Crypta

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V. Crypta » Capítulo 9

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Cuatro soldados gigantescos traían al Gran Ujah encadenado por todas sus patas. Una gruesa argolla de platino rodeaba su pescuezo y se unía a la cadena de la que tiraba un quinto gigantón. Esa era la razón de todo su infortunio: el platino alrededor del cuello anula los poderes de los Superiores. A saber en qué momento de confianza su anfitrión le había traicionado soldándola en ese lugar.

Me di cuenta de que tras los soldados que traían al Gran Señor había otros cuatro portando los tablones de un patíbulo. Cerrando la comitiva avanzaba el verdugo, con su hacha de reglamento y su expresión de estar muy aburrido de rebanar pescuezos.

La comitiva entró a paso de procesión y se detuvo justo entre Ábigor y yo mismo. Iban tan acompasados y resultaban tan llamativos que si hubiera sido apropiado hacerlo, habría aplaudido a rabiar.

En lugar de eso, me postré ante el Gran Ujah, esta vez por voluntad propia.

—Vuestro humilde siervo os presenta sus respetos, Gran Señor de lo Oscuro, y os promete fidelidad hasta la muerte.

Dhiön me lanzó otro puntapié, que yo contabilicé en la lista de humillaciones que pensaba devolverle en cuanto surgiera la oportunidad.

—Levántate, gusano. Ese al que adoras no es más que un condenado a muerte a cuya ejecución vas a tener el privilegio de asistir en calidad de espectador casi único.

—¡Armad el escenario! —ordenó Ábigor, palmoteando de emoción.

Mientras los soldados cumplían la orden y comenzaban a armar los tablones del patíbulo, el Gran Ujah me dirigió una mirada de agradecimiento. Dhiön se dio cuenta y se apresuró a acabar con aquella situación:

—¡A mis pies, polilla rebajada! —dijo, propinándome el tercer puntapié del día.

En cuanto el patíbulo estuvo terminado y el reo preparado como es debido —las manos a la espalda, la caperuza de hule negro sobre la cabeza—, Dhiön dio la orden que todos estaban esperando.

—Y ahora, queridos amigos, viene lo mejor. Veamos cómo fallece un Gran Señor de lo Oscuro, privado de sus facultades y alejado de los millones de soldados que morirían por defenderle —dijo, casi cantando de la alegría.

Aquella ejecución no se parecía en nada a las que había visto hacía un rato en la plaza pública. En medio de un silencio absoluto, el Gran Ujah fue conducido hasta lo alto del patíbulo y obligado a arrodillarse. A una orden de Dhiön, el verdugo levantó el hacha tanto como le permitieron sus brazos.

—¿Deseas pronunciar unas últimas palabras, Ujah? —preguntó Ábigor.

No hubo respuesta. El Gran Ujah, por supuesto, no pensaba rebajarse a decir ni media palabra ante los traidores.

Iba yo a decir algo (solo con el fin de ganar tiempo, claro) cuando un estruendo sonó a nuestra espalda. Parecían las voces de un cíclope, precedidas por el resonar de unos pasos por la escalera. Unos pasos torpes. De pies planos demasiado grandes: el inconfundible trote de mi ayudante el batracio. En efecto, en ese instante Kul apareció en el otro extremo de la sala, corriendo tanto como podía y jadeando como un camello moribundo. Sobre su cabeza, airoso y etéreo, revoloteaba el grígor, relinchando sin parar, y creo que contento de verme.

—¡Aquí estáis, mi señor! —dijo Kul—, ¡ya me estaba preocupando que tardarais tanto!

Esa fue la primera y la última vez que me alegré de ver a mi ponzoñoso acompañante, como el mismo Dhiön le había llamado.

—Pero… ¿ese no estaba muerto? —preguntó Ábigor III, muy molesto por la interrupción.

—Eso creía… —murmuró Dhiön.

Volví a mirar el reloj. Igual teníamos alguna oportunidad. Dhiön levantó un brazo y ordenó a los vigilantes detener a los dos recién llegados. Con Kul lo tuvieron muy fácil: era el rey de la torpeza. El grígor, en cambio, se encaramó a lo alto de la sala y desapareció detrás de un pliegue de aquella gelatina traslúcida.

—¿No tenemos ningún vigilante volador? —rugía Dhiön.

—Hay un dragón manipulado genéticamente en la legión cuadragésimo…

—¡Id a buscarle y dejad de perder el tiempo! —bramó Ábigor.

Los gordos lagartos sujetaban a Kul, que no dejaba de guiñarme el ojo, qué vergüenza.

—Está bien, ya detendremos al microbio ese —prosiguió el máximo gobernante infernal—, que continúe la ejecución.

En ese preciso instante comenzaron a sonar doce campanadas en alguna parte (a juzgar por la intensidad del sonido no debía de ser muy lejos, pero no me extraña, en el Infierno hay campanas por todos sitios) y Dhiön exclamó:

—¡Un momento! ¡No debe haber ejecuciones mientras suenan campanas!

Crucé los dedos para que mis cálculos fuesen correctos. Si no me había equivocado, había llegado al Infierno a media tarde y desde entonces habían transcurrido seis o siete noches completas (la navegación me había despistado un poco), de forma que las horas que estaban sonando correspondían al día, y no a la noche. Lo cual significaba que daban paso a mis diez minutos diarios de recobrados poderes.

Busqué en mi bolsillo el carboncillo que Baltazar había dejado en mi mesilla de noche antes de arrancarme la promesa de no separarme nunca de él. Sin perder tiempo, tracé con él un círculo en el suelo, procurando que la línea fuera continua y que los dos extremos se tocaran exactamente, para que ni el espíritu más poderoso pudiera penetrar en él. Dhiön se dio cuenta y trató de impedirlo, pero ya era demasiado tarde. El círculo me protegía de él por primera vez en mi vida. En cualquier otro momento lo habría considerado un deshonor, pero últimamente había aprendido a ser más práctico.

Derretí sobre los pies de los guardianes todos los metales que aferraban el cuerpo del Gran Ujah excepto el de platino, claro, que es invulnerable a la nigromancia. Por último, lancé sobre Dhiön un conjuro de congelación. No era muy práctico, puesto que solo iba a durar —si el reloj no atrasaba— siete minutos y medio, pero sí suficiente para mis propósitos.

En cuanto Dhiön se quedó más tieso que una merluza ultracongelada, me apresuré a doblegar de nuevo mi espinazo, esta vez ante Ábigor, a la vez que decía:

—Gran Ábigor, admirado señor, luz que ilumina mis días desde que no hace tanto sirviera a sus órdenes comandando sus honorables legiones, vuestro siervo os solicita permiso para proponeros un plan alternativo al trato que habéis hecho con la sabandija húm…, quiero decir, con el Ser Superior Dhiön.

—¿Un plan alternativo? —preguntó él, abriendo mucho sus ojos de mosca.

—Y mucho más ventajoso para vos, señor, os lo aseguro. Después de todo, yo aún os considero mi comandante en jefe.

—Hablad, os escucho.

—Por desgracia, no puedo extenderme mucho en resumiros lo inmensa que será vuestra gloria, en cuyos detalles he pensado sin descanso. Solo dispongo de unos breves minutos —señalé al cubito Dhiön—. No creo que vuestro prestigio merezca asentarse sobre la ignominia de un asesinato tan terrible, todo un magnicidio. Vos merecéis llegar a lo más alto por méritos propios, que los tenéis sobrados, y así disfrutar de la dulzura del triunfo que vos mismo habréis conseguido. Con mi ayuda, eso sí, porque no pienso desampararos, y me propongo hacer campaña por vos hasta que vea vuestro nombre esculpido junto a los demás en el sitial que os está destinado en el Cónclave. Y estoy seguro de que si le ayudáis, el Gran Ujah apoyará también esta candidatura vuestra ante su amigo Ura.

—Sí, sí, por descontado —se apresuró a contestar Ujah, perplejo—. Es más, a mí también me gustaría conocer detalles de esos planes que habéis hecho pensando en la gloria de Ábigor, si no os importa.

—Sí, sí, por supuesto. Pero antes, dejad que le hable a Ábigor de otra cuestión. —Me volví hacia el dueño del Infierno—. Es en referencia a la colonia de cadáveres, mi señor, esa gran idea que queréis impulsar para que vuestro nombre permanezca indeleble para las generaciones venideras. Decís que no disponéis, como os gustaría, de muertos que acepten trasladarse a este lugar por toda la eternidad. Pues bien, gran Ábigor, yo os puedo proporcionar, en mi modestia, una cantidad de colonos que dejará perplejos a muchos y despertará la admiración de todos. Y en un tiempo récord. Digamos… veinticuatro horas, a más tardar. Después de esto, mi señor, os aseguro que no habrá hijo, nieto, bisnieto ni tataranieto de vuestros bisnietos que no os recuerde como un ídolo.

Ábigor entrecerró los ojos, ponderando la oferta. Los oscuros somos volubles, cambiamos de opinión como otros cambian de calcetines.

—¿Es seguro lo del sitial en el Cónclave? —preguntó.

—¿Queréis mayor garantía que la del Supremo Amo de la Oscuridad? —dije, señalando a Ujah.

Se hizo un silencio evaluador que yo aproveché para mirar de reojo la esfera del reloj. Solo me quedaban tres minutos.

—¿De cuántos colonos me habláis?

Me arriesgué, confiando en que la realidad, como suele, superaría la mejor de las ficciones de Ábigor.

—Decid un número.

—¿De dónde pensáis sacarlos? Yo lo he intentado varias veces, pero los muertos no están dispuestos a…

—Eso, con perdón, es cosa mía —le interrumpí—. Vos ordenad y olvidad los fatigosos trámites.

Consideró, satisfecho, la oferta (que realmente era inmejorable, con perdón) y finalmente dijo:

—¿Qué os parecen cinco mil? ¡Me encantan las cifras redondas!

—¡Que sean ocho mil, entonces! Vos merecéis siempre más, gran Ábigor.

—¿De verdad vais a conseguirme ocho mil cadáveres vivientes? —preguntó, mirando de reojo a su socio, Dhiön, como si ponderara mi oferta o la comparara con otras.

—No os engaño, señor —contesté.

—Lo que decís me parece realmente interesante. Pero voy a daros un plazo para cumplirlo.

Carraspeó. Sonaba igual que el rugido de un volcán a punto de erupcionar.

—No os doy ni una hora más de las que habéis dicho. Si en veinticuatro horas no habéis regresado en la compañía de los ocho mil muertos que prometéis, os cortaré la cabeza y el resto lo trituraré para serviros, convertido en hamburguesas, a mis hambrientas legiones.

Masculló un bufido de satisfacción. Aproveché para decir:

—Me parece un trato de lo más razonable, noble señor. Mas permitidme una última petición con respecto a los tres mil muertos de añadidura. Os los ofrezco a cambio de Rebeca. Es hora de que esta chica regrese allá arriba, haga su cola y deje en paz a su familia. ¿No os parece?

Ábigor hizo un gesto abstracto con la mano, como si dijera:

«Claro, claro, en realidad ¿a mí qué me importa esa chiquilla?».

—Entonces, este es el trato: dejad libre al Gran Ujah, para que pueda iniciar los trámites de vuestro ascenso; encerrad a Dhiön en la mazmorra que habíais reservado para mí, entregadme a la muchacha muerta y esperad a que regrese con vuestros ocho mil colonos. ¡Auguro que nuestra llegada será el primero de vuestros éxitos! Ah, y os ruego que no olvidéis anillar a esa anguila putrefacta con una gruesa argolla de platino. ¿Aceptáis, pues?

Ábigor no tuvo ni que pensarlo. Estrechó su manaza de zarpas afiladas con la mía y comenzó a dar las órdenes oportunas. La primera tuvo que ver con Dhiön y su collar de platino. Sus hombres trabajaron rápido, con manos expertas. Libraron al Gran Ujah del collar y lo soldaron al grueso cuello de mi enemigo. La verdad, nunca olvidaré la expresión de Dhiön cuando volvió en sí de su sueño de quietud y encontró sus poderes superiores reducidos a la nada. Pataleó bastante, pero fingí no verlo. La desesperación ajena es un espectáculo gratificante. Además, tenía una promesa que cumplir y yo siempre soy fiel a mi palabra.

Le pedí al liberado Ujah que me concediera el honor de escoltarle hasta la salida, dejé a Ábigor enfrascado en el furor de varios preparativos y me marché, veloz, a buscar a los nuevos colonos que le había prometido para poblar su nueva ciudad en el Tercer Sello infernal.

¿Piensas que fue un farol, que no sabía de lo que hablaba cuando le prometí a Ábigor regresar en la compañía de ocho mil muertos andantes?

Ay, lector. ¡Con todo lo que hemos compartido y aún osas subestimarme!

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