Crypta

Crypta


II. El blog de Natalia (1) » Labios con sabor a chicle de menta

Página 7 de 58

Labios con sabor a chicle de menta

Lo primero que debéis hacer es situaros en una helada tarde de final del primer trimestre. Yo estaba en cuarto, enamorada como una boba de Bernal, sin atreverme a decírselo a nadie y mucho menos a él, por supuesto. Lo único que hice en esa época fue escribir, aunque como aún no tenía ordenador y los blogs todavía no se habían inventado, lo hacía a mano, en un cuaderno cuadriculado que tenía una gata japonesa en la cubierta. Lo guardaba en un escondrijo secreto que, por suerte, mi hermana nunca descubrió, porque se lo hubiera pasado en grande metiendo las narices en mis sentimientos.

Pero hablaba de aquella tarde de primeros de diciembre. Eran poco más de las seis, y ya era noche cerrada. Los meteorólogos habían anunciado heladas severas para aquella noche. Yo esperaba a que Rebeca saliera del despacho del jefe de estudios (¿qué había hecho esta vez?) y me había olvidado los guantes en casa. Para mi sorpresa, Bernal se ofreció a hacerme compañía mientras la esperaba. Ni siquiera tuve que pedírselo, porque lo propuso él.

Desde esa tarde, llevo el invierno en lo más profundo de mi corazón.

Nos sentamos en uno de esos bancos que están a ambos lados de la salida, a resguardo de un porche, y comenzó preguntándome qué iba a hacer durante las vacaciones de Navidad, que estaban cada vez más cerca.

—Nada en concreto —le dije—. Supongo que me aburriré bastante y tendré muchas ganas de que empiecen de nuevo las clases. Lamentable, pero cierto.

Sonrió. Me miró con los ojos muy abiertos y muy fijos. Se encogió de hombros, como preguntándome por qué. Expliqué:

—Mis padres trabajan. Nunca vamos a ninguna parte.

«Seguro que si Bernal le hubiera hecho la misma pregunta a Rebeca, la respuesta habría sido muy diferente. A ella siempre se le ocurren mil disparates para pasárselo bien», pensé de inmediato.

Y para cambiar de tema le devolví la pregunta:

—¿Y tú?

—Supongo que saldré con mi padre a caminar por la montaña. Dice que quiere enseñarme rutas nuevas. Es muy divertido. ¿Nunca has…?

Negué con la cabeza.

—Pues creo que te gustaría. Igual descubrías una afición nueva. Y podríamos salir juntos.

—Es verdad, no tengo muchas aficiones… —musité.

—Mi padre dice que no se pueden tener muchas aficiones, que es mejor tener pocas y bien elegidas. No puede gustarte todo.

Pensé que era penoso estar hablando con Bernal de nuestras aficiones (o de mi ausencia de ellas). Era lo último que quería decirle. Frotaba mis manos en un intento vano de calentarlas. Creo que había comenzado a tiritar. Rebeca seguía sin aparecer. De pronto, Bernal aprisionó mis manos entre las suyas. Me sorprendió que las tuviera tan calentitas. Sentí un escalofrío, pero creo que fue de placer. O tal vez de sorpresa. También percibí que mis mejillas enrojecían, y como para decir algo, le solté, nerviosa:

—¿A ti qué más te gusta, además del senderismo?

Entonces él me agarró muy fuerte las manos y respondió, a traición:

—Tú.

Creo que fue una de esas respuestas que se nos escapan como si fueran un hipo, o algo peor. Lo dijo sin pensar, y en el acto enrojeció, apartó la vista y dejó las manos quietas, como congeladas.

Me pareció que no le había oído bien.

—¿Qué has dicho? —pregunté, para asegurarme.

—Me gustas tú. Creo.

En ese momento oí pasos en el vestíbulo de la escuela. Rebeca había terminado la enésima reunión con su tutor en lo que iba de curso y se acercaba a la salida. Bernal se quedó como petrificado, sus ojos se clavaron en los míos, movió ligeramente la nariz, se acercó un centímetro a mí. Me pareció que quería hablarme, que deseaba hacer algo pero que no se atrevía. Me pareció que sus pupilas me pedían a gritos que reaccionara, que moviera ficha, que me pusiera en su lugar, que…

No tengo ni idea de cómo tantas cosas pueden caber en un solo segundo ni en una sola mirada, pero ocurrió como lo cuento. De modo que yo comprendí lo que quería decirme, o me lo inventé, quién sabe, e hice aquello que deseaba hacer o que en mi imaginación soñaba que hiciera él. Los pasos de Rebeca continuaban acercándose, pero aún quedaban dos segundos. Y dos segundos pueden cambiar la vida de las personas, siempre y cuando se elija la jugada adecuada. De pronto me recordé a mí misma que llevaba varios meses loca por Bernal y me pregunté cuánto tiempo podía pasar antes de que volviera a presentarse una oportunidad como esa, de modo que me decidí. Aproveché la oportunidad. Tuve el valor suficiente. Moví ficha y…

Le besé.

Tenía los labios helados. Sabían a chicle de menta.

Bernal soltó mis manos. Me miró como nunca lo había hecho antes. Como si quisiera traspasarme. Mejor: como si quisiera ver mi alma.

Estuve a punto de echarme a llorar de la emoción. Creo que él intentó decirme algo.

Entonces apareció Rebeca y todo volvió a ser como siempre.

—¿Nos vamos a casa, hermanita? —irrumpió—, ¡me muero de hambre! —Y arrugó la nariz para preguntarle a él—: ¿Y tú, qué haces aquí? ¿No tienes frío?

Bernal asintió brevemente, con la cabeza escondida en el cuello de la cazadora. Me miró un segundo y en sus ojos leí el secreto que compartíamos, leí una complicidad nueva en mi vida que me transformó en otra persona.

«Tal vez ha llegado la hora de dejar de ser la pieza perdida del puzle», me dije, desbordada de felicidad.

Luego, nos despedimos torpemente y cada cual tomó su camino. Bernal se alejó con las manos en los bolsillos de la cazadora y la cabeza baja. Rebeca habló sin descanso durante todo el camino hasta casa, pero mis pensamientos no me dejaron escucharla.

Ir a la siguiente página

Report Page