo, porque ya no podía tenerme en pie, hasta que me depositaron con cuidado sobre el colchón.

—Si vuelves a necesitarnos, ya sabes: un pendón en lo más alto de la torre de la catedral y acudiremos al instante —añadió el de bucles dorados, que ahora llevaba el pelo corto y peinado hacia atrás.

Me arropó con la manta y cedió el turno a su amigo. Baltazar dejó algo diminuto sobre la mesilla de noche y antes de apagar la luz, dijo:

—Te he traído un regalo. Es un pedazo de carbón, negro como la noche del mundo. Por favor, no se te ocurra salir sin él y tenlo siempre a mano en tu descenso a los Infiernos.

Dicho esto salieron en fila india, mientras sus capas ondeaban al viento y sus siluetas se alargaban bajo la luz de la luna.

En todo tuvieron razón mis tres amigos salvo en una cosa: cuando desperté, no me sentía mucho mejor. Me sentía más cabreado que nunca.

¿Cómo había podido perder el tiempo de aquel modo miserable? ¿Qué estaba pensando para no enfrentarme a Dhiön, para permitir que ganara la batalla sin siquiera plantarle cara? ¿Es que había perdido mi dignidad, mi vergüenza, mi coraje? ¿Tanto tiempo luchando, a lo largo de mis cuatro mil setecientos diez años de vida, para que ahora mis nobles andanzas conocieran un final tan estúpido?

Hice un rápido balance de la situación: el Cónclave, en una formidable jugarreta de Dhiön, me había elegido comisionado para una misión suicida. Me habían asignado un ayudante apestoso, aunque responsable y útil en algunos menesteres; había tenido bastante suerte en la primera expedición, en la que casi consigo llegar hasta mi destino, y luego, de pronto, se me había ido la cabeza y había comenzado a perseguir a una jovencita que solo pensaba en sí misma. ¡Mi estupidez merecía correr la peor de las suertes!

Carcomido por la rabia, conté los días que me faltaban para que expirara el plazo que me había dado el Cónclave. Si no estaba equivocado, solo me quedaban nueve días. No era mucho tiempo, desde luego, pero tal vez aún podía albergar alguna esperanza. Siempre y cuando encontrara a Kul y nos pusiéramos en camino de inmediato, claro.

Llamé a mi ayudante a grandes voces, que resonaron por toda la montaña. Subí hasta la llanura que se extendía más allá del peñasco, bajé de nuevo a las profundidades de la sombra y la niebla, pero no hubo suerte. Mi ayudante se había marchado, harto de un comportamiento tan impropio en un espíritu medio (e incluso en uno ínfimo), y a saber dónde se encontraría en aquel momento. Tal vez ya había denunciado mi conducta ante Los Seis y tal vez los Altos Señores, con Dhiön muy ufano a la cabeza, le habían condecorado por su profesionalidad. En el fondo le comprendía, y tal vez habría hecho lo mismo de encontrarme en su lugar.

Dentro de mi pecho crecían unas ganas de gritar que amenazaban con desbordarse de un momento a otro. Gritar de desesperación, de furor, de cólera contenida. Gritar hasta que la peña cayera sobre el monasterio y aplastara el claustro, y la iglesia, y mi biblioteca y con ella todas aquellas horas perdidas allí sin que existiera ningún motivo… Un momento. ¿O sí había existido un motivo? ¿Cuál era la razón por la que había dejado escapar una oportunidad única? Recordé con extrañeza un sentimiento que no reconocí como propio: el amor. Era muy intenso, sí, y eso hace afortunados a los humanos, pero también era doloroso como un cólico, persistente como un sarpullido y fluctuante como unas fiebres. Cuando me dormí, en compañía de los tres sabios, sentía mi corazón aprisionado por una congoja que apenas me dejaba respirar. Recordé el modo misterioso en que me miraron mis amigos, aquellas palabras enigmáticas de Melchor —«el elixir surtirá efecto, mas tal vez no el que tú deseas»—, y comprendí. Comprendí a qué se estaban refiriendo cuando confesaron haberse tomado «algunas libertades». ¡Me habían librado de aquel molesto sentimiento! ¡Volvía a ser yo, libre de debilidades, dispuesto a comerme el mundo!

La pócima me había hecho olvidar a Natalia.

Encontré la confirmación que necesitaba en mitad del claustro. Los tres sabios habían escrito un mensaje para mí y lo habían dejado justo bajo el capitel que nos inmortalizaba. Letra gótica, auténtico pergamino y tinta negra, todo un ejemplo de buen gusto. Decía así:

Querido hijo:

Una vez te vaticinamos que llegarías muy lejos y no nos equivocamos. Hoy volvemos a hacerlo, genio del desierto. Te deseamos mucha suerte en tu ascensión a lo más alto. Y te damos un consejo, para no perder esta oportunidad única de hacerlo: no dejes que el dolor que has conocido pase de largo sin enseñarte nada.

Tus amigos, que tienen contigo una deuda eterna:

Apelio Gálgata Sem Tarsis Melchor el astrólogo

Amerio Malgalat Cam Nubio Gaspar, el adivino

Damasco Garathim Jafet Gudeo Baltazar, el hechicero

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