Crypta

Crypta


V. Crypta » Capítulo 7

Página 35 de 58

7

Me encontré inmerso en la fuerte corriente del río Ákeron. Hay quien dice que es el río más bravo que existe, porque su fuerza se debe a la ira de todos los que mueren en él. En efecto, no había ni empezado a luchar contra el envite de sus aguas cuando un cuerpo bastante despachurrado chocó contra mí y casi me hace perder el equilibrio. Era un efrit de tamaño mediano, al que me pareció que le faltaba la cabeza y una de las patas. Continué avanzando, concentrándome en alcanzar la orilla, luchando con todas mis fuerzas y al momento vi confirmadas mis impresiones, pues chocaron conmigo (por este orden) la pierna y la cabeza del mismo bicho, seguidos de otras varias extremidades de formas y tamaños diferentes y del torso de una hembra humana que por poco me arrolla.

Lo más parecido a las Entrañas del Dolor que existe en la naturaleza es un nido subterráneo de termitas. Si nunca has visitado ninguno, sedentario lector, te conviene saber de lo que estamos hablando: una intrincada red de galerías de arena, tan oscuras como angostas, que se adentran en las profundidades de la Tierra describiendo incomprensibles eses para de vez en cuando abrirse en vestíbulos de los que, a su vez, parten docenas de nuevas galerías. Para simplificar, podríamos compararlo también a un laberinto, solo que trazado por un demente.

Se dice que en este lugar nada cambia nunca, salvo las aguas turbias y revueltas del Ákeron. Aquí el fuego no se consume, el tiempo no avanza y las discusiones no llevan nunca a ninguna parte. El destino adopta una forma cíclica. Los ruidos vuelven a comenzar cuando han agotado su primera cadencia, igual que los lamentos de los condenados. Aquí nadie envejece, las máquinas no se oxidan, los cuerpos no se laceran ni se extinguen. Todo sufrimiento es eterno.

Solo hay unas pocas excepciones. Una de ellas es el barquero Caronte. Navega de vez en cuando sobre las aguas del Ákeron en su embarcación de piedra, la única que domina las aguas. Cualquier visitante puede contratar sus servicios, siempre y cuando tenga el dinero necesario, porque el muy presumido no cobra precisamente barato. Yo había traído el dinero. Monedas de oro puro y en abundancia, como era de su gusto. Solo cabía esperar que Caronte tuviera un buen día.

Un viento abrasador me sorprendió nada más llegar al otro lado. No me vino mal: en un pispás me secó las ropas y me dejó como recién planchado. Lástima que en aquellas profundidades cueste tanto mantener un buen aspecto, ya sea porque el calor es poco elegante o porque las llamas te sorprenden a cada paso, chamuscándote la indumentaria del sombrero a los calzoncillos. Por eso los centinelas de esta zona son, casi todos, descendientes de dragones y leviatanes: su piel ignífuga les asegura un puesto de trabajo hecho a su medida.

Atravesar el río me había menguado las fuerzas, de modo que me senté en la ribera a distraerme con el espectáculo de las aguas mientras echaba de menos mis dones superiores y miraba a todos lados por si veía aparecer al barquero. De todas partes, amortiguados por la tierra prensada que formaba las galerías, llegaban lamentos y gemidos de dolor. Era la música de los condenados, una sinfonía de sufrimiento cuyas notas arrullaban todas las noches el sueño de Ábigor.

Comenzaba a asarme de calor cuando decidí ponerme en camino. Lo primero era dar con alguien a quien preguntar. Los lagartos y sus descendientes no son capaces de articular palabras, de modo que debía hallar a un ser que no llevara sangre de dragón en las venas. Frente a mí se abrían doce galerías. Elegí al buen tuntún, porque todas me parecían idénticas: la tercera. Al principio tuve que agacharme un poco, porque el pasadizo tenía el techo muy bajo, pero enseguida comenzó a estrecharse y me vi obligado a avanzar a cuatro patas, para terminar reptando por un túnel por el que apenas cabía mi cuerpo (y eso que me había transformado en lombriz, por comodidad). Empezaba a temer que de un momento a otro aquel paso imposible iba a aprisionarme cuando escuché un alboroto de voces que venía de un poco más adelante. Entonces percibí un olor acre a sudor que se hizo más fuerte a medida que el ruido aumentaba también. Hasta que fui escupido a un vestíbulo de techos muy altos, donde estaba a punto de celebrarse una ejecución.

El patíbulo, de madera, estaba al fondo. Sobre él reposaban un catafalco y un hacha. En aquel lugar no son amigos de diversiones muy sofisticadas. Busqué acomodo entre la multitud y le pregunté a un ghul sudoroso que aguardaba a poca distancia si sabía quiénes eran los condenados.

—Oh, nadie de importancia. Solo humanos y espíritus menores —dijo.

Un poco decepcionado, esperé a que saliera el primero de los condenados. Era un espíritu de los bosques enclenque y bajito. La gente lo recibió sin mucho entusiasmo. Un par de dragones rechonchos lo condujeron hasta la escalera del patíbulo, donde el condenado sufrió algo parecido a un vahído del que se repuso sin ayuda de nadie. Eso hizo concebir falsas esperanzas al respetable, que de este tipo de espectáculos siempre espera alguna sorpresa: una rebelión en el último momento, un desaliñado que se transforme en demonio brutal y devore al verdugo ignífugo… cualquier cosa que aporte un poco de emoción a lo mismo de siempre.

El espíritu de los bosques, en cambio, fue un chasco para ellos. Se plegó dócilmente sobre sí mismo, dejó caer la cabeza repleta de bucles pelirrojos sobre la superficie llena de cicatrices del catafalco y cerró los ojos, resignado. El abucheo que se escuchó fue monumental, pero ni así reaccionó. Murió sin ninguna gracia y su cabeza quedó donde él la había dejado, hasta que el verdugo la arrojó de un puntapié a una de las galerías más cercanas. El gol, por lo menos, despertó un aplauso tímido.

—A ver si el siguiente anima un poco la cosa —dijo mi amigo el ghul.

Cuando vi aparecer al segundo condenado pensé que el ghul —y con él los tres mil espectadores arracimados que nos rodeaban— iba a sentirse esta vez mucho más satisfecho. Porque un solo vistazo me bastó para saber que ahora el espectáculo iba a merecer la pena.

¿Te preguntas cómo pude saberlo?

Porque el condenado era Kul.

No es que para mí la vida del sapo tránsfuga valiera ni medio doblón. De hecho, gustosamente le hubiera decapitado yo mismo, y más después de los últimos acontecimientos. Era solo que cuando el Cónclave te entrega cualquier material para que te valgas de él durante la misión, es obligatorio devolverlo en el mismo estado en que te ha sido entregado, o de lo contrario incurres en una falta grave. Y eso incluía la cabeza del batracio. Si el Cónclave me lo dio con todas sus vértebras unidas, yo debía procurar no entregarlo por piezas. Aunque eso fuera contra mis propios intereses. Así de sencillo.

Kul, por cierto, no tenía muy buen aspecto. En su cara se notaba que el espectáculo no era muy de su gusto. Estaba pálido (tirando a color moco) y había adelgazado un poco (falta le hacía). Al ver el filo del hacha abrió mucho los ojos, se agarró a uno de los rechonchos y comenzó a implorar clemencia:

—¡Soy muy joven para morir! ¡Solo tengo mil setecientos años! ¡No he hecho nada! ¡No me matéis, por favor!

La gente comenzó a aplaudir, entusiasmada. Yo no había visto tanta animación desde que estuve por última vez en las procesiones de endemoniados en honor a santa Orosia. ¡Esto era, ni más ni menos, lo que esperaban ver! ¡Un buen espectáculo! El verdugo afilaba su herramienta con una piedra, muy profesional, demorándose en cada gesto. Sabía muy bien que la gracia de las ejecuciones no estaba en su actuación, sino en la de la víctima.

Traté de abrirme paso hasta el patíbulo. No resultó fácil, y si Kul hubiera sido menos cobarde no habría llegado a tiempo. Pero cuando alcancé la superficie de madera desde donde me sonreía la cuchilla del hacha, los acompañantes solo habían conseguido que el condenado subiera un escalón. La multitud estaba encantada.

—¡Por favooooooor! —gimoteaba Kul—, ¡torturadme hasta el fin de los tiempos! ¡Arrojadme a las calderas de cera hirviendo! ¡Arrancadme los ojos con unas tenazas! ¡Pero, por piedad, dejadme viviiiiiiiiiiiir!

De buena gana le hubiera rebanado el gaznate al lamentable anfibio, solo por dejar de escuchar aquel vergonzoso lamento. Pero, para mi oprobio, en lugar de eso estaba obligado a salvarle la vida. Desde luego, hay inferiores con suerte.

—Disculpen, caballeros —les dije a los gordos acompañantes, y señalé a Kul—. Esa lamentable criatura me pertenece.

La multitud calló. Kul sacó la cabeza del escalón donde la había metido y exclamó, muy oportuno (¿o muy oportunista?):

—¡Amo! ¡Sabía que vendrías a salvarme!

Yo le fulminé con la mirada al mismo tiempo que realizaba una elegante reverencia frente a su verdugo y decía:

—¿Le importaría devolvérmelo para que pueda azotarlo hasta que todos piensen que es un cangrejo?

El verdugo me dirigió una mirada despectiva. La muchedumbre comenzó a patalear, a abuchear y (los que podían hacerlo) a insultarme. Uno de los gordos escoltas silbó y al instante apareció un gallardo demonio de amplios pectorales, muslos de gladiador y cabeza de buey.

—¿Qué ocurre aquí? ¿Por qué se ha interrumpido el espectáculo?

Las hordas enfervorizadas me señalaron, rojas de la ira. El verdugo me señaló, pálido de indiferencia. Kul me señaló, sudando de miedo. El buey me miró bizqueando y mugió:

—¿Cómo te atreves? ¿Sabes que estos reos son propiedad de Ábigor, Señor de las Hordas Infernales?

Esperé a que el respetable dejara de aplaudirle para musitar, desbordando encanto y prudencia:

—Con todo respeto, señor, permita que me presente. Me llamo Eblus y en mis tiempos comandé ochenta legiones infernales. Ahora regreso a este lugar al que pertenezco en calidad de comisionado del Cónclave de Los Seis, que me ha asignado una misión secreta. Y mucho me temo que este sapo cobarde a quien pensabais decapitar es parte del armamento con el que cuento para llevarla a buen término. No dudo que no merezca la pena capital por el solo hecho de haber nacido, pero mucho me temo que esa decisión no está en manos de Ábigor, puesto que de todas las criaturas que hay en este abismo, esta es precisamente la única que no le pertenece, ya que su propietario es el Cónclave de Los Seis (como acabo de decir) y, en su nombre, yo mismo.

El Infierno ha cambiado mucho desde que me fui. En mis tiempos, un discurso tan bien hilvanado como el que yo acababa de soltar habría sido aplaudido por las masas. Ahora, en cambio, todos me miraban en un silencio expectante, esperando la evaluación del buey bizco. Y este, lejos de comprenderme y darme la razón, como habría cabido esperar de un razonamiento tan bien armado como el mío, sacó toda la fuerza de sus pulmones cavernosos para ordenar a un rebaño de gordinflones que le miraban desde detrás del patíbulo:

—¡Detenedle!

Aunque resulte increíble, se referían a mí. Una docena de gordos con la piel cubierta de escamas salió de la parte trasera del escenario y comenzó a correr en dirección a mí con expresiones muy poco amistosas. Creí que había llegado el momento de pedir refuerzos, y a toda velocidad busqué en los bolsillos la campanilla que me había entregado Andras. Solo que en el tumulto que se había formado de pronto era difícil atinar con algo tan pequeño, y el instrumento que debía salvarnos cayó al suelo y se mezcló con el fango y las docenas de pies que lo pisaban.

—Esa campanilla es mía; por favor, devuélvanmela —grité con todas mis fuerzas con la esperanza de que alguno de los miembros del público me atendiera.

Pero todos estaban tan ocupados en saber qué iba a pasar con nosotros que ni siquiera me escucharon. Mientras los forzudos lagartos me agarraban por todos los miembros de mi cuerpo, vi un diminuto brillo desaparecer bajo las alpargatas mugrientas de uno de los asistentes al espectáculo.

Segundos después tenía las manos amarradas a la espalda y alguien me conducía en volandas por la misma escalerilla donde seguía lamentándose mi ayudante. Allí me esperaba el buey, con los brazos cruzados sobre el pecho en actitud chulesca, para decirme:

—Sé muy bien quién eres, espíritu rebajado. Y debo decirte que jamás he obedecido órdenes de un djinn.

La muchedumbre aplaudió de nuevo, satisfecha ante tan inesperada diversión, y los que tenían cuerdas vocales para hacerlo vitorearon al buey bizco. Y eso que aún no había llegado lo mejor.

Lo mejor fue que aquel nuevo líder de las masas que acababa de recordarme mi humilde origen se volvió hacia su público y gritó:

—¡Celebraremos una ejecución doble! ¡Dos genios menores por el precio de uno!

El aplauso fue tan ensordecedor que por un momento temí que el vestíbulo que nos cobijaba se viniera abajo. Aunque ya poco importaba. Después de que te corten la cabeza, lo que le ocurra al paisaje deja de tener importancia. Lo único que continuaba preocupándome era recuperar la campanilla sin badajo que me había entregado mi antiguo soldado. Pero por más que rastreaba el pedazo de suelo en el que había caído, no conseguía dar con ella.

En estas vi acercarse al verdugo con un saco negro del tamaño de mi cabeza y me di cuenta de que me quedaba poco tiempo para reaccionar. Así que decidí aprovechar mis últimos minutos de vida en hacer lo que más deseaba en el mundo: insultar al estúpido batracio junto al cual iba a tener la desgracia de morir. Pero cuando volví la cara hacia sus sucias narices, descubrí que de su faltriquera asomaba la graciosa cabecita de un grígor.

—¿Tienes un grígor? —pregunté, cambiando de planes en el último momento.

—Me lo regaló el vigilante de cabeza de lechuza —repuso—. Lo guardé para ti.

Por supuesto, no creí ni una palabra de esta última frase, pero aquel no era momento de hablar de eso.

—Ordénale que rastree el suelo en busca de una campana sin badajo —le dije—. Es nuestra única oportunidad.

Kul me hizo caso, algo sumamente raro en él. Lo achaqué a las extrañas reacciones que provoca el miedo a morir en todo tipo de seres vivos.

No alcancé a ver al grígor salir en su misión a vida o muerte, porque en ese momento ya habían cubierto mis ojos, y por ende el resto de mi cabeza, con aquella bolsa de hule negro que acababan de cerrar en torno a mi cuello. Los espectadores aplaudían, contentos con las novedades. El verdugo me agarró por los hombros y me hizo ocupar mi puesto. Creo que también en eso había modificaciones de última hora en el programa, ya que por lo visto me tocaba actuar a mí primero. Kul no parecía muy satisfecho con el cambio, porque enseguida empezó a gritar otra vez, a pedir clemencia a grandes voces y a berrear como un bebé. No me pareció mala idea, pues tanta queja nos hacía ganar tiempo, aunque él no lo hiciera con aquella intención.

El vozarrón del bizco anunció:

—Está bien, terminemos de una vez. Cortadle la cabeza al djinn.

En ese momento, un segundo antes de que las manos del verdugo me obligaran a doblegar el espinazo y apoyar la cabeza sobre el catafalco, noté un aleteo junto a mi mano derecha. Al instante, alguien dejó un diminuto objeto entre mis manos. Lo reconocí en el acto: ¡era la campanilla sin badajo que me había entregado Andras! Un relincho de alegría llegó hasta mis oídos. El grígor había conseguido dar con ella y traérmela. Habría saltado de alegría si me hubiera encontrado en una situación más oportuna. En lugar de eso, me concentré en hacer sonar la campanilla con todas mis fuerzas. Aunque esto no debe interpretarse en su sentido literal, claro está, puesto que la campanilla no sonaba por mucho ímpetu con que lo intentaran mis manos.

Mientras tanto, el verdugo había conseguido que me arrodillara ante él y descansara la cabeza sobre la madera áspera. Junto a mi oído, me atosigaba la voz de Kul, que hablaba entre lloriqueos:

—No quiero verlo, mi señor, no voy a poder soportarlo. Un espíritu de tan altos méritos como vos descabezado por toda la eternidad por unos seres que ni siquiera son capaces de despedirse como es debido.

—Si no te callas, te descabezo de una patada —gruñí, momentos antes de que la multitud enmudeciera de la emoción.

Sabía qué significaba ese silencio: era el que se produce cuando el verdugo levanta el hacha y hace brillar su filo en el aire, segundos antes de dejarla caer.

De modo que procuré comportarme. Nada de últimas palabras, ni siquiera me permití últimos pensamientos. Lo único que recuerdo haber pensado en esas milésimas de segundo que creí las últimas fue:

«Bueno, pues tampoco estuvo mal. Al fin y al cabo, di mucha guerra y le estorbé a unos cuantos».

Luego… nada.

Quiero decir que me quedé esperando. Los espectadores aplaudieron, se armó un revuelo enorme, escuché golpes y griterío y zumbidos, y solo podía pensar:

«¿Van a tardar mucho?».

Entonces llegó a mis oídos un estruendo grandísimo, como el que provocan muchas cazuelas cayendo al suelo al mismo tiempo, o una multitud irrumpiendo en un lugar por la fuerza, o un rebaño de ovejas balando sin parar mientras invaden una serena campiña. Por un momento no comprendí qué ocurría. Solo al reconocer la voz de Andras supe que mi antiguo soldado me había salvado la vida.

Cuando Kul me desató las manos y me quitó la capucha de hule descubrí que un nuevo espectáculo se estaba representando y esta vez nosotros no éramos los protagonistas. En el patíbulo y también detrás de él se libraba una batalla desigual cuyo único defecto fue su brevedad. Varios miles de soldados, todos armados con arcos y flechas —a mí también me sorprendió—, irrumpieron en la plaza y atacaron al verdugo, a los guardianes y hasta al buey. Eran tantos, que más de la mitad tuvieron que conformarse con escuchar la batalla desde las galerías angostas donde seguían agazapados. El resto abatió al enemigo y dispersó a la multitud en un abrir y cerrar de ojos.

Cuando no quedó un solo contrincante por derribar, los dos Grandes Duques que dirigían la maniobra entraron en acción. Andras se encaramó al enorme buey bizco (que ya no bizqueaba, puesto que estaba muerto) y con un pie en su espalda y el otro conquistando su cabeza, exclamó:

—Siempre a tu servicio, gran Eblus. Ha sido un placer echarte una mano.

Se lo agradecí sinceramente y les prometí redactar una crónica detallada de cuanto había visto para que la audacia de su lucha no quedara enterrada en la noche de los tiempos. También les prometí ayudarles en su exitosa carrera una vez el Cónclave me premiara por lo que estaba a punto de hacer.

Y, después de los parabienes, recogí a la piltrafa anfibia por los pliegues del cogote y eché a andar hacia el final de aquel laberinto que, por cierto, no tenía ni idea de dónde se encontraba.

Ir a la siguiente página

Report Page