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SEGUNDA PARTE - Caso enfriado » 42

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Lo único que tenía que hacer era seguir adelante, ¿no? Introducir algunos cambios bien pensados en mi vida. Me había deshecho de la vieja cafetera de Maria y había pasado página y mejorado de situación con nuestro vehículo crossover. ¿Qué problema había para hacer unos cuantos cambios más? ¿Y por qué seguía fracasando en el intento?

«Alex tiene una cita importante», me repetía de vez en cuando el viernes siguiente. Por eso había elegido el restaurante New Heights de la calle Calvert, en Woodley Park. El New Heights era un sitio muy indicado para citas serias. Había quedado allí con la doctora Kayla Coles después de que saliera del trabajo, más bien pronto para ella, a las nueve.

Me senté a nuestra mesa, en parte porque me temía que se la fueran a dar a otros si Kayla tardaba en aparecer, como así fue: a y cuarto más o menos.

No me importó que llegara con retraso. Me alegré de verla igualmente. Kayla es una mujer muy guapa, con una sonrisa radiante, y lo que es más importante, estoy a gusto en su compañía. Parece que siempre tengamos algo de que hablar. Justo lo contrario de lo que les pasa a muchas parejas que conozco.

—¡Uau! —exclamé, y le sonreí, cuando la vi avanzar, como deslizándose, por el comedor. Llevaba zapatos planos, seguramente porque mide metro setenta y ocho descalza, o acaso sólo porque está en sus cabales y no soporta la incomodidad de llevar tacones.

—¡Uau por ti! Tú también estás guapo, Alex. Y qué vistas. Me encanta este sitio.

Había pedido que nos reservaran una mesa junto a un ventanal que daba al parque Rock Creek, y tenía que admitir que era bastante espectacular. Lo mismo podía decirse de Kayla, que se había vestido de gala, con chaqueta de seda blanca y blusa beige, pantalón negro y un bonito fajín dorado en la cintura elegantemente caído de un lado.

Pedimos una botella de pinot noir y disfrutamos de una cena magnífica, realzada por un paté de judías negras y queso de cabra que compartimos; trucha alpina a la brasa para ella, solomillo a la pimienta para mí; y pastel de frutas con praliné y chocolate amargo para dos. Todo en el restaurante New Heights era perfecto para la ocasión: los cerezos de afuera, en flor en otoño; unos cuantos cuadros bastante interesantes de artistas locales colgados en las paredes; el delicioso olor a hinojo y ajo asado que se extendía por el comedor, velas encendidas allí donde fijáramos la vista. Aunque la mía estuvo puesta básicamente en Kayla, la mayor parte del tiempo en sus ojos, que eran de un castaño oscuro, hermosos e inteligentes.

Después de la cena, fuimos juntos a dar un paseo cruzando el puente Duke Ellington, hacia Adams Morgan y Columbia Road. Nos detuvimos en una de mis tiendas favoritas de Washington, Crooked Beat Records, y compré discos de Alex Chilton y de John Coltrane, para ella, a Neil Becton, uno de los propietarios y viejo amigo mío, que en otros tiempos escribía en el Post. Luego Kayla y yo recalamos en Kabani Village, no lejos de allí. Nos tomamos unos mojitos y pasamos una hora viendo un taller de teatro.

Caminamos de vuelta a mi coche cogidos de la mano y sin parar de hablar. Entonces Kayla me besó… en la mejilla.

No supe muy bien cómo tomarme aquello.

—Gracias por la velada —dijo—. Ha sido perfecta, Alex. Como tú.

—Sí que ha estado bien, ¿no? —dije, aún no del todo repuesto de aquel beso de hermana.

Ella sonrió.

—Nunca te había visto tan relajado.

Creo que eso era lo mejor que podía haber dicho, y compensó un poco la escasez del beso en la mejilla. Un poco.

Entonces Kayla me besó en la boca, y yo a ella. Eso estuvo mucho mejor, como lo estuvo el resto de la noche, en su apartamento de Capitol Hill. Durante unas horas, al menos, sentí que mi vida empezaba a cobrar sentido otra vez.

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