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SEGUNDA PARTE - Caso enfriado » 43

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El Carnicero siempre había opinado que Venecia, la de Italia, estaba un poco sobrevalorada, en realidad.

Pero hoy en día, con la avalancha incesante de turistas, y sobre todo con el trasiego de norteamericanos arrogantes e ingenuos hasta decir basta, cualquiera que tuviera dos dedos de frente habría de estar de acuerdo con él. O tal vez no, dado que la mayor parte de la gente que conocía eran perfectos imbéciles, si se paraba a pensarlo. Eso era algo que había aprendido cuando tenía quince años y andaba por las calles de Brooklyn, después de escaparse de casa por tercera o cuarta vez siendo adolescente, un joven problemático, una víctima de sus circunstancias, o quizás un psicópata de nacimiento sin más.

Había llegado a las afueras de Venecia en coche y aparcado en Piazzale Roma. Luego, mientras se apresuraba a coger un taxi acuático que lo llevara a su destino, pudo ver la emoción, o incluso la admiración reverencial, que Venecia despertaba en casi todos los rostros con los que se cruzó. Tontos del culo y borregos. Ni uno solo de ellos había alumbrado en su vida una idea original o llegado a alguna conclusión sin la ayuda de una estúpida guía turística. Con todo y con eso, hasta él tenía que admitir que el cúmulo de antiguos palacios hundiéndose lentamente en la laguna podía ser visualmente deslumbrante según la luz que les diera, sobre todo vistos de lejos.

Una vez a bordo del taxi acuático, no obstante, no pensó en otra cosa que el trabajo que tenía en perspectiva: Martin y Marcia Harris.

Al menos, por esos nombres los conocían sus incautos vecinos y amigos de Madison, Wisconsin. Quiénes fueran en realidad los de la pareja carecía de importancia; aunque Sullivan estaba al corriente de su identidad. Lo que contaba era que representaban cien mil dólares ya depositados en su cuenta suiza, gastos aparte, por dos únicos días de trabajo. Estaba considerado como uno de los ejecutores más eficientes del mundo, y un cliente ha de recibir el valor de lo que paga, salvo en los restaurantes de Los Ángeles. Le había sorprendido un poco que le contratara John Maggione Junior, pero daba gusto volver a trabajar.

El taxi acuático amarró en el río Di San Mose, fuera del Gran Canal, y Sullivan pudo llegar, dejando atrás angostas tiendas y museos, a la vasta plaza de San Marcos. Se mantenía en contacto por radio con un observador, y le habían dicho que los Harris estaban dando vueltas por la plaza, disfrutando de las vistas relajadamente. Eran casi las once de la noche, y se preguntó qué tendrían planeado hacer a continuación. ¿Salir a bailar? ¿Una cena tardía en el Cipriani? ¿Tomar unas copas en el Harry's Bar?

Entonces vio a la pareja; él, con una gabardina Burberry; ella, con un chal de cachemira y un ejemplar de La ciudad de los ángeles caídos, de John Berendt, en la mano.

Los siguió, oculto entre la multitud bulliciosa y festiva. A Sullivan le había parecido que lo mejor era ir vestido de forma anodina; chinos color caqui, sudadera y gorro de lluvia. De los pantalones, la sudadera y el gorro podía deshacerse en cuestión de segundos. Debajo llevaba un traje de tweed marrón, camisa y corbata, y además tenía una boina. Con eso se convertiría en «el profesor». Uno de sus disfraces favoritos cuando viajaba a Europa por trabajo.

Los Harris no se alejaban mucho de San Marcos, y finalmente giraron por la calle Tredici Martiri. Sullivan sabía que se alojaban en el hotel Bauer, así que se iban ya para casa.

—Casi me lo estáis poniendo demasiado fácil —masculló para sí.

Luego pensó: «Error».

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