Crypta

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VI. El blog de Natalia (2) » Bajo la cama

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Bajo la cama

Ayer me preguntaba si pueden cambiar las personas. Hoy voy un poco más allá: ¿cambian los fantasmas?

Bernal me tomó por loca cuando le dije que Rebeca no se había ido. No quiso escucharme cuando le conté que regresaba casi cada noche, solo para atormentarme. Que desde que Rebeca murió ocurrían cosas muy extrañas: aquel viejo andador de cuando éramos pequeñas que se puso en marcha solo, en lo alto del armario, a pesar de que hacía años que no tenía pilas. Aquellas frases cargadas de odio que se escribían solas en mis viejos cuadernos, con la letra de mi hermana. Aquella noche en que me levanté a hacer pis sin encender la luz en que sentí que una mano me agarraba de la muñeca desde dentro del cuarto de baño…

Al principio, pensé que el odio de Rebeca tenía que ver con Bernal. Tal vez ella deseaba que me alejara de su antiguo novio, tal vez no quería compartirlo conmigo ni siquiera ahora que estaba muerta. O acaso solo deseaba vengarse de mí porque yo seguía viva y ella había sido eliminada drásticamente de la partida. Tenía motivos para pensar que Rebeca me odiaba. La veía en todas partes, observándome con aquellos ojos cargados de rencor. Solía esconderse bajo la cama. De día, raramente se mostraba, pero de noche hacía ruidos que no me dejaban dormir. Chasquidos y ronroneos raros. Yo sabía que estaba ahí, justo debajo: la escuchaba respirar. A veces parecía muy enfadada, porque jadeaba muy fuerte. Si entraba mamá a darme las buenas noches, callaba. Cuando mamá salía y cerraba la puerta, ella volvía a empezar. A veces, si tenía una mala noche, golpeaba el somier. Con suavidad —clic, clic, clic—, solo por desvelarme. O con violencia, para hacerme daño.

Si me levantaba a mirar bajo la cama, no encontraba nada.

Pero yo sabía que Rebeca me vigilaba. La vi una vez, al abrir el ropero, reflejada en el espejo. Estaba agazapada, tenía una expresión fiera, como de animal salvaje. Iba totalmente desnuda y tenía el cuerpo cubierto de arañazos y cicatrices. Un desgarrón le cruzaba la mejilla derecha desde la oreja hasta la comisura de los labios. Tenía los ojos turbios, amarillentos. Me miraba fijamente. Fue entonces cuando supe que me odiaba con una intensidad tal vez desconocida entre los vivos.

Pensé que había venido para matarme. Que nunca iba a librarme de ella. Que solo era cuestión de tiempo que se saliera con la suya. El pánico no me dejaba dormir.

Fue en esa época cuando escuché por primera vez su voz horrible. Quiero decir su otra voz. Sonaba de un modo muy raro, como si de pronto un mecanismo oxidado poseyera la facultad de pronunciar palabras. Creo que la primera vez que me habló fue sin salir de debajo de la cama. Me costó mucho entenderla. Repetía una palabra incomprensible, sinsentido.

Endemigo

Presté atención a su lamento átono, que insistía todo el tiempo en el mismo mensaje.

Endemigoendemigo

¿Enemigo? ¿En Demigo? ¿Ende Migo?

Como por mucho que escuchaba no conseguía descifrar lo que quería decirme, se lo hice saber. Procurando no levantar la voz, claro, para no alertar a mis padres.

—No te entiendo, Rebeca, habla más claro.

Funcionó. Qué absurdo. ¿Pueden los fantasmas hacer un esfuerzo por que los mortales les entiendan? Tal vez depende del interés que tengan en el mensaje. Repitió aquellas palabras indescifrables y esta vez la comprendí. Bingo.

—Vente conmigo.

Dejé que lo repitiera un par de veces más y le pregunté a dónde quería que la acompañara. Solo dijo:

—Nos esperan.

—¿Quién? ¿Quién nos espera?

Tras un largo silencio, volvió a insistir:

—Vente conmigo.

Una mano pálida, surcada de arañazos como venas, emergió de debajo de la cama.

—Vente conmigo —dijo, me pareció que con bastante esfuerzo.

Por supuesto, yo no pensaba ir a ninguna parte, y menos con ella. Aunque no puedo negar que sentía cierta curiosidad por saber quién podía estar esperándome y dónde. Curiosidad mezclada con terror.

Durante los días que siguieron, aquello se convirtió en una tortura. Rebeca volvió a la carga. Dejé de levantarme por las noches —aunque reventara de ganas de orinar— para no encontrarla en el pasillo, o en el cuarto de baño. Intenté por todos los medios no quedarme sola en casa, aunque algunas veces fue imposible convencer a mis padres. Rebeca podía aparecer en cualquier parte. Dentro del armario, detrás de las puertas o en el ascensor cuando ya no aguantaba más aquella tensión y decidía salir a dar una vuelta. Y siempre, en todos sitios, repetía la misma cantinela, siempre con la mano extendida, para que yo se la agarrara:

—Vente conmigo.

A veces parecía rabiosa. Otras, triste.

—Está muy enfadado.

—¿Quién? —le preguntaba yo entonces—, ¿quién está muy enfadado?

Pero nunca me contestaba. Volvía a insistir, cansina:

—Vente conmigo.

Y enseguida regresaba también su furia, sus arranques violentos, sus ojos turbios inyectados de un odio demasiado fuerte para no ser temible.

Pensé que me iba a volver loca. Rebeca me estaba machacando. Intenté buscar todo tipo de remedios para librarme de ella.

No comprendía entonces que ese día llegaría de todos modos y que nada podía hacer por evitarlo.

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