Crypta

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VII. Mi amor es una rosa negra » Capítulo 1

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Pocas criaturas he conocido a lo largo de mi existencia que pusieran el suficiente cuidado en los finales. Con lo importante que resulta despedirse del modo adecuado, habiendo resuelto todas las dudas y cumplido las principales expectativas pero dejando siempre al otro oportunamente insatisfecho. Ah, ese gran secreto: bienaventurado el narrador que sabe retirarse antes de cansar con sus historias. Y bendita sea la curiosidad del lector, que le empuja a pasar una página tras otra.

Si has llegado hasta aquí, bendito curioso, mereces ser tratado con el máximo respeto. Prometo esmerarme en el final para no merecer tu enojo ni tu desprecio.

Mi llegada al Infierno con los ocho mil colonos huesudos fue vivida como un gran acontecimiento. Al paso de tan particular romería, fuimos aclamados desde la Antesala de los Trámites hasta la Esfera del Trono, mientras los Siete Sellos se abrían para nosotros y sus centinelas se inclinaban con solemnes reverencias. Al frente de todos iba Dantalián, majestuoso, todavía vestido con sus jirones de santo eremita. Levantaba con orgullo la quijada, y si no sonreía satisfecho era porque hacía mucho tiempo que no tenía los músculos necesarios para hacerlo.

Junto a él iba yo, exultante de gozo, volviendo la vista atrás a cada rato para asegurarme de que no se nos despistaba ningún peregrino (los muertos andantes son muy propensos a embobarse con cualquier cosa) y vigilando también a Kul, a quien había encomendado el cuidado de los bebés. Para mi sorpresa, estuvo encantado con su nueva responsabilidad, y la desempeñó con una paciencia impensable en un batracio. Creo que fue allí donde descubrió su verdadera vocación.

Más allá de la Tercera Puerta, el mismo Ábigor, ataviado como un sultán, nos estaba esperando. Estrechó mis manos, agradecido, cuando contempló la larga hilera de recién llegados, y se apresuró a saludar a Dantalián como se merecía, pues sus asesores le habían proporcionado oportunos detalles sobre su figura y su trayectoria intachables.

—Es un inmenso honor para mí contarle entre nuestros colonos, gran Danta…

Mi viejo amigo levantó los huesos de la mano derecha y le detuvo en seco. Ábigor calló en el acto y me miró con ojos perplejos.

—No desea ser recordado por su antiguo nombre —expliqué—. Es mejor que le llaméis Silvestro de Gubbio, a secas.

—¿Silvestro de Gubbio Asecas? ¿Qué nombre es ese? —preguntó Ábigor, demostrando su desconocimiento, parejo a su asombro.

—Silvestro de Gubbio fue su nombre mortal —expliqué con prudencia—, si bien su mayor popularidad le llegó después de muerto.

—¡Bien, bien, bien! —concluyó Ábigor, deseoso de pasar a otra cosa—, ¡le dedicaremos una plaza! Y ahora, estimado Eblus, diles que tomen asiento en las gradas, voy a comenzar con la ceremonia de fundación de la nueva ciudad subterránea. Ya he decidido el nombre. A ver qué te parece: ¡Abigorland!

—Muy original —dije, para no entrar en polémica (cuando alguien está enteramente convencido de que una ocurrencia absurda es una estupenda idea, no sirve de nada demostrarle lo contrario).

Lo único que deseaba Ábigor en aquel momento era fundar su colonia tras el Tercer Sello. Había convocado a todos los peregrinos muertos a un acto solemne y tenía preparado para ellos uno de sus discursos de seis horas de duración (eran famosos en todo el Infierno, nadie se perdía su retransmisión en directo por el circuito interno de televisión). El espectáculo incluiría un par de decapitaciones, un número de danzas macabras y una demostración de brutalidad bélica por parte de las legiones setenta y cinco a noventa. Y yo, por supuesto, no deseaba en absoluto retrasar sus planes, porque tenía los míos propios.

—Lo lamento muchísimo, gran Ábigor, pero no me va a ser posible acompañaros en este magno acontecimiento. Me esperan en el Cónclave, como vos sabéis, para que rinda cuentas de mi misión en esta vuestra casa.

Ábigor asintió, nervioso. Solo quería que le dejara en paz de una vez. Pero aún había un par de cosas que yo necesitaba aclarar.

—¿Me entregáis a Rebeca, la protegida de la babosa acuática que con tanto acierto habéis arrestado, señor?

Dio la orden a uno de sus lacayos, quien marchó a toda prisa a buscar el pago de mis servicios adicionales (recuerda, inmarchitable lector, que ofrecí a Ábigor una permuta: tres mil muertos palermitanos a cambio de la hermana de Natalia), mientras yo continuaba con los recordatorios.

—Supongo, gran Ábigor, que tendréis a buen recaudo a mi estimado Dhiön, ¿verdad? Ardo en deseos de saber qué destino habéis escogido para él en tanto yo no regrese a hacerle una visita. Estoy seguro, además, de que también el Cónclave deseará saberlo.

—Claro, claro, es lógico. Decid a los Altos Señores que el traidor está a buen recaudo. Después de reforzar las soldaduras del collar de platino, le mandé encadenar a las estalactitas del lugar que aquí denominamos «la Cueva del Castigo». Es una gruta oscura y profunda reservada para llorones y chivatos, que últimamente apenas se usaba. Vuestro enemigo está suspendido cabeza abajo y doce bueyes le azotan día y noche. Si deseáis verle, uno de mis centinelas puede conduciros hasta…

—Nada me produciría un placer mayor, creedme —repuse—, pero no debo hacer esperar a los Altos Señores.

—Claro, claro, lo comprendo perfectamente —dijo Ábigor, inquieto por librarse de mí de una vez y comenzar con su ceremonia.

Me despedí de Dantalián con la promesa de regresar a visitarle y mi deseo de que se aclimatara pronto a su nueva muerte infernal.

—Siempre es un placer ayudarte. No pierdas más tiempo con este bobo y recupera el lugar que te pertenece —fue su sabia respuesta—. Ah —añadió—, y cuando vuelvas, por favor, tráeme alguno de esos libros impresos de los que hablas. Necesito algo que leer.

Prometí complacerle, como siempre había hecho.

Como observé que Kul se había quedado algo mustio después de despedirse de los bebés, le asigné el cuidado de Rebeca. Ella, como suele ocurrir en estos casos, caminaba con la mirada extraviada y como si no encontrara su rumbo. Le vino bien disponer del guía experimentado y entusiasta que era mi amigo el volátil. Al grígor nos lo llevamos también, pero solo porque Rebeca se había encariñado de él y no nos molestaba demasiado. Después de todo, yo estaba convencido de que antes o después terminaría hecho picadillo entre las fauces de mi ayudante.

Y en esta compañía tan variada, abandoné las entrañas de la Tierra, dejando las cosas mucho más en su lugar a como estaban la primera vez que me aventuré por sus caminos y, por supuesto, con el convencimiento de que no tardaría en regresar, una vez arreglados ciertos asuntillos personales, solo por el placer de abrazar amigos y azotar enemigos.

Ya se sabe, lector, lo que ocurre con los planes: el diablo los hace y la vida los diluye. Ni yo mismo podía en ese momento sospechar lo poco que tardaría en volver a pisar el Infierno. Mas no nos compliquemos, que aún hay muchas cosas que deseas saber, y esto no forma parte de esta historia.

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