Crypta

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V. Crypta » Capítulo 8

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Salir del dédalo de galerías polvorientas que componen la zona conocida como las Entrañas del Dolor es, a decir de algunos, imposible. Es parte de la naturaleza de este lugar: todos los pasos parecen iguales; una vez te has arrastrado por media docena de angostos túneles de arena, tienes la impresión de que no vas a salir jamás de ellos. Y aunque de vez en cuando des con tus huesos en un vestíbulo o en una plaza, muy pronto recuperas esa sensación de estar viajando en círculos que antes o después termina por hacerte abandonar. Por no hablar, claro, de las curiosas normas que allí rigen. En las profundidades, cualquiera que sea sorprendido por las galerías es considerado culpable y conducido inmediatamente hacia su potro de tortura o su celda de castigo. No es de extrañar que los visitantes huyan de este lugar y que los pocos que se adentran en sus caminos lo hagan temblando de miedo.

Era el caso de Kul, por ejemplo. El episodio de la plaza le había dejado tan trastornado que no se atrevía a dar un paso sin asegurarse antes de que los parientes de los dragones y los bueyes estrábicos no acechaban en el siguiente cruce de caminos. No servía de nada que le dijera que debíamos darnos prisa, que el tiempo apremiaba y había aún mucho por hacer. Su temor era atávico, imposible de controlar. El grígor, en cambio, revoloteaba, feliz, de un lado para otro, relinchando sin parar, como si aquella expedición fuera más bien un agradable paseo por el campo en un día soleado.

Yo abría la comitiva, guiando al resto del grupo. Nunca había llegado tan lejos en el Infierno, ni siquiera cuando trabajaba aquí, pero recordaba haber oído que el camino hacia la Esfera Traslúcida no podía explicarse, solo intuirse. De modo que dejé que mi intuición nos guiara. Sí, ya sé que no es un método muy científico, pero yo tenía el convencimiento de que muy pronto encontraríamos aquello que estábamos buscando.

Lo cual, por cierto, no dejaba de inquietarme.

No sé cuánto rato llevaríamos arrastrándonos por aquellos estrechos conductos cuando de pronto me pareció escuchar un chapoteo. Mandé callar a Kul y agucé el oído. A mis finos oídos llegaban todo el tiempo gemidos de condenados, rugidos de centinelas, chirridos de norias y puertas, relinchos de bestias y demonios, aleteos, golpes, rugidos, pasos… Y más allá de todo eso, desde no muy lejos, llegó aquel rumor de agua que solo podía significar una cosa.

—¡Corre, Kul, hemos llegado de nuevo al Ákeron, y con un poco de suerte, ahí está el barquero!

No es fácil ser rápido en compañía de un grígor y de un volátil de culo gordo. Por su culpa, por poco llegamos tarde. Cuando alcanzamos las orillas cenagosas del río, descubrimos la barca de Caronte a punto de perderse más allá del último recodo. Conseguí agarrarme a popa de un par de saltos (uno de ellos sobre el cuerpo de una especie de gigante panzudo) y mis dos acompañantes me imitaron (si bien el grígor no tenía tanto mérito, porque podía volar). Caronte, mientras tanto, nos miraba impertérrito (y con cara de bulldog, hay que decirlo, pero así es su fisonomía).

—Gracias por permitirnos subir a tus dominios, gran Caronte —saludé, continuando con la tónica de aunar amabilidad con alabanzas—. Soy Eblus, y estos son mis dos aprendices: un volátil y un grígor. Nos dirigimos hacia la Esfera Traslúcida. ¿Tendríais la amabilidad de dejarnos lo más cerca posible, por favor?

Caronte no contestó (nunca lo hace), pero nada más oír mi petición puso rumbo a las oscuridades de las cavernas que atravesaba el Ákeron. Viajar en compañía de Caronte es una experiencia única. La embarcación es de piedra maciza (granito, diría yo), a pesar de lo cual no se hunde en las aguas bravas que atraviesa. Tampoco sufre la velocidad de la corriente, sino que se mueve de un modo constante, relajado, que convierte el viaje en una travesía de placer. Además, el piloto, que se sitúa delante, al modo de los gondoleros venecianos, no castiga a su cliente con canciones o con esa conversación intrascendente de los conductores de todo el mundo, sino que tiene el discreto encanto de la mudez. Maravilloso, sobre todo después de los sobresaltos que acabábamos de vivir.

El viaje duró un par de días, si no perdí la noción del tiempo. Yo permanecí todo el rato despierto, muy atento, pero mis acompañantes se durmieron y despertaron varias veces, y el resto del camino lo pasaron quejándose por no tener nada que llevarse a la boca. Era normal que sintieran hambre, después de lo que habían aguantado. Además, las criaturas menores suelen tener apetito. En la última etapa del trayecto incluso confundí el rugido de las tripas de Kul con el de las rápidas aguas que atravesábamos.

Yo me senté a estribor, junto a la punta de la popa de la embarcación, y procuré relajarme y recuperar fuerzas. Las necesitaría, allí donde nos dirigíamos. Estaba todo entumecido cuando Caronte atracó en un muelle oscuro y pétreo y señaló al frente, a lo que parecía la entrada de una mina excavada en una pared de pizarra. A continuación, extendió la mano, exigiendo el pago de sus servicios. Le entregué todo el oro que había acuñado para él y que debía de ser mucho más de lo que esperaba, porque respondió con un gesto, indicando el lugar por el que debíamos desembarcar. Yo salí primero, y en cuanto Kul hubo puesto sus dos patas sobre los tablones de madera, Caronte se impulsó de nuevo y se alejó río arriba sin esfuerzo.

—Hemos llegado —dije, señalando la boca de la mina.

Sobre el arco renegrido leí unas palabras solemnes que parecían una broma:

OMNES VIAE ABYSSUM DUCUNT

Es decir: todos los caminos llevan al abismo. Solté una carcajada amarga, me metí al grígor en el bolsillo agarrándolo por las alas y le di a Kul órdenes precisas.

—Quédate aquí, moco de charco, y cúbreme las espaldas. Como se te ocurra dormirte o despistarte un solo segundo, acabarás en la primera trituradora de carne que encontremos al salir de aquí, ¿lo has entendido? Y no te comas al grígor, que te conozco.

Me alisé un poco el pelo, sacudí lo que quedaba de mi levita del polvo del termitero y me adentré con paso decidido en la boca de la mina, el único lugar de aquellas profundidades que aún conservaba algún secreto para mí. Las paredes estaban tan decoradas con murciélagos durmientes que no fui capaz de saber si eran de tierra o de roca. No había recorrido ni diez pasos cuando el suelo se abrió bajo mis pies y me encontré en una especie de montacargas descendiendo a toda velocidad hacia el centro de la Tierra. El calor aumentaba a cada centímetro que le ganaba a las profundidades y empezaba a brillar una pálida luz de desagradable tono rosado. Calculé que había descendido unos diez mil metros cuando el artefacto se detuvo ante una lujosa fachada dorada tan adornada de columnas y volutas que era imposible contarlas. Un mayordomo vestido con librea me saludó en una antigua lengua del mar Muerto y me invitó a pasar. Atravesé seis vestíbulos construidos con seis mármoles diferentes. En el último, encontré a dos cíclopes en una garita y me permitieron asearme un poco. También me ofrecieron ropa para cambiarme, después de hacerme pasar a un vestidor excavado en la pared donde tenían modelos de todas las épocas y todas las tallas.

—Son de los viajeros que han pasado por aquí. Después de ver a Ábigor, la mayoría de ellos ya no necesitaba el traje.

Después de probarme varios modelos y de meditarlo un poco, me decidí por algo sencillo. Una chaqueta de seda negra que, según me dijeron los cíclopes, había pertenecido a un tal George Byron, de profesión poeta romántico, y unos pantalones a juego. Zapatos lustrosos amarrados con cordones, una camisa de organdí y un corbatín de terciopelo completaron mi indumentaria, con la que recuperé la elegancia que procuro no perder nunca, así sea el último rasgo de mí que aún permanece intacto.

Por último, me dieron a escoger entre varias pelucas, y no pude resistir la tentación de adornarme —aunque fuera durante un rato— con la auténtica mata de pelo que lució en la corte el rey Luis XIV de Francia. Se me veía muy compuesto cuando abandoné el vestidor; me despedí de los cíclopes que custodiaban la guardarropía y salí en dirección a la vistosa escalinata por la que se accedía al salón del trono del todopoderoso Ábigor III.

Había llegado la hora de la verdad.

El dueño de todo aquello tenía su trono en una estancia elipsoidal como un balón de rugby. Sus paredes parecían hechas de gelatina traslúcida. Más allá, podía verse la luz rosácea que lo envolvía todo, pero no se reconocían formas concretas. Era como entrar en un huevo gigante.

En el extremo opuesto a la puerta de los invitados, Ábigor descansaba en un enorme sillón barroco encaramado a sesenta y seis escalones. Una docena de secretarios le rodeaban, preparándole los documentos o acercándole un vaso de refresco cuando lo solicitaba. Los dos primeros me anunciaron a dúo, el uno utilizando voz de barítono y el otro en la escala de un bajo tenor.

—El comisionado del Cónclave de Los Seis, Eblus, solicita entrevistarse con vos —dijeron, resumiendo mis intenciones mejor que si lo hubiera hecho yo mismo.

El gran Ábigor III me indicó con un gesto que me acercara.

—Para mí es un honor regresar a vuestros dominios, gran Ábigor —saludé, postrándome al pie del primer escalón—. Aunque sea urgido por una misión de tanta importancia como la que me trae de vuelta ante vos.

—No sabéis cuánto me alegro de volver a veros, Eblus —dijo Ábigor, estirando mucho el cuello para mirarme, y enseguida añadió, haciendo honor a quienes afirmaban que detestaba perder el tiempo—: ¿Cuál es esa misión?

—Necesito ver al Gran Ujah. Tengo entendido que le tenéis con vos, en calidad de invitado. Seguramente, las comodidades de este lugar, y vuestra hospitalidad, le han hecho perder la noción del tiempo. El Cónclave de Los Seis me envía como recordatorio. Es necesario, me temo, que atienda sus obligaciones. El mundo está desconocido sin él.

Ábigor sonrió, mostrando una larga hilera de dientes podridos.

—Por supuesto, comisionado, no tengo ningún inconveniente en que veáis a Ujah. Más bien todo lo contrario.

Y estoy seguro de que él también se alegrará de recibir visitas, dadas las circunstancias.

Me alegré de escuchar aquellas palabras. A pesar de que yo también había perdido la noción de cuánto tiempo llevaba allí, sospechaba que no me quedaba mucho para que se cumpliera el plazo que me había otorgado el Cónclave. La comprensión de Ábigor me permitió pensar que, a partir de ese momento, todo sería mucho más fácil.

Las siguientes palabras de Ábigor dieron al traste con estas esperanzas:

—Aunque antes de llevarte donde está el Gran Ujah, me veo en la triste obligación de puntualizar algo, Eblus. El Señor de lo Oscuro no se encuentra aquí de vacaciones, ni es la comodidad de sus aposentos lo que le retiene, y mucho menos mi hospitalidad. Aunque debo reconocer que llegó aquí como invitado, hace ya mucho que dejó de serlo para convertirse en el más preciado de mis tesoros. Un reo con el que no podía ni soñar, que da prestigio a esta casa y enorme poder a su dueño.

Dicho lo cual soltó una carcajada que hizo temblar las paredes (y a mí, aunque deteste reconocerlo). Sin duda, se dio cuenta de mi asombro, porque chasqueó los dedos y gritó, en tono imperativo:

—Por favor, Hermano en la Superioridad, ¿te importa salir y darle explicaciones al djinn, antes de que le lleven en compañía de nuestro importante prisionero?

Entonces ocurrió lo que de algún modo yo ya había previsto —y temido— desde el mismo momento en que el Gran Ura me encomendó aquella misión. Nunca hay que subestimar las primeras impresiones. Tenía yo razón, pues, cuando sospeché que había algo extraño en todo aquello. El Cónclave no encarga a un ser rebajado un trabajo de tanta responsabilidad a menos que tenga poderosas razones para ello.

La aniquilación es una de las más poderosas razones que se me ocurren.

De modo que cuando se abrió la puerta de oro que quedaba a la derecha del trono, no puedo decir que me sorprendiera ver salir por ella a Dhiön, con su aspecto de anguila de charco y la más satisfecha de sus sonrisas dibujadas en el infecto rostro. Sus primeras palabras fueron para mí:

—Qué placer me produce verte de nuevo postrado a mis pies, Eblus. Por fin parece que has dado con el lugar que te corresponde.

Esa fue la primera parte de su saludo. La segunda tuvo un carácter más gestual: me estampó una patada en toda la cara, con tanta fuerza que me hizo caer de espaldas.

—El privilegio es mío, Ser Superior —contesté mientras me levantaba y me limpiaba la sangre de la nariz y la boca.

No sé cómo, pero antes de perder la calma logré conservar intacta la prudencia. No así la sangre fría, ya que nada más ver a mi enemigo la sangre había comenzado a hervir en mi interior (y en mi caso, como en el del resto de los Oscuros, lo de la ebullición de los glóbulos rojos no es solo una metáfora, sino un estado fisiológico).

—Ya empezábamos a pensar que nunca llegarías, chicharrón aturrado. Por poco te gana el volador ponzoñoso que te asignamos como compañero, qué lamentable.

Guardé silencio. Lo necesitaba para tratar de idear algo que hacer. Mi actitud, mientras tanto, seguía siendo la que él deseaba. Podía oler el betún con el que había lustrado sus zapatos ese día.

—Te gustará saber —continuó Dhiön— que mi amigo Ábigor III y yo te hemos reservado la mejor suite de todas. La más sucia, oscura y tórrida, en la que gozarás de la compañía de dos dragones vigilantes mientras practicáis juntos todo tipo de juegos, desde potros desmembradores hasta jaulas de aislamiento. No podía ser menos, tratándose de ti. ¿No estás contento?

—Mucho, Ser Superior —mentí, mientras mi torrente sanguíneo amenazaba con desbordarse—. Solo me preocupa pensar qué le diréis al resto de los miembros del Cónclave, que con expectación esperan los resultados de mi misión.

—¡Les diremos la verdad, por supuesto! —atronó la voz del gusano, haciendo temblar la gelatinosa sala—. Y la verdad, en este caso, es que el indigno mosquito del desierto en quien cometieron el error de confiar les ha traicionado, como era previsible. Ocurrió de este modo: nada más atravesar el Séptimo Sello infernal, interrumpió la apacible reunión que tenía lugar entre Ábigor y su ilustre invitado, y le cortó la cabeza al Gran Ujah a sangre fría. Y todo ello bajo la mirada de espanto del anfitrión, claro está, quien mañana mismo contará su versión de los hechos ante los ilustres señores.

Ahí estaba la trampa de la misión que me había sido encomendada, de pronto lo vi todo claro. Era una jugada perfecta. Dhiön mataba al Gran Ujah y hacía creer a todos que yo era el asesino, de modo que de una sola patada eliminaba a sus dos principales escollos en su camino a lo más alto: el actual ostentador del Sillón del Mal Absoluto y el único capaz de disputárselo. Y, de paso, obtenía poderes en el Infierno. Me preguntaba a cambio de qué.

—¿No piensas decirme qué te parece mi plan? —preguntó Dhiön, en un tono de burla que invitaba al degüello.

—Lo encuentro realmente ingenioso, Ser Superior —dije, y no era en absoluto insincero.

—Gracias, rata de las arenas. Pero aún hay más.

Escuché con interés. Detesto que el narrador de una historia no llegue al final habiendo resuelto todos los cabos sueltos.

Dhiön dio dos palmadas. Los portones dorados se abrieron de nuevo. En el horizonte de baldosas pulidas que yo divisaba aparecieron dos pies descalzos que se acercaban dando pequeños pasos. Cuando los tuve más cerca comprobé que estaban llenos de arañazos y cicatrices recientes. Ese dato me bastó para saber quién era su propietaria incluso antes de que Dhiön me diera la siguiente orden.

—Yérguete y observa a nuestra invitada, Eblus.

Era Rebeca. Algunos de aquellos arañazos eran obra mía, no me importa reconocerlo. Solo que Dhiön metió sus narices en mi festín y se quedó con mi presa. Y, por lo que estaba viendo, no parecía dispuesto a soltarla.

En el tiempo que llevaba sin verla, la muchacha se había convertido en un juguete en manos de su nuevo señor. La larga melena rubia le caía por la espalda y por toda indumentaria llevaba un vestido de gasa transparente que dejaba al descubierto su cuerpo delgado, pálido y cubierto de cicatrices. Me miró con los ojos inyectados de odio, detenida a menos de un palmo de mí.

—¿Le reconoces, Rebeca? —dijo mi enemigo—. Él es quien te ahogó en las aguas del pozo y quien luego te hizo daño.

Creo que la muchacha no necesitaba el recordatorio para desear mi muerte, pero, por si acaso, Dhiön continuó avivando su odio.

—¿Qué suplicio te gustaría aplicarle, querida? ¿Hay algo que desees para él en lo que mi amigo y yo podamos complacerte?

Ciertamente, daba lástima ver a aquella criatura desnuda mirarme de aquel modo. Era escalofriante, pero solo una muñeca de trapo en manos de Dhiön. Una muerta a quien un desalmado ofrece el espejismo de la vida.

—Quisiera oírle gemir de dolor durante noches enteras —contestó ella, con una voz demasiado ronca.

No estaba mal, viniendo de una novata. No es que me sorprendiera: hace tiempo que sé que las chicas de esta familia son como cajitas de sorpresas.

Dhiön se volvió hacia mí.

—¿Qué sientes, gran Eblus, al ver a tu presa tan adicta a mí?

Mi cabeza seguía tramando. Debo confesar que no conseguía que mis planes dejaran de ser una mera nebulosa, pero tenía confianza en que si lo intentaba terminaría por dar con una buena idea.

—Siento curiosidad, Ser Superior. Me pregunto en qué lugar de vuestra exitosa carrera tiene cabida mi querida Rebeca —dije.

Dhiön, como buen petulante, estaba muy dispuesto a las explicaciones. Y yo comenzaba a disfrutarlas, ya que había cambiado mi postura rastrera por una más digna y por fin podía admirar su cara de babosa. Pero no fue él, sino Ábigor, quien habló esta vez para satisfacer mi curiosidad.

—Rebeca está aquí en calidad de pionera —dijo—. Hace tiempo que vengo pensando que lo que falta en el Infierno son humanos. Sí, ya sé que muchos pasan aquí largas temporadas, mientras resuelven la cuestión de sus papeles, pero no me refiero a esto. Hablo de colonos permanentes, humanos que lleguen para quedarse. Para solucionar este problema, hemos resuelto fundar una colonia de cadáveres humanos. Su labor será defensiva y tendrán permiso para salir a la superficie de vez en cuando. Los estatutos de la nueva colonia ya están casi redactados. Rebeca será su fundadora. Hasta le hemos puesto su nombre a una plaza. La única lástima es no disponer de más cadáveres para hacer las cosas en condiciones. Pero las innovaciones requieren su tiempo, ya se sabe. No todos los muertos están dispuestos a venir aquí de buenas a primeras para quedarse en un lugar que no conocen de nada.

Todo aquello seguía sin resolver mi cabo suelto fundamental: ¿a qué precio estaba vendiendo Ábigor la ayuda que le prestaba a Dhiön? El mismísimo Príncipe de los Infiernos no tardó en contestar a esa duda mía.

—No te negaré —continuó Ábigor— que ahora que voy a abandonar este subsuelo para siempre no esté pensando más que nunca en dejar aquí mi impronta. Quiero que las generaciones venideras se acuerden de quién fue Ábigor III, qué innovaciones aportó a estas entrañas inmortales de la Tierra. Quiero que mis sucesores me admiren por mis obras. Y para eso no hay mejor recordatorio que las obras públicas. De ahí mi interés en fundar la colonia antes de…

Ábigor soltó una risita nerviosa y miró a Dhiön. Este se encogió de hombros, como si nada tuviera importancia, o como si todo estuviera decidido.

—Antes de hacerme cargo de mi sitial en el Cónclave —acabó, y volvió a reír, satisfecho y orgulloso de sus méritos.

Ahí estaba mi cabo suelto. Ábigor ayudaba a Dhiön a escalar posiciones con rapidez y Dhiön avalaba el inicio de la carrera política de Ábigor, quien hacía ya siglos que se había cansado de tanto cocodrilo mudo y tanto subsuelo superpoblado. Había que reconocer que era un plan perfecto, casi sin fisuras.

Mas olvidaban algo con lo que ninguno de los dos había contado.

Mi inconformismo.

No seré yo el que se deje aplastar sin luchar. Aunque para todo hay un momento, y el mío, por desgracia, aún no había llegado, como pude comprobar nada más echar un vistazo rápido al reloj que presidía la sala.

«Maldita sea, no llegaré a tiempo por unos pocos minutos», me dije, rabioso.

En este momento, Dhiön exclamó:

—¡Traed al Gran Ujah!

Los portones se abrieron de nuevo y Dhiön apartó a Rebeca de un empujón para que no le tapara el espectáculo.

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