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TERCERA PARTE - Terapia » 54

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Levanté la vista de la pila de expedientes policiales de mi regazo al girar el coche para meternos, cruzando un seto enorme, por un largo camino particular en forma de media luna, y pavimentado con trozos de conchas marinas.

La casa era majestuosa, moderna pero de inspiración griega clásica, con un frente de columnas blancas de dos pisos de altura, y parecía una fortaleza suburbana. Se comprendía que Lisa Brandt hubiera ido allí en busca de refugio y seguridad.

Nos abrió la puerta su amiga, Nancy Goodes, que salió para hablar con nosotros en privado. Tenía el pelo tirando a rubio y parecía más o menos de la misma edad que la señorita Brandt, que según el expediente tenía veintinueve años.

—No hace falta que les diga que Lisa lo está pasando muy mal —dijo en voz baja, lo que en realidad era innecesario estando allí fuera en el porche—. ¿Podrían hacer esta entrevista lo más breve posible, por favor? De hecho, lo que me gustaría es que se fueran sin más. No entiendo por qué ha de seguir hablando con policías. ¿Me lo puede explicar alguno de los dos?

La amiga de Lisa tenía los brazos cruzados, sujetándose los codos, y era obvio que se sentía incómoda pero se esforzaba por portarse como una buena abogada. Sampson y yo respetábamos su actitud, pero había otras consideraciones a tener en cuenta.

—Seremos todo lo breves que nos sea posible —dijo él—. Pero este violador sigue por ahí suelto.

—No se atrevan a intentar que se sienta culpable encima. Ni se les ocurra.

Seguimos a la señora Goodes al interior atravesando un vestíbulo con suelo de mármol. A la derecha, una espectacular escalinata recogía el eco de la araña de cristal que colgaba sobre nuestras cabezas. Cuando oí un rumor de voces infantiles al fondo a la izquierda, pensé que se hacían extrañas en aquella casa tan formal. Me pregunté si esta gente reservaría algún rincón para tenerlo revuelto.

La señora Goodes suspiró y nos condujo a un salón lateral en que se hallaba sentada Lisa Brandt, sola. Era menuda pero guapa, incluso ahora, en aquellas desgraciadas circunstancias. Me dio la impresión de que se había vestido para aparentar normalidad, con vaqueros y una camisa a rayas, pero su postura contraída la delataba. Era evidente que no sabía si el dolor que sentía desaparecería algún día.

Sampson y yo nos presentamos, y se nos invitó a tomar asiento. Lisa forzó una sonrisa cortés antes de apartar los ojos de nuevo.

—Son preciosas —dije, señalando a un jarrón con rododendros que había sobre una mesilla entre nosotros y ella. No tuve que fingir, porque era cierto, y la verdad es que no sabía cómo empezar si no.

—Ah… —Los miró distraídamente—. Nancy es increíble para esas cosas. Está hecha toda una mujer de campo, ahora, y una madraza. Siempre quiso ser madre.

Sampson arrancó con dulzura:

—Lisa, quiero que sepa lo mucho que sentimos que le haya ocurrido esto. Sé que ha hablado usted ya con un montón de gente. Vamos a tratar de no volver sobre los detalles generales. ¿Vamos bien, por ahora?

Lisa seguía con los ojos clavados en un rincón de la habitación.

—Sí, gracias.

—Bien, tenemos entendido que se le aplicó a usted la profilaxis necesaria, pero que prefirió no facilitar pruebas físicas cuando la atendieron en el hospital. Y también que ha decidido no dar de momento ninguna descripción del hombre que la sometió a una agresión criminal. ¿Estoy en lo cierto?

—Ni ahora ni nunca —dijo ella. Empezó a mover la cabeza suavemente a izquierda y derecha, como un pequeño «no» repetido una y otra vez.

—No está usted obligada a hablar si no quiere —le aseguré—. Y no hemos venido a sacarle ninguna información que no quiera darnos.

—Teniendo en cuenta todo eso —continuó Sampson—, hay una serie de cosas que suponemos y que hemos tomado como hipótesis de trabajo. En primer lugar, que no conocía usted a su agresor. Y segundo, que la amenazó de alguna forma para impedir que lo identificara o hablara de él. Lisa, ¿le importaría decirnos si estamos en lo cierto?

Ella se quedó paralizada. Yo traté de analizar su expresión y su lenguaje corporal, pero no saqué nada en limpio. No respondió a la pregunta de Sampson, de modo que probé con otro enfoque.

—¿Hay algo en lo que haya pensado después de hablar con los otros detectives? ¿Algo que quiera añadir?

—Cualquier detalle, por pequeño que sea, podría ayudarnos en la investigación —agregó Sampson—, y a cazar a este violador.

—No quiero que investiguen lo que me ocurrió —nos espetó—. ¿Eso no lo decido yo?

—Me temo que no —dijo Sampson en el tono más amable que jamás le había oído emplear.

—¿Por qué no? —A Lisa le salió aquello más como una súplica desesperada que como una pregunta.

Traté de escoger las palabras con el máximo cuidado.

—Estamos bastante seguros de que lo que le ha ocurrido a usted no fue un incidente aislado, Lisa. Hay otras mujeres que han…

Al oír esto, se desmoronó. Brotó de ella un sollozo entrecortado, que abrió la espuerta a todo cuanto había detrás. Entonces Lisa Brandt se dobló sobre sí misma, sollozando, aferrándose con fuerza la boca con las manos.

—Lo siento —dijo con un gemido—. No puedo hacer esto. No puedo. Lo siento, lo siento.

Entonces, la señora Goodes entró corriendo en la habitación. Debía de estar escuchando detrás de la puerta. Se arrodilló delante de Lisa y rodeó a su amiga con los brazos, susurrando palabras tranquilizadoras.

—Lo siento —le brotó de nuevo a Lisa Brandt.

—No hay nada de qué disculparse. Nada en absoluto. Suéltalo todo, eso es. Ya está —dijo Nancy Goodes.

Sampson dejó una tarjeta en la mesilla.

—Sabremos salir solos —dijo.

La señora Goodes respondió sin dejar de mirar a su llorosa amiga.

—Váyanse pues. Y por favor, no vuelvan. Dejen a Lisa en paz. Váyanse.

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