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TERCERA PARTE - Terapia » 46

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—¡Alex! ¡Qué pasa! ¿Cómo estás? Cuánto tiempo sin vernos, hombretón. Tienes buen aspecto.

Saludé con la mano a la mujer, guapa y menuda, y seguí corriendo; se llamaba Malina Freeman. Malina era parte del paisaje del barrio, un poco como yo. Tenía aproximadamente mi misma edad y era la propietaria del quiosco en que los dos solíamos gastarnos la paga de pequeños en chucherías y gaseosas. Corría el rumor de que yo le gustaba. Pero bueno, a mí también me gustaba Malina, siempre me había gustado.

Los pies me llevaban maquinalmente por la calle Cinco en dirección norte, como si supieran el camino, y el barrio iba pasando ante mis ojos. Por la plaza Seward giré a la derecha y cogí el camino largo. No tenía mucho sentido ir por allí, pero no lo hice por razones lógicas.

Eran las noticias relativas al asesino de Maria lo que me condicionaba por aquellos días. Ahora evitaba pasar por delante de la manzana en que había ocurrido todo, y al mismo tiempo me esforzaba por recordar a Maria tal y como la conocí, y no como la perdí. También dedicaba un rato todos los días a intentar dar con el rastro de su asesino ahora que sospechaba que seguía suelto por ahí.

Giré a la derecha por la Siete y me encaminé hacia el paseo Nacional, acelerando un poco la marcha. Cuando llegué a mi edificio de la avenida Indiana, me quedaba el aire justo para subir por las escaleras hasta el cuarto piso, de dos en dos escalones.

Mi nueva consulta era un pequeño apartamento reconvertido, con una habitación grande, un diminuto cuarto de baño y una cocina empotrada en un rincón. Entraba mucha luz natural por el semicírculo de ventanas de un mirador. Allí era donde había puesto dos confortables butacas y un diván pequeño para las sesiones de terapia.

El solo hecho de estar allí me emocionaba lo suyo. Había abierto mi consulta y me disponía a recibir a mi primer paciente.

En mi escritorio aguardaban tres pilas de expedientes de casos, dos del FBI y otro que me habían mandado de la policía del D.C. La mayoría representaba posibles trabajos de consulta. ¿Algunos crímenes que resolver? ¿Algún que otro cadáver? Supongo que era eso lo que cabía esperar.

El primer expediente que miré era el de un asesino en serie en Georgia, alguien a quien los medios de comunicación habían apodado el Visitante de Medianoche. Ya habían muerto tres hombres de raza negra, a intervalos progresivamente más cortos entre un homicidio y otro. Era un caso bastante adecuado para mí, de no ser por los cerca de mil kilómetros que hay entre Washington y Atlanta.

Aparté el expediente a un lado.

El siguiente caso caía más cerca de casa. Dos profesores de Historia de la Universidad de Maryland, que tal vez mantuvieran una relación íntima, habían sido hallados muertos en un aula. Habían colgado los cuerpos de las vigas del techo. La policía local tenía un sospechoso, pero querían elaborar un perfil antes de seguir adelante.

Dejé ese expediente otra vez en el escritorio con un post-it amarillo pegado.

Amarillo, de «a lo mejor».

Llamaron a la puerta.

—Está abierto —exclamé, e inmediatamente me puse suspicaz, o paranoico, o sea… como estoy la mayor parte del tiempo.

¿Qué había dicho Yaya al salir yo de casa un rato antes?

—Procura que no te peguen un tiro.

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