Crypta

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V. Crypta » Capítulo 6

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Me costó un poco encontrar plaza en un vuelo que saliera hacia Jerusalén ese mismo día, pero finalmente lo conseguí. Aprovechando mis tacaños diez minutos, adopté el aspecto de un buey en avanzado estado de descomposición (equivalía a tres semanas después de muerto, más o menos) y crucé las pezuñas para que el piloto militar al que estaba amenazando no fuera uno de esos locos que no le tienen miedo a nada ni a nadie, ni siquiera a lo que puede aplastarles sin ningún esfuerzo.

Tuve suerte. A los diez minutos estábamos volando hacia el Este, él temblando de miedo en la cabina y yo cómodamente sentado en la mejor zona del avión. La tripulación —formada por un mecánico con los nervios destrozados— incluso me sirvió un martini y me trajo un periódico. Hice un viaje estupendo. Me dio mucha pena tener que despedirme de ellos, y más todavía comprobar que a pesar de que intenté tranquilizarles no hubo forma de que dejaran de temblar.

Sin perder ni un segundo, corrí hacia la puerta falsa que se abre a la izquierda del Muro de las Lamentaciones, crucé el atrio repleto de moiras acompañadas, busqué la inscripción que quita importancia al descenso a los Infiernos y, justo bajo las letras, la mirada severa de mi arcángel hospitalario. A él me dirigí, como había hecho la otra vez.

—Se está colando —protestó una voz a mi espalda.

El arcángel me dirigió una mirada de conmiseración (no podía ser de otro modo, viniendo de tan arriba) y preguntó:

—¿Dónde está tu criado?

—No tengo ni idea. Precisamente iba a preguntarte si le habías visto por aquí.

Se encogió de alas.

—Puede ser —dijo—, pero me extraña que le hayan dejado entrar solo. Olía fatal, si la memoria no me falla.

Atravesé la puerta de la antesala del Infierno, no sin antes agradecer al guardián su amabilidad como era menester:

—Muchas gracias, ser de elegancia infinita. Espero que tu linaje se perpetúe eternamente.

Los arcángeles son chapados a la antigua. Nada agradecen más que un puñado de frases grandilocuentes, sobre todo cuando hacen referencia a ellos.

Atravesé el vestíbulo que ya conoces, afortunado lector que regresas a la tierra más incógnita del mundo, sorteando las hileras de gente que espera su turno. Dejé las ventanillas a mi izquierda, las salas de espera a la derecha y las rayas azules y amarillas en todos sitios y me adentré en aquella oscuridad última que Kul había confundido con un callejón sin salida.

Descubrí que aquella parte había cambiado. Es otra de las constantes del Infierno: en sus profundidades, rara vez se recorre dos veces el mismo camino. La senda seguía siendo oscura y estrecha, pero en su extremo opuesto brillaba una débil luz solar sobre un paisaje que recordaba a una verde campiña. Miré mis pies y de súbito aparecieron vías y traviesas. Me hallaba en un túnel. El tren no tardaría en aparecer.

Sé reconocer los espejismos infernales desde el primer momento en que los veo. Son ilusiones que envuelven tus sentidos con tal grado de realismo que cualquier inexperto los tomaría por ciertos. Aquel túnel era una de ellas. Las vías, el paisaje, las paredes negras de hollín, nada de todo aquello estaba allí más que para engañarme y así evitar que penetrara en los secretos del camino hacia el centro de la Tierra. Por supuesto, conmigo ninguno de aquellos engaños tenía nada que hacer.

De pronto, en el horizonte apareció una gran locomotora. Debo reconocer que se trataba de un efecto muy logrado, porque emitía un pitido muy persistente y bastante molesto. Se dirigía directa hacia mí, con la luz encendida y a toda velocidad. Si no hubiera estado tan seguro de que no era real, me habría inquietado un poco.

Me situé entre las vías y la miré directamente, muy seguro de lo que iba a ocurrir. En cuanto la locomotora estuviera a mi altura, se abriría el túnel gelatinoso que me conduciría directamente a la pasarela móvil que ya conoces. La única condición era no cerrar los ojos (y, por supuesto, no perder la calma). Conseguí ambas cosas sin ningún esfuerzo. Con un pitido estridente, la máquina de hierro se lanzó sobre mí con mucho realismo. Y cuando debía hacerme picadillo, se abrió ante mis narices el verdadero paso hacia el Abismo y me hallé tranquilamente instalado sobre el puente colgante, después de abrir el Primer Sello, en un silencio redentor que mis oídos agradecieron. Me puse muy contento de reencontrarme con los dos cornudos elefantes lanzallamas, que no movieron ni un músculo al verme.

Me presenté, como en mí es costumbre, con cortesía:

—Buenas tardes, guardianes del Abismo. Soy Eblus. Hace tiempo serví en estas profundidades en calidad de capitán de ochenta legiones. Estoy aquí en son de paz y en calidad de comisionado del Cónclave de Los Seis.

Me hubiera dado tiempo a echarme una siesta entre mi saludo y su respuesta. Habló el de la izquierda, con una lentitud exacerbante.

—Todo esto me suena —dijo.

—En efecto, ilustre vigilante —aclaré—, porque no hace tanto que estuve aquí y tuvisteis la gentileza de abrirme la puerta sin poner ninguna objeción. Solo solicito el favor de un trato idéntico al de la otra vez.

—Es lo mismo que dijo el apestoso cuando le dejamos pasar solo —intervino el de la derecha.

Aquello puso mis instintos en alerta.

—¿Cómo? ¿Mi compañero… digo mi ayudante… quiero decir mi criado… ha entrado aquí sin mí?

—No hace ni dos días —dijo el de la derecha.

—Es raro que no lo sepas, siendo él tu servidor.

—Sí, sí, sí lo sabía —me apresuré a decir—. De hecho, yo mismo le envié a inspeccionar el terreno, como avanzadilla.

—Y ahora deseas reunirte con él —dedujo el de la izquierda.

«En realidad, más bien deseo aplastarlo», me dije, pensando que si Kul había regresado al Infierno sin mí era porque deseaba atribuirse él todos los méritos de la misión. Claro que ya veríamos qué hacía cuando se encontrara cara a cara con Ábigor III.

—¡Eso es! —exclamé, sintiéndome comprendido.

Los dos guardianes parecieron meditar su decisión cada uno por su lado. Transcurrido un rato exasperadamente largo, y sin que yo percibiera ningún signo de acuerdo entre ellos, los portones se abrieron tan lentamente como allí ocurrían todas las cosas. Di las gracias con la mejor de mis sonrisas y mis más exquisitos modales y atravesé el Segundo Sello a toda velocidad.

Para ganar tiempo, bajé rodando la espiral inclinada hasta llegar a la puerta de ónice sobre la cual relucían las palabras de Dante:

ENTRÉ POR LA SENDA DURA Y SALVAJE

Iba yo realmente deseoso de llegar hasta allí y saber si habría otro grígor esperándome para hacerme el resto del camino más fácil. Desde cierta distancia, y como ya conocía el truco, llamé a mi antiguo soldado por su nombre, para que fuera materializándose.

—¡Gran Duque Andras! ¡Me veo en la necesidad de pedirte ayuda de nuevo, mi viejo amigo!

De pronto, una lanza plateada apareció ante mis narices, aplastándolas.

—¡Alto ahí, impostor! —ululó Andras, con su imponente voz de lechuza, mostrándose ante mis ojos de cuerpo entero—, ¡ningún ser indigno atravesará jamás el Tercer Sello!, ¡no mientras lo vigilemos nosotros! ¡Será mejor que nos digas ahora mismo quién eres o mi compañero y yo te haremos picadillo y te lanzaremos a las grutas abisales!

Alocer, el compañero, confirmando sus palabras, se cuadró justo detrás de él y me miró como a un mosquito al que aniquilar. Tuve que levantar la voz e imponerme.

—¿Qué te has creído, aprendiz de lombriz de tierra? ¿Cómo osas tratar así a tu antiguo superior y en qué te basas para tomarme por otra persona? Habla pronto o tal vez serás tú quien acabe en las grutas abisales.

Es agotador tener que tratar así a los subordinados, pero a veces es el único modo de hacer que te respeten, en serio.

Andras miró a Alocer y una sombra de duda relampagueó en su mirada.

—¿De verdad sois Eblus, el antiguo capitán de las legiones doscientas cuarenta a trescientas veinte?

—¡Ponme a prueba, topo cheposo, y tú mismo lo verás!

Aquello le envalentonó. Sacó pecho, tamizó en su memoria de mosquito algún hecho aislado que pudiera servirle para ese particular examen y al fin me lanzó la pregunta:

—Había una canción que usted siempre tarareaba. En las comidas, en los entrenamientos, en las misiones. Estábamos hartos de escucharla, pero a pesar de eso se la cantamos el día en que se despidió de nosotros para siempre, ¿la podría cantar para mí?

—¡Por supuesto! Todavía la canto, aunque nadie protesta.

Procuré entonar bien, para no decepcionarle después de tanto tiempo, y canté:

Shout shout shout

Shout at the devil

Shout shout shout[9]

—¡Es cierto, capitán! ¡Es usted! —Me abrazó tan emocionado que temí que se echara a llorar sobre mi hombro—. Su sobrino, el genio volador, nos dijo que había muerto usted en las profundidades de Ábigor poco después de nuestra anterior entrevista y que él había sido ahora comisionado para recoger los distintos pedazos que de usted se habían desperdigado por todo el Averno y volverlos a reunir para presentarlos ante el Cónclave de Los Seis, que deseaban rendirle un sentido homenaje.

Si no me hubieran ardido las tripas de cólera, habría soltado una carcajada. O puede que un aplauso, en reconocimiento a la despierta imaginación del apestoso. En lugar de eso, miré con perplejidad a mi antiguo soldado y le solté, con el tono más asombrado que fui capaz de fingir:

—¿De verdad creíste que ese batracio pútrido era mi sobrino?

Giró la cabeza emplumada hacia un lado y hacia el otro, buscando el apoyo de su compañero. Pero Alocer estaba ocupado en despiojarse, supongo que para disimular.

—Lo… lo siento —balbuceó Andras, realmente afligido—, me habló con tanta convicción y aportó tal cantidad de detalles que ni siquiera sospeché.

Ay, la ficción. Adorna una mentira con mil detalles y todo el mundo la tomará por verdad.

—¡Habéis metido la pata! —rugí—, ¡habéis dejado que un anfibio os tome el pelo! A saber cuáles son sus intenciones, o quién le manda. Puede que sea un espía del enemigo.

Si me hubiera preguntado de qué enemigo estaba hablando no habría sabido qué responder. Por suerte, Andras siempre fue mucho más miedica que curioso.

—¿Existe algún modo de que podamos compensarlo, mi señor? ¿Algo que mi compañero o yo o cualquiera de los treinta mil soldados que comandamos podamos hacer por usted para reparar esta torpeza? —preguntó.

«Siempre hay algo que treinta mil soldados pueden hacer por ti», me dije. Aunque a veces hay que dejar que se presente la ocasión para no malgastar oportunidades.

—¿Puedo contar con vosotros para entrar en combate, en caso de que lo vea necesario?

—Por descontado, gran Eblus. Siempre podrá contar con nuestras legiones —contestó, con no poco entusiasmo—. ¡Nos pondremos en marcha ahora mismo! ¡Desfilaremos con usted!

—No, no, no. —Le detuve, imaginando lo que sería dirigirme al centro de la Tierra en la compañía de treinta mil soldados marcando el paso—. Será mejor que yo os llame en caso de que os necesite. ¿Cómo podré hacerlo?

—Es bien sencillo, señor. —Hurgó en un jubón que llevaba colgado a la altura del pecho y extrajo una diminuta campanilla de plata, que me entregó—. Solo tenéis que agitarla y al instante nuestros treinta mil soldados acudirán en tropel a socorreros.

Miré la campanilla, confundido.

—No tiene badajo —advertí.

Y como reparé en que ninguno de los dos le daba ninguna importancia a este pequeño detalle, guardé la campanilla en uno de mis bolsillos, deseé no tener que sacarla de ahí en ningún momento y me despedí de ellos con la mejor de mis expresiones.

—Os quedo profundamente agradecido, fiel Andras. Cuando regrese al Cónclave, hablaré a Los Seis de vuestra fidelidad y vuestro arrojo. Y también de los tuyos, Alocer.

Por poco se le saltan las lágrimas cuando balbuceó:

—No… no sabe cuánto se lo agradecemos, señor. Es un gesto muy generoso por su parte, que nunca podremos olvidar.

—Sí, sí, sí, claro. Me hago cargo. Y ahora, ¿seríais tan amables de abrirme la puerta?

Mientras Alocer hacía girar la llave de oro en la cerradura y los portones comenzaban a abrirse muy despacio, me atreví a preguntar:

—¿Hoy no os queda ningún grígor?

Un gesto de fatalidad adornó la expresión de Andras.

—Precisamente le dimos el último a vuestro ilustre sobri… —se corrigió—: Quiero decir, al bicho ese que nos vino con el cuento.

«Entonces ya sabemos dónde terminó el pobre animalito: mezclado con los jugos gástricos del sapo. Cualquier boñiga que pise en el camino, de ahora en adelante, puede ser él», deduje para mis adentros.

Me despedí de los dos Grandes Duques infernales recordándoles el compromiso contraído, que ellos corroboraron con muchas reverencias y algún grito destemplado. A continuación, pude seguir mi incierto viaje más allá del Tercer Sello.

El camino que venía a continuación era mucho más escarpado. Mis deseos de extraer una por una las vísceras de Kul y ensartarlas en las estalagmitas que adornaban el paisaje eran más afilados todavía. ¿Cómo se había atrevido a hacerse pasar por alguien de mi familia? ¿Y a inventar semejantes patrañas? ¿Formaría parte todo aquello de un minucioso plan trazado por mentes más despiertas que la suya?

Cuando llegué a la puerta de marfil custodiada por dos cuervos encaramados en sendas columnas de plata, había resuelto hacía rato que Kul no sobreviviría demasiado a nuestro reencuentro.

Leí la inscripción cuyo significado ya conocía:

QUIEN TENGA OÍDOS, QUE ESCUCHE

Sobre la marcha, ideé un plan para traspasar aquel umbral. Sabía que era incierto, pero no más que decir la verdad.

—Hace aproximadamente dos días pasó por aquí un diablo de las alturas, puede que acompañado de un grígor. Fingió ser un fiel colaborador de Los Seis cuando en realidad forma parte de una confabulación para acabar con el poder de todos los vigilantes del Averno y, de paso, conmigo. Me envían a detenerle, de parte del Gran Ura, presidente del Cónclave.

Por fortuna, los vigilantes de los Siete Sellos no disponen de conexión a Internet ni ningún otro método con el que verificar las bobadas que escuchan de las visitas. Debí de sonar creíble (o tal vez a aquellos dos les daba todo igual), porque la puerta se abrió y al instante pude escuchar el alboroto infame que llegaba del otro lado.

«Realmente —me dije con tristeza—, engañar a ciertos demonios es a veces tan fácil como creen los humanos».

El Valle de las Voces Eternas se abrió para mí por segunda vez en apenas unos días y, como ya había ocurrido la otra ocasión, lo atravesé sin mayores sobresaltos. Ni siquiera me tapé los oídos. Escuché, paciente, lo que aquellas palabras querían devolver a mi memoria y celebré, al llegar al otro lado, haber conservado mi cordura intacta. Es más de lo que pueden decir la mayoría de los que alguna vez han pasado por aquí.

En estas llegué al portón de cristal de roca frente al que se apostaban aquellos dos inolvidables machos cabríos. Me encontraba exactamente en el lugar del que fui extirpado la otra vez, cuando la excursión acabó antes de lo previsto. En mi visita anterior me había sorprendido encontrar sobre el dintel una inscripción misteriosa que no podía identificar con ningún autor ni con ninguna de las obras que conocía:

PEQUEÑA ES LA FORTUNA

Y GRANDE EL INFORTUNIO

Había pensado mucho, en el tiempo que había transcurrido entre aquel primer viaje infernal y este otro, en el misterio que podía entrañar aquella frase, y había llegado a la conclusión de que esa era, precisamente, su razón de ser: el misterio.

Me encontraba ante un enigma que debía resolver. Y no estaba allí por casualidad, sino porque era una especie de libro de instrucciones en clave que me aconsejaba el mejor modo de pasar al otro lado de la puerta. Los dos rumiantes gigantes no abrían ni cerraban el portal, sino que eran los propios caminantes quienes se ganaban el mérito de dejar atrás el Quinto Sello. Esta fue mi solución al enigma: «Lo grande trae mala suerte. Lo pequeño causa el efecto contrario. Luego hay que apartarse de los grandes centinelas y volverse lo más pequeño posible».

Nunca antes lo había hecho, pero aquel día, después de pedir disculpas a los machos cabríos por el cambio que iba a experimentar ante sus ojos, me convertí en pulga. Nada más dar el primer salto me pregunté por qué nunca se me había ocurrido transformarme en un bicho con tantas posibilidades. Mis patas eran delgadas pero largas y fuertes, y todo mi cuerpo estaba recubierto de una piel rojiza, tersa y brillante muy vistosa. También tenía dos diminutas antenas sobre la cabeza. En cuanto tuviera tiempo, me propuse, averiguaría para qué servían. En esta, en cambio, mi principal preocupación debía ser salir de allí cuanto antes. Probé a pasar por debajo de la puerta, pero no pude: una especie de barrera de plástico muy resistente me lo impedía. Miré hacia arriba. La cerradura estaba a mucha distancia, pero tal vez no la suficiente para que no pudiera alcanzarla de un salto. De modo que tomé impulso, me empujé con las patas, me elevé sobre el suelo, volé como si tuviera alas —me miré la espalda para asegurarme de que no era así— hasta que de pronto vi que me acercaba a la cerradura y me agarré a ella con mis extremidades delanteras. Me encaramé como pude a aquel pasadizo de cristal, lo atravesé con bastantes dificultades —estaba muy resbaladizo— y, cuando alcancé el otro lado, me lancé al vacío de un salto y recuperé mi aspecto habitual antes de tocar el suelo.

«No hay nada como leer las instrucciones», pensé, preguntándome cómo lo habría hecho el batracio para cruzar por allí, si es que lo había conseguido y no había acabado formando parte de las deposiciones de las cabras.

De modo que esta vez las cosas estaban saliendo bien. Me senté un momento a meditar y a recuperar el aliento junto a la orilla del sendero. Me encontraba, pues, en el último tramo. No era tan largo como el que había dejado a mi espalda, pero sí mucho más peligroso. A partir de este momento comenzaba la verdadera diversión. Pasé revista en mi mente a lo que tenía por delante: el Hangar de los Valientes, las Entrañas del Dolor y, por fin, la última de las moradas infernales, la Esfera Traslúcida, el cuartel general de Ábigor, que era también el lugar donde debía buscar al Gran Ujah, Gran Señor de lo Oscuro. Si tenía suerte, lo conseguiría. Si no, por lo menos mis huesos y mi memoria descansarían para siempre en un lugar digno y a la altura de alguien que en su vida ha presentado batalla contra casi todo, incluido lo inevitable. Estos pensamientos me dieron ánimos para continuar.

Más allá de la puerta de cristal de roca, el Infierno adquiere una textura distinta, similar a la de las pesadillas. Es como si todo fuera a desmoronarse o a cambiar por completo en cualquier momento. Hace más calor que en las plantas superiores —estamos a una profundidad considerable— y solo unas diminutas lucernas alumbran la cerrada oscuridad, que es el medio en el que los habitantes de este lugar se sienten más cómodos.

El Hangar de los Valientes es, de todos los estratos infernales, el de mayor extensión. Alguien lo comparó alguna vez con las dimensiones de Rusia, y es probable que no exagerara. Debe su nombre a los soldados que sirven en las legiones infernales y sus superiores, ya que es aquí donde entrenan y viven todos ellos. Un espíritu soldado puede pasar mil años de su vida sin salir de estas grutas interminables, mientras prepara su cuerpo y su mente para servir al General de Todos los Ejércitos, que no es otro sino Ábigor III. El entrenamiento es duro, pero tiene sus compensaciones. La vida de los soldados satisface los ideales de emoción y crueldad a que aspira todo demonio medio. Que a mí me aburriera soberanamente pasarme el día inventando algo que ordenarles a aquel atajo de borregos fue mi problema. Ya ha quedado dicho que soy poco amigo del trabajo en equipo y que además no soporto la rutina.

La visita a aquel lugar que no me era en absoluto desconocido me resultó un paseo muy agradable. Si hubiera dispuesto de un poco más de tiempo incluso hubiera presentado mis respetos a algunos monitores de vuelo cuyos rostros me sonaban de mis tiempos (aquí la gente suele ser mucho más constante que yo), o a un par de Grandes Duques cuyas prácticas de tiro de rocas incandescentes me dejaron impresionado.

Dejé a mi derecha el camino descendente que conduce a la zona donde viven los soldados y algunos oficiales menores y que aquí se conoce como «la colmena». Atravesé el barrio residencial donde tienen su casa los oficiales de mayor rango, que todos llaman Limbo de Radamantis, en honor al que según la leyenda fue su primer vecino. Me gustó reencontrar los lugares que conocí en otro tiempo, y abandoné esta parte de mi paseo dulcemente mecido por las evocaciones de un pasado que de pronto parecía mejor de lo que fue en realidad.

El siguiente portal no tenía vigilantes. No eran necesarios: nadie quería cruzar al otro lado. Quien lo hacía, era siempre a la fuerza. Y si algún despistado entraba por su propio pie, nunca volvía a salir. Tampoco tenía inscripción. No, por lo menos, del modo en que la tenían los pasos anteriores. Aquí, el mensaje no se leía en el frontón, sino en el suelo. De pronto, mis pies tropezaron con el siguiente aviso, que anunciaba mi llegada al Sexto y penúltimo Sello:

TODO PERMANECE SALVO ÁKERON

La razón de la ausencia de inscripciones en la puerta había que buscarla en la naturaleza de la misma, y también en lo que había más allá. El portal número seis está hecho de agua, y no miento si digo que es la cosa más fabulosa que pueden ver ojos mortales o eternos.

La inscripción hace referencia al río que se extiende más allá del umbral, y que algunos insignes viajeros han considerado la propia entrada del Infierno. No les faltaba razón, puesto que más allá de la corriente veloz del río están los mayores horrores que puedan experimentarse en cualquiera de los mundos conocidos. Es aquí donde Ábigor tiene desde antiguo sus mazmorras, de muros infranqueables, donde los condenados cumplen castigos atroces. No es raro ver aquí bestias adiestradas en desmembrar cuerpos, verdugos expertos en extirpar lenguas o máquinas diseñadas solo para fabricar embutidos con las vísceras de un ser que aún permanece vivo. Y eso si nos referimos solo a los humanos, porque los castigos diseñados para los demonios son todavía peores. Una vez conocí a un pobre espíritu medio que llevaba tres mil años dando vueltas a un molino que solo trituraba rocas. Su castigo consistía en moler a diario una montaña completa. Y así durante cinco mil años. Cada día de retraso equivalía a un mes más de condena. Estoy seguro de que aún debe de estar en aquel pozo oscuro, dando vueltas sin esperanza, día y noche.

Me recorrió una inquietud en forma de escalofrío cuando mis pies se posaron sobre las letras que me daban la bienvenida. Si fracasaba en mi misión, era probable que terminara mis días encadenado en un rincón perdido de aquel abismo. Cruzar aquella penúltima puerta podía significar, pues, despedirme para siempre del mundo que tanto había disfrutado. No hacerlo era renunciar a la única gloria que aún estaba a mi alcance.

Miré hacia atrás para despedirme del último lugar tranquilo del Infierno, me pincé las narices con dos dedos para que no se me llenaran de agua y traspasé la imponente barrera líquida que me separaba de la penúltima estación de mi viaje.

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