Crypta

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VII. Mi amor es una rosa negra » Capítulo 4

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¿Acaso piensas, crédulo lector, que cuando les dije a los Seres Superiores que había derribado la Sagrada Familia me estaba basando solo en la promesa que unas cuantas horas antes le había arrancado a Gerhardus?

Por supuesto que no. Habría sido demasiado arriesgado, a pesar de la confianza que tenía en los motivos que alentaban al arquitecto medieval.

Debo contarte que esta vez jugaba con alguna ventaja (como ocurre ahora: el narrador siempre gana, por hábil que seas tú, que estás al otro lado): me había reservado cierta información que estaba en mi poder desde no hacía mucho, exactamente desde que atravesé de nuevo la antesala del Infierno, acompañado de Rebeca, Kul y la mariposa relinchante. Allí, por pura casualidad, tropecé con una cola de recién llegados bastante maltrechos. Las moiras habían intentado adecentarles un poco, pero la verdad era que seguían hechos una piltrafa, completamente cubiertos de polvillo blanco, con el cuerpo aplastado y algunas vísceras al aire. Algunos lucían aún sus monos azules de operarios, otros iban vestidos de estar por casa y unos pocos parecían arreglados como para ir a trabajar. Premeditadamente, me detuve justo allí y me entretuve en lustrar mis hebillas, todo para espiar sus conversaciones (ah, qué gran placer al alcance de cualquiera). Así fue como supe que Gerhardus había cumplido su palabra con exactitud.

Hablaban del templo que yo había admirado solo unos días atrás, se lamentaban del hundimiento de cierto túnel, proclamaban la razón que tenían quienes advirtieron del peligro y de vez en cuando lloraban con mucho sentimiento la pérdida del tesoro artístico que los había aplastado, dando así muestras de una sensibilidad admirable. Mientras les escuchaba, lamenté aún más haberme perdido el espectáculo.

De modo que lo primero que hice al llegar a la Sala de los Espejos fue remediar esa falta. Corrí a la pantalla y me conecté a la red. Fue muy sencillo dar con el suceso en varios portales de noticias. Las imágenes no tenían mucha calidad, porque habían sido grabadas por aficionados sorprendidos por la catástrofe, casi todos turistas japoneses que en ese momento se disponían a visitar el templo. La verdad es que nada puede igualar a las emociones que se experimentan asistiendo a representaciones en directo, pero a veces la televisión es un buen consuelo.

Y debo reconocer que el espectáculo de las ocho torres haciéndose añicos, esparciendo cascotes por las calles colindantes, aplastando autobuses llenos de viajeros desprevenidos y reduciéndose a una nube de minúsculas partículas de polvo blanco me provocó un placer inesperado. Gracias a él se me hizo más soportable la espera a que los cinco miembros del Cónclave me habían obligado. Cuando el chambelán me llamó para que regresara a la sala circular, había visto el video setenta y ocho veces y me disponía a hacerlo de nuevo, cada vez más entusiasmado.

Nada más entrar en la sala otra vez me pareció apreciar que el ambiente había cambiado. La oscuridad era la misma, el suelo era igual de rugoso y el sitial de Dhiön seguía vacante, pero Sus Superioridades me esperaban puestas en pie y con una sonrisa de Gioconda dibujada en los labios (quienes tenían).

Me detuve justo en el centro, con la cabeza gacha, y aguardé la orden que establece el protocolo.

—El recién llegado puede saludar —dijo Ura, me pareció que por cumplir.

También yo contesté sin muchas ganas:

—El espíritu medio Eblus, su humilde esclavo, saluda a los Seres Superiores y promete sumisión a cuanto deseen ordenarle.

Entonces Ura soltó una pregunta que no esperaba:

—¿Regresas dispuesto a contar la verdad en lo concerniente a tus méritos, djinn?

Alguien que no esté familiarizado con el protocolo no apreciará nada especial en esta cuestión. Del mismo modo, cualquiera que sepa algo de las rígidas normas que gobiernan el Cónclave de Los Seis habrá reconocido en estas palabras el inicio de la fase que denominamos «el interrogatorio» y que está destinada, entre otras cosas, a la aprobación de nuevos miembros.

Si mi corazón hubiera sido un músculo lleno de válvulas, como el de cualquier mortal, en aquel momento habría funcionado más rápido.

Conozco bien el protocolo. Lo estudié a conciencia hace ya mucho tiempo. Durante siglos ha marcado todos mis actos. Por eso no me tembló la voz cuando contesté, lleno de orgullo:

—Regreso dispuesto, Gran Ura.

—¿Acatas el poder del Cónclave y te sometes a él ciegamente?

—Lo acato y me someto —respondí.

—¿Estás preparado para asumir compromisos y adecuar tu comportamiento a su consecución, sin tener en cuenta para nada tu criterio ni tu voluntad?

—Estoy preparado —contesté.

—¿Juras fidelidad y apoyo a los Seres Superiores presentes en este Cónclave?

—Juro.

Ura se sentó en su lugar y dirigió una lenta mirada a sus compañeros. Parecían complacidos con lo que estaba ocurriendo.

El chambelán tomó la palabra.

—El interrogatorio ha terminado —anunció—. A continuación comenzará el recuento de habilidades.

Me sorprendió mucho la voz aguda de Moltg, que no se adecuaba a las proporciones de su anatomía. Él fue el elegido para evaluar mis habilidades y saberes. Fue un instante cargado de emoción, a pesar de que para mí era la segunda vez que pasaba por lo mismo.

—Enumera todas aquellas lenguas en las que eres capaz de comunicarte, espíritu medio —ordenó, con un ligero temblor de novato en la voz.

¿Cuántas veces había contestado a esta cuestión? La lista salió con la misma naturalidad del niño que recita las tablas de multiplicar (ni siquiera me dejé algunos recién aprendidos). No tuve ni que pensarlo.

—Aymara, árabe, arameo, armenio, bengalí, burgundio, caló, castellano, catalán, coreano, chino mandarín, elamita, élfico, esperanto, etrusco, euskera, frigio, gaélico, germánico, gótico, griego, hebreo, hindi, húngaro, ibérico, ido, ingusetio, islandés, itálico, ixcateco, javanés, japonés, kurdo, ladino, lituano, mandarín, náhuatl, nepalí, paleosardo, portugués, provenzal, prusiano antiguo, puelche, sánscrito, suajili, sioux…

—Ya basta, muchas gracias —me cortó Moltg, muy educado (me extrañó que aguantara tanto, la otra vez no pasé de la hache)—. ¿Conoces el arte de la escritura?

—Sí, Ser Superior —respondí.

—¿La Cábala?

—Sí, Ser Superior.

—¿La piromancia?

—Sí, Ser Superior.

—¿La retórica?

Sonreí. Se notaba que el dinosaurio me conocía poco.

—Bueno, bueno, podemos saltarnos esa parte, compañero en la Superioridad Moltg —intervino Ura, nervioso—. Todos conocemos la larga lista de habilidades de Eblus —hizo un silencio pensativo y finalmente añadió—: Precisamente por eso nos dolió tanto perderle.

La confidencia desconcertó al novato, que buscó entre sus papeles el lugar donde debía continuar con el ritual y finalmente preguntó:

—Entonces, ¿me salto también lo de las enseñanzas adquiridas de sus maestros?

—Sí, sí, sáltate también esa parte —resolvió Ura— y pasemos directamente a la elección, que me corresponde a mí, claro. Puedes sentarte, compañero en la Superioridad Moltg. La próxima vez lo harás mejor.

Ura se levantó y, abandonando su sitial, se acercó al centro del círculo, donde yo le miraba, exultante de felicidad. Había soñado con ese momento desde que un mal paso me alejó del lugar que me correspondía. Ahora que lo estaba viviendo, no podía dejar de pensar que se trataba de una fantasía, el sueño provocado por el deseo.

—Arrodíllate, espíritu medio Eblus. Voy a investirte Ser Superior.

Me postré ante el Gran Ura. Esta vez con la cabeza erguida, como mandan las normas. El presidente apoyó sus seis manos en mis hombros.

—En nombre de todos los Seres Oscuros, en virtud del juramento que acabamos de oír de tus labios y siguiendo la voluntad del resto de los miembros de esta cámara, yo te elevo, espíritu medio Eblus, al rango de los genios Superiores y te restituyo todos los poderes que una vez perdiste y todos aquellos que corresponden a los espíritus del más alto rango. Asimismo, tengo el honor de aceptarte como miembro numerario del Cónclave de Los Seis.

Me propinó varios golpes acompasados en ambos hombros, durante los cuales yo permanecí con los ojos cerrados. Sonó una campanilla y entraron los efrits picapedreros. Delante de mis satisfechas narices, destrozaron a golpe de martillo y cincel el nombre de Dhiön de la parte superior del sitial de piedra que había ocupado y, sin perder tiempo, dieron forma a las letras que forman el mío: «Eblus». Qué honda satisfacción, ver el nombre de la sabandija distrófica sustituido por el del djinn que fui alguna vez. Y qué placer volver a recobrar aquella inmortalidad que tan bien sienta a mis pretensiones.

—¡Bienvenido de nuevo al Cónclave de Los Seis, compañero en la Superioridad Eblus! —exclamó Ura, ayudándome a ponerme en pie.

Estreché las manos de todos (había muchas), recibí muchos parabienes y más abrazos, me alegré con su satisfacción. En pocas palabras: terminé agotado.

Mientras tanto, me decía, pero solo para mi placer:

«He ganado, Dhiön. El miserable djinn del desierto acaba de imponerse a su único enemigo. Y esto no es más que el comienzo».

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