Crypta

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VII. Mi amor es una rosa negra » Capítulo 2

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Había perdido por completo la noción del tiempo cuando llegué a Uruk, entré en el edificio del Cónclave por la puerta trasera, dejé a Rebeca y al grígor en el guardarropía (en casos así, hay que ser prácticos) y me adentré en los pasillos de piedra sin perder ni un segundo, llevando a Kul agarrado por donde siempre, como si fuera una mochila.

Aún conservaba la bruñida peluca de Luis XIV sobre mi cabeza, así como la indumentaria de poeta romántico que me habían entregado poco antes de que Ábigor me recibiera la primera vez. Los efrits lanzaban admiradas exclamaciones mientras se apresuraban a cepillar la chaqueta de seda, la camisa de organdí y el corbatín de terciopelo. Total, para nada, porque luego echaron sobre mis hombros la túnica de saco, áspera como una zarza, que ya conocía de la otra vez, y cubrieron mi cabeza —rizos majestuosos incluidos— con la caperuza. Solo las puntas de mis zapatos delataban mi elegancia, aunque muy pronto también ellas iban a verse arrastradas por la piedra rugosa de la sala circular.

En fin. Vivía cuanto he dicho con resignación, deseando que fuera la última vez.

Nada más verme, el chambelán me increpó:

—Vamos, djinn, los Altos Señores agotan su paciencia.

Pregunté qué hora era, pero nadie me respondió. Entregué a Kul al alto funcionario, como manda el protocolo que hay que hacer con el material que te ha sido confiado, y él lo estudió con detenimiento y el ceño fruncido, evaluando.

Luego, penetramos en la zona de silencio. Él delante y yo a dos pasos de sus pies, poniendo mucho empeño en cumplir las estrictas normas del lugar sin olvidar ni un solo detalle.

De camino hacia los grandes portones de piedra, tras los cuales los Superiores me estaban esperando, procuré no concebir demasiadas esperanzas. Había cumplido la misión que me había sido encomendada, había devuelto al Gran Ujah sano y salvo a su casa y había desenmascarado a un traidor, pero ningún resultado te asegura jamás el veredicto favorable de los miembros del Cónclave. Es lo que ocurre con las criaturas caprichosas. Si alguno de ellos tenía el día torcido, mi condición de espíritu rebajado, ínfimo, insignificante, se prolongaría mil años más.

Los portones se abrieron con la solemnidad gélida de siempre. Entré en la oscuridad de piedra con la cabeza gacha, seguido del chambelán, y me arrodillé antes de recibir la orden de hacerlo.

—Bienvenido seas, espíritu rebajado Eblus —dijo la voz de Ura, dando por comenzada la sesión—. Debo decirte que no nos satisface en absoluto ver apurado hasta el último segundo el tiempo que te fue concedido para el cumplimiento de la misión.

En su voz no había ni un ápice de benevolencia. No me pareció un buen comienzo, desde luego.

—Lo sé, Gran Ura, y os pido humildes disculpas por ello. Si puedo hacer alegaciones en mi defensa diré que…

—¡No os está permitido defenderos, mísero djinn! —me increpó el presidente de la sala.

Guardé un silencio respetuoso y trémulo (procuré disimular) mientras Ura proseguía con el interrogatorio de rigor. Esta vez se dirigió al chambelán.

—¿Hace el favor de ofrecernos el informe con respecto al material que este Cónclave entregó al comisionado?

El funcionario contestó maquinalmente:

—El material, consistente en un genio volador de tercera categoría, ha sido devuelto en buen estado, Altos Señores, aunque mugroso y hediondo.

Por supuesto, me callé que «el material» ya estaba guarro y apestoso cuando le conocí.

Ura tomó la palabra de nuevo:

—Te agradecemos el informe, chambelán, puedes retirarte.

El funcionario se apresuró a ocupar su lugar habitual junto a la puerta. Para hacerlo caminó hacia atrás, sin dejar de agachar la cabeza ante el presidente de tan alto organismo y sus silenciosos componentes.

—Te informo, en nombre del Cónclave al que represento —prosiguió Ura—, que desde este mismo momento has sido desprovisto de los poderes especiales que se te otorgaron para cumplir con lo encomendado.

Hice un esfuerzo por apartar enseguida de mi mente lo que se me ocurrió al escuchar esa frase. No podía resultar soez ante un grupo de seres que poseen el poder de leer el pensamiento. Me habrían expulsado de inmediato.

Ura tomó de nuevo la palabra:

—Bien. Pasemos al informe de tus actividades, espíritu rebajado Eblus. Tenemos entendido que tu paso por el Infierno ha sido sonado. Nuestro colega en la Superioridad Rufus será el encargado de realizar el interrogatorio.

Le temo a este tipo de interrogatorios. No están destinados a esclarecer la verdad, sino a simplificarla. Y suelen ser una fuente inagotable de problemas y malos entendidos.

Rufus se levantó, como manda el protocolo. Escuché el rumor de una hoja de papel al desplegarse (a veces me maravillo de lo reacios que son los Seres Superiores a utilizar las nuevas tecnologías) y de inmediato comenzaron las absurdas preguntas que establecen las normas de la casa.

—Según tu criterio, ¿has cumplido la misión que te fue encomendada?

—Sí, Ser Superior.

—¿En algún momento te has extralimitado en el cumplimiento de nuestras órdenes?

—No, Ser Superior.

—¿Has mantenido en todo momento una actitud respetuosa con este alto organismo y la totalidad de sus miembros?

Callé. Respeto profundamente la institución del Cónclave, hasta el extremo de que me dejaría triturar por mantener su buen nombre, pero afirmar que había respetado a todos sus miembros significaba incurrir en una mentira. Intenté dar explicaciones, para evitar una respuesta demasiado simple, pero de nuevo fue en vano.

—El Cónclave me merece un res…

—¡Limítate a contestar sí o no, ser rebajado! —atronó Ura.

Decididamente, el noble presidente de la sala no tenía un buen día, pensé. Me resigné a lo que iba a suceder. Nada de lo que había hecho serviría de nada.

—No, Ser Superior —contesté.

—¿Qué parte de mi enunciado estás negando, ser rebajado? —inquirió Rufus.

—La segunda parte, Ser Superior.

—¿Tienes conocimiento de que faltar al respeto a cualquiera de los miembros de este Cónclave es una infracción muy grave castigada con la pena máxima?

—Lo sé, Ser Superior.

—¿Podrías pronunciar el nombre del miembro de este Cónclave al que has ofendido?

—Dhiön, Ser Superior.

—¡Querrás decir, infecto inferior, el Ser Superior Dhiön!

—Excusas, Ser Superior. Me refería al Ser Superior Dhiön, Ser Superior.

(La aliteración es un recurso poético que siempre he detestado. Yo la llamo cacofonía, y la evito a toda costa. Si puedo, claro).

—¿Podrías decirle a este Cónclave, en un máximo de cuatro palabras, de qué modo ofendiste al honor del Ser Superior Dhiön?

El tono del interrogatorio era cada vez más punzante. No me hacía falta llegar al final de aquella sesión para darme cuenta de que mi futuro pendía de un hilo. Las palabras afiladas de Rufus y Ura hablaban por sí solas. Sabía, pues, lo que me esperaba: humillación en ascenso y el castigo más duro que hayan inventado alguna vez unos pocos diablos unánimes. Era injusto, como el lector atento sabrá, pero en aquel lugar esta palabra no significaba absolutamente nada.

Se hizo un silencio tenso mientras esperaban mi respuesta. Intenté pensarla con cuidado, elegir las cuatro palabras que me estaban permitidas como quien busca pepitas de oro en el lecho de un río revuelto. Nunca hasta ese momento había dependido mi destino de tan pocas letras.

—Salvé al Gran Ujah —contesté, al fin.

Me habría gustado decir algo más. Una oración adverbial de modo, o un sintagma preposicional, tal vez. Añadir, por ejemplo, «de una muerte segura», o bien «Como Vuestras Superioridades me encomendaron». Mas en cuatro palabras no caben las oraciones complejas. Callé, esperé, degusté el desconcierto de los Seres Superiores, a quienes mi respuesta estaba obligando a cuchichear en busca de explicaciones, cuando el ruido de unos pasos, seguidos de un fuerte aldabonazo, interrumpió sus cuchicheos y mi espera.

—¡Abrid las puertas del Cónclave al Gran Ujah! —anunció la voz de un ujier, desde el pasillo de piedra.

Sentí un sobresalto de emoción. Ya comenzaba a preguntarme de qué había servido bajar hasta las cloacas de la Tierra si nadie en aquel noble salón tenía ni idea de mis triunfos.

El chambelán comenzó a corretear de un lado para otro, nervioso, antes de ayudar en la maniobra de recibir al Gran Señor de lo Oscuro. Me habría gustado poder ver la comitiva al completo. El modo en que suele presentarse el Gran Ujah no puede calificarse de discreto. Imaginé que habría venido con unas dos docenas de servidores, que en aquel momento estarían en formación militar a lo largo del pasillo pétreo. El Gran Señor pasaría entre ellos, seguido por sus seis secretarios, los músicos de su orquesta de cámara —que le acompañaban a todas partes— y su esclavo nomenclátor, encargado de recordarle los nombres y ocupaciones de todas las personas que encuentra en su camino. Sin embargo, el Gran Ujah debió de descargarlos a todos de sus obligaciones en el momento en que se adentró en la sala de Los Seis, porque entró solo, caminando a buen paso, saltándose el protocolo y directo hacia mí.

—¡Mi buen amigo! —exclamó, agachándose para mirarme a la cara—, ¡levántate ahora mismo de esa posición degradada!

Me ayudó a ponerme en pie y hasta sacudió de polvo las puntas de mis elegantes zapatos con las barbas que colgaban sobre su prominente barriga. Luego se volvió hacia Ura y todos los demás y les espetó, con la furia que debe asistir en estos momentos a un Gran Señor del Mal:

—¿Cómo os atrevéis, hermanos, a tratar así a quien debo la vida?

Nadie se atrevió a contestar. Bajaron las cabezas en señal de respeto, intercambiaron miradas, carraspearon a coro y más de un papel se escapó de alguna zarpa. Yo aproveché la ocasión para mirarles directamente por primera vez en mucho tiempo. Lo primero que observé fue que mi antiguo sitial ya había sido ocupado. Sobre el cabecero, esculpido en la piedra, leí el nombre del nuevo Ser Superior: Moltg.

«Bien, es fácil de recordar», me dije.

El que así se llamaba era un ser alto y rechoncho que recordaba a un triceratops, si bien erguido y bípedo. No fui capaz de precisar su edad: los cuernos siempre hacen parecer mayor.

A su lado había ahora un sitial vacío —el de la babosa aplastada— seguido del de Ura, justo frente a mis narices. A mi derecha quedaban el viejo Them y el aristocrático Phäh, y casi a mi espalda, cerrando el círculo, la mueca despreciativa de Rufus. Habría querido afirmar que estábamos todos.

—Bienvenido seáis, Gran Señor del Mal —saludó el presidente, hincando en tierra su rodilla izquierda.

—Levántate, Ura, no seas ridículo —dijo el jefe, con desprecio, y enseguida izó una mano para llamar al chambelán, que permanecía atento a la escena—. Eh, tú, ven aquí. Libra ahora mismo a Eblus de estas ropas vergonzantes —le ordenó.

El chambelán, me pareció que a regañadientes, me quitó la túnica de saco y se la entregó a un ujier, para que la sacara de la sala. Al fin pude lucir modelo y peluca. Al verme tan atildado, mis distinguidos espectadores pronunciaron un «oh» de admiración.

—Así está mejor —sentenció el Gran Ujah, propinándome una palmada amistosa en el hombro—. Y ahora, altos ministros, me gustaría explicaros cómo fue que Eblus me salvó de las garras del mayor de los traidores que ha conocido este Cónclave. Si no tenéis inconveniente, por supuesto, ni nada mejor que hacer.

—Faltaría más, Ilustrísima —invitó Ura, con la más rastrera de sus sonrisas—, no hay nada que deseemos más.

—Bien —otro gesto de Ujah puso en marcha a sus secretarios—, ¡traednos un par de sillones! ¡Y escabeles! ¡Y quiero a mis aventadoras! ¡Y dos más para mi amigo! ¡Y que entre el cuarteto de viento! ¡No! ¡El de cuerda!

Los lacayos cumplieron las órdenes con una rapidez inusitada. Un instante después nos encontrábamos, el Gran Ujah y yo mismo, recostados en actitud relajada sobre sendos sillones de madera de ébano, con los pies apoyados en dos efrits cubiertos con cojines de seda, mientras un par de hembras de abundantes pechos (yo conté ocho en cada una) nos abanicaban con ahínco y los músicos tocaban una agradable melodía para viola, violín y contrabajo.

En ese ambiente, fue fácil lograr una narración entretenida y emocionante, a lo largo de la cual el Gran Señor de lo Oscuro se reveló como un extraordinario contador de cuentos. Ante la mirada atónita de los Seres Superiores narró cómo el gran Ábigor le invitó a pasar una temporada en el Infierno, donde fue retenido contra su voluntad por un grupo de caimanes insurgentes que, para su sorpresa, obedecían las órdenes de la sanguijuela apestosa que llevaba por nombre Dhiön.

Especialmente emocionante resultó la parte en que se vio privado de sus poderes superiores merced a la aplicación de una argolla de platino, para ser conducido, varios días más tarde, al salón del trono de Ábigor, donde el traidor en cuestión había convencido al dueño del Infierno para que le decapitasen en una ejecución privada y muy poco honorable.

No sé si por desconocimiento o porque había alcanzado con él algún tipo de pacto (es común entre Oscuros), no hizo referencias al papel que jugó Ábigor en la insurrección de Dhiön. O puede que valorara el cambio de actitud del rey del inframundo, aunque fuera en el último momento. Sí se entretuvo, y mucho, en detallar cuál había sido mi intervención en todo el lío. Habló de coraje, lealtad, puntualidad, nobleza y hasta creo que dedicó unas palabras al brillo de las hebillas de mis zapatos. Después de la crónica que hizo de mis hazañas, que habría servido para fundar el género de la narrativa épica de haber estado a tiempo, todos los presentes comenzaron a mirarme de otro modo. Como se mira a los héroes, ni más ni menos. De pronto, parecían profesarme una gran admiración.

Más que merecida, dicho sea sin falsa modestia.

En resumen, el Gran Ujah repartió reprimendas y enmendó decisiones como quien hace algo a lo que está más que acostumbrado. Luego, mandó formar al ejército de asistentes que le acompañaba y se despidió con el mismo aire desenfadado que había invertido en todo lo demás. Se recogieron los sillones de ébano, salieron los escabeles magreando a las aventadoras y un equipo de limpieza lo dejó todo mejor que antes de la llegada del cortejo. Antes de ocupar la cabecera de la procesión, el Gran Ujah se acercó a mí y susurró en mi oído:

—Te he elegido como mi sucesor, valiente Eblus. En cuanto estos necios reparen su falta y te restituyan tu sitial y tus poderes, ven a visitarme. Tenemos negocios de los que tratar.

Fui a agradecerle con una genuflexión aquella sorprendente noticia, pero me detuvo.

—Aquí no. Ya me adorarás a solas.

Luego se marchó, al ritmo lento de su caravana de sirvientes, dejando a los cinco miembros del Cónclave sumidos en sus propias contradicciones y a mí mudo del asombro y la emoción.

¿Acababan de ofrecerme el puesto de Gran Señor de lo Oscuro o era mi deseo el que se lo había imaginado?

En cualquier caso, aún no correspondía pensar en ello, ni otorgarle una importancia exagerada. Había asuntos más urgentes que resolver y no podía olvidar que yo continuaba siendo un espíritu medio. Tal vez el más admirado de los espíritus medios que se haya conocido jamás, pero inferior al fin y al cabo.

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