Crypta

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III. El viaje » Capítulo 2

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—La verdad, amada Natalia, es que una biografía que dura cuatro mil setecientos diez años es una verdadera lata. Harían falta tomos y tomos para desmenuzar mis andanzas en la Tierra y de todos modos quedarían cosas interesantes en el tintero. Tal vez valga más la pena detenerse en lo más importante, en los grandes trazos, que, sin duda, te ayudarán a comprender mejor cuanto quiero decirte. Por ejemplo: debes saber que el mundo es nuestro, de los Oscuros. Los otros jamás existieron. No, no me mires de este modo. Todo es un cuento, una fantasía que inventaron los mortales, siempre tan presuntuosos. Y tan vulnerables. La vida es nuestra, al igual que la muerte y el universo y cuanto existió y existirá. Nosotros creamos de la nada a todas las criaturas del mundo. Nada de propósitos sublimes: lo hicimos por aburrimiento, por procurarnos la diversión de inventar seres que compitieran entre ellos, o que se aparearan con frenesí (el sexo es un espectáculo tan estimulante como la violencia). Nunca hubo un solo ser creador. ¡Qué ocurrencias! ¿Cómo va a ser semejante variedad producto de una sola imaginación? ¿Acaso no hay en el mundo huellas de la fabulosa competición que lo generó? ¡Claro que sí, por todas partes!

»Es cierto: las criaturas que habitan los elementos fueron creadas por incontables genios oscuros, sin orden ni concierto, a lo largo de los milenios. Del mismo modo, mis predecesores destruyeron otras porque estaban cansados de verlas. Algunos casos han sido muy sonados. Se dice que fue el gran Belfegor quien se cargó los dinosaurios de una colosal pedrada. ¿La razón? Se meaban en sus plantas. Creo que no tuvo mucha paciencia con ellos. Estas cosas siguen ocurriendo todos los días. Cuando el Gran Señor de lo Oscuro se cansa de una especie, la elimina sin darle explicaciones a nadie. A veces hace y deshace solo por distraerse, porque la inmortalidad es una lacra. Quienes se sientan en el trono del Poder Absoluto no suelen aguantar más de treinta mil años. Alguno, como Satanás, apenas ha durado una docena de milenios —es curioso que sea de los más famosos, cuando también fue de los más fatuos—, si bien la mayoría aguanta por lo menos veinte. Claro que también está el caso contrario. La leyenda dice que uno de los primeros Grandes Señores de la Oscuridad, Olm, ostentó el poder durante 240.000 años sin perder el ánimo más que en los últimos mil. No es de extrañar, con tales virtudes, que haya hecho historia.

»Seguro que te estás preguntando cuántos seres forman este mundo de diablos del que te estoy hablando. Debes saber que ha habido muchos intentos de censarlos. Los seres humanos están obsesionados con la demografía. En el siglo II de la era actual, un tal Máximo de Tiro dijo que los demonios éramos treinta mil. Se quedó corto, por supuesto. En el otro extremo estuvo cierto clérigo del siglo XIII, quien, queriendo ser más listo que nadie, dijo que había en el universo tantos demonios como granos de arena en el mar. ¡Qué barbaridad! ¡Este hombre no sabía contar! Dos siglos más tarde, Johan Wier dijo que éramos unos siete millones y medio, y en la Edad Media, Isidoro de Sevilla y Tomás de Aquino hicieron sus propios cálculos, según los cuales los demonios somos 66 cohortes agrupadas en 666 compañías de 6.666 diablos cada una, lo cual arroja un total de 293.010.696 demonios. La verdad, yo en mi vida vi tantos, ni siquiera en el desierto en el que nací, donde los genios —mayores y menores— abundan. Aunque no podemos hacer caso de eso, porque los genios y los diablos somos hábiles en el arte del camuflaje y el escondrijo, de modo que no vernos no significa que no existamos. De todos ellos, me quedo con las palabras del pobre abad de Schontal, de nombre Richalmus, quien afirmó que “los demonios están en todas partes, pues rodean a cada uno de nosotros como una bóveda espesa”. Como dijo algún experto: si desde el cielo lanzaras una aguja, antes de llegar a la Tierra habría ensartado a varias docenas de demonios. Aunque algunos, como mi buen amigo Balducci, del que ya te he hablado antes, se han empeñado en defender que solo existen cuatro millones, tal vez para tranquilizar los ánimos más asustadizos.

»O puede que Balducci se estuviera refiriendo solo a los realmente poderosos. Porque, por supuesto, entre esas miríadas de diablos que pueblan la Tierra los hay de todo tipo. Desde los más humildes djinns del desierto hasta el Gran Señor de lo Oscuro, un puesto que ocupa en estos momentos el Gran Ujah. Antes que él, hubo muchos candidatos posibles. Mi favorito siempre fue Dantalián, Duque de los Infiernos, de quien fui alumno aventajado hace ya algún tiempo. De él, por cierto, aprendí gran parte de lo que sé, desde amar a los libros a tratar con seres humanos. Era un ser refinado, docto y cruel, cuya pérdida me dolió más que ninguna otra. Por desgracia, Dantalián se cansó de su vida inmortal y decidió convertirse a la mortalidad. Consiguió, por los méritos aportados como demonio, una vida realmente longeva, y murió unos mil años después, como humano, en un monasterio de la ciudad italiana de Palermo. Yo mismo procuré que su entierro fuera digno y original, como él mismo habría querido, y me encargué de visitar puntualmente su tumba todas las décadas. Pero no es esta la hora de hablar de mi añorado maestro, a quien, sin duda, habré de volver a lo largo de esta historia.

»Debes saber, querida Natalia, que yo comencé siendo un miserable djinn. Uno de tantos, porque se cuentan por miríadas. Nací en el desierto, hijo, nieto y bisnieto de espíritus menores, pero dotado de una ambición mucho mayor que mi tamaño y mis posibilidades. Si conseguí prosperar fue solo porque trabajé mucho, aunque también tuve algunos golpes de suerte. Conocí gente importante que me catapultó hacia lo más alto. Aprendí de grandes maestros. Fui curioso y tenaz. De miserable desviador de viajeros extraviados, me convertí en buscador de amuletos, duende del bosque y espíritu doméstico. Regí un día del calendario, el insípido 10 de mayo, en que procuré que todo lo malo tuviera lugar (a veces tuve algo de éxito). En el año 0, conocí a tres hombres sabios muy graciosos, a quienes reporté gran fortuna (sin saberlo) extraviándolos por un terreno que les era desconocido. Ellos me lo pagaron con creces, aunque no inmediatamente. Aquello fue el principio de mi buena racha, durante la cual también habría de conocer a Dantalián cuando él era un amo generoso y culto y yo un alumno con muchas ganas de aprender. Me trató como a un hijo, y cuando me dejó para marcharse para siempre, me buscó un alto cargo en el Infierno, donde comandé ochenta legiones de mil espíritus cada una. Agotador para un ser libre como yo, que no vale para el trabajo en equipo. A pesar de todo, supe sacar provecho de todo ello, y de allí conseguí optar a un cargo de confianza del Cónclave. Fueron cuatrocientos años muy ajetreados donde hice un poco de todo, conocí a espíritus muy interesantes y esmeré mi formación. Hasta que a comienzos del segundo milenio el Cónclave confió en mí para una misión de importancia. Fue el inicio de mi vida como Ser Superior. Me otorgaron poderes con los que alguien de mi condición no podía ni soñar, y que superaban en mucho a los que había conocido hasta aquel momento. Me distinguieron con un trabajo de enorme responsabilidad, que además saciaba mi sed de conocimiento y guardaba relación con mis aficiones: durante cinco siglos, ni más ni menos, fui el encargado de impedir la construcción de iglesias y catedrales en la mitad septentrional del mundo. Lideraba un equipo que más bien parecía un ejército, me movía a mi antojo de un lugar a otro gracias a mis enormes poderes, poseía a todos los hombres y mujeres que se me antojaban, sin límite y sin rendir cuentas a nadie, puesto que estaba autorizado para ello por el órgano superior. No hace falta que te diga, supongo, que fue una buena temporada. Me hice muy popular entre las hordas diabólicas (y no solo entre los que trabajaban para mí) por ser un superior magnánimo con los más pequeños (por supuesto, ninguno de ellos sospechaba que yo había nacido djinn, y si lo sabían, no estaban autorizados a decirlo, bajo pena de muerte). Desempeñé mi labor con entusiasmo y conseguí unos resultados que superaban todas las expectativas que el Cónclave había depositado en mí. Eso me hizo merecedor del más alto mérito que se puede otorgar a un demonio: fui elegido miembro numerario del más alto órgano oscuro. La ceremonia solemne fue oficiada por el Gran Ura. Mientras los onits picapedreros grababan mi nombre en la piedra de mi sitial, como manda la tradición, yo repasaba las veces que había soñado con este momento, y me repetía a mí mismo lo que todos sabían: el Gran Señor de lo Oscuro, también llamado Señor Absoluto del Mal, se elige de entre los miembros del Cónclave. De modo que estaba a solo un paso de ostentar el mayor rango —y en consecuencia el mayor poder— que puede otorgarse a un demonio. Y todo ello sin olvidar que nací genio del desierto y que era el primer miembro del Cónclave que llegaba a un sitial superior proveniente de tan bajo origen.

»No quiero aburrirte, niña mía. Solo te diré que el Cónclave está formado por seis diablos. El mismo día que me acomodé en mi nuevo sitial por primera vez, bajo las cinco letras de mi nombre recién talladas, eché un vistazo a la competencia. De los seis, había dos que superaban los ochenta mil años. Tal vez habían sido ambiciosos en otro tiempo, pero en este momento de sus vidas estaban tan aburridos de los vaivenes de la eternidad que ya nada querían oír hablar de ocupar el trono del Poder Absoluto. Entre los otros cuatro, de edades comprendidas entre las tres mil y las catorce mil primaveras, había más de un burócrata acomodaticio, ese tipo de demonio que ha conseguido un buen estatus y que se siente muy cómodo en él, sin necesidad de buscarse más quebraderos de cabeza. El único que podía hacerme sombra era un ambicioso espíritu joven —debía de rondar, como yo, los cuatro mil años—, antiguo genio de las lagunas, con tanto orgullo como pocos escrúpulos. Se llamaba Dhiön. Desde que le vi por primera vez supe que me detestaba. Puedo comprender sus motivos: antes de que yo me incorporara al Cónclave, que él llegara a ocupar el trono de Gran Señor de la Oscuridad dependía solo de lo largo que fuera el reinado de nuestro Gran Ujah. Dhiön era de familia noble. Sus antepasados habían formado parte del Cónclave desde la creación del universo. Tenía motivos para ser muy orgulloso, y la certeza de que su camino hasta lo más alto estaba asegurado. Mi presencia no solo le robaba esa seguridad, también le obligaba a competir conmigo por el puesto, a abandonar su vida cómoda y a hacer méritos por lograr algo que él sentía como propio. Y, por si fuera poco, su enemigo era un despreciable espíritu del desierto, un recién llegado a la Superioridad desde las alcantarillas del mundo, un molesto insecto a quien en otro tiempo habría podido eliminar de un manotazo.

»Solo que el insecto era más molesto de lo que Dhiön esperaba. Y él, debo decirlo, mucho más venenoso de lo que imaginaba yo.

Natalia suspiró y miró pensativa hacia la ventana. Parecía cansada. Y eso que aún me quedaba por contarle lo más importante. La última parte de mi vida, en la que ella desempeñaba un papel fundamental.

—No entiendo qué hago aquí —dijo— ni por qué me cuentas todo esto.

—Enseguida lo sabrás, querida mía. Ya estoy llegando a esa parte. ¿Quieres otro refresco?

Asintió. Me levanté para servírselo personalmente. No tengo mucha práctica, debo reconocerlo, pero con ella me apetecía hacer una excepción. Acababa de echar el hielo en los vasos cuando escuché un golpe seco contra la ventana.

Me volví a toda prisa y descubrí sobre el alféizar de piedra a uno de esos torpes espíritus mensajeros que rara vez cumplen con su trabajo sin meter la pata. Son tan poco espabilados que si algunos órganos oficiales —entre ellos el Cónclave de lo Oscuro— no les hubieran ofrecido un trabajo vitalicio, sin duda, haría tiempo que se habrían extinguido. Me acerqué a la ventana, que no tenía puertas ni goznes, de modo que el cristal nos separaba como lo habría hecho un muro de piedra.

El mensajero era uno de esos diablillos de las alturas, gordos y de piel de reptil. Tenía unas fauces desproporcionadas entre las que asomaban un par de colmillos ridículos, como de tiburón aéreo. Su cola, casi inexistente, remataba dos nalgas deformes que recordaban a las de una Venus obesa. Me fijé en que sus orejas puntiagudas estaban mordisqueadas, que su cuerpo presentaba una discontinua decoración de cicatrices y marcas y que le faltaba un pedazo de oreja y uno de los ocho dedos de su pie derecho. «Las típicas cicatrices de alguien que alguna vez entró en combate», me dije, justo en el mismo momento en que el diablillo tomaba nuevo impulso para lanzarse otra vez contra el cristal.

Esta vez, el golpetazo fue monumental. Por un momento, su cuerpo quedó aplastado contra la protección de la ventana, en una posición bastante indigna, por cierto. Lo bueno de estas criaturas lamentables es que no saben nada de dignidad (ni propia ni ajena), de modo que el diablillo obstinado se apartó del cristal, se frotó las partes magulladas con su torpe zarpa de uñas sucias y se dispuso a tomar de nuevo carrerilla.

El espectáculo era de mi agrado, pero no llegaba en un buen momento. No me gusta nada que me interrumpan. Menos aún cuando estoy con Natalia. Procuré disimular mi fastidio (no me convenía), levanté la mano y le mostré al bicho la palma.

—Es un cristal especial —dije—. Romperás antes tus huesos que mi ventana.

Se posó torpemente en el alféizar y me miró, desconcertado. Tenía los ojos grises y vidriosos. La impaciencia le hacía babear. La protección que me separaba de él no me impidió percibir su fuerte olor a azufre. Creo que no era muy aficionado a bañarse.

—¿Eres Eblus? —preguntó, mirando hacia mí.

Eblus. Resultaba algo repugnante mi nombre en la boca de criatura tan prescindible. Me irritó el tuteo. Y más viniendo de alguien que poco tiempo atrás obedecía mis órdenes y tenía prohibido mirarme a los ojos. Sentí tentaciones de salir y rajarle la garganta. Miré a Natalia. Continuaba ingiriendo anacardos, ajena a cuanto ocurría en la ventana. Según parecía, el genio feo no le interesaba lo más mínimo. O puede que no resultara visible para ella. Siempre me hago un lío con las capacidades de los humanos.

—Yo soy —contesté—. ¿Por qué me buscas?

—Traigo para ti un mensaje de parte del Cónclave de lo Oscuro.

—¿Te envía el Cónclave?

El genio de las alturas cabeceó de arriba abajo. Al hacerlo, varios goterones de baba salieron de sus fauces. Alguno salpicó el cristal. Me alegré de no haber previsto un sistema para abrir las ventanas.

—¿Cuál es el mensaje? —pregunté.

—Me mandan a buscarte.

—¿Desean los Señores de la Oscuridad que me presente ante el Cónclave?

«Menuda novedad —pensé—, ¿ahora invitan a desterrados a sus reuniones?».

—Así es —dijo el lamentable.

—¿Cuándo es la cita?

—Ahora mismo. Te están esperando.

Suspiré. Volví a mirar a mi preciosa niña. Al parecer, mi discurso autobiográfico había abierto su apetito. O adoraba los anacardos.

—¿Puedo antes terminar de resolver un asunto importante? —pregunté.

Fue un error. Jamás un Ser Superior —o que lo ha sido alguna vez— debe darle a un mequetrefe la oportunidad de negarle algo. Los inferiores sienten placer viendo cómo los poderosos se arrastran a sus pies, debí preverlo.

El diablillo meneó su tez de buey a un lado y al otro con mucha energía —esta vez la lluvia de babas fue aún más asquerosa— y sus nauseabundos labios de lagarto se combaron un poco, formando algo parecido a una sonrisa, de la que salieron como reptando estas palabras:

—De ningún modo, gran Eblus. Los Señores de lo Oscuro desean verte sin demora.

No se me escapó el sarcasmo que utilizó aquella basura para referirse a mí y allí mismo me prometí darle su merecido cuando mis circunstancias volvieran a permitírmelo.

Por ahora, no me quedaba otro remedio que acatar sus órdenes —que eran las del Cónclave y contra eso nada tenía que decir— sin rechistar.

Me acerqué a Natalia y le susurré al oído:

—Espérame aquí. No tardaré más de lo necesario.

Llamé a mis tres lacayos —dos de ellos son djinns y el tercero es un ghul carroñero que perdió toda su dentadura en una caída y a quien recogí por caridad— y les di instrucciones precisas:

—Servid a la humana en cuanto os pida, pero no respondáis a sus preguntas.

Saludaron al estilo militar, muy poco coordinados. Ya me iba, cuando creí necesario añadir algo más. Nunca se sabe qué puede ocurrir cuando los seres de la Oscuridad te llaman a su presencia, conviene ser precavido.

—Si en una semana no he regresado —dije—, dadle a Natalia un bebedizo de olvido y llevadla a su casa sin que sufra daño. Ah, y una cosa más.

Me escucharon con atención.

—Plantad rosales en el terreno que hay frente a la casa. Tienen que ser de rosas rojas. Y los quiero a miles, que lo cubran todo, ¿lo habéis entendido? Si no regreso, quiero que le digáis a Natalia que son un regalo para que nunca se olvide de mí.

Mis palabras hicieron aflorar lágrimas a sus ojos turbios, pero fingí no darme cuenta (no soporto los sentimentalismos). Salí en busca del apestoso genio volador y antes de emprender camino le pregunté:

—¿Puedo conocer el nombre de quien me ha dispensado tan oportuna visita?

—Claro —dijo él, alegre—. Me llamo Kul.

Y a continuación emprendió el vuelo y me llevó consigo. Ah, qué sensación. Cómo añoraba volar.

De todos los poderes que perdí junto con mi condición de Ser Superior, sin duda, ver el mundo desde lo alto mientras me desplazo a toda velocidad es el que más añoro.

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