Crypta

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III. El viaje » Capítulo 6

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Aquella madrugada a la que ya le quedaba tan corta vida, mientras aguardaba la llegada de los obreros a su tuneladora y con ellos el inicio de mi fortuna, le conté a Kul una historia que deseaba recordar desde hacía mucho y que mi socio Gerhardus había refrescado en mi memoria. Una historia que venía del pasado para ofrecerme suculentas posibilidades de futuro y surgió a partes iguales de mi talento para el enredo y de un formidable golpe de suerte. Esta fue, más o menos, la narración que entretuvo nuestra espera, mientras echábamos guijarritos a un lago artificial donde el templo se reflejaba, quizá por última vez.

En alguna ocasión he narrado mis humildes inicios como genio del desierto bajo las órdenes de Dalhan, Señor de las Arenas Tórridas, aficionado a devorar viajeros extraviados. No puedo decir que mi comandante y señor fuera un ejemplo de diligencia. Con el tiempo, había perdido el interés por casi todo, con la única excepción de la carne fresca. Pero como ya no tenía ganas de proporcionársela, él mismo nos enviaba, a mis compañeros y a mí (éramos en total mil doscientos), a desviar a los mercaderes de sus rutas o a engañar a quienes se atrevían por primera vez a cruzar por nuestros dominios.

La verdad es que éramos muy eficaces. No había humano que se nos resistiera, ni día en que no compareciéramos ante nuestro superior portando una buena cantidad de presas aún calientes. Tan bien trabajábamos que llegó a correr la voz de que nadie que se adentrara en aquellas arenas lograba salir con vida (lo cual no era un eslogan turístico muy popular, ni un reclamo para nuevos caminantes), y eso nos hacía sentir, a mis 1.199 compañeros y a mí mismo, muy orgullosos. Dalhan nos recompensaba con su mirada de calamar gigante, la demostración inmediata de su apetito, al que solía seguir un eructo monumental y todo su desprecio. De todo ello, lo que más valorábamos era lo último. Cuando cerraba los ojos y se disponía a dormir, nosotros zumbábamos de alegría.

A diferencia de ellos, mis colegas, que aún siguen allí, despistando rebaños de japoneses, yo no tengo aptitudes para el trabajo rutinario. A la tercera vez de hacer lo mismo, siento un sopor tan inaguantable que comienzo a tramar toda clase de cosas. Y el trabajo en el desierto resultaba, después de un tiempo, terriblemente tedioso. Incluso en las épocas de más tránsito de viajeros, había poco margen para la improvisación y para la novedad. Dicho de otro modo: una vez despistado un mercader, despistados todos.

Y eso que yo procuraba innovar en los procedimientos. Inventaba espejismos, levantaba tormentas de arena, les susurraba al oído las más vulgares ideas o les inoculaba un cansancio tan repentino que caían derrotados sobre sus monturas. Era pan comido. En algunas épocas, el número de piezas que nos cobrábamos a diario era tan elevado que ningún carnívoro hubiera sido capaz de consumirlas. Ni siquiera nuestro insaciable jefe. Tuvimos que agudizar el ingenio e inventar los viajeros en conserva, una verdadera delicia que nos mantuvo entretenidos un tiempo.

Lo que voy a contar ocurrió en uno de estos periodos de bonanza y envasado al vacío, en plena temporada alta. Me encontraba en uno de mis parajes favoritos: el monte Vaus, muy cerca de las ruinas de la desaparecida ciudad de Stulla. Daba vueltas sin rumbo, cuando vi aparecer en el horizonte ígneo de las dunas una caravana que más bien parecía un ejército. En ella viajaban camellos, elefantes, pajes, esclavos y mujeres, y todos obedecían a un solo hombre, un barbudo panzón de melenas blancas que llevaba capa y joyas y escrutaba el cielo sin descanso, como si buscara algún tipo de orientación. Por curiosidad, decidí elevarme un poco para gozar de mejores vistas sobre el melenudo y su séquito, que parecían diferentes a todos los que acostumbraban a pasar por allí. Como en estos casos la discreción es muy importante, decidí adoptar la forma de un lucero muy brillante y con algo de estela, tras el que esconderme y observar. En aquellos tiempos, la especie humana poseía una capacidad muy limitada para interpretar los fenómenos (incluidos los atmosféricos), y una estrella dando tumbos por el firmamento llamaba mucho la atención. Fue verme y el panzudo del turbante señaló hacia mí y aporreó a un calvo enjuto que viajaba a su lado (y a pie), para decirle:

—¿Hay alguna profecía para esto?

El calvo enjuto ordenó detenerse a toda la caravana, sacó un pergamino de su faltriquera y achinó los ojos para consultarlo, con irritante calma. Mientras tanto, todos en la comitiva, incluidos los camellos, me miraban con enorme interés y no poca admiración. Y yo, que por aquel entonces no estaba acostumbrado a tanta notoriedad, pensé que lo mejor era subir un poco para que su perplejidad también fuera en aumento.

El caso fue que, al elevarme, reparé en que había otras dos caravanas en los alrededores, y que a las otras dos también les inquietaba mi presencia. La segunda estaba a unas diez millas de distancia (la buena vista es uno de mis atributos más notables), y era tan estrafalaria y numerosa como la anterior, solo que estaba capitaneada por un patriarca de barbas rubias, que vestía ropajes suntuosos y brillantes y daba órdenes a un grupo nutrido de camellos, jirafas, pajes, esclavos y danzarinas (los cito según su orden en la fila). Todos parecían medio adormilados por el calor, pero ello no impidió que una de las mujeres levantara un brazo enjoyado, me señalara con un dedo índice muy derecho y exclamara:

—¡Una señal!

Se armó una buena. El capitán descabalgó, comenzó a abrazar a todos dando muestras de alegría y enseguida puso a su consejero, que no era calvo ni enjuto sino gordo y pelirrojo, a buscar en sus mapas.

Pero hete aquí que aún más lejos, a unas veinticinco millas, se aproximaba una tercera hilera de peregrinos estrafalarios. Esta vez eran de piel negra (todos, menos los camellos y algunos bueyes) y su comandante llevaba un rico turbante bordado en oro y adornado con piedras preciosas. Ahora fue un esclavo de corta edad, apenas un niño, quien me vio primero, y le bastó una sola palabra para desatar una reacción en cadena. Nada más dijo:

—¡Vuela!

No hubo entre ellos muestras de júbilo, sino que todos se pusieron muy serios, se hincaron de bruces en la arena ardiente y comenzaron a rezar como locos. Incluido el jefe (sin quitarse el turbante).

Todo aquello comenzó a divertirme mucho. ¡Por fin ocurría algo diferente en aquel desierto tan poco animado! Y, desde luego, no era cuestión de dejarlo pasar sin sacarle algún provecho. Le conté la situación a mis colegas y les propuse un rato de diversión a costa de los extraños viajeros. Como los genios del desierto no se caracterizan por su fuerte personalidad, todos estuvieron de acuerdo en seguir mi plan. Así que a una orden mía, nos convertimos en una niebla tan espesa que no dejaba ver a un tiro de piedra y que, como era de esperar, sumió a los peregrinos en la contrariedad y el desconcierto.

Se apresuraron a llegar a sus conclusiones:

—Es un milagro —dijo el calvo enjuto, emulando al pelirrojo gordo (del que, sin embargo, nada podían saber aún).

—Es una señal —repitió el pelirrojo gordo.

—Es una trampa del diablo —dijo el niño esclavo.

Decidí mover un poco el lucero para animar la cosa. Me adelanté una pizca, subí, bajé, cambié de trayectoria un par de veces… y ellos me siguieron como gatos atraídos por un reflejo brillante. Les guie a través de aquel puré espeso ante la mirada divertida de los míos, hasta que los tres estuvieron a menos de diez metros unos de otros. Entonces, les pedí a los 1.199 djinns que colaboraban en la travesura que se dispersaran.

El sol volvió a brillar sobre nuestro desierto con su fuerza habitual.

Los tres viajeros estrafalarios, y todos sus pajes, esclavos, mujeres, camellos y demás bestias, se miraron unos a otros de hito en hito, como si cada uno de ellos pensara que los demás eran una aparición o un espejismo.

El primero en descabalgar fue el de cabellera blanca.

—Desde que salí de Arabia hace trece soles recorro las arenas con mis hombres más leales en busca del Rey del Mundo. Mi nombre es Apelio Gálgata Sem Tarsis Melchor, el astrólogo.

El de barbas rubias bajó de su camello, hizo una reverencia al primero y dijo:

—También mi humilde séquito y yo llevamos trece jornadas de camino en busca del Gran Señor de todos nosotros. Provengo de Persia, y respondo por Amerio Malgalat Cam Nubio Gaspar, el adivino.

El de piel negra fue el último, pero su reverencia fue la más elegante. Luego se presentó, siguiendo el ejemplo de los otros dos:

—Me es grato anunciar que persigo vuestro mismo objetivo, nobles señores. Provengo de la India, de donde son también mis acompañantes, y todos me conocen por Damasco Garathim Jafet Gudeo Baltazar, el hechicero.

¿Un astrólogo, un adivino y un hechicero? Sin duda, era lo mejor que nos había pasado desde que yo tenía memoria. Pensé que sería bueno recordar quiénes eran aquellos tres personajes. Como me veía incapaz de aprenderme las ristras de nombres que habían pronunciado, opté por quedarme solo con el último. Melchor, Gaspar y Baltazar. Mucho más fácil.

A continuación, y ante la mirada expectante de mi respetable público, tomé prestado de nuevo el lucero y comencé a avanzar con lentitud, para dar tiempo a los tres sabios y sus cortejos a seguirme. Durante el camino, espié un poco sus conversaciones. Los tres habían estado en Belén de Judea, donde habían sido recibidos en audiencia por el rey Herodes, para quien traían presentes de parte de sus respectivos monarcas, en cuyas cortes trabajaban. Eso lo explicaba todo, por cierto, porque Herodes era uno de los nuestros (de hecho, uno de los mejores), y los tres estrafalarios no le hicieron ni pizca de gracia, de modo que los envió al desierto para que mi jefe se hiciera cargo de ellos. Con lo que no contó, claro, fue con que mi jefe estaba tan ahíto que llevaba tres días durmiendo como un borrego mientras los genios del desierto estábamos tan necesitados de diversión.

De modo que por este cúmulo de coincidencias, sumadas a mi imaginación y mis ganas de fiesta, los tres hombres sabios, que algún día serían conocidos como los tres Reyes Magos, no terminaron en una lata de conservas.

Pero prosigamos con la historia, que ni mucho menos ha terminado.

Cuando, convertido en un lucero volador, volví a ponerme al frente de la numerosa caravana, no tenía ni idea de a dónde nos dirigíamos. Los tres extranjeros habían dicho que estaban buscando al Rey del Mundo, al Gran Señor de todos nosotros. Solo conozco a un Gran Señor, y entonces, como ahora, era el Gran Ujah. Sin embargo, no entraba dentro de mis posibilidades guiar a aquellos tres personajes hasta la morada del Gran Señor de lo Oscuro, ni hacerlo habría sido divertido en absoluto. Mis colegas y yo, me dije, nos merecíamos algo mejor.

Me dirigí hacia Belén de Judea porque era lo que quedaba más cerca. Y una vez allí, directamente a los suburbios, en busca de los más desgraciados de entre los desgraciados. Ellos parecían dispuestos a tragarse cualquier cosa y mis colegas hacían apuestas acerca de a dónde llegaría mi atrevimiento. Al fondo de un callejón enfangado y apestoso distinguí un pesebre. Unos vagabundos con un niño de teta se habían escondido allí para resguardarse del frío. Habían tenido mucha suerte de encontrar animales a los que arrimarse. Un viejo buey y una mula coja siempre dan más calor que un puñado de paja. Ella, la madre, no debía de tener más de quince años y poseía un cuerpo de bailarina oriental (si bien no se comportaba como tal). Él lucía una túnica llena de agujeros y lamparones, llevaba en la mano una vara mohosa y tenía cara de hambre. Me cayeron simpáticos, qué cosas. Allí mismo decidí que el pequeño llorón que habían engendrado sería el Rey del Mundo que buscaban con tanto afán mis tres vistosos emisarios.

Guie a los dóciles colegas hasta el callejón maloliente. No cambiaron su expresión ni un segundo, continuaron serios y concentrados, como si sus babuchas de seda se enfangaran todos los días con la suciedad de arrabales tan asquerosos como aquel. Sus acompañantes, en cambio, lo llevaban mucho peor y no tuvieron reparo en demostrarlo: se tapaban las narices, hacían muecas, dejaban escapar alguna que otra palabrota y se remangaban las ricas telas de sus atuendos para que el barro no las estropeara.

Al llegar al portal, el lucero se detuvo y emitió un destello rutilante, indicando que habían llegado a su destino. Los tres hombres se miraron, comprendiendo. Uno por uno bajaron de sus camellos, mientras tres pajes se afanaban por sujetar sus capas bordadas y engarzadas de joyas para que no rozaran el suelo. En las manos, los tres sostenían cofres con regalos. Nunca supe qué contenían, ni me creí lo que se dijo. Lo único que tengo claro es que a los dos vagabundos y a su hijo les hicieron algún provecho.

Mis compañeros los djinns formaron un semicírculo alrededor del establo para admirar el espectáculo. Desde los tiempos de Eurípides no se recordaba en el mundo tanto interés. Los tres hombres sabios entraron por orden en el pesebre. Primero el de melenas blancas, luego el de barbas rubias y, finalmente, el de piel negra. Con ellos entraron sus pajes. Sus capas eran tan largas y tan lujosas y el suelo estaba tan cubierto de excrementos y barro que hicieron falta veinte pajes por cada una de ellas.

Melchor se postró primero, con gran señorío, y ofreció su regalo al niño, ante la mirada desconcertada de la joven madre. Luego le imitó Gaspar, dejando también a los pies del bebé su cofre cerrado. El último, Baltazar, repitió uno por uno los gestos de sus compañeros. Después, los tres formaron una fila, hombro con hombro, frente a la aterrorizada pareja joven, e inclinaron sus cabezas. Mis compañeros los djinns, llegado a este punto, aplaudían a rabiar, estaban como locos, era lo mejor que habían visto en mucho tiempo. Junto a ellos (pero visibles), una nube de pordioseros se había formado alrededor del pesebre. En el grupo había pastores, vendedores ambulantes y hasta algún que otro centurión romano.

—¿Qué pasa ahí dentro? —preguntó alguien a una de las danzarinas que aguardaban fuera, asqueadas y aburridas.

—Nuestros jefes dicen que en este pesebre ha nacido el Rey del Mundo —contestó.

La voz corrió como la pólvora. Después de todo, no solo los djinns necesitan fantasías para remediar su aburrimiento. Los humanos, de hecho, son terriblemente proclives a inventar cosas increíbles y a tomarlas tan en serio como si les fuera la vida en ello. El caso del niño de Belén fue solo una más, pero de las más logradas. A raíz de eso, aprendí que el éxito de una historia no radica solo en el talento y el oficio de quien la cuenta, sino en la necesidad de creerla que tiene quien la escucha.

En fin. Los tres sabios se retiraron, después de tantos parabienes, y con ellos su comitiva. Como había sido un día agotador para todos, decidieron levantar sus jaimas en mitad de nuestro desierto, y mis compañeros y yo nos preocupamos de que nada se lo impidiera. Permanecieron allí durante siete días con sus noches, en los que aprovecharon para hacer eso que los humanos hacen todo el tiempo: relacionarse entre ellos. ¡Menuda manía! De ese encuentro en el desierto surgieron amistades perdurables, algún enamoramiento y hasta dos o tres bebés, aunque lo más importante fue que los tres sabios, animados por el vino y el té, descubrieron cuántas cosas tenían en común.

Los tres habían tenido poca suerte con las mujeres, por ejemplo. A pesar de tener a todas las concubinas que deseaban, ninguna había logrado realmente conquistar sus corazones, y eso que los tres habían sido padres más de una docena de veces (Melchor dos docenas de veces, pero solo porque era más viejo). Los tres detestaban casi todas las cosas de este mundo y ansiaban vivir solo atentos a lo que ocurría más allá, en las estrellas, en el mundo de lo inmaterial, que se preciaban de conocer muy bien. Y por último, y esta fue la coincidencia definitiva, los tres estaban hasta el turbante de servir a un monarca caprichoso, egoísta y necio que solo veía en ellos un signo de distinción con el que impresionar a las visitas. De modo que tomaron una sabia decisión, como correspondía a tres hombres sabios.

Decidieron irse a vivir juntos.

Para ello, eligieron de común acuerdo el lugar donde habían avistado por primera vez el lucero que guio sus pasos hasta el pesebre de Belén: el monte Vaus, muy cerca de la destruida ciudad de Stulla. Como se llamaban a sí mismos amantes de la austeridad y la vida sencilla, solo mandaron construir allí lo que consideraron imprescindible para la satisfacción de sus necesidades básicas: tres palacios, un templo, una biblioteca, un observatorio astrológico, un anfiteatro con capacidad para diez mil espectadores, un foro de suelos de mármol, cincuenta y seis estatuas —todas de ellos mismos— y un mausoleo de cincuenta metros de alto para el día en que, tristemente, abandonaran su vida de eremitas.

A pesar de que las obras fueron faraónicas, se terminaron en un tiempo récord, en parte porque mis colegas y yo ayudamos mucho (ya he dicho que los tres sabios nos resultaban simpáticos). Eso sí, más de un arquitecto enloqueció al descubrir que de noche las piedras se movían solas y que en solo unas horas y sin saber por qué la obra avanzaba el equivalente a ocho semanas de trabajo de sus hombres. Luego hubo una gran fiesta para celebrar la inauguración del complejo, a la que acudimos muy contentos (y en estado de invisibilidad) a pesar de que no habíamos sido oficialmente invitados.

Pero lo mejor estaba aún por venir. Aquellos tres simpáticos trajeron mucha animación a nuestro mar de arena y lo convirtieron por primera vez en un destino popular, con el que todos soñaban. Sobre todo cuando los sabios comenzaron a vender ciertos elixires de su invención que enfermaban de amor a aquel que los probara en presencia de otro. Las pócimas eran distintas en cada caso y se elaboraban, decían ellos, con ingredientes secretos después de mantener una breve entrevista con cada interesado. Un rebaño de sirvientes de manos hábiles seguía al pie de la letra sus instrucciones en el laboratorio, y muy pronto corrió la voz de que los elixires eran infalibles. Quien los probaba caía rendido de pasión, y no se conocía antídoto (ni nadie lo buscaba). Se decía que la efectividad de los bebedizos tenía que ver con la desgraciada vida amorosa que habían conocido los tres sabios, y la leyenda corrió de tal forma que muy pronto hubo ejércitos de desdichados sentimentales peregrinando hacia nuestro monte, arracimándose como ovejas frente a las puertas amuralladas del complejo y aguardando durante días bajo los elementos solo para conseguir una pócima que remediara su mal. Todos soñaban con el elixir prodigioso.

Hace mucho tiempo que aprendí que los sueños ajenos reportan grandes beneficios si su objeto es algo que tú posees en exclusiva. Y así fue para nosotros. La industria conservera prosperó mucho en aquella época, gracias a los elixires del amor. Dalhan comía tanto y tan a menudo que nos dejaba en paz casi todo el tiempo. Y nosotros, míseros djinns, genios tórridos de las arenas, descubrimos los encantos del ocio y las virtudes del turismo. Y es que poseíamos una de las mayores atracciones del mundo, entonces tan poco civilizado.

De entre todos los visitantes, solo los más gruesos eran desviados y terminaban mezclados con los jugos gástricos de Dalhan. El resto, extenuados y en los huesos, subían las escalinatas de los tres palacios. Se formaban unas colas de impresión, que nosotros frecuentábamos, divirtiéndonos a costa de los que aguardaban, pacíficos, su turno. Les hacíamos cosquillas en las plantas de los pies o extraviábamos la bolsa donde llevaban el poco dinero con el que pensaban pagar la poción y regresar a sus casas.

No hubo ni uno solo de esos miles de peregrinos a quienes Melchor, Gaspar y Baltazar no preguntaran, finalizada la entrevista de rigor, por el niño de Belén. Fue así que tuvieron noticia de sus andanzas desde muy temprano. Supieron que sus progenitores sufrían mucho a causa de su fuerte carácter, que era regañón y no temía entrar en pelea, incluso ante contrincantes que triplicaban su edad y su tamaño (les impresionó mucho no sé qué cosa de unos doctores en un templo); supieron también que era mejor orador que dispuesto para el trabajo (eso les ocurre a muchos líderes), que sentía simpatía por los pequeños y los desfavorecidos (en eso nos parecíamos) y que no mostraba ningún interés por las mujeres a menos que le lavaran los pies con sus largas cabelleras (qué repelús). En cuanto el bebé de Belén alcanzó la edad adulta, de boca de unos y otros supieron los tres sabios de sus exitosos mítines entre los olivos, a los que asistía una audiencia fervorosa que creía en sus proclamas y le seguía con los ojos cerrados. Melchor, Gaspar y Baltazar asentían, orgullosos, mesándose las espesas barbas que escondían sus sonrisas de satisfacción. De algún modo, creo que sentían suyo parte de aquel éxito, que ya había comenzado en la aldea cenagosa donde le adoraron cuando aún a nadie se le ocurría hacerlo. También en eso, pensaban, habían sido preclaros y adivinos. Aunque nunca más volvieron a verle, los tres siguieron la carrera política del niño de Belén con interés y orgullo. Y por eso les dolió tanto cuando lo crucificaron.

Se enteraron durante una audiencia. El emisario lo había visto con sus propios ojos, según afirmó.

—Aunque se dice —añadió para tranquilizar a Melchor, que le escuchaba desolado— que resucitó al tercer día.

Durante mucho tiempo, los tres sabios le dieron vueltas al sentido de esta frase. Consultaron las estrellas, hicieron pócimas, rezaron sus plegarias al Lucero del Alba, inventaron ungüentos, se retiraron a meditar. Aquello de la resurrección les había dejado intrigados como hacía mucho tiempo que no les ocurría. A su avanzada edad (Melchor decía tener ciento dieciséis años, pero creo que se quitaba unos ochenta), había ciertos inevitables asuntos que les perturbaban el sueño. A los tres por igual, porque en eso también estuvieron siempre muy puestos de acuerdo.

¿Cómo lo sé?

Ya he dicho que los tres sabios me resultaban simpáticos. A la vez, el monte donde habían instalado su pequeña ciudad, aunque mucho más poblado que antes, continuaba siendo uno de mis lugares favoritos. Antes de conocerles solía pasar allí mucho tiempo, dedicado a meditar mis sueños de grandeza. Habría sido absurdo que dejara de frecuentar el monte Vaus ahora que lo habitaban tres personajes tan entretenidos.

De modo que pasaba allí todas mis horas libres, observando. Una de las pocas posibilidades que tiene un espíritu menor para dejar de serlo es tomar buena nota de todo, poner a prueba su memoria, planear con detalle la siguiente jugada y reconocer las oportunidades antes de que se presenten. Empleé mucho tiempo por aquella época, en espiar a los sabios. Conocía todas sus costumbres, habría sido capaz de recorrer sus palacios con los ojos cerrados sin hacer caer un solo jarrón ni mover una sola seda, sabía quién roncaba más por la noche o quién tardaba más en hacer sus necesidades, estaba al tanto de sus manías y de sus puntos débiles. Por eso sabía que, entre sus debilidades, la mayor de todas era el miedo a la muerte. Habrían hecho cualquier cosa por evitar algo que no estaba en sus manos y que intuían demasiado cerca.

Los humanos no parecen entender que, de entre todas sus ocupaciones inútiles, la de fingir ignorar la muerte es la más absurda de todas.

De modo que la muerte les atrapó. Fue a comienzos de un invierno. Para celebrar el cambio de estación, se había servido un banquete en el Templo de las Estrellas, al que fueron invitados todos sus servidores y los hijos de estos. Hubo corderos en abundancia y uvas recién cortadas bañadas en dorada miel. Luego, cada uno de ellos, tras despedirse de los otros dos, se retiró a descansar en compañía de doce de sus concubinas. A las pocas horas, Melchor comenzó a sentirse fatal. Las concubinas se alarmaron y, después de algunas vueltas inútiles por los aposentos del pobre hombre, se decidieron a avisar a los otros dos. Nerviosos, Gaspar y Baltazar interrumpieron su descanso para recorrer a paso ligero los atrios de sus palacios, el patio que los unía —tenía forma de estrella—, y se dirigieron hasta la recámara de su colega. Encontraron a Melchor tumbado en el lecho, entre horribles dolores y hermosas damiselas ligeras de ropa (aunque hicieron más caso a los primeros que a las segundas).

Estaba también su fiel consejero, el calvo enjuto, más apergaminado que nunca.

Los dos amigos se acercaron al lecho de Melchor y le miraron a los ojos. En sus pupilas, descubrieron con horror el brillo del Más Allá. Las concubinas no se atrevían ni a respirar. Una abeja que entró en ese momento por la ventana huyó al instante al descubrir un ambiente tan poco acogedor.

Me pareció que era el momento oportuno para intervenir.

Me extralimité, lo sé, y me arriesgué mucho. Aquellos caballeros de alto origen bien podrían haber barrido de un manotazo a un mosquito del desierto, como yo era entonces. Pero procuré demostrarles que solo mi tamaño era insignificante: me comporté como un príncipe. Los buenos modales abren todas las puertas, decía mi humilde madre cuando trataba de domarme.

Me materialicé en el hombro del agonizante Melchor en forma de duende de luz. (Abro un paréntesis, desinformado lector, para explicarte que los duendes de luz son la forma más amable e inofensiva que puede adoptar un diablo. Su nombre proviene del hecho de que desprenden claridad, al igual que las luciérnagas, y suelen ir provistos de un par de diminutas alas cubiertas de pelusilla que les confieren un aspecto encantador. Por alguna razón que nunca ha dejado de indignarme, algunos humanos que siempre andan enredando los han llamado «hadas», un nombre que me parece desafortunado e inexacto, para no entrar en consideraciones de género, que siempre son intrincadas. Añado, antes de terminar, que lo único que me molesta de ese formato es la ternura que despierta en quien se topa con él, y aprovecho para recordar que entre las muchas habilidades de los duendes de luz está la de perforar el tímpano para alojarse en el cerebro humano y sorberlo poco a poco, deleitándose con los repentinos cambios que este festín opera en la personalidad del receptor. Y ahora cierro el paréntesis, amantísimo devorador de ficciones, dejándote más sabio que cuando lo abrí).

Me agradó comprobar que mi aspecto causó en el acto el efecto deseado. Los tres hombres se quedaron maravillados y me miraron con los ojos fijos, mientras las arrugas de su frente se multiplicaban. Parecían haberse quedado sin palabras, de modo que hablé yo (a eso había ido, al cabo):

—Nobles señores, permítanme que me presente —les dije, esforzando mi dicción—: Me llamo Eblus y soy un espíritu de las arenas, vulgarmente llamado djinn. Como les profeso una admiración honda que ya se remonta a varios años atrás, soy de natural entrometido y mi tamaño me permite colarme por los ojos de las cerraduras, hace años que habito mucho más cerca de ustedes de lo que puedan imaginar. Conozco sus escasas debilidades y sus numerosas grandezas, les admiro desde lo más profundo de mi ser diminuto y les pido humilde perdón por mi atrevimiento y mi desvergüenza sin límites.

Hice una pausa teatral. A veces va bien para saber si los demás te están escuchando. Para mi satisfacción, comprobé que sí, porque los tres sabios exclamaron a un tiempo:

—¡Continúa!

De modo que obedecí, complacido ante la impaciencia de mi público:

—No andamos sobrados de tiempo, así que no me andaré con rodeos. He venido a ofrecerme a ustedes, nobles señores, como guardián de su eterno descanso. Si ustedes confían en mí y aceptan depositar sobre mis hombros tan pesada responsabilidad, yo me comprometo desde este instante a velar con denuedo por que su tumba no sufra ningún daño y por que su memoria sea respetada eternamente.

Los tres fruncieron el ceño. Melchor, que era el que más próximo se encontraba del eterno descanso, fue quien primero habló.

—¿Y qué beneficio obtenemos nosotros de eso, djinn?

—Uno muy notable, noble señor. Confío en que no ignora que los salteadores de tumbas abundan en estos parajes. Se conocen muchos casos de cuerpos respetables que han sido horriblemente mutilados por vulgares ladrones en busca de cualquier cosa de valor. Por no hablar de los profanadores de tumbas que encuentran divertido sacar a la luz las momias para utilizarlas como señalizaciones de caminos. El otro día vi una, de un tal Ramsés, en cuya cabeza alguien había colocado un cartel con la leyenda: «Modere la velocidad». ¡Qué desvergüenza la de los tiempos actuales! Se confunde diversión con desfachatez. Tal cosa solo puede augurar la cercanía del Apocalipsis.

Hice una pausa, solo para tranquilizarme. En la euforia del momento, había olvidado que la literatura del Apocalipsis apenas estaba comenzando a gestarse, de modo que aquellos tres ilustres espectadores nada podían saber aún de ella. A pesar de todo, mis palabras les habían impresionado tanto que ni aliento les quedaba para formular preguntas. De modo que seguían escuchándome en silencio. Me dije que jamás hay que desaprovechar un auditorio tan entregado y continué, pisando de puntillas sobre una nueva anticipación:

—Tengan en cuenta además, nobles señores, que hoy por hoy desconocemos lo que pueda pasar en un futuro, qué caprichos raros se pondrán de moda entre los humanos con el correr de los años. Igual les da por traficar con cadáveres célebres, por adorarlos en basílicas o por descuartizarlos antes de repartirlos por el mundo. Y si hacen eso con los cuerpos, no quiero ni imaginar qué serían capaces de hacer con las almas.

No sé si mi explicación convenció a Melchor. Antes de que pudiera comprobarlo, fue Gaspar quien me asaltó con una nueva duda:

—¿A qué nos obligamos nosotros si aceptamos tu trato, joven djinn?

—A nada, en realidad. Para mí es tal honor hacer tratos con ustedes que me pagan con su confianza. Solo les pediré a cambio el privilegio de referirme a ella en público, llegado el caso.

Se miraron, ronronearon un poco, cabecearon a un tiempo. El trato parecía de su agrado.

—¿Cómo se formalizaría el contrato? —inquirió Baltazar.

—Llevo pergamino y tinta. Bastaría una firma de cada uno —les dije, con la mejor de mis sonrisas y el más incandescente de mis fulgores.

Los tres se mesaron las barbas.

—Está bien… Parece razonable… —asintió Gaspar.

—¿Tu vigilancia sería constante? —preguntó Baltazar.

—Por descontado. ¡Y eterna! —dije.

—Pero tendrás otras ocupaciones —observó Gaspar, con acierto—, sin olvidar que también tendrás tus ciclos de sueño o que deberás hacer tus necesidades.

Aleteé delicadamente, procurando diseminar en el aire algo del polvo brillante que desprendían mis alas.

—Por supuesto, nobles caballeros, pero tengo a mi servicio a ciertos subalternos que pueden vigilar en mi ausencia y avisarme si surge un conflicto.

Esta respuesta pareció satisfacerles. Lo cual, por cierto, solo denotaba su desconocimiento más absoluto de las capacidades de un djinn. Y es que, por aquel entonces, a pesar de mis dotes de mando y del liderazgo que ostentaba entre mis iguales, estaba muy lejos de tener subalternos a mi servicio. Un genio del desierto ni siquiera está autorizado a soñar tal cosa.

—Muy bien, Eblus —concluyó Baltazar, y no se me escapó que por primera vez me llamaba por mi nombre y no por mi raza—, prepara el contrato para que podamos firmarlo.

—Un momento —dijo de pronto Melchor, hablando entre resuellos—. Yo quiero añadir algo a ese trato por escrito.

Las concubinas, que se habían relajado y estaban inmersas en una animada conversación sobre filosofía y moda, enmudecieron de pronto y nos miraron muy expectantes.

—Es acerca del futuro —prosiguió Melchor, con su penúltimo aliento—. Bien has dicho, gentil Eblus, que no sabemos qué manías pueden asaltar a la humanidad dentro de mil años. De igual modo, también desconocemos qué avances habrán logrado los hombres dentro de ese tiempo, si es que moverse en alguna dirección forma parte de sus planes. Por no hablar de ti mismo. Salta a la vista, amigo mío, que eres un genio muy ambicioso. Tal vez dentro de un tiempo poseas más poder del que ahora eres capaz de imaginar. He visto a muchos aprendices a lo largo de mi larga existencia y sé reconocer las aptitudes con solo olerlas. Por eso reconozco tu valía, Eblus, y quiero apostar por ella. Siempre que mis colegas estén de acuerdo.

Se volvió a mirar a los otros dos, que se apresuraron a darle la razón como a un patriarca. Melchor continuó, hablando cada vez más despacio. La muerte ganaba terreno.

—Quiero que redactes una cláusula según la cual te comprometas a algo —dijo.

Tragó saliva. Concluyó:

—Si un día tus poderes te lo permiten, quiero que nos devuelvas a la vida.

Arrugué la nariz. Creo que vacilé un momento. No había esperado tan interesante proposición. Estaba claro, además, que el sabio Melchor hacía honor a su oficio de adivino, reconociendo en mí unas capacidades que no existían para nadie.

—De… de acuerdo —asentí.

Los otros dos sonrieron, beatíficos. Baltazar dio un par de palmadas y al instante compareció un escriba. Redactamos la cláusula entre los cuatro, y quedó más o menos así (si la memoria no me falla):

Según el presente contrato, el genio Eblus se compromete a devolver a la vida a Melchor, Gaspar y Baltazar en el supuesto de que algún día posea la capacidad para hacerlo.

Lo firmamos con sangre roja y con nuestros nombres simples: Melchor, Gaspar, Baltazar y Eblus (lo agradecí, porque yo no poseía ningún otro).

Por supuesto, no pensaba entonces que algún día llegaría el dichoso momento de cumplir mi parte del trato.

Melchor murió aquella misma madrugada, arropado por sus dos amigos. Le enterramos en el mausoleo de cincuenta metros de alto y en aquel preciso momento comencé mi trabajo como centinela. Doce días más tarde, Baltazar siguió los pasos de su amado compañero y para él volvió a abrirse la tumba, en la que ya solo quedaba una plaza libre. Ni dos días tardó en estar ocupada, puesto que el de las rubias barbas murió enseguida de tristeza y aburrimiento (sin sus compañeros, aquello ya no era lo mismo), y sus sirvientes le homenajearon con unas vistosas pompas fúnebres. Cuando abrimos la tumba, yo mismo le deposité entre sus dos amigos, que parecieron hacerle un hueco con absoluta complacencia.

Para cumplir mis labores de vigilancia, adopté a menudo la forma del lucero que tan célebre había hecho aquel lugar. Los peregrinos regresaron para verlo, y se vivió otra época de prosperidad en la cima del monte Vaus. Luego, los olvidadizos humanos encontraron lugares mejores a los que peregrinar, y nos fueron dejando solos. El mausoleo comenzó a estropearse, los antiguos palacios se convirtieron en ruinas que las arenas del desierto cubrieron lentamente, hasta borrarlas del paisaje. Cuando todo esto ocurrió, yo ya hacía bastante que había contratado los servicios de dos de mis compañeros en las hordas de Dalhan para que me relevaran en las tediosas labores de vigilancia. De vez en cuando volvía yo mismo para supervisar el lugar (en el que, por cierto, poco quedaba ya que guardar, más que un puñado de dunas elevadas) que seguía agradándome como retiro, pero ya estaba demasiado ocupado para pasarme jornadas enteras meditando.

Sin embargo, nunca incumplí la palabra dada a los tres sabios de Oriente. A cambio de un alto precio (dos jornadas de labor por una de vigilancia), compré los servicios de dos iguales. Fue una época extenuante, de trabajo intenso y agotador, pero también fue la primera vez a lo largo de mi existencia en que tomé conciencia de hasta dónde podía llevarme mi ambición. Solo se trataba de jugar bien mis cartas. De esmerarme en el juego. Tal vez de aprender algunos trucos y de practicar sin escrúpulos algunas trampas. No parecía muy difícil, visto así. Escrúpulos, nunca tuve. La peor trampa ya estaba cometida: era un djinn y aspiraba a lo más alto.

Lo demás era cuestión de trabajo, constancia y suerte.

De modo que me apliqué en lograr mis sueños. Aquellos que Melchor avivó con sus palabras cuando creyó en mí.

Lo que he contado es la razón por la cual nunca olvidé a los tres hombres sabios ni el compromiso que adquirí con ellos.

Muy pronto contaré cómo pagué mi deuda y cómo ellos me devolvieron el favor.

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