Crypta

Crypta


V. Crypta » Capítulo 10

Página 38 de 58

10

Aunque antes de cumplir la promesa que le había hecho a Ábigor, había otro asunto que deseaba enmendar. Sobre todo ahora que las cosas comenzaban a serme favorables.

Después de dejar al Gran Ujah, muy agradecido, a las puertas de su alcázar imperial, abrevié la despedida para llegar lo antes posible a la siguiente parada de la última fase de mi viaje.

Kul refunfuñaba, pero en el fondo creo que nunca se lo había pasado mejor.

Estábamos en Barcelona con las primeras luces del día. Las calles comenzaban a llenarse de gente apresurada. El arquitecto Gerhardus aún no había llegado a su oficina. Entré en el edificio por los tubos de la ventilación y le esperé en su despacho, ocupando una silla idéntica a la que yo mismo había lanzado por la ventana la última vez que estuve allí. Kul entretuvo su hambre devorando varias cajas llenas de facturas que le sentaron bastante mal. Nuestro hombre se presentó cerca de las nueve. Al verme se llevó una gran sorpresa, pero en nada comparable a la mía cuando observé las bolsas y las arrugas que comenzaban a dibujarse alrededor de sus ojos. Su proceso de envejecimiento resultaba, pasados unos pocos días desde que nos despedimos, evidente.

—Vengo a proponerte un negocio que te conviene aceptar —le anuncié, directo al grano.

Me observó con desconfianza. También miró a Kul, que dormía sobre el archivador con las manos sobre la abultada barriga. Iba a decir algo desagradable (lo más seguro una negativa), pero preferí adelantarme:

—Estás envejeciendo, amigo. Si sigues así, en poco más de un año nadie va a reconocerte. No digamos dentro de diez, o veinte. Dime, ¿estás preparado para despedirte por fin de este mundo que tan bien te ha tratado?

—¿Acaso tengo alternativa, Eblus? —preguntó, con un tono de voz cortante como una cuchilla y demasiado alto para ser considerado parte de una conversación amistosa.

—Sí, por fortuna —contesté, jovial (y me di cuenta de que aquella respuesta no le agradaba en absoluto, aunque continuó escuchándome)—, y de eso, precisamente, he venido a hablarte. Está bien, reconozco que la última vez fui desleal contigo. Debí advertirte de que mis capacidades ya no eran las de antes. Digamos que ciertos acontecimientos últimos me tenían completamente enajenado. Ahora todo ha vuelto a su lugar. El que tienes frente a ti vuelve a gozar del ánimo de siempre y con tu ayuda será el mismo en todo lo demás. Muy pronto, Gerhardus, viejo amigo, te devolveré la juventud que con tanta prisa te abandona. Volverás a ser el apuesto joven de los últimos setecientos sesenta años. No me digas que no te seduce la idea…

—Sabes perfectamente que sí —gruñó él, antes de añadir—: Aunque ya no me fío de tus promesas.

—No hace falta que lo hagas. Ese que ahí duerme, ahíto, tras darse el atracón, es mi ayudante. El Cónclave me lo asignó para que lleváramos a cabo una misión de enorme trascendencia. Por suerte, estoy a punto de finalizar ese encargo con éxito, y en apenas unas horas llegará el momento de rendir cuentas ante los Altos Señores. En ese momento, si Los Seis valoran mi trabajo del modo en que creo que lo harán, me serán devueltos los honores que nunca debí perder, y con ellos también los dones que me adornaban. Si tienes dudas acerca de cuanto te digo, puedes preguntarle a él y verás que su historia y la mía coinciden en lo esencial, a pesar de que proceden de seres tan distintos como un apestoso volátil y…

—¿Piensas decirme de una vez qué es lo que quieres, Eblus? —me interrumpió.

Fingí que no me importaba su rudeza y proseguí con mis explicaciones.

—Ya te he dicho que, a falta de un solo trámite, la misión que me fue encomendada está a punto de acabar con éxito. Tengo motivos para creer que Los Seis valorarán muy positivamente cuanto he hecho para que así sea, pero —hice una pausa teatral, le dejé que se diera cuenta de la importancia de la petición que iba a formularle—, si además de ofrecerles este resultado pudiera aportar algún otro mérito, tal vez en relación con mi encomienda anterior, entonces nadie podría negarme el regreso que tanto ansío.

Gerhardus entrecerraba los ojos y parecía ponderar lo que le estaba diciendo.

—Resumiendo: necesitas que vuelva a poner en marcha la tuneladora —murmuró.

—¡Exacto! —exclamé, satisfecho de que no me hiciera perder el tiempo—. Si de una vez caen las ocho torres modernistas de la Sagrada Familia, los Seres Superiores tendrán que rendirse a la evidencia. Nunca ha habido un demonio capaz de resolver de este modo dos misiones de tanta importancia. Después de algo así, tendrán que devolverme el sitial que nunca debí perder. Ardo en deseos de volver a contemplar mi nombre esculpido en piedra. La única condición es que todo esto debe ser rápido, porque en menos de veinticuatro horas debo estar junto con ocho mil colegas muy especiales de vuelta en el…

Callé antes de hablar demasiado. No es bueno proporcionar demasiada información a los humanos, nunca se sabe qué pueden hacer con ella. Añadí:

—En resumen, que el tiempo apremia. ¿Cuento contigo o me busco a otro?

—¿Has dicho veinticuatro horas? —preguntó.

—Como mucho.

—Pensaba que querías asistir al espectáculo que había preparado para ti.

—Nada me haría más feliz —dije, siendo absolutamente sincero—, pero por desgracia el ritmo de los acontecimientos no lo marco yo. Hay cosas que si no ocurren cuando te digo, ya no ocurrirán jamás.

—¿Prometes devolverme la inmortalidad en cuanto recuperes tu condición?

—¡Te doy mi palabra! Te dejaría en prenda a mi ayudante, si no me fuera tan necesario como medio de transporte.

Echó una mirada despectiva a Kul, que roncaba ajeno a nuestra conversación.

—¿A ese? —preguntó—. No, gracias. En cambio, hay ciertos beneficios que no me desagradaría conseguir.

—Si están en mi mano, cuenta con ello —me ofrecí, todo amabilidad.

—Por supuesto, es lo que hago. Porque si no te comprometes, no hay trato.

—Aún no me has dicho si puedes tú conseguir lo que te pido en el tiempo necesario.

—¿Veinticuatro horas? ¡En ese tiempo derrumbo media docena de templos!

—Bien. ¿Qué es lo que deseas?

Por un momento temí que fuera algo realmente complicado, de esas cosas que requieren largas conversaciones y acuerdos interminables. Temí que hubiera sido una mala idea volar hasta allí solo en busca de la jugada perfecta, del golpe de efecto que me devolvería para siempre mi lugar entre los Altos Señores. Pero entonces Gerhardus dijo:

—Un rascacielos. O mejor, unos cuantos.

—¿Cómo?

—Quiero construir rascacielos. Volver a ser famoso. Estoy cansado de firmar documentos oficiales y supervisar obras que no me importan lo más mínimo. Yo quiero volver a lo mío: las alturas. Las catedrales de esta época se llaman Petronas, Burj Dubai, Taipei 101, Willis o Pentominium y son grandes edificios que dejan a todos mudos del vértigo. No hay ciudad que no quiera el suyo, la gente está enloquecida, compiten por ver quién levanta el más alto. Yo también quiero construir moles de hormigón y acero. Y tú me ayudarás a lograrlo.

—¿Quieres que las ciudades de todo el mundo se peleen por que les construyas un rascacielos?

Asintió, con los ojos brillantes de emoción.

—Muy bien —dije—, así será, entonces. Después de que tú cumplas tu parte, por supuesto.

—Mmmm —dudó—. ¿Podemos redactar un contrato que recoja estos compromisos? —quiso saber.

—Podemos, pero mucho me temo que en estos momentos mi firma no vale nada. Tendrás que fiarte de mí.

Gerhardus valoró la oferta. Podía envejecer sin ninguna esperanza o hacerlo con la ilusión de que yo regresaría a librarle de las marcas del paso del tiempo. Fue inteligente y eligió lo segundo.

—Está bien. Pondré en marcha la tuneladora hoy mismo. Es una lástima que te lo pierdas.

Le di la razón. A mí también me entristecía no asistir a lo que con tanta ansiedad había deseado. Pero importantes compromisos me reclamaban y debía alejarme de allí sin perder ni un segundo. Mientras despertaba a Kul aporreándolo con una de mis botas, le concedí a Gerhardus una razón más para la esperanza:

—Tengo ciertos negocios con esa vecina tuya, Sandra Algo, la agente literaria. Cuando la conocí, hace unos días, me sugirió la posibilidad de que escribiera mis memorias. En aquel momento le di largas sin siquiera pensarlo, pero debo decirte que ha empezado a interesarme la idea de convertirme en escritor. ¿Qué te parece? ¿Crees que soy lo bastante embustero?

Gerhardus me fulminó con la mirada. Luego descolgó el teléfono y habló con alguien que ocupaba un alto cargo en el gobierno. Aproveché este momento para retirarme. Agarré a Kul por los pliegues del cogote (como comenzaba a ser costumbre entre nosotros) y le ordené que me llevara sin perder más tiempo hasta Sicilia. Protestó un poco, pero comencé a arrearle de nuevo con la bota, hasta que se calló y me hizo caso. El arquitecto tapó un momento el auricular del teléfono con la mano para desearme buen viaje y añadió:

—No te pierdas las noticias de hoy. Igual dicen algo de tu interés.

Ir a la siguiente página

Report Page